5

—Un despacho de Futuro —recitó el locutor—. Ayer el Gobierno confiscó todas las propiedades de Fireball Enterprises en la Unión de América del Norte. Los milicianos las han ocupado y unidades de la Policía de Seguridad han tomado posiciones en sus principales instalaciones. —Proyectaron algunas escenas. El Integrado Noreste: el World Trade Center reluciente y renovado como una isla entre arrecifes y restos de naufragio, con aeromóviles revoloteando a su alrededor y tropas y armas en la azotea; el complejo Toronto, lugar natal de Kyra, donde hombres uniformados montaban guardia en una calle de bonitas viviendas mientras los niños pasaban ansiosamente al regresar de la escuela; la Central Energética Sudoeste, un desierto poblado de receptores que aguardaban la salida de la Luna y la energía que beberían de ella, ahora rodeada por vehículos blindados; el puerto espacial de Kamehameha, un atisbo de mar azul y blanco oleaje, con una nave en su rampa y varios técnicos vigilados por un escuadrón armado con pistolas de impacto.

Pésimo ambiente para desayunar, pensó Kyra. No obstante, comió lo que pudo. No sabía cuándo tendría otra oportunidad de hacerlo. Lee se le acercó. En el extremo de la mesa, Guthrie observaba desde su caja.

—Las operaciones de la compañía en todo el país quedan suspendidas, pero en la declaración oficial se apunta la esperanza de una pronta reanudación y se sostiene que esta operación cuenta con «el pleno acuerdo de los directivos de Fireball». Esto constituye una sorpresa adicional después de años de dificultades crecientes entre el Gobierno y diversas empresas internacionales, especialmente Fireball.

Y tanto, ya lo creo, pensó Kyra. Sin el liderazgo de Guthrie, que debía haber ejercido muchas presiones ocultas, los demás habrían sido sometidos tiempo atrás.

—Ya no cabe duda —masculló Guthrie—. Se han apoderado de mi duplicado y lo han sometido a sus experimentos. Pobre diablo.

Lee irguió la cabeza.

—¿Tus funcionarios no sospecharán nada? —preguntó.

—Es posible, pero sólo dos de los míos saben dónde se encontraba, y hasta ahora no tienen motivos para sospechar que ya no esté allí. Yo mismo no lo sospeché hasta que fue demasiado tarde. Cuando el otro Guthrie se presente en público, va a resultar muy convincente.

—… hablando desde la Oficina Directiva, el presidente Manuel Escobedo Corrigan.

En la pantalla apareció un hombre bien parecido, de pelo plateado.

—¡Atención, ciudadanos! Tengo un importante anuncio que hacer. Ante todo debo aclarar que no existe motivo de alarma. Actuando en beneficio de ustedes, el Gobierno está tomando medidas para protegerlos de una amenaza contra su vida. Al mismo tiempo, pondremos fin a un conflicto que se ha vuelto intolerable. Eso afectará a pocos directamente, salvo por el enorme beneficio que la sociedad obtendrá con ello. Entretanto, todos tienen derecho a estar informados. Los ciudadanos deben escuchar atentamente, oír la verdad. Es posible que circulen falsos rumores. El ciudadano informado sabrá desmentirlos, denunciarlos, y denunciar a cualquiera que insista en propagarlos.

»Por la autoridad que ostento y bajo la sabia guía del Sínodo Asesor, he ordenado el embargo de todas las propiedades que posee en este país la corporación Fireball Enterprises. La sospecha se ha convertido en certeza. La Policía de Seguridad ha descubierto que, con el paso de los años, en esta vasta organización se han infiltrado terroristas Caóticos. Su finalidad es derrocar el Gobierno por medio de la violencia. Eso podría significar millones de muertes, la devastación del país e incontables sufrimientos. Debemos detenerlos. Debemos encontrarlos, frustrar sus maquiavélicos planes y llevarlos a rehabilitación, para hacer justicia.

»Ustedes recordarán el presunto accidente que arruinó la base de datos del Centro de Seguridad del Medio Oeste con una potente emisión electromagnética. Su destrucción habría dificultado las operaciones policíacas en toda el área. Afortunadamente, la Policía de Seguridad tenía ya algunas sospechas. No sabía exactamente qué sucedería, pero como precaución transfirió duplicados de sus archivos a otras partes. Cuando se produjeron los acontecimientos, estaba preparada para actuar. Descubrió que no se trataba de un accidente, sino de un acto de sabotaje. Descubrió, tal como se sospechaba, que entre los responsables había empleados de Fireball.

Kyra miró de soslayo a Guthrie. Él respondió a su pregunta implícita:

—No, claro que no hemos tenido nada que ver. ¿No te parece que me aseguro de que de toda nuestra gente los que están en posición de cometer un acto insólito, en un país desquiciado como éste, sean sensatos? ¿Y cómo diablos habríamos cometido semejante estupidez? ¿Y cómo sabes que sucedió siquiera? Sólo contamos con la palabra del Gobierno, que rechazó nuestro ofrecimiento a colaborar en la investigación.

Una excusa para entrar sin contemplaciones en el edificio donde la Sepo había averiguado que se ocultaba el otro Guthrie. Kyra escuchó de nuevo las palabras de Escobedo.

—No puedo entrar en detalles —decía el presidente—. Los criminales y subversivos no deben ser informados sobre nuestros métodos de detección. Pero mis conciudadanos pueden tener la certeza de que conocerán los resultados en cuanto la tarea esté concluida.

Adoptó una actitud solemne.

—Debo ser franco con ustedes. No puedo negar que el futuro inmediato nos depara muchos momentos difíciles, peligrosos. Nos enfrentamos con una vasta y poderosa organización que siempre ha sido contraria a los ideales del avantismo. Me explicaré. Les relataré nuevamente su historia, aunque todos la conocen, para compartir luego las grandes esperanzas que tenemos en perspectiva.

»En los últimos dos siglos, Fireball Enterprises ha crecido tanto que sus operaciones se extienden por todo el sistema solar y más allá de él, y al mismo tiempo invade los órganos vitales de cada país de la Tierra. Es algo más que una línea de naves espaciales. Sus compañías abarcan desde minas extraterrestres y plantas de elaboración hasta servicios de flete planetarios, desde fundaciones científicas hasta comercio de bienes de lujo. Mantiene comunidades enteras bajo sus propias leyes, inculcando generación tras generación la devoción a la empresa, y dialoga con los gobiernos legítimos en términos de igualdad. Sin embargo, ni siquiera es una corporación, salvo en un sentido meramente técnico. Es una organización privada, rigurosamente controlada, consagrada a conseguir beneficios económicos pero también interesada en la política, que desdeña toda ley nacional que interfiera sus objetivos.

Escobedo sonrió. Adoptó una actitud más pacífica.

—Hoy, sin embargo, no estoy denunciando por ello a Fireball. Me complace en cambio anunciar el inicio de un nuevo orden de cosas. Nos aproximamos a la resolución de los problemas que han venido agravándose desde que la Asociación Avantista pasó a liderar este gran país. Téngase en cuenta que no acuso a los directivos de Fireball de actitudes delictivas ni antisociales, ni siquiera de ignorancia. A menudo ambas partes se han expresado con vehemencia excesiva. Pero observado analíticamente, como querría Xuan, el conflicto obedece a visiones del mundo distintas. Si ellos no aceptan el acierto de nuestra reestructuración de la sociedad norteamericana, si no comparten nuestra visión de la mente evolucionando hacia Omega durante mil millones de años, entonces su oposición es lógica.

»Y así, protegidos por los célebres Protocolos Planetarios, sus empleados siguen viviendo en complejos prácticamente autónomos, envían a sus hijos a escuelas de la compañía para ser educados por la compañía, y plantean argumentos equivocados a los ciudadanos. Los disturbios de Juneau, que se cobraron treinta y siete vidas, fueron sólo su consecuencia más evidente.

—Pamplinas —masculló Guthrie—. Los habitantes de Alaska se acuerdan más que los demás de lo que es ser libre. No querían que les construyeran allí un correccional, y entonces se difundió el rumor de que los rusos irían a ayudarles.

—Desde el exterior —declaró Escobedo—, los altos directivos de Fireball lanzaban proclamas hostiles en el mejor de los casos y en el peor incendiarias. La compañía prohibió la venta de materiales de seguridad dentro de la Unión. Una y otra vez, sus empleados ayudaron a subversivos fugitivos a escapar.

—En eso hay algo de verdad, para variar —comentó Guthrie.

—Pero repito que esto era inevitable —dijo Escobedo, casi con compasión—. Fue un conflicto como muchos otros en el pasado entre fuerzas opuestas e igualmente sinceras: los cristianos contra los paganos, los astrónomos contra los astrólogos, los demócratas contra los monárquicos, los independentistas contra los imperialistas. —Su tono recobró la serenidad—. Ahora, como decía, hemos descubierto que ciertas personas de los niveles inferiores de Fireball llevaron su fanatismo al extremo de implicarse en una asociación ilícita. Se pusieron en contacto con terroristas Caóticos que aguardan desde hace tiempo la oportunidad de asestar golpes mortales contra el pueblo de América del Norte. Estos miembros de Fireball ayudaron y respaldaron a los terroristas. Ayudaron a los Caóticos a colocarse en la compañía, donde hoy todavía siguen.

»El peligro que esto plantea es enorme. Fireball ocupa una posición estratégica en la economía de la Unión, como en todos los países de la Tierra. Su capacidad para el sabotaje es virtualmente ilimitada. En nuestro mundo moderno, la vida de todos nosotros depende de una red de servicios de alta tecnología tremendamente vulnerable, así como de materiales y energía procedentes del espacio. Si se destruyen estos sistemas, estaremos abocados al hambre, el caos, la muerte masiva. Enemigos despiadados, que desean un colapso aún más rápido, podrían acabar con nuestros sistemas de transporte y comunicaciones. Los terroristas, armados y preparados, se apropiarían de lo que quedara de ellos.

»Por esta razón el Gobierno ha ocupado todas las propiedades de Fireball en el país. Si pudiéramos, habríamos ocupado también las de otras partes. He solicitado a los representantes de la Federación Mundial en América del Norte que exijan la intervención de la Autoridad de Paz, pues sin duda el caos en una nación tan extensa como la nuestra constituye una amenaza para toda la especie humana.

Sonrió.

—Ahora, las buenas noticias. He dicho antes que los directivos de Fireball, y la mayoría de sus integrantes, no son malintencionados. Gente equivocada sí, cierto. Y muchos son destructivos, egoístas, codiciosos; aunque no todos. Pero no son lunáticos. No son estúpidos. Comprenden muy bien cuánto perderían con la caída del orden establecido. Aceptan que los Caóticos no sólo son enemigos del xuanismo avantista, sino de la civilización en general. Simplemente ignoraban hasta qué punto estos enemigos habían infestado su propia organización.

»En cuanto nuestra Policía de Seguridad ocupó la sede central de Fireball, puso manos a la obra. Utilizó brillantemente las técnicas de investigación más avanzadas. Paso a paso, reveló la verdad. Aún queda mucho por hacer, cierto, pero ahora sabemos qué debemos hacer. Cuando dispusimos de esta información, establecimos contacto con ciertos directivos de Fireball, de modo estrictamente confidencial. Quedaron desconcertados. Aceptaron que nuestra ocupación era necesaria. Las células cancerosas de los Caóticos deben ser totalmente extirpadas. De ello depende no sólo nuestra salud, sino la salud de la compañía.

»Ciudadanos, insisto en que estas circunstancias representan algo más que seguridad inmediata. Auguran un futuro mejor. No espero que los funcionarios de Fireball ni de otras corporaciones parecidas abracen la doctrina correcta de la noche a la mañana. Continuarán defendiendo sus propios intereses y los intereses de sus organizaciones durante mucho tiempo. No obstante, creo que comienzan a comprender que esos intereses no se oponen al ordenamiento racional de la sociedad. Aguardo con impaciencia una era de creciente cooperación…

La voz continuó.

—Apágalo —dijo Guthrie—. El resto no serán más que perogrulladas.

Kyra obedeció, captando la idea, aunque no el lenguaje.

—Sí, es un simple testaferro, ¿verdad? Como el resto del Gobierno.

—No únicamente eso, pero sí dadas las circunstancias. Vaya. Nuestros ejecutivos norteamericanos: Reynaldo, Langford, Rapport… ¿cuántos más? ¿Qué será de ellos? Espero que se encuentren bien.

—No creo que los avantistas les hagan daño, señor Guthrie —dijo Lee—. Crearían un antagonismo innecesario. Tal vez haya varios directivos en arresto preventivo, pero nada más, y eso sólo para mantenerlos incomunicados. Además, no sabemos si algunos de ellos no han aceptado realmente que la ocupación es justa y necesaria.

—¿Cuan creíble será eso, y por cuánto tiempo? —preguntó Kyra—. ¿Alguno de ellos preferiría cruzarse de brazos y callar dadas las alternativas?

—No —respondió Guthrie—, pero la situación puede durar varios días, después de los cuales podrán liberar a los prisioneros sin que eso importe. Las pequeñas contradicciones entre sus declaraciones y las de Escobedo serán pasadas por alto. Hasta entonces, la pandilla de Sayre no tendrá que preocuparse por los que siguen en libertad. Lo más sensato que ahora pueden hacer todos los consortes es aguardar mis instrucciones.

Como para confirmarlo, el mensaje del presidente terminó y apareció una nueva imagen. Kyra subió el volumen y oyó:

—Un despacho de Quito. En la sede central de Fireball en esta ciudad, la directora general Dolores Almeida Candamo emitió un comunicado calificando estos hechos de inquietantes. Añadió que no haría más comentarios hasta disponer de más información que la que ella y sus asociados tenían de su contacto con otras oficinas de la Tierra y del espacio. Ninguna de ellas ha hecho ningún otro comentario.

—Bien —gruñó Guthrie asintiendo—. Están a la espera.

—En la Asamblea de la Federación Mundial —dijo el locutor—, Colin Small de Caribea ha respondido a la solicitud norteamericana de que intervenga la Autoridad de Paz.

Apareció la imagen de un hombre de ébano los movimientos de cuyos labios indicaban que era su propia voz la que hablaba en inglés:

—Con el debido respeto por mi distinguido amigo de la Unión, sugiero que esta solicitud no es lo que aparenta ser. Sus fines son propagandísticos, y quizá con ella se intenta perjudicar a Fireball. Las naciones son soberanas dentro de sus propias fronteras mientras se atengan al Pacto. Por consiguiente, el gobierno de la Unión de América del Norte no puede limitar el poder de la Autoridad de Paz a los ámbitos y acciones que le resulten convenientes. Sus alegatos son vagos e infundados. Si de veras necesita ayuda, que presente acusaciones formales de actividad militar, conducta genocida o nociva para el medio ambiente, o de un entorpecimiento injustificado del tráfico o las comunicaciones. Que un comité autorizado investigue esas acusaciones y verifique si son fundadas. Entonces las fuerzas de la ley internacional podrán actuar contra Fireball… o quizá contra el gobierno de la Unión de América del Norte. No creo que suceda ninguna de ambas cosas. Al menos en el aspecto legal, se trata de una disputa entre un gobierno nacional y una organización privada pero internacional.

En la pantalla apareció un economista que respondió las preguntas planteadas por el locutor. Sí, América del Norte dependía de materiales y energía procedentes del espacio, como el resto de la Tierra. Sí, Fireball era el principal proveedor de dichos elementos. Sí, si interrumpían los suministros, el país pronto se vería en graves dificultades. No, no llegarían al hambre ni a nada parecido; la Federación y la Autoridad se encargarían de ello. Además, era improbable que Fireball adoptara medidas tan drásticas. El coste sería incalculable, tanto en pérdidas como en sus relaciones con el resto del mundo. Era más vulnerable de lo que parecía. Había que tener en cuenta que no era una nación, a pesar de su arrogancia. No poseía ni siquiera el armamento mínimo a que tenía derecho una nación, y mucho menos los arsenales de la Autoridad. Kyra, Lee y Guthrie escuchaban sin prestar demasiada atención.

—Es impresionante —comentó Kyra.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lee.

—Que la multicepción oficial transmitiera siquiera una parte del discurso de Small. Lo conocí en una conferencia de desarrollo espacial. Hablamos, fuimos a una fiesta, y hemos intercambiado correspondencia. Él está de nuestra parte.

—Bien, no podía decirlo abiertamente, dada su posición. Creo que el que ha montado este programa es bastante listo. Hemos visto fragmentos que crean una impresión de presentación imparcial de los hechos.

—Sí, saben hacerlo —gruñó Guthrie—. Todos los de comunicaciones son buenos. El resultado es que la gente de la calle no tiene manera de discernir qué es real y qué ha sido inventado en un plato.

—No tanto, señor —objetó Lee—. El mero volumen de información, sea verdadera o falsa, basta para…

—Sí, eso y el tráfico internacional impiden que un estado totalitario logre sostenerse a menos que se adueñe de todo el sistema solar. Eso salva la idea de la libertad, y mantiene la esperanza que los Caóticos necesitan para no renunciar y convertirse al avantismo.

—¿Quiénes son? —preguntó Kyra—. Creía que el término «Caóticos» era sólo la manera oficial de referirse a los opositores.

—Y ellos han adoptado el término con orgullo. La mayoría son descontentos inofensivos.

—Pero ¿no lo son todos? ¿Algunos son realmente terroristas que aguardan su oportunidad?

—Ése podría ser otro término despectivo —replicó Guthrie.

Kyra intuyó que Guthrie no quería hablar más del asunto.

—¿Qué esperas que haga Fireball, señor Guthrie?

—Ya te lo he explicado. No mucho, de momento. Jugar sus cartas con prudencia, hasta que barajen de nuevo. Tal vez con algunas excepciones. No somos una organización monolítica. —Sonó un golpe—. Pronto, guardadme en la mochila.

Así lo hicieron, y dejaron pasar a Tahir. El jeque traía un saco lleno de telas. Su rostro estaba tenso —quizás hubiera pasado la noche en vela— pero se mantenía erguido. Saludó y fue directamente al grano.

—Hay Sepos por aquí, algunos uniformados y otros sin duda de paisano. Recorren los pasillos, aunque todavía no han pasado por aquí, y vigilan cada portal. Llevan equipo electrónico. No obstante, insh’llah, he urdido un modo de eludirlos. Aquí tienes prendas de mujer, Lee. Si usas velo y vas conmigo, nadie te molestará. La policía no desea complicar las cosas molestando a los residentes, y menos a quienes no son del todo pobres ni carentes de poder; y la conducta de los creyentes hacia las mujeres es bien conocida. —Una sonrisa socarrona—. Desde luego, deberás practicar el andar y los modales adecuados. Te instruiré hasta lograr que los curiosos se pregunten a qué se ha estado dedicando últimamente este viejo zorro.

Lee se ruborizó.

—Mil gracias —dijo—. Eh, afy aleyk, el-afy. —Señaló la mochila—. Pero ¿qué hay de esto? Debemos sacarlo de aquí. Es muchísimo más importante que nosotros.

—Eso pensé. —Tahir se acarició la barba y echó un vistazo a las paredes que lo rodeaban—. No deseo saber qué es. Me habéis dicho que es un ordenador especial, y me conformaré con eso. Pero me he fijado en su tamaño y he hecho los arreglos oportunos. En el momento apropiado llegará una ambulancia y los enfermeros traerán un equipo de soporte vital. Es lo suficientemente grande para que quepa dentro este objeto, que introduciréis en él mientras los demás miran hacia otro lado. Confío en que sea sumergible.

Kyra contuvo el aliento. Una imagen cruzó por su mente: una caja semejante a un ataúd, con contenedores, tubos, válvulas, bombas, medidores, cables, un ordenador, controles manuales y circuitos. Sí, todo aquel metal, toda esa actividad eléctrica, química e isotópica, sin duda protegería a Guthrie de cualquier detector.

—Pero ¿no comprobarán si hay un paciente dentro? —preguntó Lee.

—Habrá uno —respondió Tahir con cierta zozobra—. Un hijo mío está dispuesto a dejarse drogar. La simulación de una víctima comatosa será bastante convincente, aun para los monitores encefalográficos. No creo que la Sepo llame a un médico para asegurarse más.

—Pero eso… es increíble, señor —tartamudeó Kyra—. Tú no nos debes tanto…

Tahir la miró con firmeza.

—Tengo la impresión de que las circunstancias nos han impuesto un deber —declaró sombrío—. Tal vez más tarde decidan verificar si este hombre fue internado en el hospital Ibn Daoud. Los registros indicarán que lo internaron, que la biorreparación tuvo éxito y que pronto le dieron el alta para su convalecencia en casa.

¿Solidaridad islámica?, se preguntó Kyra. ¿Sería de fiar? ¿Tahir no tendría contactos con los Caóticos? Una organización clandestina con experiencia sabría apañárselas para modificar una base de datos, ¿no? Sí, tenía sentido. Como no le quedaba otro remedio, el avantismo aceptaba oficialmente los credos y costumbres tradicionales, aunque también los presionaba y con el tiempo acabaría destruyéndolos. Los Caóticos, fueran quienes fuesen, eran aliados naturales de los musulmanes.

—En el hospital deberás reclamar tu carga y marcharte —le dijo Tahir a Lee—. No podemos hacer nada más por vosotros.

—Lo comprendemos. Ojalá algún día podamos explicarte cuánto has hecho.

Kyra se inquietó.

—Perdón —interrumpió—. Pero ¿qué hay de mí? Yo también debo marcharme.

—Tú puedes irte sin más, ¿o no? —repuso Tahir—. ¿Tienen algún motivo para detenerte?

—No, supongo que no.

—Será mejor que te pongas en marcha. Así habrá menos riesgos. ¿Tienes algún sitio, preferiblemente fuera de este país, adonde ir?

Kyra evocó una imagen. La casa del lago limen, azul y blanca entre los rosales de su madre, al borde del agua en un bosquecillo de abedules. Susurro de hojas, baile de luces y sombras, la brisa llevando olor a madera. Un trozo de la vieja Tierra, no en una quivira sino real, real… Tenía dinero suficiente. Volver a casa, ir a la central rusa y ponerlos al corriente de la situación…

Sintió una conmoción. ¡No! En nombre de MacCannon, ¿cómo había podido perder ni un microsegundo en semejante excusa para escabullirse? Formaba parte de Fireball. Había dado y recibido un juramento de lealtad, al igual que sus padres y dos de sus abuelos.

Se cuadró.

—Sí, pero preferiría no hacerlo. Tenemos que encontrar un lugar seguro para el objeto que llevamos. —Una vez que Guthrie estuviera a buen recaudo, tal vez pudiera huir con su información. Tal vez entonces Fireball pudiera organizar una operación de rescate, o apelar a la Autoridad de Paz, o algo por el estilo. Pero ante todo debía impedir que los reprogramadores le echaran el guante—. Mi colaboración es necesaria. Para perseguir a Lee usarán todos sus recursos… mejor dicho, ya lo están haciendo. No creo que ningún disfraz lo mantenga a salvo mucho tiempo.

Se obligó a mirar al joven a los ojos mientras hablaba. ¿Lee habría podido dormir, sabiendo lo que le esperaba en manos de la Sepo? Él permaneció impasible.

—Es verdad —murmuró—. Nos encontraremos y te entregaré el objeto.

—¿Dónde?

No habían hablado de ello, extenuados y conmovidos como estaban el día anterior, y distraídos como estaban aquella mañana. Aficionados. ¿Por qué Guthrie no se lo había recordado? ¿Porque suponía que no valía la pena insistir si ellos no las tenían todas consigo? Kyra prefería creer que así era, y no que Guthrie estaba perdiendo la lucidez.

—Anotadlo —dijo Tahir—. Prefiero no enterarme. —Les dio la espalda.

—Bien pensado —dijo Lee, dándose la vuelta para sentarse ante el terminal. Kyra se paró detrás de él. Reparó en los tendones que sobresalían en las manos de Lee. Pero sus dedos tecleaban con fluidez. Surgieron palabras en la pantalla. ¿Conoces la Feria Quark?

Apenas, respondió ella en voz alta, luego se inclinó para manejar el teclado. Sólo gradas a unos cuantos multiprogramas. Nunca he estado allí. Cuando se fueron de la zona, sus padres la encontraban demasiado pequeña para esas cosas. Kyra sintió que su seno derecho rozaba el hombro de Lee.

Podemos escondernos allí algún tiempo. La mano de Lee tropezó con las teclas. Y yo puedo conseguir algo que no se puede conseguir en ninguna otra parte.

¿En qué lugar de la Feria?, escribió Kyra.

Lee hizo una mueca.

No soy exactamente un cliente habitual, pero la he visitado en ocasiones y he reunido información a partir de otras fuentes, porque tiene cierta fama regional. Ve a la Casa de Té de Mamá Lakshmi. Reserva una habitación y espérame. Usa un nombre falso para que me digan qué habitación es. No harán preguntas, pero querrán dinero en efectivo.

¿Un hotel que no registraba la identidad de los huéspedes en la base de datos de la policía… en América del Norte? La policía no podía desconocer su existencia. Pero se trataba de la policía civil, muy fácil de sobornar, por lo que había oído. En cuanto a la Policía de Segundad y a las autoridades, habían permitido que la Feria Quark siguiera abierta todos aquellos años, aunque oficialmente la calificaran de antro de corrupción. En un programa que Kyra había visto una vez, un comentarista había observado que, desde su punto de vista, ofrecía la posibilidad de descargar impulsos atávicos e incorregibles en un espacio geográficamente delimitado. A veces la policía hacía una incursión. Al cabo de un par de días todo volvía a ser igual.

Kyra se sintió como una niña traviesa. Hurgó en su memoria. Un nombre, un nombre que preferiblemente no tuviera relación con ella… En una larga travesía por el espacio, consultando la base de datos recreativa, a menudo se topaba con obras desconocidas y antiguas. Seré Emma Bovary.

Diles que esperas a John Smith. Lee sonrió. Es convencional.

Borró el archivo y se puso de pie.

—Muy bien, ya está decidido —dijo a Tahir—. Será mejor que nos pongamos manos a la obra. —Se volvió hacia Kyra—. Cuídate, amiga. Buena suerte.

—Y una órbita despejada para ti, consorte —respondió Kyra, como si Lee fuera un piloto espacial. Se dieron la mano.

Tahir alzó la palma derecha.

—Fiaman illah —saludó gravemente—. Que la paz del Señor sea contigo.

Sin saber qué otra cosa hacer, ella se cuadró como si estuviera frente a un oficial.

—Gracias por todo —dijo torpemente, y se marchó. Por un momento deseó confiar tanto como Tahir en la Providencia.

Pero eso significaría renunciar a la razón, ¿o no? Avanzó por el corredor y se mezcló con la muchedumbre. Se puso en guardia. De nuevo sintió el cosquilleo de las miradas sobre la piel. Lástima que Tahir no hubiera pensado en darle una vestimenta menos atrevida, menos llamativa. Lástima que ella no hubiera pensado en pedírsela.

Bien, tal vez la Sepo no decidiera registrar aquel distrito hasta dentro de varios días. Para entonces ella sería una visitante más, totalmente olvidada. Por otra parte, ningún residente daría información aunque la recordara. Aun así, Kyra cogió el primer fahrweg que vio.

Mientras salía, se concentró en sus planes. De ese modo, cada uniforme que veía provocaba en ella apenas un cambio en el pulso, un nudo seco en la garganta. Lo peor fue pasar del patio a la calle. Había dos hombres corpulentos con ropa tostada a cada lado del portón. De cada dos, uno clavaba los ojos en un instrumento y el otro miraba a todos los que pasaban. Había menos gente que el día anterior. Se debía haber corrido la voz. Kyra se concentró en un mantra.

Pero al fin pasó, se perdió en la multitud, bajo un cielo agradable y soleado. ¡Libre!

De momento. Si quería que aquello durase, debía mantenerse en movimiento.

Cerca del aparcamiento encontró una cabina de información pública. Sintonizó el informador, entró en la cabina y pagó con una moneda. Sólo después de solicitar los detalles que buscaba notó con cuánta fuerza su muñeca apretaba el contacto. Riéndose de sí misma, se dirigió al triciclo, lo recuperó y se marchó.

Debía liberarse de aquellas prendas hawaianas tan llamativas. Necesitaba llegar a una sastrería de precios módicos que se hallaba a cierta distancia. Las instrucciones que le dio el informador la condujeron a una calle en la zona de Tonawanda. Era un distrito respetable donde abundaban los edificios de ladrillo de varios pisos y algunas casas unifamiliares. Había poca gente en las aceras, y los peatones caminaban sin prisas. Vehículos de gran tamaño —cuya presencia se permitía dado su escaso número— circulaban por la calzada. Al principio Kyra sintió paz. Los gigantes que se erguían más allá de aquellos tejados parecían tan distantes como espejismos; la babel que los rodeaba había quedado reducida a un susurro casi inaudible.

Tras una observación más detallada reparó en la mampostería deteriorada, los escasos escaparates, la mugre, las ropas harapientas, las miradas furtivas que la asediaban. La hierba crecía desordenadamente, dos hombres roncaban junto a una botella vacía en un parque donde las hojas de cuyos árboles amarilleaban a pesar de la estación. Cuando era niña, Kyra no había visto nada parecido en toda aquella región, a pesar de los tiempos que corrían y de los disturbios que habían facilitado que los avantistas tomaran el poder.

Algunos lugares conservaban aún un aspecto aceptable: una fábrica, una clínica genética, un par de restaurantes y establecimientos dignos de otras zonas pero que, por ser de tamaño modesto, no podían trasladarse a barrios más caros. La sastrería era uno de estos últimos. El interior era pulcro y limpio, el empleado que la saludó era cortés e iba bien vestido. Le ofreció ayuda, explicando tímidamente que el equipo había quedado obsoleto y la programación no incluía la última moda internacional.

—No importa —dijo Kyra—. Recuerdo tiendas como ésta de cuando era pequeña. —No era verdad, pero su profesión había agudizado su talento para salirse de situaciones parecidas—. Lo único que quiero son prendas funcionales.

A solas en la sala de diseño, desnuda mientras la medían, se tomó su tiempo. Era divertido, terapéutico, proyectar imágenes en un holograma suyo de tamaño natural y ver cómo cambiaban su aspecto mientras el ordenador modificaba los diseños, incluyendo y adaptando las alteraciones. Cuatro mudas de ropa interior serían suficientes. Dos pares de pantalones de perlux, uno negro y ceñido, el otro azul y abombado, con una raya roja en cada pernera. Una camisa, gris y resistente. Una túnica de iridón color albaricoque, más femenina. Una blusa blanca suelta, que le daba libertad de movimientos. Una falda de tigril, larga hasta los tobillos. Una capa verde con capucha, por si llovía. Esto permitía diversas combinaciones aptas para todas las ocasiones. Como complemento escogió una bolsa, convertible en mochila, para llevar todas sus prendas.

Pulsó TERMINADO. El precio parpadeó en la pantalla. Era más de lo que llevaba en efectivo. A regañadientes, lo cargó en su cuenta. Si la Sepo sospechaba de ella y ordenaba un rastreo de datos, aquí tendría una pista.

Con suerte eso no sucedería, al menos no durante los días que durara su fuga. Y suponía que ni siquiera en la América del Norte avantista el sistema habría registrado los detalles de su compra. Su capacidad era enorme, pero finita. Los datos de poca importancia, como aquella transacción, sin duda se borraban al cabo de unos tres años.

Todo acababa por prescribir, se regocijó.

No, seriedad. Aprovechó el tiempo en que las máquinas trabajaban para reflexionar sobre su situación y la de Guthrie. El efectivo no dejaba rastros. Los dólares ya no eran convertibles, pero seguían siendo preferibles hasta que cruzara la frontera. Los ucus eran ávidamente aceptados, desde luego, pero llamaban la atención. Si iba a un banco para cambiar, eso quedaría registrado en una base de datos y alguien podría preguntarse por los motivos. Pero necesitaba más billetes y monedas. Y si podía dejar una pista falsa…

Sonó una campanilla, irritantemente jovial. Apareció un perchero con su ropa nueva. Se probó las prendas, escogió la túnica y los pantalones negros, empacó el resto y se marchó.

—Espero que esté conforme, señorita Davis —dijo el empleado. Su sonrisa era falsa. ¿Y por qué había consultado su nombre en el terminal? Kyra esperaba que no hubiera modificado el circuito para fisgonear.

—Sí, esto servirá —respondió secamente.

—¿Es usted del espacio?

Kyra se envaró.

—¿Por qué lo dice? —Sin autorización, él no podía haber sabido su domicilio. De cualquier modo, su única dirección en la Tierra era un programa de desvío postal de Quito.

—Pues… por su aspecto, señorita. Usted habla como una norteamericana pero su aire es más imponente. Siempre he querido salir al espacio.

Kyra creyó ver en él nostalgia y sintió cierta piedad. Tal vez aquel hombre no hubiera viajado nunca. El tratamiento que usaba con ella no era el habitual.

Para viajar, el multi ofrecía audiovisuales holográficos. Si uno podía permitirse una conexión por vivífero, podía tener sensaciones adicionales. Pero no ver y oír los Jardines de Tychópolis, no aspirar el sugestivo aroma de las flores gigantes ni experimentar la desorientación sensorial producida por la baja gravedad. Los audiovisuales no sólo eran más pobres, sino estáticos. Uno no estaba allí, no podía merodear a gusto, nada pasaba que no estuviera programado.

Kyra supo aprovechar la oportunidad.

—Sí, trabajo en el espacio. —No tenía sentido especificar. La reputación de los pilotos era exagerada. Suspiró, esperando ser convincente—: Estoy de vacaciones, pero me temo que deberé interrumpirlas. Eso parece por las noticias de esta mañana.

El hombre la miró boquiabierto.

—¿Las de la compañía Fireball? ¿Usted trabaja para ellos?

—Todas las empresas con intereses en el espacio se ven afectadas —dijo ella sin concretar demasiado—. Será mejor que me presente en la delegación más próxima de mi compañía fuera del país, y que lo haga personalmente. Las líneas de comunicación parecen inseguras. —Tal vez él comprendiera que se trataba de un eufemismo—. Siempre quise visitar Quebec, pero necesitaba la ropa adecuada, ¿verdad?

—Sí, desde luego. Muy bien escogida y diseñada, señorita Davis. Lamento que hayan interrumpido sus vacaciones, pero le deseo un feliz viaje. Vuelva cuando quiera, por favor. Muchas gracias.

Kyra se despidió del tembloroso empleado en la puerta y se marchó.

Bien, si los de la Sepo hacían averiguaciones, aquel hombre les informaría de que ella se dirigía al noroeste. La frontera no estaba cerrada, pues de lo contrario en las noticias lo habrían dicho. Si se tenía en cuenta que cada día mucha gente la cruzaba en ambas direcciones, y por muchos lugares, un control masivo no podía significar mucho más que el escaneo de la tarjeta de identificación antes de subir a las aeronaves o cuando los transportes llegaran a la frontera terrestre. No se añadiría ningún registro a menos que sucediera algo insólito. Tal vez detuvieran y registraran a todos los que llevaban encima algo parecido a una red neuronal. Si la Sepo pedía sus datos y no encontraba ninguno relacionado con su salida, su conclusión razonable sería que se había asustado y huido, y perderían todo interés por ella.

Que aquel mismo día se hubiese gastado un montón de dólares en ropa les induciría a pensar lo contrario. Kyra negó con la cabeza. Era una novata en Erie-Ontario al cabo de tantos años de ausencia, pero había estado en otras ciudades donde abundaban los pobres.

Frenando, solicitó un mapa de la Feria Quark para que apareciera en la pantalla del triciclo y lo estudió. Si no recordaba mal lo que había oído en su infancia, aquel sector era un círculo de un kilómetro de diámetro. Desde entonces seguía teniendo más o menos el mismo tamaño. Al principio la reconstrucción se había centrado en las ruinas dejadas por la lluvia de meteoritos de Buffalo. Pero la Segunda República pronto empezó el derribo sistemático de edificios y nadie respetable tuvo oportunidad de intervenir. Cuando los avantistas tomaron el poder, prometieron una pronta rehabilitación. Una promesa de tantas. Kyra se encogió de hombros y siguió adelante.

Había una estación de autobuses a dos kilómetros de su destino. Kyra aparcó el triciclo y llamó a la agencia de alquiler, siguiendo el consejo de Lee. Entrecortadamente, explicó por encima que debía coger el primer vehículo disponible a Montreal. Con la mochila al nombro, anduvo a pie hasta encontrar un banco. Insertó la tarjeta en la ranura de un cajero y pidió mil unidades de crédito universal en billetes de veinte.

Hay 430 ucus disponibles en billetes de cincuenta y cien, respondió el cajero. ¿Desea, esperar una nueva entrega?

Demonios. Era una sucursal importante. ¿La ineficacia era tan generalizada? Cancelar, ordenó. 430 ucus. Cuando salió el sobre, Kyra contó los billetes antes de guardárselos en el bolsillo de la túnica.

Se internó en un vecindario tan bullicioso como el que rodeaba el Blue Theta. Repentinamente, al cruzar una calle, se encontró en medio de un total deterioro. Ventanas rotas y tapiadas, como heridas en paredes ennegrecidas. Puertas abiertas al vacío. Inscripciones agresivas, obscenas y mal escritas de colores más vivos que los pocos letreros de las tiendas. Un mendigo andrajoso, sentado en la acera con la mano extendida, entonaba su letanía de infortunio. Dos mujeres desastradas reñían con desgana. Tres niños salieron de un callejón para tironearle la ropa y pedir limosna a gritos. Kyra continuó la marcha, ignorándolos, pues de lo contrario habría quedado instantáneamente rodeada por una horda. Pasó un viejo tambaleante, mirando al vacío, mascullando. Cuatro jóvenes la piropearon. Un hombre corpulento que iba en dirección contraria giró como si quisiera cerrarle el paso. Llevaba la barba crecida y su hedor podía olerse a dos metros de distancia. Kyra aspiró y tensó el cuerpo. El aikido era una de sus actividades favoritas, aunque le desagradaba recurrir a él en momentos de furia.

El hombre entornó los ojos, cambió de rumbo, pasó de largo, escupió. Así eran las cosas. ¿Los políticos nunca aprenderían que la economía en manos del estado sólo producía pobreza?

Claro que el libre comercio sin restricciones no garantizaba la riqueza. Una algarabía la aguardaba: rumores, gritos, bocinazos, tamborilees, máquinas, ruidos confusos. Kyra dobló una esquina, caminó una manzana, entró en Feria Quark.

Aquella parte era un mercado de ocasión. Era mediodía, y ya estaba atestado. Muchos vendedores se sentaban en el suelo sobre un trapo tendido en la acera desigual, exhibiendo sus mercancías. Algunos tenían una silla y una mesa, otros habían unido planchas de plástico para formar cabinas. Parecían ser de todas las razas; hombres y mujeres; jóvenes, ancianos y maduros; limpios y sucios; rechonchos y huesudos; joviales y abatidos. Las alabanzas a sus mercancías servían de contrapunto a la charla y el taconeo de los visitantes que vagaban entre los puestos, regateaban, compraban, vendían, canjeaban. Pertenecían a todas las clases. Los bajomundanos no eran los únicos que iban allí. Había centenares de personas, más de las que Kyra podía calcular. El tumulto era desagradable.

A lo lejos vislumbró edificios, en general chabolas salvo unos cuantos más grandes y más sólidos. Por encima de ellos se erguía lo que quedaba de un rascacielos, truncado en el piso veinte por un impacto. Su esqueleto retorcido y lleno de herrumbre formaba un entramado sobre las paredes derruidas. El mugriento vidrio de las ventanas centelleaba al sol. Por doquier parpadeaban y se encendían letreros de colores chillones. Su efecto debía ser vertiginoso después del anochecer.

Se le acercó un hombre delgado y cetrino, vestido con un mugriento mono amarillo.

—¿Cambia dinero? —preguntó roncamente.

Bien. Kyra se detuvo. Él se plantó frente a ella.

—Cobro menos comisión que el banco —sugirió él.

—¿Cuánto puede cambiar? —Por lo que se temía tendría que negociar con varios de aquellos cambistas antes de tener todo lo que necesitaba.

Él se puso en guardia.

—¿Cuánto tiene?

Kyra titubeó.

—Yo lo arreglo. Buen trato, honrado, de fiar.

Y sin bases de datos de por medio.

Cuanto antes mejor, ¿no? Sumando lo que había sacado a lo que ya traía de Hawai, Kyra dijo:

—Mil ucus.

No llevaría demasiadas divisas encima, pero lo único que quería era largarse de aquel condenado país.

—Venga. —El hombre la cogió por el codo. Kyra quería zafarse, pero decidió seguirle el juego.

Avanzando entre los puestos, vio que estaban en venta no sólo ropa, enseres domésticos, juguetes, comida y otros artículos baratos. ¿De dónde había salido aquel soplete láser? ¿Y aquel collar de diamantes? Esas piedras tan grandes y cristalinas eran de manufactura cara. Desde una holopantalla de ordenador una animación de un personaje mitad niño y mitad oso jugaba con el operador, quien esperaba venderlo a alguien que deseara una mascota. Presuntamente programas interactivos como aquél eran imposibles de piratear, por lo que su precio era alto. Los sistemas de protección de alta tecnología inducían al robo de productos de alta tecnología, dedujo Kyra.

La inscripción GRAN CASINO bailaba frenéticamente sobre una casona.

—Aquí es —dijo el hombre—. Me llamo Edwin.

Kyra captó su mirada expectante. No abrió la boca. Él frunció la suya, pero no sabía expresar su resentimiento.

La entrada, revestida de velvil marrón, era una gruta de umbría serenidad. Había una muchacha detrás de un mostrador, de rostro adolescente y ojos centenarios.

—Veremos al señor Leggatt —dijo Edwin—. Gran negocio para él.

La muchacha asintió y habló por un interfono.

—Tienes suerte —dijo—. No está demasiado ocupado. Entra.

Atravesaron tres grandes habitaciones. Aún había pocos jugadores ante las mesas y las máquinas. Kyra se detuvo un instante delante de una hilera de terminales. Dibujos fractales llenaban las pantallas con una belleza perturbadora. Kyra conocía el juego. Uno sembraba el caos en el sistema, y luego trataba de llevarlo hacia uno u otro atractor. Las ganancias dependían de los logros de cada uno.

—Bonito, ¿eh? —dijo Edwin—. Jugar más tarde.

—No, gracias. —Era evidente que la máquina estaba trucada. Además, Kyra tenía hambre.

Un guardia armado les dejó entrar en la oficina suntuosamente amueblada. Un multiceptor exhibía una escena que quizá fuera real, y hasta incluso puede que estuviera en tiempo real. Había un hombre tendido en la cama con una metamorfa. Los brazos y piernas de la mujer eran largos y esbeltos, su cuerpo delgado y ágil como el de una anguila; la cubría un pelaje lustroso y pardo, y arqueaba una cola emplumada para acariciar la espalda del hombre. Kyra sintió repulsión.

Metamorfosi Era como mirar la escena a través de los ojos grandes e inocentes de los Keiki Moana, los Hijos del Mar. Desvió los ojos.

Frente a su escritorio, Leggatt ofrecía un espectáculo también insólito. Por alguna razón había optado por ser obeso. Desde una cabezota redonda, sus ojillos negros la escudriñaban.

—La dama cambia mil ucus —dijo Edwin, en un tono entre obsequioso y triunfal.

—Oh —respondió él con chillona voz de tenor—. Bueno, bueno. Por favor, siéntese, señora. —Leggatt apagó el multi—. ¿Fuma? ¿Tabaco, marihuana, mezcla?

Kyra se apoyó en el borde de una silla.

—No, gracias —replicó—. Vamos al grano. Este caballero mencionó un cambio favorable. Quiero dólares.

—Mi comisión, señor —gimió Edwin—. No olvides comisión.

Obtuvo una mirada fulminante por respuesta y decidió callarse.

—Lo que usted desee, señorita —dijo Leggatt, radiante—. El mejor precio de la ciudad, se lo aseguro. Déjeme ver… el cambio oficial de hoy… veamos qué puedo hacer por usted… —Nombró una cifra.

Seguramente esperaba que Kyra regateara. Lo único que ella quería era irse, y aceptó. Él ocultó su sorpresa comentando que era una satisfacción tratar con alguien que entendiera de tales asuntos, mientras sacaba el dinero de la Unión de una caja de seguridad.

—Cuéntelo, por favor —le pidió—. No, no, conserve sus ucus hasta estar satisfecha. Estamos entre amigos, ¿verdad? —Además tenía al matón en la puerta.

Su cordialidad no le impidió examinar dos veces los billetes que ella le entregó. Edwin carraspeó. Leggatt extrajo una gruesa billetera de su túnica, sacó algunos dólares, se los dio y le ordenó que se fuera.

Edwin se puso de pie.

—Ha sido una pasada conocerla, señorita —murmuró—. Cuando usted quiera…

—Largo —ordenó Leggatt. Edwin se marchó.

Kyra se levantó.

—No se apresure tanto —dijo Leggatt—. ¿Puedo hacer algo más por usted? Me gusta complacer a mis clientes.

—Bueno… —Kyra sintió un retortijón en el estómago—. ¿Puede indicarme un sitio para comer? Algo sencillo, decente y saludable.

—Puedo ofrecerle algo mejor que eso. Permítame invitarla a comer. La mejor comida y bebida en diez kilómetros a la redonda, aunque esté en la Feria.

—No…, gracias, pero…

—Por favor, insisto. —Leggatt se levantó, un corpachón de ballena—. Insisto. Debemos conocernos, señorita. Usted me agrada. Confío en que volvamos a hacer negocios en el futuro. ¿Cómo se llama, por favor?

—No viene al caso. Mire, tengo una cita.

—Insisto. —Leggatt dio la vuelta al escritorio y le cogió el brazo. Los ojillos la escrutaban sin pestañear—. No aceptaré una negativa. ¿Cómo se llama?

La había calificado de bicho raro. Aquello podía complicarse si no lo controlaba. El corazón de Kyra dio un brinco, pero ella pronto recobró la firmeza. Sus sentidos se agudizaron. Olió el perfume almizclado de Leggatt, y a través de las paredes le llegó el bramido de la música, con sus bajos y agudos.

—Bueno, si me lo pide así —dijo, forzando una sonrisa—. Yo soy… —Se contuvo. Había estado a punto de usar el alias que le había dado a Lee—. Anna Karenina.

—¿Rusa? —Era evidente que Leggatt no la creía, pero aun así la llevó consigo. Cuando salieron de la oficina, le hizo una seña al guardia, quien los siguió.

Salieron al bullicio. Leggatt avanzaba haciendo ondear su túnica roja y dorada. La gente veía al guardia que iba detrás y le cedía el paso. Leggatt dejaba una estela de murmullos. Kyra se preguntó si alguien la ayudaría en caso de que la apresaran y secuestraran. Lo más probable era que no. Él parloteaba sin cesar:

—Sí, comida maravillosa. Le muestran las aves, usted escoge la que desea, y la matan en el acto… —Una galería de tiro por donde pasaron anunciaba ratas vivas como blancos.

El letrero de un edificio rezaba PALACIO DEL HORROR. Las pantallas exhibían una pequeña muestra de lo que se veía en el interior: escenas filmadas poco después de la lluvia de meteoritos, escenas del kraal de Ciudad del Cabo, de Bombay, de viejas guerras y acciones policiales posteriores. De una cabina cercana colgaba un letrero diminuto e incongruente que prometía: LE REVELAMOS EL FUTURO, ANÁLISIS CIENTÍFICO ESTOCÁSTICO.

—Habitaciones privadas para relajarse —continuó Leggatt—. Cualquier droga que usted desee, de pureza garantizada…

—¡Real, real, real! —tronó una voz amplificada—. No un espectáculo ni una quivira, sino el hecho real, la verdadera experiencia. ¡Robots que parecen vivos! ¡Hágalo con las mejores máquinas tragapollas del universo conocido!

Tenía que haber una escapatoria. Delante se erguía el ruinoso rascacielos. Encima de una puerta, en una luz roja parpadeante se leía: EL PÁRAMO. Debajo titilaba un azulado ENTRE POR SU CUENTA Y RIESGO.

Kyra tragó saliva, se humedeció los labios, y preguntó lo que era.

Leggatt pestañeó ante la interrupción.

—¡Oh, eso! ¿No lo sabe?

Al parecer era de todos conocido.

—He estado lejos, muy lejos. Luego se lo comentaré. Pero ¿qué es? —Se dirigió hacia allí.

—No querrá entrar —dijo Leggatt—. Es para los insensatos. Cada mes mueren dos o tres personas. Vamos. —Tiró con fuerza de su brazo.

Ella lo detuvo con todas sus fuerzas.

—Quiero saberlo —replicó con arrogancia.

Leggatt cedió.

—Bueno, es un lugar donde se realizan actividades peligrosas. Toda suerte de extravagancias: corridas con toros robot; piscinas con remolinos y turbulencias; luchadores gigantescos cebados con hormonas ante los que no hay ninguna garantía de salir ileso; vehículos para girar a gran altura sin arnés de seguridad; ascensos a vigas que vibran… —Leggatt sacudió la cabeza—. Una locura.

—Parece interesante. —Kyra seguía queriendo zafarse.

—¿Eh? No, espere. ¿Qué clase de chiflada es usted? ¡Vamos!

La aferró con más fuerza, enfadado. Estaba habituado a que le obedecieran. No estaban lejos del lugar. Kyra logró soltarse de un tirón. Saltó de lado, se dio la vuelta y echó a correr.

—¡Eh! —gritó Leggatt a sus espaldas—. ¡Cógela, Otto!

Sentía el taconeo de las botas que la perseguían. ¿Desenfundaría el guardia su pistola de impacto y dispararía? Kyra sorteó a un desconcertado grupo de turistas, que a juzgar por su apariencia y vestimenta, eran de una ciudad flotante del Pacífico Sur. Hurgó en el bolsillo buscando un puñado de dólares. Aquel movimiento no la retrasó mucho. Por ser piloto estaba adiestrada en coordinación múltiple. Un vistazo hacia atrás le indicó que el matón perdía terreno. Se paró en seco en la entrada y metió el dinero en la ranura. Salió un billete y una puerta se abrió. Kyra lo cogió sin esperar el cambio, entró y oyó el siseo de la puerta que se cerraba.

Un asistente aguardaba en el vestíbulo. Iba vestido como un guerrero homérico. Si le sorprendió ver que una dienta llegaba sin aliento, no lo demostró.

—Salud. ¿Qué se te ofrece?

—Me gustaría… echar un vistazo. Tal vez encuentre algo que hacer, pero antes prefiero curiosear. ¿De acuerdo?

—Muy bien. —El hombre picó su billete y le dio un folleto—. Te sugiero que leas esto primero. Ahora, por favor, apoya el pulgar derecho aquí. —Indicó una pantalla—. Como ves, por este documento declinamos toda responsabilidad. Disponemos de atención médica a precios razonables, pero…

—Eso me han dicho.

Kyra continuó. En cualquier momento, Otto podía entrar por la puerta.

¿O tal vez no? Se lo imaginó mascullando «zorra escurridiza» mientras se alejaba. Por otra parte, tal vez el enfado o la curiosidad evitaran que se marchase de inmediato. Kyra siguió andando.

Cubrían el corredor pantallas murales con imágenes de hombres luchando: asirios, hebreos, romanos, vikingos, moros, caballeros medievales, samurais, aztecas, incluso un chino dando bayonetazos contra un afgano en la Gran Jihad. Eran animaciones, vividas pero demasiado estilizadas para resultar crueles. Los clientes tenían que ser unos maniáticos. Del precio de la entrada se deducía que eran gente acomodada, culta, que había recibido tratamiento para sus patologías. ¿Entonces a qué venían? Si buscaban emociones podían costearse una quivira.

Llegó a un corredor transversal. Las escaleras mecánicas subían en tres direcciones. Kyra escogió la de la izquierda. En el piso de arriba se curvaba un corredor una de cuyas paredes era transparente. Echó un vistazo. En una habitación, un hombre, tal vez un arbitro, observaba a un par de jóvenes. Vestidos con ropa ceñida, luchaban con varas. La sangre se mezclaba con el reluciente sudor que les empapaba el torso magullado. Con aquellas varas se podían partir el cráneo.

En la habitación contigua se levantaba una estructura en forma de L invertida. Se trataba de una horca. Observado por otro, un hombre desnudo oscilaba a un metro del suelo, colgado del cuello. Kyra jadeó.

—Se supone que el doctor lo descolgará a tiempo —dijo una voz.

El que hablaba era un hombre esbelto y elegante, de porte afro, vestido con pantalones bombachos. Evidentemente se dirigía a alguna parte y, viendo su azoramiento, se había detenido para animarla.

—¿Por qué? —jadeó ella.

Él se encogió de hombros.

—No es lo mío. Pero me han dicho que produce unas sensaciones muy particulares sumadas a la de peligro, desde luego. —La miró inquisitivamente—. Aquí rara vez entran mujeres. ¿Buscas algo en especial? A lo mejor puedo ayudarte.

—No. —Kyra apretó los puños. La lengua del hombre colgado sobresalía de su boca—. Sólo sentía curiosidad. —No pudo reprimir gritar—: ¡Descolgadlo!

—Podía haber tenido una iniciación más grata —admitió su compañero. Frunció el ceño—. La verdad es que esto dura demasiado, ¿verdad? Vámonos. Si se muere, no quiero verlo. Tal vez no puedan revivirlo.

Temblando, lo siguió.

—¿Adonde vas? —susurró, la garganta seca.

Él sonrió de nuevo.

—Es una nueva atracción que puede gustarte. Una cascada de doce metros cae en una piscina con estacas en el fondo. Me lanzaré usando agallas artificiales. Cambian la posición de las estacas todos los días. Es sensacional.

—Espantoso, diría yo.

—¿Qué? —exclamó él con sincero asombro—. No es un deporte sucio como el tanque de tiburones. Desde luego no quisiera que lo intentaras, hasta dudo de sí deberías venir.

—Puede que no. —Impulsivamente, Kyra añadió—: He corrido peligro más de una vez, forma parte de mi profesión. Pero esto es… ¿por qué lo haces?

Pasaron frente a una habitación en la que había un solo observador mirando hacia arriba. Kyra no pudo resistirse a seguir su mirada. En un espacio de tres pisos de altura, un hombre hacía equilibrios sobre un alambre próximo al techo. Sin red.

—¿Qué otra cosa hay, si tienes sangre en las venas? —replicó el otro con desprecio.

Arriesgar el pellejo formaba parte de la naturaleza de los jóvenes, pensó Kyra con un mareo. ¿O no? ¿O aquello que veía surgía de una rebelión del espíritu contra… contra qué?

Su acompañante se calmó.

—Además, tengo muchas posibilidades. No soy un suicida. Esto es sólo un modo de vivir plenamente. Me relaja. —Se volvió extrañamente tímido—. Me llamo Samuel Jackson. Soy científico, especializado en el diseño de proteínas. Si te apetece observar mi caída, me encantaría invitarte a cenar luego. Podríamos charlar un poco más.

Kyra se sintió tentada. Era atractivo, y su mística tenía la fascinación de ser casi comprensible. No. Lee, Guthrie, Fireball.

—Gracias, lo lamento, pero no puedo. Diviértete. Te deseo suerte.

Siguió por otro corredor.

En un recinto encontró asientos, ocupó uno y leyó el folleto. Incluía mapas que mostraban tres salidas, apartadas entre sí. Leggatt no desplegaría matones para vigilarlas todas. Podía escapar.

Por alguna razón aquello no la consoló. ¿Era el Páramo realmente un lugar indeseable? Fomentaba la animalidad del hombre, pero nadie estaba obligado a entrar, nadie era inducido. Fuera estaban los avantistas, con sus cárceles y sus clínicas de reeducación, sus censores y sus exhortaciones, sus escuelas controladas y su economía controlada, y todo con el propósito de elevar al ser humano por encima de la bestia.

Sin éxito, por lo visto. Y en su esfuerzo habían matado a muchos. Ella seguía expuesta a morir o algo peor.

Salió dudando a la luz del día, se mezcló con la muchedumbre, procuró alejarse de aquella ruina.

Un puesto llamó su atención. SU FUTURO, decía el letrero. Una voz entonó: «…proyección psíquica a lo largo de su línea mundial, a través del continuum espacio-temporal…». Kyra pasó de largo. A poca distancia, otro puesto anunciaba comida.

Era un lugar pequeño y decente, donde una mujer le cocinó dos burritos y le sirvió cerveza. ¡Cerveza! Sintió el sabor helado en el paladar y la garganta. De postre, pidió que le indicaran cómo llegar a la Casa de Té de Mamá Lakshmi.

Era un edificio de metal de dos pisos, como todos excepto por el porche donde una gran pantalla presentaba una animación de los amores de Krishna. El pasillo conducía a un bar restaurante a la derecha y a una sala de juego a la izquierda. No había nadie, salvo una mujer morena en el despacho. Kyra se le acercó.

—Quiero una habitación —dijo.

—Diez dólares la hora —respondió la empleada—. No aceptamos profesionales.

Kyra se sonrojó.

—La quiero para toda la noche.

—Diez dólares la hora hasta las nueve. Luego tarifa nocturna, cien dólares. Tiene que dejarla a las nueve de la mañana.

Alentada por su estómago lleno, Kyra replicó:

—Demasiado. Cien dólares redondos, contando a partir de ahora.

—Hecho —dijo la empleada.

Más le valía aprender a regatear, pensó Kyra mientras pagaba. Si no, sus reservas se agotarían deprisa.

—Espero a un visitante —dijo—. Mi nombre es Emma Bovary. B, O, V, A, R, Y.

La empleada hizo una anotación en el ordenador.

—¿Quién es el visitante?

—¿Necesita saberlo?

—Para su seguridad. Éste es un establecimiento seguro.

Kyra hurgó en su memoria.

—John Smith.

La empleada sonrió burlona, pero anotó el nombre y le dio una llave.

La habitación, que estaba arriba, tenía los muebles desvencijados pero era aceptablemente limpia. Había un cubículo de baño y un multi rudimentario. Las paredes amortiguaban el ruido exterior. Kyra pensó sintonizar las noticias. No, primero quería descansar. Dejó la mochila, se quitó los zapatos y se tendió en la cama…

Estaba en el espacio, en la Corriente de Táuride. Era extraño que aquella antigua amenaza no fuera más que una mancha en el radar. Los ojos de Kyra sólo encontraban estrellas de brillo borroso en la oscuridad de un cristal. La luz de la cabina las difuminaba todas, excepto unos cuantos centenares. La aceleración cesó, y ella flotó libremente, como un fantasma solitario. Entonces percibió algo, las sombras fluctuantes y el borroso fulgor de un cometa que pasaba hacia la lejana Tierra. Trescientos millones de toneladas de hielo, roca y polvo. Si llegaba, traería la muerte y la ruina, y un año sin verano. Era demasiado quebradizo para desviarlo; la fuerza requerida para ello lo despedazaría y los fragmentos serían igualmente mortíferos. Era preciso destruirlo, y pronto, reducirlo a fragmentos tan pequeños que no causaran daño cuando llegaran al planeta. Pero explosiones nucleares de esa magnitud cubrirían el espacio circundante de esquirlas, y ella, una exploradora en busca de datos, podría tomar una vía de escape desafortunada…

Un golpe la despertó. Se irguió con un jadeo. Haces oblicuos entraban por la ventana. ¡Santo Dios!, ¿tanto tiempo había dormido? Otro golpe. Kyra se levantó para abrir.

Entró Lee, vestido con ropa occidental masculina. Llevaba a la espalda la mochila que contenía a Guthrie y un maletín en la mano izquierda. Kyra notó que el informador había desaparecido de su muñeca. Escrutó su semblante. Estaba surcado de arrugas, pero consiguió sonreír.

—Hola —saludó.

—Bienvenido —dijo Kyra con incertidumbre—. Has tardado bastante. ¿Algún problema?

—Nada grave. —Lee cerró la puerta—. He tenido que buscar más de lo esperado hasta encontrar lo que buscaba.

—Sácame de este encierro y explícame qué cuernos era —gruñó Guthrie.

Lee lo sacó y lo apoyó en la cómoda.

—No querían dejarme entrar —contó Lee—. Tuve que discutir por un interfono. La situación es nueva. Se han vuelto muy cautos.

—Creí que todo valía en Feria Quark —dijo Kyra.

—No todo. Si la Policía de Seguridad supiera que se vende esta mercancía… —Lee se desplomó en una silla y miró el vacío.

—A un precio razonable —observó Guthrie—. He oído que has terminado por canjear tu costoso informador por no sé qué.

—Ha valido la pena. Nunca había efectuado antes una compra como ésa, pero sabía cómo y dónde hacerla.

—¿De qué hablas? —preguntó Kyra.

—Primero déjame relajarme —suspiró Lee—. No es un tema agradable.

—Bajaré a buscar algo de beber. ¿Qué quieres tú?

Lee sacudió la cabeza.

—Me muero por un whisky, pero hoy no beberé alcohol.

—Sírvete tú si quieres, Kyra —dijo Guthrie.

—No, gracias. A no ser un café… —No, ya estaba hecha un manojo de nervios. Se puso a caminar de un lado al otro—. Yo también he tenido problemas. —Describió su viaje.

Lee soltó un silbido.

—Para ser una dama recatada, no lo has hecho mal.

—Cierto —rió Guthrie—. Procuremos devolverte a tu acogedor ambiente de erupciones solares, cinturones de radiación, colisiones de meteoritos y temblores lunares cuanto antes. —Adoptó una voz metálica—. Cuanto antes, en efecto. Tenemos muy poco tiempo.

Kyra sintió un escalofrío.

—¿Tan grave es la situación? ¿Por qué?

—¿No es evidente? Lo es tanto como una verruga en el trasero de un nudista. Mi otro yo no tardará en comprender que me he dado a la fuga, y procurará contrarrestar todas mis medidas. Si se sale con la suya, Fireball será suya. Será del enemigo, del Sínodo Asesor. En cuyo caso, esperemos estar los tres tranquilamente muertos. El futuro no nos resultaría agradable.

Lee torció el gesto.

—¿Crees que esta situación también es ingrata para él?

Kyra sintió un escalofrío más profundo. No se le ocurría ninguna respuesta a esa pregunta, pues sus conocimientos de psiconética eran escasos. Tal vez Guthrie tampoco lo supiera con certeza. Pero el falso Guthrie… Aquello no era cierto: el otro también era Guthrie. Bien podría haber sido él el objeto físico que se había quedado en la Tierra, dirigiendo Fireball, y el que hablaba con ella bien podía ser el que había viajado casi cuatro años-luz de ida, y otros tantos de vuelta. No habría importado. Sus memorias, compartidas después del retorno, eran idénticas. Ambas historias sólo divergían en los episodios posteriores.

Irracionalmente, deseó que el objeto que había sostenido en las manos fuera el que había realizado el viaje. Era inadmisible que esclavizaran a alguien que había caminado bajo los cielos de Démeter.