16

Emprises Unlimited ocupaba una pequeña torre en una colina de Portland. Kyra puso en duda que sus productos virtuales pudieran compararse con el majestuoso monte Hood, que resplandecía en el templado aire del atardecer de la costa. Las simulaciones encefálicas y glandulares podían convencer de que cualquier cosa era inexpresablemente bella, espantosa o justificable, según uno escogiera. Entró.

Una vez que Kyra hubo pagado, una recepcionista la condujo a una habitación donde podría aguardar a sus amigos y permanecer con ellos varias horas en una garantizada intimidad. El confortable mobiliario incluía una cama plegable para cuatro personas. Kyra supuso que rara vez se usaba. ¿Quién iba a ir allí a celebrar una prosaica orgía? A menos que la orgía simulada los pusiera a cien.

Era curioso, pero en muchos sentidos los avantistas eran tolerantes. Por lo que ella sabía, la Renovación habría castigado severamente tales cosas. Probablemente —Kyra no había estudiado historia en profundidad— gran parte de aquello que los avantistas reprobaban estaba tan arraigado cuando tomaron el poder que era imposible abolirlo por decreto. ¿Y no se trataba al fin y al cabo de prescindir de la fuerza en favor de la educación, el adoctrinamiento y el establecimiento de condiciones socioeconómicas científicamente diseñadas, de tal modo que el avance hacia la Transfiguración fuese inevitable?

—Fracasó, desde luego —había dicho Guthrie—. Perdió fuerza. Al cundir la decepción y el cinismo, las cosas fueron de mal en peor. Los ideólogos y burócratas se exasperaron, y todo se redujo a una lucha perpetua para conseguir el poder y conservarlo. Así terminan todos los gobiernos, pero los gobiernos oportunistas lo hacen antes. El propósito del poder es el poder.

Kyra lo desenvolvió y lo dejó sobre la mesa.

—Gracias —gruñó él—. No es agradable estar en una caja dentro de una caja. ¡Qué cansado estoy de ser incorpóreo!

Kyra sintió compasión por él.

—Creo que no habría resistido ni la mitad de lo que has resistido tú, jefe Guthrie —dijo.

—Bien, la existencia es distinta para mí. Tengo más paciencia que cuando estaba vivo —dijo Guthrie con escalofriante displicencia—. Al final se pierde, pero siempre me digo que con el tiempo me desconectarán.

¿En qué medida los sensores y efectores robóticos podían reemplazar la carne? Kyra no tuvo valor para preguntárselo. Había llegado a conocerle bastante, y esta primera confesión de fatiga, de dolor interior, la conmovió tan profundamente como si se la hubiera hecho su padre.

—Eres muy valiente, jefe. Yo no me haría copiar en una emulación.

—Muy pocos lo han hecho, y todos están terminados menos dos. Yo tenía Fireball para entretenerme. —El tono de Guthrie se suavizó—. Pero no es cuestión de valentía. El proceso no es doloroso, se limita a la copia de tu mente como una criatura aparte.

Kyra asintió.

—Desde luego. Uno no puede librarse de la muerte. —Y no existía ninguna posibilidad de que eso cambiara desde que se había descubierto que la vejez formaba parte del genoma humano. Las cosas podían mejorar sólo hasta cierto punto—. Pero yo tendría miedo de que ese otro yo me maldijera.

—Tus sentimientos pueden cambiar después, preciosa. Es un universo tremendamente interesante. Además…

Sonó un campanilleo seguido de una voz:

—Sus amigos han llegado, señorita Wickham.

Kyra se puso en guardia.

—Que pasen.

Entraron Esther Blum y un hombre. Él tenía poco más de treinta años, era de estatura media y delgado, pero de hombros anchos, ágil como un gato. Su rostro moreno, de rasgos prominentes, no carecía de expresión, pero tampoco lo delataba. Su americana holgada hacía juego con la elegancia de su blusa, sus pantalones y sus zapatos a toda prueba. Usaba colores discretos, pero llevaba incrustada una biogema en la frente que en aquel momento emitía un fulgor frío y verdoso.

Los ojos de Blum se cruzaron con los pedúnculos oculares de Guthrie.

—Conque aquí estás —saludó—. Te has metido en un buen fregado, schlemiel. Debería dejarte en él hasta que aprendas, pero no sería justo para esta pobre shiksa a quien has cogido con la mano que no tienes.

—Bah —resopló Guthrie—. No me sermonees con la seducción de menores. Cuidaos de esta vieja bruja, vosotros dos. Es maligna y depravada. La he visto poner helado en su cerveza.

Blum pestañeó —¿lloraba?— y recobró la seriedad.

—Será mejor que vayamos al grano —dijo—. Anson Guthrie, el verdadero Anson Guthrie; Kyra Davis, Nero Valencia.

El hombre le dio la mano con firmeza.

—Buenas tardes, la señora me ha explicado la situación por encima.

Los tres se sentaron.

—Bien, Esther —dijo Guthrie—, ahora dirás.

Blum sacó una cigarrera del bolsillo.

—Tal vez un día te des cuenta de los problemas en que me he metido por tu culpa —respondió—. Con la Sepo vigilándonos (ojalá se mueran todos de una sobredosis de discursos políticos), mis contactos tuvieron que movilizarse, y todo eso desde ayer. Hace sólo dos horas que me he encontrado con Nero. No hemos venido juntos, naturalmente. Ya es suficiente con que los agentes se pregunten qué hace una buena chica judía como yo en semejante lugar.

Habló con más seriedad.

—Es lo mejor que he podido conseguir, Anson. No me arriesgaré a comprometer a mis Residentes, pero tú representas una esperanza para nosotros y… tú y yo hemos compartido buenos momentos.

—Habrían sido episodios de alcoba cuando eras joven, si yo no hubiera estado enlatado —respondió Guthrie—. Gracias por todo, Esther.

—Basta de palabras bonitas. —Blum encendió un puro y chupó con fuerza. El humo era inusitadamente acre—. ¿Tienes un plan en mente, alguna solución que te parezca viable?

—Hemos comentado varias —intervino Kyra—. Depende de la ayuda que podamos conseguir…

—No me lo cuentes. Más vale que no sepa nada más. He creído que os irá bien tener un guía que os lleve por rutas que no figuran en ningún mapa, y que sea un luchador. He contratado a este gunjin.

Valencia inclinó la cabeza.

—De la hermandad de Sally Severin, a vuestro servicio —dijo en voz baja.

Guthrie irguió los pedúnculos oculares, el único gesto físico que podía hacer. Kyra supuso que reconocía el nombre. Ella no, pero se hacía una idea. Un guerrero, un mercenario moderno. Su trabajo no era necesariamente de carácter criminal. Con frecuencia se reducía a la custodia de gente o propiedades. A medida que las sociedades, las organizaciones y los potentados se distanciaban del Gobierno, preferían contratar protección en vez de recurrir a la policía. Pero ella conocía muchas historias, ficticias o no, acerca de la predisposición de la mayoría de los gunjins a aceptar trabajos ilegales, desde el contrabando hasta guerras territoriales entre pandillas.

¿Él mismo habría adaptado el nombre? Nero: Nerón. A lo mejor sus padres se contaban entre los neopaganos, anticristianos por antonomasia.

Kyra lo observó.

—Mi contrato es con la señora —decía Valencia—, pero ella me ha encomendado que os preste toda mi ayuda. En consecuencia, respondo ante ti, señor Guthrie, hasta que ella revoque la orden o el contrato expire dentro de dos semanas. En ese momento, si lo deseas y yo estoy dispuesto, podemos pactar uno nuevo. Entretanto, soy tu hombre, dentro de las leyes de la hermandad. Esencialmente eso significa que no participaré en atrocidades ni perversiones, y aunque arriesgaré la vida por ti si es necesario, no estoy obligado a realizar actos suicidas. Te entregaré un papel donde se exponen estas condiciones. —Sonrió. Era una sonrisa encantadora—. Aunque no creo que me des motivos para desobedecer una orden. Te he admirado toda la vida. —Se volvió hacia Kyra—. Y tú, señorita, constituyes una deliciosa sorpresa.

Adoptó de nuevo una expresión grave.

—Mi territorio es la Costa Oeste, desde Vancouver hasta la Baja California. He operado en otras partes pero no estoy familiarizado con ellas. Si ustedes desean ir hacia el este, quizá debamos contratar a un lugareño. Yo puedo encontrar a alguien.

—No creo que lo hagamos —comentó Kyra.

—¡No me contéis nada, he dicho! —exclamó Blum. Interpeló ansiosamente a Guthrie—. ¿He hecho bien? ¿Esto aumenta tus posibilidades?

—Escucha, muchacha —dijo Guthrie—, si yo pudiera conectarte a estos circuitos, te daría un meneo que te dejaría lela. Podría hacerlo con tu emulación. Ven a vivir conmigo y sé mi amante.

—No, te lo agradezco. Envíame una caja de licor cuando llegues a casa. —Su frágil voz se quebró—. ¡Oh, Anson! ¿Está todo decidido, pues? Hagamos los planes y vámonos de este tugurio.

—Sugiero que usted se vaya primero, señora —murmuró Valencía—. Si hay un detective vigilando fuera, conviene que la siga a usted. La señorita Davis puede irse unos minutos después, y yo luego, llevando la maleta del señor Guthrie; no la traía antes y, si algo sale mal, tendré más posibilidades de deshacerme del perseguidor. Recoge tu equipaje de donde lo hayas dejado, señorita, y alquila una habitación en el hotel Neptune. Yo estaré en la 770.

—Guardaremos a Anson y pasaremos un par de horas en la Tierra de Nunca Jamás —dijo Blum—. De lo contrario, se preguntarán por qué no lo hemos hecho, y no sé si serán tan discretos como de costumbre, dada la histeria actual. Por lo que he visto en los noticiarios, el Gobierno promete cuantiosas recompensas por la información, especialmente sobre artefactos electrónico-fotónicos que pudieran alterar los sistemas de control central.

No podían aproximarse más a la verdad sin despertar sospechas acerca de Guthrie Dos, pensó Kyra. Sintió inquietud. ¿Se atreverían a dejar al primer Guthrie en un recipiente que nadie podía abrir, mientras ellos se alejaban del mundo? No les quedaba otra opción. Blum tenía razón. Era el nesgo menor. No inscribir el paquete, llevarlo a la sala de esparcimiento, no darle importancia.

—La señora tiene razón. —Valencia se encogió de hombros y sonrió—. Si se me concede una sesión gratis, ¿de qué será?

—De nada íntimo, por favor —dijo Kyra—. No estoy de humor.

—Tampoco es mi afición —admitió Blum.

—¿Alguna vez lo has probado, Esther? —preguntó Guthrie.

—Una vez, por curiosidad. La cruda realidad es mucho más sorprendente y maravillosa.

—Una quivira puede recordártela, si lo deseas —murmuró él.

—Te repito que no, gracias. He enterrado a dos esposos, hombres valiosos ambos, y a un buen hijo. Dejemos los recuerdos en paz. El poco tiempo libre que me queda es para mis hijos y nietos vivos. —Blum se rió—. Además del diablillo de mi bisnieto. —Apagó el puro y se levantó—. Aunque no me opongo del todo a las quiviras. Más aún, he consultado un catálogo de programas preparados y he escogido uno para nosotros. A ti te gustará, Kyra, y creo que tú no te aburrirás, Nero. Vamos.

—¿Qué es? —preguntó Kyra.

—Una fiesta en Filadelfia. Nuestro anfitrión será George Washington. Los otros invitados serán Thomas Jefferson y Benjamín Franklin. Sumaos a la conversación, pero cuidado con los modales. Son ilusiones, sí, partes de un programa de hiperordenador, pero también son réplicas tan cuidadosas de sus personalidades como la erudición ha permitido. Yo, por esta vez, prefiero escuchar.

—¡Vaya! —dijo Guthrie—, y yo tendré que aguantarme y envidiarte.