52
Quedan pocos habitantes en L-5. La robotización de las operaciones espaciales está tan avanzada que la estación ya no cumple ninguna función, excepto como centro turístico, actividad que puede considerarse marginal. El gran despliegue de quiviras ha facilitado el acceso a esas sensaciones, aunque poca gente hay ya interesada en ellas. Se están tomando medidas para que los habitantes que aún quedan en L-5 puedan pasar el resto de su vida en la estación, si asilo desean. La procreación entre ellos será insistentemente desaconsejada.
Empequeñecida por la distancia, Alfa resplandecía con una luz que a los ojos humanos era blanco azulada. Los picos y cráteres de Perun contrastaban con las líquidas sombras mientras la Merlín se acercaba. Aquí y allá relucían protuberancias de ferroníquel, azotadas por milenios de precipitaciones cósmicas. Más allá del esferoide, Voloss era una mole de negrura entre las estrellas. Kyra Davis recordó que recientemente los selenitas habían puesto aquel cuerpo carbónico condrítico en la órbita del asteroide más grande, de piedra y metal, para que fuera una fuente de agua para los organismos. El software de su nave-antorcha lo sabía bien y lo tenía en cuenta, ejecutando las órdenes que tecleaban sus dedos. Kyra podía echar un vistazo a placer.
Observó ante todo que la mole seguía la misma trayectoria que Perun. La nave espacial era todavía un esqueleto, pero sus costillas y cables ya eran descomunales. A aquella distancia, la construcción parecía frágil y delicada, filamentos de plata entretejidos en la joya de una princesa élfica.
Aumentando la imagen, Kyra vio vehículos, robots y técnicos en traje espacial volando como motas en una danza que evocaba melodías de Mozart, Strauss, Nielsen.
¿La nave viajaría con tanta ligereza en los dominios centaurianos, hasta Próxima y tal vez más lejos? Hasta el momento los constructores habían revelado poco, pero corrían rumores de que planeaban ampliar y utilizar los láseres que habían frenado las naves de los emigrantes para una desaceleración mediante ondas Alfvén, para… Kyra comprendió que más le valía dejar de soñar y concentrarse en la aproximación.
Con un diámetro máximo de vanos miles de kilómetros, Perun nunca albergaría ciudades y fortalezas como Luna. Sin embargo, allí se levantaban más estructuras de las que ella esperaba. Antes del primer vuelo desde Deméter, las trasmisiones selenitas al planeta eran muy breves. Kyra no lo había considerado una señal de hostilidad. Por naturaleza aquellos seres eran distantes y sigilosos como gatos. Era sorprendente enterarse de cuánto habían realizado en tan pocos años y sin los recursos de Deméter. Ahora que iba a verlo con sus propios ojos, el corazón le palpitaba con fuerza.
Cúpulas, mástiles, pirámides, peristilos y, como una radiante encrucijada, la pista espacial. Era un casquete chato en el Polo Norte, rodeado por edificios semicilíndricos sobre los cuales se erguía el radar de control.
—Merlín solicitando permiso para atracar —dijo Kyra.
—Autorización concedida —respondió una voz de acento cantarín.
Una mera formalidad por ambas partes. Los acuerdos se habían pactado tiempo atrás, los ordenadores se hacían cargo de todo. Valiéndose de sus propulsores, la nave descendió hacia el compartimiento asignado.
Se hizo el silencio. Kyra se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó. Había viajado a una gravedad demetriana —un ocho por ciento menor que la terrestre—, a la cual sus huesos, venas y tejidos se habían acostumbrado. Aunque habituada a los cambios de peso, de pronto se sintió fantasmal. ¿Cuánto pesaba, aquí, cinco o seis kilos? Se desplazó cautelosamente hacia sus dependencias, donde se detuvo para echarse una mirada en el espejo. Antes de iniciar las maniobras finales se había puesto una blusa blanca con chorreras y mangas abullonadas, una chaquetilla de tigril, pantalones azules, sandalias con hebillas difractoras. Quería demostrar que los suyos podían permitirse vestir con elegancia. No quería que los selenitas la considerasen una palurda.
¿Los selenitas? Rinndalir, admitió. El pulso se le aceleró.
No, qué diablos, no sentiría embarazo cuando se encontraran. Actuaría con naturalidad. ¿Por qué no? El espejo le devolvía una imagen de sí misma erguida, esbelta, quizás un tanto delgada, aunque eso era preferible a la gordura; le sobresalían los huesos de la cara, y le sentaba bien. Algunas arrugas, el cabello entrecano. ¿Y qué? Mantenía vivas las relaciones que quería por sus propios méritos, sin obligar a nadie. Además, no había ido allí para establecer contactos sino para hacer historia.
Un ligero impacto resonó en el casco y el aire. La rampa había tocado la cámara de salida. Kyra le guiñó el ojo a su reflejo y salió.
El descenso la llevó bajo tierra, a una antesala pequeña y desnuda. Rinndalir aguardaba a solas.
Kyra se detuvo en seco. Él avanzó para tenderle la mano.
—Bienvenida —dijo con una sonrisa—. Largo tiempo te he aguardado.
Su palma estaba fría ¿Callosa?
—Sí, me habría gustado venir antes —respondió Kyra con un titubeo—. Un lugar fascinante, por lo que he podido ver. Pero una vez al mando de mi nave tuve que volver a entrenarme, y luego, con tanto trabajo que hacer…
—Y un hijo, además. Lo comprendo.
¿Lo comprendía realmente? Y si no, ¿entendía que no lo entendía?
—Acepta nuestra hospitalidad, te lo suplico, que aunque pobre, he procurado que sea digna de ti.
Kyra sintió un acceso de frío y calor. ¿Por qué, en nombre de MacCannon, reaccionaba de aquella manera? ¡Basta! Él había sido un compañero delicioso, un amante incomparable, un monstruo moral… y ya no era de su incumbencia.
Repitió un mantra. Se controló. Estudió al selenita, comprobando que el tiempo había dejado sus huellas en él. El trabajo, las penurias, ¿qué más? Entre las alas de cabello ceniciento, los ojos grises lucían enormes en el enjuto y arrugado rostro. Pero Rinndalir permanecía tan erguido como ella, se movía con más gracia; con su atuendo plateado y negro, con su diadema constelada de diamantes, era la elegancia personificada.
—¿Y tus colegas, los funcionarios? —preguntó Kyra. Los humanos la habrían recibido en grupo. La Merlín era únicamente la quinta nave de Deméter que visitaba Perun.
—Nos reuniremos con ellos cuando lo consideremos oportuno —dijo él con indiferencia.
Así que seguía siendo un príncipe, pensó ella. Las comunicaciones entre ambas razas, escasas como eran, no habían sido muy precisas en cuanto a la nueva estructura social. ¿Rinndalir era rey supremo de la colonia, o de toda su gente?
—Antes nosotros dos debemos hablar de todos estos años —continuó Rinndalir con voz melodiosa—. Mandaré hombres para que trasladen tu equipaje, cuando gustes. Ahora ven, te lo ruego.
No le ofreció el brazo ni le acercó los dedos a la mano. Esa omisión sugería que eran iguales. Divertida, cautivada contra su voluntad, Kyra lo acompañó. Rinndalir se desplazaba con el mismo andar de baja gravedad. El peso, la mitad del lunar, bastaba para mantener en forma a los de su raza, pero Kyra calculaba que debían pasar tiempo ejercitándose en la cámara de presión para conservar el buen estado físico. O quizá no, dada la actividad que desarrollaban en tierra y en el espacio.
Encontró muchas pruebas de esa actividad. De la entrada partía un pasaje alto y abovedado, tallado en roca tan pulida que parecía de cristal. Los fluorotubos la iluminaban con colores e intensidades cambiantes. Ninguna otra ilusión animaba su extensión rojiza, sólo algunos paneles de otros minerales: verdes, azules o chispeantes como la mica. A tramos había columnas esculpidas en curvas fluidas y tracerías espumosas, incrustadas de gemas y cristales que palpitaban bajo la luz. Las notas casi inaudibles de flautas y violines se mezclaban con aromas agridulces. Kyra vio un café en el que los clientes, sentados en esteras, jugaban al ajedrez o al go; una tienda de alimentos; un laboratorio; un estudio de pintura; un taller de reparaciones. La gente no se hacinaba, puesto que las cavernas estaban preparadas para una población en crecimiento. Las parejas que pasaban con sus pequeños avanzaban deprisa y en silencio. Sus prendas sueltas ondeaban y flotaban, multiplicando sus colores.
—Como las alas de los pájaros —señaló Kyra.
—En el futuro volarán entre nosotros aves, vistosas mariposas, tal vez móviles murciélagos —dijo Rinndalir—. En paisajes más austeros habrá pérgolas con flores.
—No es muy parecido a Luna.
Rinndalir se puso solemne.
—Nos estamos convirtiendo en algo diferente de lo que fuimos. Más que vosotros en Deméter, quizá.
Kyra respondió con igual seriedad.
—No estoy tan segura. Pero ¿esperabas que esto ocurriera?
—Por supuesto. El hielo que se derrite se congela nuevamente, pero tu raza y la mía están vivas. —Rinndalir calló un rato, mientras continuaban la marcha—. Por esa razón mi dama Niolente optó por quedarse allá.
Kyra procuró hablar con tacto.
—Yo tuve la impresión de que ella deseaba luchar por el viejo orden, mantenerlo el mayor tiempo posible. ¿Acaso no despreciaba a los terrícolas?
Notó que Rinndalir hacía una mueca de dolor, aunque sin perder la compostura.
—A algunos —respondió lentamente—. Estaba agradecida y honraba espiritualmente a los grandes, pues como adversarios le permitían ser todo lo que era. Las intrigas y luchas contra ellos la atraían más que la lucha con la materia insensible. —Rinndalir sonrió, Kyra no pudo distinguir si con tristeza o con afecto—. Eso se acentuó cuando Niolente supo sin lugar a dudas que su causa estaba perdida. Ya podía hacer la apuesta que se le antojara, y al menos dejar su impronta en el destino. Nunca lo sabré con certeza si he de basarme en las noticias filtradas que nos llegan desde la Tierra, pero sospecho que fue ella quien logró que los últimos selenarcas reinaran en sus fortalezas hasta que les llegara la muerte. A los nuevos poderes debió disgustarles, pues retrasó décadas la reconstrucción. Sí, quiero creer que mi Niolente halló el medio de amenazarlos, con suma delicadeza, con algo peor.
Kyra reunió el valor para decir:
—Me pregunto por qué tú no seguiste ese juego.
Él la miró un instante.
—La respuesta a esa pregunta no es para ser contada, sino para ser vivida.
Descendieron por un conducto, brincando de una plataforma a otra de las instaladas a intervalos de siete metros. Caían a tres metros por segundo. Pronto Rinndalir rió y cubrió tres etapas de un brinco, extendiendo su capa confeccionada para ondear y aprovechar el impulso del aire; bajó flotando como una hoja al viento. Los selenitas no habían cambiado mucho, pensó Kyra.
Rinndalir se detuvo en un rellano más ancho, y la condujo a otro túnel horizontal. Tenía una apariencia tosca e inconclusa, con más ventiladores que puertas, y una zanja en el suelo.
—Esto será una glorieta por donde pasará un arroyo —explicó.
—Te has entusiasmado con la biología, ¿verdad?
—Desde Luna podíamos contemplar la Tierra viviente. Aquí Deméter es sólo una chispa en el cielo, como Faetón.
Recorridos diez kilómetros, un pequeño pasaje lateral terminaba en un portal de bronce decorado con bajorrelieves geométricos. Rinndalir le ordenó que se abriera y entraron en una antesala con paredes cubiertas de mosaicos. Kyra vio que estaban copiados de la iglesia bizantina de Ravena. Si Rinndalir deseaba recordar aquello que había abandonado, esto era extraño. ¿O no? Los grandes ojos de la emperatriz Teodora escrutaban la eternidad.
Luego entraron en una vasta cámara blanquinegra cuyo techo era una cúpula transparente que dejaba ver el firmamento. Alfa se había puesto pero Beta brillaba entre los astros, un punto amarillo y más potente que varios cientos de lunas sobre la Tierra. Ese cielo no era la única iluminación. Una jarra y sus copas relucían con fulgor místico sobre una mesa oscura. La música se oía con más claridad que antes, y un perfume almizclado de jazmín flotaba en el aire.
Los recuerdos la cogieron por sorpresa.
—¿Tus aposentos? —preguntó Kyra.
Rinndalir sonrió. Bajo esa luz no tenía edad, y su belleza era atemporal.
—Desde luego. Modestos pero míos.
Kyra procuró buscar conversación.
—Yo no los llamaría modestos. Claro que no es como lo que tenías antes.
—Eso jamás volverá. Estamos construyendo con vistas a un futuro que es una incógnita, como vosotros en Deméter, aunque ambos serán extraños entre sí.
Kyra sintió alivio al notar que él hablaba en serio, sin ánimo de seducirla.
—Supongo que sí. No había pensado mucho en ello hasta ahora, pero en el sistema solar, a pesar de vuestra independencia, los selenitas erais descendientes de la Tierra. —Como los antiguos nómadas, se dijo de pasada: gentes desplazadas a las estepas, templadas en la fuerza y la ferocidad hasta que al fin se convertían en conquistadores de las civilizaciones vecinas, pero siempre dependían de ellas para mantenerse con vida, y al final eran asimiladas—. Sólo eso.
Rinndalir le cogió el codo, estremeciéndola con su contacto, y la acompañó a la mesa.
—Ponte cómoda. Nuestros biosistemas producen vinos que no son los peores de la galaxia. —Llenó las copas, le dio una, alzó la suya—. Uwach yei —brindó—. Eso significa, aproximadamente, despeguemos.
Chocaron las copas.
—Feliz aterrizaje —respondió Kyra. Bebieron. El vino era especiado.
—Acabamos de expresar en parte nuestras diferencias —le dijo Rinndalir.
—Quizá. —Kyra buscó las palabras adecuadas—. Tu gente no es aficionada a los manifiestos, los planes quinquenales ni a nada por el estilo, pero en Deméter tenemos la impresión de que vuestra meta es crear la primera sociedad genuinamente espacial.
—Una meta calculada sería ciega, pero un sueño no tiene por qué serlo. Muchos de vosotros debéis compartirlo. No podéis resignaros a que vuestros descendientes perezcan con el planeta.
—Por esto estoy aquí, desde luego. Mi misión.
—La tuya y la mía.
Kyra escrutó la penumbra ambarina. La copa le tembló en la mano. Rinndalir sonrió.
—¿Qué? —jadeó ella—. ¡Espera un momento! Creía que me acompañarían un par de especialistas.
—Eso vendrá después, si es que hay razón para ello. En este primer viaje, yo seré tu acompañante.
—¿Por qué, en nombre de MacCannon?
Rinndalir se encogió de hombros grácilmente, algo que Kyra jamás había visto en un hombre de su propia raza.
—No soy un ignorante en ciencia planetaria. Estos años han hecho de mí un trabajador. —La miró fijamente. Con voz serena y acerada, declaró—: Más todavía, soy un selenarca, y he escogido acompañarte.
Kyra dejó la copa, irguió la espalda y replicó:
—Tengo algo que decir al respecto.
Rinndalir enarcó las cejas.
—¿Aún sientes horror de mí? —murmuró—. Creía que eso tenía arreglo.
—Lo que provocaste…
—¿Lo lamentas?
—Esa última vez en tu castillo…
—Escucha, de nada me arrepiento. Yo era lo que era. En gran medida, sigo siéndolo, y no deseo otra cosa. Pero a la luz de estos soles he llegado a ver más y más lejos que entonces.
—Escucha tú —respondió Kyra, furiosa y desconcertada—. No tengo que ser la piloto de esta misión. Puedo renunciar, y conseguirán a otra persona. —Un demetriano o un terrícola. Los selenitas habían visitado Faetón, pero no podían resistir sus tres cuartos de gravedad terrestre. Tampoco podían dirigir robots en órbita. Las expediciones conjuntas tenían sentido, ahora que los habitantes del planeta estaban lanzando sus naves tripuladas—. Lo lamentaría, pues lo deseaba ardientemente, pero si has decidido ser mi acompañante, renuncio.
Rinndalir no demostró resentimiento.
—Te pregunto una vez más, ¿por qué?
—Demonios, ¿te crees que soy invulnerable?
Si él hubiera reído, o aun sonreído, Kyra se habría marchado. En cambio, Rinndalir dijo sobriamente.
—Sí, sin duda has pactado una alianza con algún afortunado, y no quieres traicionarlo. Pero ¿esto debe atarte? Puedo ser casto, Kyra. ¿Tu hombre no confía en ti, ni tú en él?
Sus hombres, quiso corregirle, y sí, renunciaban a los celos porque Kyra no deseaba atarse, y el problema de un viaje con Rinndalir no sería la castidad de él, sino la de ella.
—Somos muy diferentes —masculló.
Él asintió con un gesto.
—Mucho. ¿Entiendes que eso me duele? ¿Que tú eres una de las razones por las cuales abandoné la vida que tenía?
¡No podía decirlo en serio!
—¿Con las pocas veces que nos vimos? ¿Es una broma?
—No, ni una locura. Una atracción perversa, quizá, del cuervo hacia la yegua salvaje. —El águila, pensó Kyra en su agitación, el águila que se deja llevar por el viento que acaricia la crin de la yegua. Y, vigorosa, tiene el dulce olor de la tierra caliente por el sol—. ¿O es antinatural? ¿Qué sientes por un pequeño animal, una nave, una montaña contra el ocaso, el fantasma de Anson Guthrie?
—Eso es diferente.
—¿En qué?
—Tú mismo lo has dicho. Un abismo nos separa. —Un abismo, pensó Kyra, donde ella podía caer para no salir más y… las metáforas se estaban volviendo tan arrevesadas como las emociones.
—Mas cuando nos encontramos, podemos tender las manos para tocarnos.
Kyra se echó a reír.
—¡Qué va! ¡No estás pensando sólo en las manos!
—¿Y tú qué? —replicó él impúdicamente.
Después de eso, hora tras hora, las cosas fueron mejorando.