4
Sonó un golpe. Lee y Kyra guardaron a Guthrie en el armario antes de recibir al criado. El joven empujaba un carrito. Les sirvió la comida, saludó respetuosamente y se marchó. Ambos sacaron al jefe y se pusieron a comer.
Kyra descubrió que estaba hambrienta. Cordero adobado, pilaf, berenjena, pita, ensalada de pepinos aderezada con yogur; platos dulces para acompañar: natillas, sorbete de frutas, café; todo preparado de maneras exóticas para ella, pero de magnífico sabor. Lee comentó que era comida tradicional. Aquella gente debía haber realizado grandes gastos e invertido mucho esfuerzo para programar sus nanotanques a fin de obtener los ingredientes. Tal vez compraban algunos en una granja.
La comida les devolvió la esperanza y mantuvo momentáneamente a raya la fatiga. Cuando el criado —a quien llamaron con un zumbador— se hubo llevado las sobras, se pusieron a hablar de otras cosas aparte de la fuga.
Lee parecía menos animado que Kyra. Ella se lo comentó, y él replicó amargamente:
—No estoy acostumbrado a estas aventuras. He llevado una vida bastante tranquila.
—No creas. Te has codeado con mucha gente rara, ¿verdad? Y te has llevado bien con ella, algo que a mí me hubiese sido difícil.
—Bien, mi trabajo me lo exige.
Sí, pensó Kyra, un intuicionista era una extraña combinación de intelecto y sensibilidad. No sólo debía tener conocimientos básicos de ciencia y tecnología modernas, sino dominar cuestiones sociales; no sólo debía saber historia, diseño de estructuras y dinámica analítica, sino entender a los seres humanos en cuanto individuos; no sólo conocer el Alto Mundo, sino las culturas y subculturas relativamente atrasadas, para entender (mejor dicho, para sentir) sus interacciones con dicho mundo. Con estos elementos debía crear modelos, escribir programas, elaborar ideas y hacer propuestas viables. Así podía prever los resultados de un cambio, sobre todo en el aspecto humano, y sugerir maneras de impedir o mitigar los que resultaban indeseables.
—Guthrie había creado aquella profesión, recordó Kyra. Él había iniciado los primeros estudios y experimentos, y luego elegido a los primeros profesionales. Para Fireball había sido tan beneficioso, aun en esa primera etapa, que las demás compañías se habían apresurado a imitarla, y por último los gobiernos. Kyra recordó una lección de la escuela. Como parte de su educación, ella debía saber aquello, aunque no le incumbiera directamente. El propio Guthrie había grabado la clase. Él no aparecía en el multi. Una caja sin rostro no hubiera atraído a los jóvenes, y él reservaba las recreaciones de su imagen mortal para ocasiones más especiales. Escenas cuidadosamente preparadas acompañaban su familiar voz:
El clásico ejemplo del pasado es el automóvil. Lo habéis visto en documentales históricos, un vehículo terrestre conducido por un piloto humano y alimentado con hidrocarburos. Resultó práctico, y en una sola generación reemplazó al caballo. En aquellos tiempos, cualquiera se daba cuenta de lo que alguien listo habría podido predecir: que sería una industria en expansión. Las industrias subsidiarias, como la del petróleo y las obras viales, se sumarían para formar una combinación que dominaría la economía de países enteros. Pero no creo que nadie pensara en la vital importancia estratégica de las reservas petrolíferas hasta que su posesión se convirtió repentinamente en una de las causas de guerra. La expansión de los suburbios y el deterioro de los centros urbanos, la densidad del tráfico y el aire irrespirable cogieron a la gente por sorpresa. Sólo de paso mencionaré la revolución sexual, para interesaros y lograr que estudiéis más por vuestra cuenta.
No digo que el automóvil haya sido la única causa de todo esto, pero sin duda tuvo mucho peso. Tampoco digo que debieran haberse suprimido, ni restringido su uso a una élite dejando los transportes públicos atestados para la gente corriente.
Pero con previsión, ciertos empresarios selectos podrían haber hecho mucho bien, ganando de paso un montón de dinero.
Por ejemplo, el motor de combustión interna fue un tremendo error. Habría podido evitarse de contar con una caldera adecuada, no demasiado difícil de diseñar, cuyo vapor habría sido mucho más limpio. Los automóviles se podrían haber prohibido desde un principio en los núcleos urbanos. Los usuarios lo habrían aceptado si hubieran dispuesto de vehículos pequeños y ágiles como nuestros triciclos. Esto habría contribuido a hacer de las ciudades lugares más agradables y habitables, y más reducidos.
Repito: no hay ninguna respuesta definitiva. Probablemente las soluciones habrían generado otros problemas. El cerebro sólo no basta, aunque ésta sea la eterna ilusión de los intelectuales. ¡Pero qué caray, el cerebro existe para ser usado!
Ahora pensad en el mundo de hoy, el vuestro. Mirad alrededor y pensad. Innovaciones tecnológicas; relaciones inestables entre las instituciones; una cuestión aparentemente tan simple como dónde situar una nueva planta; una especie humana tan fragmentada y sacudida como las piezas de un caleidoscopio. —El multi mostró aquel olvidado juguete en acción. Resultaba más elocuente que las imágenes convencionales de fractales y sistemas caóticos—. ¿No creéis que necesitamos personas que reflexionen sobre estos temas, no sólo con palabras, números, ecuaciones y gráficos, sino de corazón? —Su metáfora del conjunto fue igualmente sorprendente—: No podrán ofrecernos la planificación óptima de un curso, y lo que nos ofrezcan será a menudo equivocado y siempre incompleto. Pero creedme, eso puede suponer una diferencia tan grande como Júpiter.
Kyra miró de soslayo a Lee. Tenía un aspecto demasiado juvenil para ser tan importante. Claro que era uno entre muchos. Como los demás, se concentraba en el conocimiento de una zona determinada, y por eso vivía donde lo hacía. Realizaba la mayor parte de su trabajo visible en su casa, con el ordenador o con la mente. Pero necesitaba algo más que datos cuantitativos. Debía salir, conocer gente, cultivar su amistad, aprender a captar sus pensamientos y sentimientos, no sólo los que se expresaban en palabras, sino los tácitos.
Tenía que ser simpático y observador, pensó Kyra. Y estaba claro lo era.
Mientras ella estaba sumida en evocaciones y reflexiones, él comentó:
—Tú si que has vivido auténticas aventuras.
—No si he podido evitarlo —rió Kyra.
—Un explorador de los viejos tiempos, Amundsen, sostenía que la aventura es patrimonio de los incompetentes —añadió Guthrie.
—Tú sabes a qué me refiero —declaró Lee con gravedad—. Tahir lo ha dicho. Tú, piloto Davis, has caminado sobre Marte…
(Desde la ladera del Monte Olimpo, la vista abarcaba una inmensidad rocosa y un desierto de tonos sutiles bajo un cielo rosado. Enturbiado por una reluciente tormenta de polvo, un cráter se erguía como un castillo custodiando los confines de la creación).
—… asteroides, cometas…
(Flotaba sin esfuerzo. El planetoide era apenas un borrón oscuro del que sobresalía una cresta reluciente de las sombras como un trozo arrancado del cielo que la rodeaba por doquier. Las estrellas alumbraban la noche a millares con un brillo despiadado. Colores cristalinos: el azul acerado de Vega, el ámbar de Arcturus, la brasa ardiente de Betelgeuse. La Vía Láctea era un torrente de escarcha y silencio. Avistó el encogido sol, y el casco le protegió los ojos de su resplandor. Apenas distinguió los brazos de sus constelaciones y el destello de un planeta).
—… y más allá.
(El hielo de Enceladus refulgía como si estuviera cubierto de estrellas, desde un declive a la izquierda hasta el horizonte próximo, a la derecha, y sin embargo pocas brillaban en lo alto. Saturno las apagaba, enorme y resplandeciente, arropado con nubes y remolinos que eran en realidad tormentas ciclópeas. Los anillos no eran la joya rutilante que veía desde otras partes sino una deslumbrante banda de meteoros que cubría todo el campo visual. Dos lunas gemelas relucían como cimitarras. En medio del silencio sentía la palpitación de su pulso, la quemazón de las lágrimas. Cuando parpadeaba, le mojaban las pestañas y Saturno las convertía en arco iris).
—Yo he estado un par de veces en la Luna, como turista, y una vez en L-5 —dijo Lee—. Aparte de eso, el universo exterior existe para mí sólo en los libros, el multiceptor y el vivífero.
—Yo tuve suerte en ese sentido —evocó Guthrie—. En mi juventud aún había en la Tierra lugares donde la noche era aceptablemente negra. A veces, especialmente en la montaña, mirando el cielo desde mi saco de dormir, sentía que este globo era apenas un diminuto bailarín en medio de trillones de fogatas.
Kyra se preguntó si eso habría orientado sus sueños hacia el espacio. Se imaginó en tierra, esforzándose para distinguir algunas lucecitas borrosas. Demasiadas luces, por doquier. Aun en pleno océano, rompían la oscuridad. Demasiada gente.
—No me estoy quejando —se apresuró a decir Lee—. Sé que soy afortunado; tengo un trabajo interesante y bien remunerado.
Afortunado, en efecto, convino Kyra. La existencia de la mayoría era tan automática que había perdido todo sentido ya desde antes de nacer, por lo general.
—Oh, yo no cambiaría mi vida por nada —admitió. Y pensó para sus adentros que ella y sus colegas sí que eran afortunados. Podían guiar naves porque esas naves estaban robotizadas sólo en un noventa y nueve por ciento. No habría sido difícil llegar al ciento por ciento y prescindir de todos los pilotos humanos. Desde un punto de vista puramente económico, ya tendría que haber sucedido. Pero Guthrie lo había vetado. Sin duda había sido él. Nadie más ejercía tanto poder en los consejos privados de Fireball.
¿Por qué lo había hecho? ¿Romanticismo, apego a los logros del pasado? ¿Un ideal feudal de las obligaciones de un amo para con sus vasallos? Quizá. Kyra sospechaba que eso no era todo. No habría durado tanto de no ser un realista consumado. Las criaturas vivientes como ella eran más útiles que cualquier máquina cuando las cosas se ponían difíciles.
No tenía sentido extraviarse en pensamientos que se habían vuelto habituales durante la soledad de sus viajes. Decidió continuar la conversación. Increíblemente, ahora formaba parte de un terceto que incluía al jefe máximo.
—Pero te envidio un poco por la cantidad de gente que has conocido —confió a Lee—. En el espacio, todos son altomundanos.
—Por fuerza —sonrió él.
—Eso no significa que no tengamos nuestros personajes estrafalarios allá arriba —dijo Guthrie.
—Sí, lo sé —respondió Lee—. Al margen de los selenitas, la gente que vive en el espacio tiende a pensar por su cuenta.
Kyra rió de nuevo.
—A menudo no tenemos otra cosa que hacer.
Lee la estudió un instante antes de aventurar con timidez:
—¿Puedo preguntarte cuáles son tus aficiones?
—A mí también me gustaría saberlo —dijo Guthrie—. Ya que estamos juntos en este aprieto, nada perdemos con conocernos.
Kyra se ruborizó. Aunque no era tímida, rara vez habían demostrado tanto interés hacia su persona.
—Algún deporte —respondió, encogiéndose de hombros—. La música. Toco el sónor y un instrumento de viento arcaico llamado flauta dulce, y canto antiguas baladas, aunque no afino demasiado. Leo mucho, como es de esperar, y garrapateo un poco.
Eso llamó la atención de Lee.
—¿De veras? ¿Escribes? ¿Qué?
—Nada del otro mundo —murmuró Kyra—. No lo hago para los demás. Chapuzas, en general. También uso antiguas formas de versificación sonetos, sextinas…
Eiko Tamura decía que sus poemas eran buenos, pero Eiko era demasiado amable.
Los trabajos de Eiko —aun traducidos al inglés, y en consecuencia mutilados—, baikú y fragmentos en prosa, con dibujos y caligramas, hacían vibrar a Kyra y la conmovían. Ambas se reunían cuando Kyra visitaba L-5. Las comunicaciones por láser entre ambas podían ocupar varias páginas impresas.
Kyra ladeó la cabeza.
—¡Ay de mí! —exclamó con tono jovial—, empiezo a parecer uno de esos intelectuales que tanto desprecia el jefe. En realidad, para divertirme, juego pésimamente al ortho o al Heisenberg con mi ordenador, y al póquer con mis amigos, que me sale más caro.
Lee pareció alegrarse de ese comentario frívolo.
—¿Póquer? ¿El juego de cartas? Vaya, yo sé jugar. Algunos conocidos y yo tenemos un pequeño club que se reúne todos los meses por la red.
—Es más divertido jugar personalmente —observó Kyra—. Nosotros damos las cartas, por turnos, no el ordenador. —Y respiraban el mismo aire, bebían la misma cerveza, intercambiaban las mismas frases vulgares.
Lee suspiró.
—Ya lo sé, pero no suelo tener la oportunidad.
Kyra se preguntó si en sus largas misiones, cuando su única compañía era la seudointeligencia de su nave y algún que otro mensaje tardío, se sentía tan sola como él parecía estar siempre.
—Organicemos una partida, cuando haya terminado este jaleo —sugirió.
—Ponedme en un robot, para que pueda sentarme a la mesa —sugirió Guthrie—. Recuerdo algunas partidas memorables de mis tiempos de humano.
Mis tiempos de humano. ¿Cuánto dolor acechaba detrás de esas palabras?
Tal vez ninguno. Él había escogido ser lo que era. Podía revocar su decisión cuando quisiera.
¿O no?
—Estás lejos de aquí, Davis —dijo Guthrie—. ¿Te encuentras bien?
Caray, pensó Kyra. ¿Tan evidentes eran sus divagaciones? Volvió al presente. Confesó, con escasa franqueza:
—Tus palabras me han recordado la historia que has visto y vivido. Eso me ha conmovido.
—«Aquí tienes romero —murmuró él—, para las remembranzas. Te ruego, amor, que recuerdes. Y aquí pensamientos, son para las meditaciones».
—¡Hamlet! —preguntó ella asombrada.
—No soy el pedazo de chatarra que muchos creen —murmuró él. ¿Había un matiz defensivo en su voz?—. En otros tiempos yo también leí lo mío. No lo que estaba de moda, no. Shakespeare, Hornero, Cervantes, resultaban aceptables, aunque no estuvieran en boga, pero Kipling, Conrad, MacDonald, Heinlein y otros eran considerados reaccionarios insensibles, o racistas, o sexistas, o el apelativo que estuviera de moda. Porque, claro está, se ocupaban de las cosas importantes.
Kyra se preguntó qué cosas le interesarían ahora. Lee debía haber aprendido algo sobre eso.
El intuicionista bostezó.
—Perdón —dijo.
—Es natural que bosteces —lo tranquilizó Guthrie—, y no sólo porque esté divagando.
—Es fascinante —dijo Kyra. Y añadió de inmediato—: No pretendo darte coba, señor Guthrie.
—Lo sé. Pero Bob tiene razón. O su cuerpo la tiene, al margen de lo que le diga su cabeza. Necesitáis descansar, ambos, si queréis estar en forma mañana.
—¿Y tú?
—También —respondió Guthrie, aunque no aclaró cómo pasaría la noche.
La charla continuó un rato, cada vez más desganada y menos sustanciosa. Fue Kyra quien tomó la iniciativa.
—Bien, yo ya no puedo más. —Se levantó—. Estoy deseando una ducha y ocho o nueve horas de descanso. ¿Prefieres ir tú primero, Bob? —Se trataban ya con más confianza. Guthrie aún era el jefe, pero ese título no imponía tanto.
—No, gracias —dijo Lee—. Tengo una idea y quiero pensar en ella unos minutos.
—De acuerdo, mantendré la boca cerrada —se ofreció Guthrie, aunque hacía mucho que ya no tenía boca.
La cascada de agua caliente fue un verdadero placer. Kyra disfrutó de la ducha. Mientras se secaba con la toalla, respiró con gusto el vapor.
Al salir, radiante, vio el rostro de Lee. Al instante él desvió la mirada, como si otra cosa le hubiera llamado la atención. Divertida, ella le miró la entrepierna. Sí. Kyra se había olvidado de que los avantistas veían la desnudez con malos ojos y la prohibían en público. La sensualidad distraía a los humanos de lo que debía ser tanto un placer como un deber: ordenar la mente para que ellos y sus descendientes pudieran construir la sociedad racional que sería el germen de la Noosfera.
Pobre Bob. No podía resistirse del todo a la doctrina que lo rodeaba. Además, el sistema de Xuan tenía sus atractivos. Como mínimo, incluía las mismas matrices sociodinámicas con las que él trabajaba, y añadía otras.
Kyra se apresuró a meterse en la cama y cubrirse.
—Buenas noches —saludó, y cerró los ojos. Los mantuvo cerrados mientras él visitaba el cubículo, regresaba, apagaba la luz y se acostaba con cautela. Ella escuchó su respiración.
Se sintió tentada. Había pasado mucho tiempo. Pero no era buena idea dadas las circunstancias. Tal vez después. Lee era realmente muy tierno.
¿Tal vez demasiado? Había demostrado valentía, pero eso no compensaba una blandura que podría resultar un inconveniente fatal. A fin de cuentas, aunque él había pasado su vida en América del Norte, viviendo y trabajando entre sus ciudadanos, pertenecía a Fireball. Kyra sospechaba que había nacido y crecido en la empresa. Y quizá todos sus allegados. Tal vez se comunicara con ellos más por teléfono que personalmente, pero eran sus amigos, sus compañeros, y sabía que el juramento actuaba en ambos sentidos y que si se metía en líos la poderosa compañía lo respaldaría. Así que podía permitirse ser más confiado que el norteamericano común.
Esta situación era la causante principal del conflicto, reflexionó Kyra. Siempre existían roces entre Fireball y los gobiernos, aun el de Ecuador. A ningún gobierno le agradaba que las personas sobre quienes ejercía su autoridad fueran más leales a un poder externo que a sus propios políticos y líderes. Sin embargo, la mayoría podían tolerarlo, especialmente los democráticos. No constituía una amenaza mayor que la lealtad a una religión mundial o a un grupo con intereses internacionales. Pero el avantismo, que deseaba organizarlo todo —todas las mentes humanas, en última instancia— de acuerdo con la doctrina de Xuan, se sentía incómodo ante la presencia de un sistema tan distinto y de tanto éxito.
Sí, Fireball era totalmente distinto, la creación de un individualista acérrimo cuyo fantasma en forma de máquina continuaba gobernando la organización. Más que un conjunto de empresas con fines lucrativos, Fireball era una sociedad, un modo de pensar y de vivir… una nación, como había dicho su padre. Una nación que alentaba a sus integrantes a pensar, hablar y actuar por su cuenta, pero que los unía con vínculos más fuertes que la ley. Una nación cuyo líder era un ejemplo totalmente antieconómico, antialtruista, antirracional, lo que le había valido aplausos no sólo cuando había patrocinado viajes estelares, lo cual era justificable como investigación científica, sino cuando había viajado a Alfa del Centauro personalmente. (Bueno, como una copia de sí mismo, ¡qué diferencia había!). Y a fin de cuentas, el planeta Deméter no prometía la menor ganancia material para nadie en ningún momento antes de su destrucción final.
Aun así, los avantistas se las habían apañado. Fireball no había tratado de subvertirlos activamente, y ellos dependían de Fireball tanto como el resto del planeta. Era una relación turbulenta, pero de algún modo se mantenía. ¿Entonces, por qué los avantistas asestaban aquel repentino golpe? ¿Por qué, primero, habían ocupado la central de América del Norte, y ahora todas las posesiones de Fireball que quedaban dentro de su jurisdicción?
Porque se habían enterado de la existencia del duplicado de Guthrie y querían usarlo para sus propios fines, y una cosa había llevado a la otra. Pero sin duda se trataba de una decisión desesperada.
Estaban desesperados, pensó Kyra.
Eran totalitarios. Hasta ahora ella no había acabado de entender qué significaba aquello. Era sólo un recuerdo escolar de sus clases de historia. Había visto analogías entre los avantistas y la dinastía Jin, los incas, los comunistas y demás, pero le había parecido algo abstracto. Había oído hablar de abusos, y una vez había conocido a una víctima que había escapado al Brasil. (Era un físico que no se callaba sus opiniones. Después de lo que hicieron con su cerebro, aceptaba cualquier trabajo manual que pudiera conseguir). Pero en otros países de la Tierra, los opositores también se mantenían en una órbita peligrosa.
Kyra debería haber insistido en preguntar a sus padres por qué se habían mudado a Rusia. Debería haberse preguntado por qué un país necesitaba convertir la oposición ideológica en delito, y recurrir a la Policía de Seguridad, y encarcelar a los infractores o someterlos a tratamiento. Entonces habría comprendido que aquel gobierno estaba atrapado.
Tales medidas eran necesarias para guiar a la gente hacia el paraíso que su sistema les prometía, pero que hoy por hoy era inalcanzable. Una economía que abarcaba no sólo la Tierra sino todo el sistema solar requería pasar por sus fronteras miles de veces todos los días; una red de comunicaciones interplanetarias bombardeaba a los espectadores con información del exterior; éstos veían que eran víctimas de la prepotencia y que obtenían pocos beneficios, y veían también que en otras partes había más libertad y prosperidad. Estaban desilusionados. Algunos mascullaban sus quejas y eran acusados de «Caóticos», de reaccionarios dispuestos a permitir que el azar prevaleciera de nuevo en la historia. ¿Podía ser que algunos de ellos estuvieran consiguiendo armas en secreto para iniciar una revolución?
Kyra lo ignoraba. Sospechaba que los avantistas habían tenido la oportunidad de hacer una apuesta temeraria, y la habían aprovechado porque era la última. Podían causar muchas muertes y estragos antes de ser derrotados, podían incluso ganar la apuesta y adueñarse de toda la especie humana. Difícil, sin duda, pero posible.
¡Maldita sea! Se estaba despejando. ¿Para qué? Para nada. Tenía que relajarse. Necesitaba un buen descanso. Subvocalizó el mantra que la ayudaría a dormirse.