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BASE DE DATOS
El control que ejercía el Servicio Meteorológico de la Federación Mundial era limitado, y actuaba sobre la meteorología, no sobre el clima. En el Integrado Noroeste predominarían la lluvia y las nubes sobre los cielos despejados hasta que toda la Tierra hubiera cambiado profundamente. Sin embargo, la semana anterior un largo periodo de lluvias había dejado paso a un sol deslumbrante. Enrique Sayre se detuvo a admirar el primer día soleado.
El edificio local de la Policía de Seguridad era más ancho y profundo que alto: una fortaleza. Aun así, la vista desde el tejado era comparable a la que ofrecía su aeromóvil antes de aterrizar; y cuando se apeó, un viento fresco y turbulento le azotó el rostro y cantó en sus oídos. Olía a agua salada, con un regusto a sustancias químicas y ozono que sugería energías en movimiento. El bullicio del tráfico se elevaba como un murmullo oceánico hacia las gaviotas y las relucientes aeronaves. La ciudad también ascendía, desde calles, puentes, monorraíles y edificios de menor envergadura hasta las orgullosas y altas torres. Los bioespacios irradiaban un fulgor verde; aunque últimamente el mantenimiento dejaba mucho que desear, y la naturaleza continuaba su avance en forma de hierba, maleza y retoños. A cierta distancia, la bahía Elliott resplandecía como la plata, con menos embarcaciones que antes. Más allá de los edificios de la otra orilla, los picos nevados se erguían sobre un fondo azul.
Sayre entendía por qué Anson Guthrie había instalado allí su sede norteamericana. El hombre había nacido y crecido en Port Ángeles, sobre el estrecho y a poca distancia de las montañas y bosques de la Olympic Península. El programa sin cuerpo se había dejado llevar por la nostalgia. Sayre echó una ojeada al edificio de Fireball. Más alto que el suyo, se erguía sobre la Colina de la Reina Ana, y sus contornos arrogantes evocaban una nave espacial durante el lanzamiento. Pero ahora la bandera con el símbolo infinito flameaba también en aquel mástil.
Los guardias se cuadraron cuando Sayre se alejó del aeromóvil. Devolvió el saludo. Aquellos hombres cumplían una función ceremonial, eran un añadido a los monitores y las armas robóticas, pero el ceremonial era importante. Xuan mismo había admitido que el género humano seguía guiándose por el instinto y las emociones. Se necesitarían varias generaciones para poner el tronco cerebral y el sistema límbico al servicio del cerebro.
Sayre había avanzado bastante en las disciplinas para que no le costara admitir que físicamente era poca cosa: bajo y menudo, de rasgos afilados pero de barbilla hundida y cabeza redonda, con el pelo rubio aplastado en mechones. Se había abstenido de someterse a ningún cambio, excepto a la corrección de su miopía y su propensión a las úlceras estomacales. Su sencillo uniforme era muy parecido al de otros oficiales. Si imponía respeto, era por sus actos.
Entró en una torre fahrweg, y bajó a la oficina que había confiscado. El personal se levantó y se repitieron los saludos militares. Impaciente, pasó de largo y se encerró en la habitación posterior. Telefoneó al laboratorio. Obtuvo comunicación inmediata con Clarice Yoshikawa.
—¡Señor!
—¿Está listo el nuevo programa? —preguntó Sayre.
—Sí, señor —respondió la jefa de los técnicos, a quien había convocado desde Comando Central, que se encontraba al este, en Futuro—. Hemos estado haciendo pruebas toda la noche. —Se le notaba por las ojeras. Los estimulantes tenían sus limitaciones, y Sayre había presionado al equipo sin piedad desde que había llegado.
—¿Lo has conseguido al fin?
Ella respondió con una exasperación rayana en la furia, aunque controlándose:
—Señor Sayre, sabes que sólo tenemos esta copia del hardware de Guthrie. Sólo podemos hacer copias del software, revisarlas, y verificarlas de manera limitada hasta que las pongamos en ese ordenador y se vuelvan conscientes.
—De paso —replicó Sayre—, dime en qué mes estamos.
El temor apareció detrás de su firme semblante.
—Lo lamento, señor Sayre. No puedo ni pensar. Estoy muerta de cansancio.
Sayre sonrió.
—Lo sé. Habéis trabajado como máquinas. No temas, en los archivos quedará constancia de tu lealtad. Tal vez yo también esté sometido a un exceso de tensión. ¡Esto es tan importante, tan urgente!
Oyó un suspiro de alivio.
—Gracias, señor Sayre. Espero que esta vez hayamos logrado, algo más que producir una cosa que delira o divaga.
—Lo averiguaremos.
Yoshikawa se pasó la lengua por los labios resecos.
—Comprenderás, señor, que aunque parezca estar bien, no lo sabremos con certeza. Discúlpame por insistir en algo tan elemental, pero la psicomedicina no es aún una ciencia exacta. Una persona viva nos sorprende en ocasiones cuando es sometida a recondicionamiento ideológico. Aquí lo intentamos con una simulación. Se tiene muy poca experiencia en este campo.
Sayre chasqueó la lengua.
—Estás exhausta, sin duda, de lo contrario no hablarías así. Suceda lo que suceda hoy, tú y tu equipo tendréis veinticuatro horas de sueño profundo y veinticuatro de tratamiento de recuperación. Pero antes continuad tres o cuatro horas. ¿Podéis hacerlo?
—Naturalmente —respondió Yoshikawa, recobrando la vitalidad al instante—. También nosotros ansiamos conocer los resultados. Es por la Transfiguración.
El dedo de Sayre trazó el símbolo del infinito.
—En efecto. —Sayre se inclinó—. En cuanto a la incertidumbre, sí, soy consciente de ello, no sólo porque me previniste desde un principio. Si el nuevo Guthrie parece satisfactorio, el Gobierno continuará con el proyecto. Mi deber consistirá en vigilarlo de cerca, como hacemos con toda persona importante cuya lealtad no es incuestionable. Si se desvía, tenemos castigos para someterlo, y recompensas para alentar su buena conducta. Con suerte, y con la potencia de nuestros ordenadores, pronto eliminaremos todo vestigio de intransigencia.
Lo que decía era tan obvio que no suponía ningún secreto, aunque Yoshikawa y su gente no habían recibido demasiadas explicaciones sobre los planes de las autoridades. Someter un programa autoconsciente a un infierno o cielo virtual sería técnicamente mucho más simple que hacerlo con un ser de carne y hueso. Sólo había que descubrir en qué consistían el horror y el éxtasis en aquel caso particular. En su carrera, Sayre se había vuelto un experto en averiguar tales cosas.
—Con el tiempo —añadió—, tendremos que dejarle actuar por su cuenta, pero para entonces ya estaremos seguros de él.
—Muy bien, señor —dijo Yoshikawa—. ¿Hacemos el cambio de inmediato?
—Aguarda —ordenó Sayre—. Antes quiero una sesión privada con él tal como está. Te llamaré cuando esté preparado.
Salió de la oficina y se dirigió hacia el laboratorio. Mientras recorría los pasillos, oyó zumbidos y chasquidos. Se trataba en general de máquinas trabajando. Llegaban constantemente informes: una actividad sospechosa, la manifestación de ideas indeseadas, un ciudadano que había escapado a la vigilancia, un crimen que la policía civil podía relacionar con motivos políticos, preguntas de otros puestos de mando de toda la Unión, datos del exterior que tenían relevancia para las tareas de Seguridad. Los ordenadores asimilaban, examinaban, buscaban, relacionaban, determinaban quién debía recibir la información. No obstante, había muchas personas sentadas ante las consolas o yendo de sala en sala, llevando materiales. Las decisiones finales seguían todavía en manos de los seres humanos.
Pronto dejaría de ser así. Sayre lamentaba que los actuales progresos en inteligencia artificial no fueran norteamericanos. Pero el Gobierno insistía en que la mente era algorítmica, porque así lo había dicho Xuan, y causaba problemas a los científicos que sugerían lo contrario.
Sayre había intentado defenderlos. Desde su posición, podía permitirse ese atrevimiento. Sostenía, cuando las circunstancias se lo permitían, que el enfoque no algorítmico de la mecánica cuántica no era necesariamente subversivo. Sólo requería un uso prudente. No ponía en tela de juicio los grandes preceptos de Xuan.
Sayre se guardaba su verdadera opinión. Los trabajos que se estaban realizando en Europa y Luna le estaban dando la razón. La doctrina tendría que adaptarse a la realidad. Y pronto dispondrían de un enorme poder para impulsar el xuamsmo y dar un paso de años-luz hacia la Transfiguración. No hacia la obsolescencia y la extinción de la humanidad, sino hacia su apoteosis en unión con las máquinas pensantes, pues la naturaleza del pensamiento había resultado ser mucho más sutil de lo previsto por los cibernetistas, pero aun así era un conjunto de procesos físicos.
Como atestiguaba Anson Guthrie. Sayre apretó el paso.
En un corredor, dos guardias presentaron armas cuando él apareció. Llevaban pistolas en el costado. Más allá se extendían habitaciones silenciosas y vacías. Su equipo se había instalado en el laboratorio de psicología. Eso causaba inconvenientes al cuadro del Noroeste, pero podían irse con sus problemas a otra parte. Como era imperativo guardar el secreto, Sayre había dado instrucciones de no trasladar a Guthrie a mayor distancia del edificio de Fireball.
Una puerta cerrada indicaba el lugar donde aguardaban Yoshikawa y sus subalternos. Sayre continuó. Al final del pasillo, ordenó a otra puerta que se abriera y entró en un cuarto pequeño, sin ventanas, escasamente amueblado.
La caja que estaba sobre la mesa lo siguió con sus pedúnculos oculares.
—Alfa —saludó Sayre, con formalidad avantista.
Como era previsible, Guthrie no respondió «Omega», sino que emitió un gruñido.
Sayre mantuvo la calma.
—Tu malhumor es estúpido. Esperaba que el aburrimiento te hiciera más propenso a la comunicación.
—Tengo la compañía de mis recuerdos y pensamientos —dijo el programa—. Cuando no estoy subactivo.
—Ese estado me interesa —señaló Sayre—. Equivale al sueño, pero ninguno de tu especie ha especificado qué se siente.
—No podría aclarar nada de lo que se siente al ser una emulación —respondió Guthrie—. Y tampoco me esforzaría en intentarlo por ti.
—¿Tu condición te agrada o te disgusta?
Guthrie no respondió. Sayre sintió un irracional cosquilleo en la espalda, y se preguntó qué era lo que tenía delante. Los humanos y sus máquinas lo habían fabricado, pero ¿lo comprendían? ¿Alguna vez llegarían a comprenderlo?
Todo el proyecto parecía pulcramente científico. Dados los conocimientos teóricos y las posibilidades técnicas, se podía emular una personalidad, copiarla en el software de una red neuronal que a su vez reproducía el cerebro único donde residía dicha personalidad. Claro que el proceso era lento, complejo, costoso e imperfecto. No se trataba de un escaneo puro y simple, sino de la difusión de legiones de moléculas que viajaban por la corriente sanguínea y el fluido cerebroespinal para examinar todas y cada una de las células del sujeto que, mientras, permanecía semiconsciente bajo electrofase. Luego venían las resonancias con campos externos para recobrar los datos. Más tarde, una batería de hiperordenadores interpretaba y clasificaba los hallazgos. Entretanto, se sometía al sujeto a tratamiento para librarlo de esos diminutos inquisidores y devolverlo a la normalidad. Diseño y verificación, una y otra vez. Al fin, el programa, la emulación: aproximación, boceto, fantasma de su mente. Tenía sus recuerdos, inclinaciones, creencias, prejuicios, esperanzas, perspectivas, ideas, percepciones; pero no era la persona de carne y hueso. Tenía que ser tan comprensible como cualquier otro artefacto, e igualmente controlable.
La historia de las demás emulaciones demostraba que no era así.
¿En qué medida se podía controlar algo, en última instancia?
Sayre reprimió un escalofrío. Estaba agotado, era un manojo de nervios. Recobró la disciplina y habló con serenidad:
—Escucha, estoy haciendo un último esfuerzo para mostrarme amigable. ¿Tienes conocimientos suficientes para comprenderlo? Has pasado mucho tiempo inconsciente, y las actualizaciones que has recibido eran sólo audiovisuales. Me pregunto si comprendes que te hago una gran concesión al visitarte.
—Sé que eres jefe de la Policía de Seguridad, y por ende miembro ex officio del Sínodo Asesor, que es quien en realidad indica al poder legislativo qué leyes aprobar, al judicial qué decisiones tomar, y al ejecutivo qué hacer —respondió Guthrie sin inmutarse—. También sé que no eres un caso único en la historia. Los de tu calaña aparecen una y otra vez; son como brotes de acné.
Sayre no pudo contener un arrebato de furia. Se sonrojó.
—Demuestras tu ignorancia —rugió—. Hay acontecimientos únicos, decisivos, irreversibles. El fuego. La agricultura. El método científico. Xuan Zhing y su sistema.
—Ya conozco ese cuento.
—¡Pues te equivocas! ¿Quién otro ha sabido analizar acertadamente la dinámica de la acción social? La ciencia, no los curanderos ni los remedios caseros, acabó con la viruela, el SIDA, las afecciones cardíacas, el cáncer. ¿No comprendes que la ciencia puede poner fin a la injusticia, el derroche, la alienación, la violencia, a todos los horrores que los humanos inventan para sí? Si te hubieras molestado en estudiar la matemática de Xuan…
Sayre calló. Era ridículo hacer aquel discurso a un programa encerrado en una caja. Sí, era indudable que necesitaba descanso y distracción.
Pero el concepto lo entusiasmó como de costumbre; lo exaltaba, lo refrescaba, le infundía ánimos. No porque tuviera la pretensión de entender cada faceta de aquel vasto logro. Pocos intelectos eran capaces de tanto. Incluso Xuan, durante las décadas que dedicó a su labor, había explotado a fondo los recursos informáticos de la Internet Académica, aparte de reconocer su deuda con anteriores pensadores. La gente como Sayre dependía de lo aprendido en la escuela y luego profundizaba mediante escritos de divulgación. Aun así, podía apreciar el acierto de esas ideas: estaba demostrado que los mismos procesos se habían dado en la China de la dinastía Han y la Roma imperial, en el Islam y el Cao-Dai, en la cronometría y el cálculo. Los argumentos de Xuan lo habían convencido de que, dado el proceso moderno de información, la economía de mercado, con sus insuficiencias y limitaciones, era obsoleta. Habían hallado inspiración en la perspectiva de establecer y mantener condiciones tan bien planificadas que la sociedad tuviera que evolucionar hacia un orden racional, así como una nave espacial lanzada en la trayectoria correcta afronta las fuerzas cambiantes que la obligan a llegar al destino deseado.
Comprendió una vez más que su fervor avantista no nacía de proposiciones demostradas. Era un non sequitur lógico —una visión, si se quiere— y por ende no era racional. Pero la doctrina de Xuan dejaba margen para la no racionalidad, para la irracionalidad y el caos de los sistemas no lineales. Eran elementos que influían en el curso de los acontecimientos, y su razonamiento los tenía en cuenta. Lo que fascinaba a Sayre era el corolario de Xuan. Al final el pensador se limitaba a especular. El profeta ya no profetizaba sino que imaginaba. Aceptaba que nadie que viva en un presente imperfecto y limitado puede prever lo que sucederá en un futuro rayano en la perfección y libre de limitaciones. Aun así, alguien se atrevía a mirar hacia delante, como habían hecho otros en los siglos XIX y XX. Éstos habían vislumbrado lo que Xuan había visto con claridad: la transfiguración —¿al cabo de mil años, de un millón?— que a su vez podía no ser más que un comienzo, el cosmos entero evolucionando desde la ciega materia hasta la inteligencia pura.
Un comentario imprevisto de Guthrie devolvió a Sayre a la realidad.
—Sí, estudié su matemática —dijo la emulación. Nunca había dicho tal cosa, ni siquiera en los interrogatorios más intensos—. A fin de cuentas, era una doctrina que ganaba más adeptos día a día. Vuestra Asociación Avantista se estaba convirtiendo en una fuerza política influyente. Principalmente gracias a los creyentes a medias, los muchos que suponían que esa perspectiva debía de tener algo ya que todos decían que era objetiva y científica. Pensé que merecía que le echara un vistazo. Conseguí la ayuda de un lógico y juntos examinamos las matrices psicotensoras, el operador lao-hu, los estudios cuantitativos y lo suficiente del resto como para hacernos una idea del asunto; hasta que decidí que no valía la pena perder más el tiempo.
—Lo cual demuestra que no aprendiste nada —replicó Sayre—. ¿Nunca te preguntaste por qué esas ideas atraían a tanta gente?
—Claro que sí, y llegué a las conclusiones habituales. El mundo estaba muy mal después de la Renovación, la Jihad y otras fobias que había padecido. Este país no era de los que estaban peor, pero recordaba mejores tiempos que la mayoría, con lo cual la gente vivía su caída como más profunda y dura. Xuan había hecho algunas predicciones más o menos correctas y propuso algunas recetas no del todo absurdas. Los norteamericanos siempre han tenido debilidad por el mesianismo. Muchos se tragaron el xuanismo, o al menos sus consignas más digeribles; vuestra pandilla consiguió salir elegida. Las últimas elecciones más o menos libres que tuvo este país.
—Pamplinas. El público pudo apreciar nuestros logros.
—Algunas cosas positivas, sí. En general las más evidentes: viviendas, recuperación de tierras, asesoramiento genético universal, etcétera, etcétera. Nada que no se me hubiera ocurrido a mí, con sentido común y experiencia con la gente.
—Mentira. Sería como afirmar que se te pudo haber ocurrido todo lo que se le ocurrió a Einstein.
—Ese caso es totalmente distinto. La relatividad general era un concepto nuevo. Explicaba buena parte de la realidad. En el fondo, bajo el lenguaje pomposo y las ecuaciones, el xuanismo es la misma charlatanería colectivista que ha venido predicándose en los últimos dos o tres mil años, una y otra vez. E incluso desde hace más, diría yo.
—No. Por primera vez, tenemos una teoría que explica los hechos de la historia.
—No todos. Las astrología y la teoría de la Tierra plana también explicaban algunos hechos. El resto del xuanismo es tan inútil como esas teorías. O tan desastroso. ¿Acaso a la Unión le ha ido tan bien bajo el gobierno avantista? ¿Adonde os han llevado vuestras reestructuraciones, redistribuciones y reorientaciones? Sólo os han estancado. Alguien dijo una vez que un fanático es un hombre que redobla sus esfuerzos cuando ha perdido de vista su propósito. Y vuestro propósito nunca fue científico, por lo demás, sino religioso. Una religión de chiflados. Vuestra élite de poderosos no recibe el nombre de junta ni de consejo, sino que la llamáis sínodo. Interesantes connotaciones, ¿verdad? En cuanto a vuestro delirante sueño de una inteligencia mundial que con el tiempo abarcará el universo entero…
—¡Ya basta! —exclamó Sayre—. No he venido aquí para escuchar tus estupideces de ignorante.
—No, tú eres un intelectual —bromeó Guthrie—. Crees en el libre intercambio de ideas.
—Entre las mentes que son capaces de tal intercambio, las mentes que han aceptado la cordura.
—Sí, supongo que soy un antiintelectual. Siempre lo he sido. Escucha, nací en 1970, cuando los jóvenes intelectuales arrasaban las universidades. Admiraban a Mao y Castro como una generación anterior había admirado a Stalin. Luego pasaron a formar parte del cuerpo docente, y me alegré de abandonar la universidad. Sus sucesores gestaron la Renovación y la llevaron al poder, porque iba a salvar el medio ambiente y purificar la sociedad. Pero tú eres distinto, claro.
Sayre inspiró profundamente, tres veces, hasta que logró dominar el temblor de sus manos.
—¿Estás absolutamente encerrado en el pasado? Vine aquí a darte una última oportunidad. No hagas que me sea imposible.
—¿Por qué? ¿Qué deseas hacer?
—Protegerte. Necesitamos tu hardware. Aunque está personalizado, con el tiempo podemos fabricar otra unidad para ti. He pensado que entonces podríamos conversar. No necesariamente debatir, sino conversar. Has vivido muchas experiencias, eres una parte importante de la historia. A mis colegas y a mí… ellos son estudiosos, científicos… nos gustaría mucho. —Sayre hizo una pausa—. Y a ti también. Eso esperaba.
—Cuando mi yo era joven —replicó Guthrie—, debatió con fanáticos de diversas causas gloriosas. Poco a poco descubrió que en el fondo todos los fanáticos son iguales. Sayre, eres un pesado. Además eres un entrometido, y un sádico, pero ante todo eres un pesado. No me aburras más.
El hombre luchó contra su indignación y logró mantener la voz firme.
—¿Has pensado en lo que te sucederá si persistes en esta actitud? Primero, la desconexión.
—¿Qué, otra vez? —preguntó Guthrie con sarcasmo.
—Bien, claro que deberemos hacerlo de todas maneras. Necesitamos tu soporte físico para los nuevos reemplazos que hemos desarrollado. Si todo funciona bien, tal como esperan mis técnicos, luego se devolverá a tu red. Pero como he dicho, con el tiempo podemos hacer otro, y despertarás de nuevo… siempre que me des motivos para esperar un mínimo de colaboración por tu parte. De lo contrario, me temo que serías un gran peligro potencial. Lamentaré hacerlo, pero tendré que ordenar que borren tus discos.
Guthrie guardó silencio.
—Anulación. Inexistencia —declaró Sayre—. Como si nunca hubieras existido.
—No es diferente de lo que le espera a todo el mundo —respondió Guthrie con frialdad. Si hubiera estado conectado a un ordenador con imagen, se habría encogido de hombros—. A menos que haya algo después de la muerte. Lo dudo mucho, pero si lo hay, supongo que obtendré mi parte.
Sería una pena tener que destruir una reliquia tan fascinante. Tal vez el miedo le hiciera entrar en razón.
—O podemos usarte como material de experimentación —advirtió Sayre.
—Lo habéis hecho con varias copias de mí. —¿Acaso este Guthrie sentía piedad y miedo por aquellas copias? En tal caso, lo ocultaba bien—. No veo para qué querríais torturar a otra más. Salvo por venganza. O por mera diversión. ¿Acaso los apóstoles de Xuan no están por encima de emociones tan bajas?
Aquel condenado tenía razón. Las tareas que ya habían realizado serían difíciles de mantener en secreto, pues requerían la intervención de muchos especialistas. Y mientras tuvieran que trabajar en secreto, no convenía aumentar los riesgos innecesariamente. Si se corría la voz, no sólo estaría en jaque una operación decisiva, sino que los Caóticos utilizarían aquello como propaganda. («Como veis, el Gobierno no se conforma con maltratar a los humanos comunes en sus centros correccionales.»).
Sayre suspiró.
—Eliminación, pues. Te conservaremos hasta verificar que el nuevo modelo funciona, pero no creo que regreses nunca después de esta desconexión. Lo lamento.
La última frase no era sincera.
—Y mis últimas palabras son —dijo Guthrie—: que te den por ahí.
Sayre pestañeó. ¿Qué significaba aquello? No, no daría a su prisionero la satisfacción de preguntárselo.
Los pedúnculos oculares se replegaron. Guthrie se había retirado.
Sayre resistió la tentación de llamarlo a gritos. En cambio, llamó por teléfono.
—Realizarás la conversión, Yoshikawa —ordenó.
El equipo apareció a los dos minutos, con el instrumental. Sayre se puso a un lado para observar. Esta parte de la tarea era sencilla.
Yoshikawa desatornilló una tapa redonda y pulsó el interruptor que había debajo. Silenciosamente, Guthrie dejó de funcionar. Manos hábiles abrieron la carcasa, extrajeron los discos y los pusieron a un lado.
Sayre los miró pensativamente. La fluctuante y fluida red de relaciones —electrones, agujeros, fotones, campos— que constituían el pensamiento se había extinguido. Apresados dentro de las configuraciones de átomos se encontraban los diseños que guardaban los recuerdos, hábitos, inclinaciones, instintos, reflejos, todo lo que había operado en el prosencéfalo del Anson Guthrie viviente, junto con una cantidad indeterminada de su antigua herencia no humana, y todo lo que el fantasma Guthrie había experimentado después de su transferencia y hasta la realización de aquella copia; y todo lo que después había pasado por los sensores y programas de ésta.
Los gruesos discos que contenían el programa y la base de datos, estaban apilados en la mesa. El hardware era un símil del cerebro desintegrado tiempo atrás, con sus potencialidades innatas, las aptitudes que había desarrollado y las pérdidas que había sufrido a lo largo de una vida turbulenta. Ningún otro software era capaz de ello. Cada una de las pocas emulaciones existentes era tan única e irrepetible como su modelo mortal.
Pero los organismos podían modificarse. También los programas, por medio de diversos métodos, ya fuese rehaciéndolos directamente o sobreimprimiéndolos.
Yoshikawa insertó los nuevos discos. Ella y su equipo trabajaron un rato con instrumentos que conectaron a la caja. Sayre se agitó ansioso. Al fin consultaron entre sí, extrajeron los medidores y cerraron la caja. Yoshikawa activó de nuevo los circuitos.
Los pedúnculos oculares salieron. Sayre hizo acopio de toda su entereza. Se adelantó para enfrentarse a esos ojos, y dijo con voz imperiosa:
—Guthrie.
—S-sí —tartamudeó la máquina. Las lentes giraron hasta enfocarlo.
Sayre sonrió y habló con dulzura, como se hacía con los individuos en ciertas fases de su reeducación.
—Bienvenido, Anson Guthrie. ¿Sabes qué eres?
—Sí, lo sé. Todavía… no estoy acostumbrado…
—No te preocupes. Era de esperar. Tómate tu tiempo. Familiarízate contigo mismo. Tendrás toda la ayuda que desees. Haz las preguntas que quieras. Tu memoria te mostrará que somos totalmente francos contigo.
En el silencio que siguió, el susurro del ventilador resultaba ensordecedor.
—Así parece —dijo al fin el objeto—. Me siento confundido, pero creo que me recobraré.
—Sin duda. Hagamos una pequeña prueba. ¿Qué eres?
—Soy la copia… de una copia… de una copia de un hombre viviente… ¡Pero me habéis dado nueva información! —exclamó de pronto con más fuerza—. Yo estaba equivocado. No entendía la situación, ni el propósito de Xuan. Tendré que reflexionar más sobre eso, pero… —El objeto guardó un momento de silencio—. Bien, Sayre, he cambiado de parecer. Somos aliados. Supongo que debo darte las gracias.