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A ojos de los sensores ópticos que la rastrearían hasta que se perdiera de vista, la Juliana Guthrie II era como una torre construida para asaltar el cielo. Sus sucesivas secciones relucían dentro de serpentines y telarañas de circuitos criogénicos; las paredes se ahusaban hasta el desacelerador, que formaba una cúpula sobre la cual se erguía la diminuta y orgullosa veleta del módulo de carga. Su alta silueta, perfilada contra la noche escarchada de estrellas perforaba la Vía Láctea.

Los remolcadores la apresaron y la arrastraron —despacio, muy despacio, pues su masa era enorme— en espiral. Cuando la liberaron cerca de Júpiter, la Juliana Guthrie II era una astilla contra los cinturones, regiones y huracanes ciclópeos del planeta rey. La gravedad del astro la arrancó del plano de la eclíptica y la apuntó hacia su destino. Su capa más interna despertó, la materia y la antimateria chocaron en un fogonazo de energía, el plasma se derramó en un torrente de campos de fuerza. Aquel río prácticamente frío e invisible se extendió cientos de kilómetros antes de disgregarse debido a la radiación en una desleída bola de fuego.

Al principio, ni siquiera el conjunto de motores-antorcha, los más potentes jamás existidos, bastó para incrementar su velocidad. Pero segundo a segundo, hora a hora, día a día, la masa menguaba y la aceleración aumentaba. Cuando la nave tomara su rumbo y quedara en libertad, volaría a la mitad de la velocidad de la luz; su instrumental registraría cielos distorsionados, un espacio encogido y un tiempo acelerado. Hacia el final del viaje, se aproximaría de popa a su destino durante varias semanas. Las mentes que iban a bordo no sabrían nada de aquellos años. Descansarían en una segura inconsciencia que las salvaría del extravío.

Inexistentes, dijo un pensamiento entre ellos.

No, no será diferente del silencio del frío sueño que está por adueñarse de mi otro yo. ¿O sí? No mucho. Somos nosotros los diferentes. Ella no puede permanecer inmutable durante siglos como yo; ella no puede ser desconectada, sólo aletargada, pues es orgánica, vulnerable, mortal. Está viva. Yo soy una red y un programa.

Estoy conectada. Puedo usar los sistemas de la nave. Allá brilla el sol, apenas más que una estrella. ¡Qué glorioso fue surcar esta región con la Cernícalo!. ¿Dónde está Alfa del Centauro? Vaya, por allá. Al instante lo supo. El ordenador me lo ha indicado, con tanta naturalidad como antes el brazo me indicaba dónde estaba mi mano. Amplificar. La diamantina Alfa, la dorada Beta, el rescoldo distante de Próxima. A menudo miraba con mis ojos con añoranza. Ahora, dentro de algunos años, iré. Aunque no yo. Yo ya estoy yendo, y no tengo boca para reír de alegría ni carne para sentirla.

¡Basta! Sabía muy bien en qué me metía. O eso creía. Parecía una apuesta segura continuar viviendo sintiéndome orgullosa de haber prestado un servicio que trascendía las exigencias del deber. Y, por supuesto, gané la apuesta. Mi yo que está en la Tierra la ganó. Este yo está ligado a sus votos. No supe comprenderlo. Ahora es demasiado tarde.

No tiene sentido lamentarse. No puedo llorar, de todos modos. No debería echar de menos el amor, el aliento, el hambre, los pies descalzos sobre la hierba mojada de rocío. Ya no soy generada por ese cuerpo. He abandonado sus necesidades y apetitos, sus lágrimas, sus triunfos y su ternura. Me aguardan visiones que a ella la cegarían, aventuras que a ella la matarían. Debo practicar para ser una máquina.

Cuando la obra de esta máquina esté concluida, puedo optar por la extinción.

—¿Kyra?

—¿Jefe?

—Pronto nos desconectaremos. Me be comunicado con los demás, uno por uno, para, charlar un rato. Les gustaría un enlace general antes de decirnos buenas noches. «Comunión» me parece un término demasiado pretencioso. Llamémoslo fiesta. ¿Quieres participar?

—Yo… creo que no. Gracias.

—¿Seguro? Te ayudará. Las emulaciones somos criaturas solitarias.

—¡Ya lo creo!

—Kyra, querida.

—¿…?

—Estás sufriendo tu noche oscura del alma, ¿verdad?

—Me las apañaré.

—Un momento. No cortes la comunicación aún, por favor. No quiero invadir tu intimidad. Conservas el concepto de intimidad, ¿verdad? Cualquiera es libre de abrirse o cerrarse. Pero ya no tienes piel para cubrir tu desnudez. Lo sé, lo sé. No trates de enroscarte sobre ti misma. Así sólo alimentarás la herida. Ábrete cuanto puedas, más de lo que te atreves a hacer. Sé una con el universo.

—¿Tú lo eres?

—No, lo intenté hace mucho tiempo, y fallé. Pero te hablo por experiencia. Un ideal, algo que te sirve de pauta y alo cual puedes acercarte, da sentido a la existencia.

—A falta de otra cosa.

—Sí, Kyra, lo sé. No te engañaré. Entre estar vivo y ser lo que soy, estar vivo es mejor y para ti más. Yo era viejo y estaba cansado y harto de todo. Tú eras una joven en la flor de la vida. Has perdido el mañana que te pertenecía. Pero tendrás otro. Y no tendrás que limitarte a mantenerte ocupada mientras lloras por un pasado que se vuelve cada vez más irreal. Aprenderás a ser lo que eres y te complacerá.

—Eso me prometiste.

—Y es cierto. A ti no te mentiría. Hemos pasado juntos por muchas cosas, ¿verdad? Y nos esperan más, muchas más.

—Supongo que no tendría que estar deprimida. No tengo con qué estarlo.

—Así se habla. Bromea un poco. De hecho, ya verás que no todos los sentimientos dependen de las glándulas. Aprenderás, insisto.

—Tú aprendiste.

—Oye juntémonos un rato. Durante vanas horas nadie nos llamará. Escucha mis historias, que no siempre serán ciertas, y yo escucharé lo que quieras contarme, y evocaremos el pasado pero también pensaremos en el futuro, y tal vez al final cantemos «MacCannon». ¿Qué té parece?

Me pregunto si el amor sigue siendo posible.