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Lo primero que pensó Eiko al salir del abismo fue ¿Cómo está Kyra?¿Cómo está su bebé? El recuerdo y la consternación volvieron a ella desde el centro de reunión de la Tierra donde se había enterado, cuarenta y siete años antes, a casi cinco años-luz de distancia, de que Kyra cometería la temeridad de embarcarse en el viaje encinta. Las probabilidades de no despertar nunca de aquel letargo eran muy elevadas. La conciencia se deshizo en confusión y dolor. Implacables, los instrumentos que tenía al lado y los instrumentos que tenía dentro se mantuvieron firmes.
Tras un instante eterno, se recobró. Sentía náuseas, gustos desagradables, hedores, y una sed tan intensa como si la sangre se le hubiera secado. Logró comprender que viviría. Logró decirse que valía la pena.
Estaba descompuesta. Yacía invadida por tubos y cables, atosigada de sustancias químicas y nanoestructuras, en un fluido frío, por debajo de la temperatura de congelamiento. A pesar de los escudos y la protección electromagnética, la radiación había penetrado, y había brotado de sus propios átomos para causar estragos que las células dormidas no podían reparar. Era preciso remediar el daño, eliminar las sustancias extrañas, reeducar el cuerpo. Logró comprenderlo y rodó en la oscuridad.
Al fin la reclamó un reposo natural, aunque liviano y poblado de sueños. Despertó a la claridad. Se mantuvo tranquila de pura debilidad. Un robot entró en la sala, habló suavemente y le ayudó a tragar un poco de caldo. Después de recostó, comprendió que su padre debía haber muerto y sollozó en silencio.
A partir de entonces se recuperó hora tras hora. Con la salud llegó una creciente alegría y, gradualmente, avidez por el futuro. La vida que había perdido —no, abandonado— siempre le dolería, como dolían los miembros amputados, según había leído, antes de que fuera posible la regeneración. Pero esa vida estaba perdiendo fuerza y sentido, y su padre había bendecido su partida.
Se puso a charlar con los pacientes de las camas vecinas. Los robots le informaron acerca de los demás conocidos que ya habían revivido; sólo podían revivir algunos cada vez. Kyra Davis había despertado un mes antes y pronto descendería a tierra. Nero Valencia había sido procesado en el penúltimo grupo y acababa de salir del aislamiento. Ambos le enviaban saludos. No podían verse personalmente hasta que Eiko recibiera el alta, lo cual no sería posible hasta que todo su sistema inmunológico estuviera funcionando adecuadamente. Un equipo de comunicaciones habría sido un exceso extravagante de carga. A Eiko no le importaba demasiado, pues siempre había encontrado cosas de interés en su interior.
Aun así, los días se prolongaban. Se alegró cuando un examen informó al médico de Deméter de que estaba fuera de peligro. Dos robots la condujeron a la sala para mujeres convalecientes. Allí encontró pequeños equipos multi individuales, enviados desde el planeta, y tuvo acceso a una base de datos que abarcaba casi toda la cultura humana.
El corto desplazamiento la agotó. Una vez en órbita, la nave se había dividido en dos mitades, unidas por un cable de diez kilómetros, y había empezado a rotar. Se creaba así una fuerza de gravedad tan baja como la fisiología de los terrícolas podía soportar, y Eiko había perdido casi todo el tono muscular.
Para recobrarlo necesitaba ejercicios sistemáticos. También debía entrenarse en otros aspectos. Al día siguiente, tras hacer un poco de ejercicio y tomar un largo baño caliente, la llevaron a un cómodo asiento de la sala común.
La cámara era austera como todo lo demás a bordo, básicamente un espacio vacío donde la gente podía reunirse. El cielo llenaba una gran pantalla. En medio de la negrura se desplazaban las estrellas, la Vía Láctea, la opaca Alfa, la llameante Beta y Deméter. Deméter. En aquel momento el planeta era una media luna, no marmolada como la Tierra, sino blanca, cubierta de nubes. Los cambios climáticos eran visibles. Había una pincelada azul, el océano, y a orillas de ésta mancha ocre que debía de ser un continente. Buscó las otras naves, pero no pudo distinguirlas.
En la sala había media docena de colonos en diversas etapas de rehabilitación. Eiko no conocía a nadie. Se le acercaron cortésmente para felicitarla a ella y a otros dos recién llegados. Entonces apareció Kyra. Caminó hacia ella, grande y vigorosa como un soplo de brisa, y se arrodilló para abrazar a su amiga. Después de la esterilidad de la sala de aislamiento y los cautos contactos que había mantenido desde entonces, esa calidez, esa solidez, ese cabello que olía a sol y esos labios vivos contra la mejilla era conmovedores.
—Bienvenida, querida —exclamó Kyra—. Lo hemos logrado.
Kyra se irguió. Eiko susurró:
—¿Y el bebé?
Kyra rió, se palmeó el vientre.
—Perfecto, me ha dicho. Buena raza.
—Espléndido. Temía tanto por ti… pero ¿no será una situación difícil?
—Claro. Tardaré en regresar al espacio, pero de todos modos no podría ir de inmediato, y confío en que el pequeño monstruo sea digno de la espera. Considérame una pionera. Mi caso no será el único. ¡Esperemos que no!
Eiko sonrió.
—Me imagino que yo tendré un trabajo sedentario como coordinadora. Mientras sales, tal vez pueda cuidar del niño. Me gustaría.
—Te lo agradezco. Pero quizá para entonces ya tengas un par de crios propios para fastidiarte.
Eiko levantó una mano.
—Lo dudo.
La bajó. Acababa de llegar alguien. Nero Valencia.
Aún estaba ojeroso, pálido bajo la tez olivácea. Su biogema había muerto en el tanque, o él había decidido extraérsela antes de la partida; la marca de la frente aún no se había borrado del todo.
—Buenos días, señorita Tamura. Es maravilloso verte de nuevo.
El corazón de Eiko dio un vuelco.
—Gracias —respondió—. Me alegró saber que te encontrabas bien, señor Valencia.
Valencia se enderezó.
—Buenos días —dijo Kyra.
Valencia enarcó una ceja, le miró la cintura y respondió:
—Buenos años.
A Eiko no le pareció impertinente, aunque Kyra se sonrojó un poco.
—Soy muy feliz —se apresuró a decir Eiko—. Habrá mucho de que hablar… cuando me sienta más fuerte.
—Habrá mucho más que aprender, diría yo —respondió Kyra.
La pantalla se puso en blanco. También hacía las veces de anunciador. Se formó la imagen de un hombre, corpulento y pelirrojo.
—¡Ah! —comentó Kyra—. El jefe. Da un discurso para cada tanda nueva; más o menos el mismo. Supongo que es una grabación que reeditan. —Aun así, todos miraban.
—Bienvenidos —tronó el simulacro—. Sabéis quién soy. Pronto espero saber quién es cada uno de vosotros. Ahora todos somos demetrianos. —Su rostro adquirió solemnidad. Por la expresión de ambos, Eiko notó que lo que seguía era una novedad para Kyra y Valencia—. Lamento muchísimo tener que informar de una muerte. Rosa Soares no revivió. Suya será nuestra primera tumba. Habrá más.
El rostro simulado se distendió.
—Pero deseo continuar. Los que acaban de despertar sólo han oído rumores acerca de la situación. Bien, puedo afirmar que los predecesores lo hemos hecho bastante bien. En general, todo ha salido de acuerdo con los planes. —Una breve sonrisa—. Los planes dejaban margen para imprevistos, problemas, deslices, tropiezos y desastres constantes. En eso no hemos sido defraudados. No falta trabajo que hacer. Lo que más necesitamos son inteligencias conscientes, seres humanos completos… en suma, vosotros. Pero cuando os repongáis y vengáis a vernos, os encontraréis con una grata ciudad.
—He oído esto antes —murmuró Valencia con impaciencia.
—Yo más veces —dijo Kyra.
—Pero yo no —les recordó Eiko.
—Lo oirás, querida, lo oirás —le dijo Kyra—. Pero es mejor que lo hagas poco a poco. Guthrie nunca ha sido un gran orador.
Valencia sonrió a Eiko.
—El lenguaje heroico es tu especialidad —murmuró.
—Dame tiempo, por favor —protestó Eiko—. Y te ruego que no esperes demasiado. No soy Hornero… y aun él necesitó primero una historia que contar.