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Muchos años atrás, en Quito, había declarado:

—Construiremos algo nuevo aquí. La primera máquina que pasará el test de Turing, aunque debo admitir que será porque hará trampa. Verás, yo estaré en ella.

—Creo que dentro de poco tiempo habrán conseguido un sistema verdaderamente consciente —replicó Juan Santander Conde. En esos días era un hombre bastante joven, aunque lo unía a Guthrie una vieja amistad, y trabajaba como alto directivo de Fireball.

—Sí, el Santo Grial de la psiconética. E igualmente inalcanzable, creo yo.

—Ya…

—Sí, claro. Son excelentes simulaciones. No digo que los primeros programas no tengan cierto grado de conciencia, tal como admito que tiene un lagarto, más un perro y todavía más un mono. Pero básicamente son idiots savants. Muy brillantes en sus reducidas especialidades, pero poco más. A mi entender, si alguno de los enfoques que se están aplicando para hacerlos más parecidos a los humanos fuera acertado, ya habríamos llegado a la meta… Sé lo que vas a decirme. No te molestes. Los programas de esos nuevos palacios de sueños. La gente que los ha probado jura que es como interactuar como un ser vivo y real. Pero es un sueño. La participación del cliente es esencial, y su intuición actúa como un circuito de realimentación. Si el cliente aporta más elementos a la interacción, más conocimiento, imaginación o lo que sea, si aporta más de lo que el programa puede manipular, la seudopersonalidad se transfigura, puede desintegrarse.

—Lo sé, y no tenía intención de mencionarlo.

—Lo lamento. No quiero ofenderte, Juan. A veces hablo más de la cuenta. Me siento un poco solo en mi situación. No importa. Lo que quiero desarrollar para Fireball es algo que será totalmente distinto… al menos, cuando yo esté dentro. Verás, quiero que pueda incluirme en sus operaciones.

Mientras el robot preparaba las conexiones para el nuevo Guthrie, él quiso hacerle una pregunta, pero se contuvo.

—¿Quiere preguntar algo? —ronroneó la pantalla de información.

—No, nada. Procede.

Cuando estuvo totalmente conectado e integrado, presentó sus preguntas al sistema. Era prudente comenzar con unas cuantas indagaciones sencillas y directas. El acceso inmediato a la totalidad, el dominio de sus aptitudes, podía resultar abrumador al principio. Para decirlo en lenguaje humano, era como recordar algo: una fecha, una dirección o los ojos de una mujer.

El hiperordenador clasificaba su deseo y lo rastreaba por los circuitos. Si era preciso, la búsqueda podía hurgar en bases de datos de todo el planeta. El examen de cada implicación lógica podía incluir otros ordenadores igualmente lejanos. La información que pidió Guthrie le llegó en pocos milisegundos.

Sí, se estaban realizando progresos en inteligencia artificial, aunque las noticias no figuraban en los informes que recibía de América del Norte. Tenía mucho que aprender sobre los asuntos cotidianos y los cambios que se habían producido mientras estaba desactivado.

Descubrió que la vanguardia del progreso ya no estaba en los laboratorios de Fireball. Su idea de incorporarse al núcleo del sistema cibernético de su compañía había tenido tanto éxito que le había causado aprensión. Aunque no prohibió las nuevas investigaciones en aquel campo, dejó de alentarlas, y languidecieron.

En otras partes, sin embargo, los investigadores habían seguido su iniciativa con entusiasmo, sobre todo en Technofutures de Europa y Hermes Communications de Astrebourg. Habían hecho considerables progresos. Sin duda habrían hecho más si hubieran tenido una emulación con la que trabajar. Pero ninguna de las otras dos todavía existentes tenía interés en ello. Uwimana estaba totalmente consagrado a sus proyectos científicos, y se había convertido en la personificación de la cosmofísica. Nguyen estaba perdido en los misterios sobre los que meditaba.

En cuanto a crear otra emulación, nadie se prestaba a servir como sujeto de prueba: «No me gustaría ser una máquina; y a una copia de mi mente tampoco le gustaría». Los pocos voluntarios eran juzgados inadecuados, por una u otra razón.

Aun así, era posible construir el hardware para manejar una emulación, como evidenciaba la existencia de unas cuantas. ¿Era posible escribir un programa que operase como una personalidad emulada? En tal caso, se habría alcanzado el Santo Grial, una inteligencia artificial plenamente consciente y limitada sólo por las capacidades de los sistemas a los que estaba acoplada.

Se diseñaron y probaron sucesivos algoritmos que fueron considerados insatisfactorios, revisados, vueltos a probar y desestimados. Últimamente, sin embargo, otra idea estaba ganando terreno. La mente era algorítmica sólo en parte. Debían tenerse en cuenta los efectos cuánticos, especialmente la desigualdad de Bell y la energía del vacío. Nada había de sobrenatural en ello; el observador y lo observado eran uno, la causa tenía su raíz en el efecto. La serpiente Ouroboros se convertía en anillo. En base a ello, era posible planear (la configuración material de aquello que la naturaleza había tardado millones de años en forjar.

Una vez en el buen camino, y con la potencia informática de la actualidad, sería posible el éxito. ¿Y entonces, qué?

Guthrie evitó la pregunta. Tenía preocupaciones más urgentes. Por un tiempo hizo ejercicios y recobró las aptitudes de un intelecto digno de un dios. Se planteó ecuaciones diferenciales complicadas y las resolvió. Modeló tres grandes moléculas orgánicas y las hizo reaccionar. Exploró reinos fractales de belleza tan vertiginosa que le costó abandonarlos.

Pero debía hacerlo. Al cabo de una media hora de tiempo real, unos dos mil millones de microsegundos, se dedicó a su verdadera tarea. Era infinitamente más difícil. En el transcurso de una noche llegó a completar un esquema.

Sin embargo, debía bastar. Había estudiado toda la documentación sobre los acontecimientos que Anson Guthrie había protagonizado en los últimos veintitrés años. Ordenó, evaluó, seleccionó. Almacenó algunos en su memoria personal permanente, aquéllos que de una forma natural se habrían grabado allí. Eran relativamente pocos, pues su red neuronal no tenía mucha más capacidad de almacenaje de la que había tenido su cerebro viviente. Sintetizó muchos otros y los convirtió en conocimiento general; por ejemplo, él habría recordado quiénes eran las figuras más eminentes de la historia de esas décadas, y algo sobre los actos de cada uno, pero no muchos detalles. Rechazó la mayoría: cosas que uno advertía y pronto olvidaba, y que luego buscaba en un libro o en una base de datos en caso de necesidad.

Mientras duró su esfuerzo no fue consciente de nada más. Era trascendente; era proceso, fluidez. Cuando terminó tuvo que luchar contra la necesidad de buscar en otra parte, de entrar de nuevo en ese éxtasis frío. Poco a poco apartó su conciencia controladora de la red. Pidió la desconexión.

Como siempre, una inmediata sensación de notable pérdida dio paso a la calma. Su mente, tan humana, necesitaba asimilar lo que había aprendido. Necesitaba descanso, subactivación, la parsimonia y la fluctuación correspondiente al sueño que su cuerpo viviente había acogido con gusto tantas veces. Pero antes era aconsejable comprobar si no quedaba ningún asunto urgente.

Fue a su oficina. Al menos el cuerpo robot adonde lo habían transferido no sentía dolor ni cansancio. Podía disfrutar de su andar, de sus blandas pisadas en la moqueta, del olor a pino que salía de los susurrantes paneles de ventilación.

Su oficina principal era grande pero sencilla. Había objetos en una caja: recuerdos, trofeos, regalos de amigos ya difuntos, las chucherías que aun los fantasmas acumulan. Reparó en algunos que no estaban ahí a su regreso de Alfa del Centauro. No sabía nada sobre ellos, cómo habían llegado hasta su otro yo ni por qué le habían parecido dignos de guardarse. Esas trivialidades no aparecían en los libros de la compañía ni en las reseñas periodísticas, y él nunca había llevado un diario. Algunos de aquellos objetos podían causarle problemas, si alguien más tenía conocimiento de ellos. Debía tener cuidado de no mencionarlos, o de no hacer ningún comentario al respecto.

Como el robot no necesitaba sentarse, se plantó frente al escritorio, que era un anacronismo para una criatura como él, y tocó el teléfono. El mensaje era de Dolores Almeida Candamo, rogándole que la llamara cuanto antes, a cualquier hora.

—¡Caramba! —murmuró, e inició la búsqueda. La directora general de operaciones terrícolas de Fireball estaba en casa, y despierta. Guthrie la recordaba como una entusiasta y joven ingeniera de comunicaciones. Ella y su novio habían adelantado la fecha de su boda para que él pudiera asistir en persona antes de marcharse; Fireball no podía utilizar a los dos Guthries para eso, pero era «el mismo espíritu»; ella se había reído. Su reseña le había puesto al corriente sobre el resto de la carrera de la mujer y lo había preparado para el cabello gris y el rostro todavía atractivo. No le había dicho nada sobre el modo en que se trataban normalmente. Tuvo que hacer una estimación basándose en la psicodinámica y aplicarla.

—Buenos días —lo saludó ella en español—. Bienvenido, jefe Guthrie. Lamento haberme perdido tu llegada de ayer.

—No te perdiste demasiado —respondió él en inglés, y pasó al español—. ¿Hay algo urgente para mí?

—Ya lo creo, casi todo. No tendrías que haber ido a América del Norte. Estábamos preocupadísimos y…

—Y Fireball sobrevivió. ¿Cuántas veces me has oído decir lo mismo? Toda empresa que necesite microgestión desde la cima debería desaparecer de inmediato. ¿De qué se trata?

Notó que aquel tono cortante la mortificaba. Bien, no podía arriesgarse a ser más amigable sin haber evaluado antes los matices. Ella adoptó una actitud práctica.

—Primero, todo eso de cooperar con los avantistas, después de todo lo que nos han hecho. En estos días he vivido en medio de una tormenta.

—Me lo imagino. Se preguntan si los he traicionado, o por qué y cómo. Escucha, por favor. Comprenderás que no podía dar los detalles en un comunicado público. Habría desencadenado los mismos horrores que procuraba evitar, o como mínimo habría dado al enemigo un motivo para ocultarse.

»Dentro de poco tendremos una reunión con los directivos, y te daré los detalles. Lo que sucedió es que mis contactos con los Caóticos me llevaron a descubrir que existe un movimiento clandestino independiente de fanáticos, y no sólo en América del Norte. A regañadientes, me puse en contacto con la Sepo, indirectamente al principio. No todos sus miembros son unos monstruos. La mayoría son gente honrada que realiza una tarea que considera necesaria. Tenían sus propias pistas. Todo apuntaba hacia la infiltración de los radicales en Fireball y otras organizaciones privadas. No es una infiltración masiva, así que una caza de brujas sólo nos perjudicaría. Pero no podemos permitirla en puestos claves. Una nave espacial es un arma colosal por sí misma. Pensemos qué consecuencias sufriríamos si se cometiera un acto genocida que podríamos haber evitado. Trato de sacar el mejor partido de una situación comprometida.

Almeida se mordió los labios.

—Nuestros portavoces han dicho eso mismo, siguiendo órdenes mías. Pero a falta de algo más concreto, el miedo se alimenta de sí mismo.

—Lo sé. Pronto habrá explicaciones y actos concretos, lo prometo. Entretanto, ¿qué otra cosa importante hay?

—Los makatmas y sus seguidores han bloqueado el complejo Hyderabad. Te habrás enterado. Tratan de obligarnos a que apoyemos su culto. Sub tiene una idea para persuadirlos de que se dispersen pacíficamente, pero primero quiere comentarla contigo.

—¿Sub?

Ella lo miró intrigada, como buscando una expresión en su torreta.

—Subrahmanyan.

—Ah, sí. —Subrahmanyan Rao, jefe de operaciones del Sureste Asiático. Una pausa. Pensó. Suspiró—. Perdón, Dolores, no he descansado desde mi regreso, y antes lo había hecho muy poco. Estoy tan cansado que no puedo pensar. ¿Comprendes que una sobrecarga puede agotar cualquier mente, aunque ésta sea un programa? Dame unas horas. Trata de mantenerte al mando hasta entonces. Sé que podrás.

El semblante de Almeida se distendió.

—Sí, intentaré hacerlo. Llámame cuando estés preparado. Descansa bien, jefe Guthrie. —La imagen desapareció.

Guthrie permaneció un momento a solas. Bastaba con que ordenara «ninguna interrupción» y se programara para despertar al cabo de un rato. No. Todavía no.

El sistema transmitió su llamada por líneas a prueba de escuchas, rodeando todo el planeta hasta Futuro. También era temprano en esa capital, pero Sayre estaba en su oficina de la central nacional de la Policía de Seguridad. Tardó unos minutos en cerciorarse de que la comunicación estaba aislada. Esa comunicación no podía sorprender a nadie después de las noticias de las últimas semanas, pero su contenido requería la máxima discreción.

—Allá voy —dijo Guthrie—. ¿Qué hay de nuevo?

Unos rasgos borrosos cubrieron la pantalla.

—¿Y cómo anda todo por ahí? —preguntó Sayre.

—Más o menos bien. Pronto tendré que presentar a mis consortes un informe completo sobre la conspiración.

—Todavía lo estamos preparando, con pruebas incluidas. No te preocupes, lo tendrás a tiempo.

—Pruebas… ¿De qué valen en esta era electrónica de nanotecnología?

Sayre sonrió.

—Por eso te necesitábamos en escena, Anson. Nos hacen falta tu personalidad y tu poder de convicción.

—Para ti «jefe Guthrie», Sayre. —El otro se puso rígido, tragó saliva, calló—. Quiero saber cómo andan las cosas de ese lado.

—Estamos trabajando muchísimo. —El entusiasmo disolvió poco a poco la frialdad—. Acabo de recibir un informe que según el programa merecía mi atención personal. Ayer por la noche la regente de la asociación de Residentes pasó tres horas en la quivira de Portland, en la Costa Oeste. Nunca había asistido a una quivira, por lo que consta en su expediente. Y es amiga íntima de… Guthrie. ¿Eso puede tener importancia?

—No lo sé. ¿Qué piensas hacer?

—Hacerla traer e interrogarla, desde luego.

El robot respondió con voz lenta e implacable.

—Sayre, escucha. Si tus agentes ponen una sucia mano sobre esa mujer, tú y yo hemos terminado.

Sayre lo miró boquiabierto.

—¿Qué? Espera un momento… —Sayre recobró la compostura—. De acuerdo, ella es amiga tuya y le debes cierta lealtad, pero…

—Cállate y escucha. Estoy convencido de que Xuan tenía razón en lo esencial. Sé cómo me convenciste, pero estoy convencido, y no quiero que tu causa fracase, porque cualquier otra alternativa es mucho peor. Así que me prestaré a la mentira piadosa de la gran conspiración nihilista, para que podamos pillar a mi otro yo antes que recobre Fireball, que es la única fuerza que hoy puede sacarte del atolladero. Deberé actuar paso a paso, y prefiero no subestimar el peligro. ¿Comprendes que esto es lo que pienso?

»Pues bien, por tu parte, comprende que la situación no tiene por qué gustarme, y que hay ciertas cosas que no toleraré bajo ninguna circunstancia. Dejarás en paz a la vieja Esther Blum, ¿entiendes? A menos que ella haya perdido el juicio desde la última vez que la vi, se habrá cuidado de no saber nada que pudiera serte de utilidad. Sea como fuere, tu gentuza no debe acercarse a ella. De lo contrario, eres hombre muerto. ¿Entendido?

Sayre temblaba. Se había puesto lívido.

—Eres bastante arrogante, ¿no te parece?

—Así es. Ése es mi estilo. Y si lo hubieras cambiado, yo no te habría servido de mucho, ¿verdad? ¿Tienes algo más que decirme? ¿No? Muy bien, nos mantendremos en contacto tal como convinimos. Recuerda: tengo maneras de saber lo que ocurre con mis amigos. Adiós.

Guthrie colgó.

Permaneció un rato en silencio. Una pantalla-ventana ofrecía un panorama de Quito y los picos andinos que se elevaban a la luz del sol en la claridad del amanecer. La ciudad despertaba. Cerca de la torre, su apariencia era totalmente moderna. Los nobles y antiguos edificios que rodeaban la plaza Independencia y los clásicos barrios residenciales eran oasis distantes. Sin embargo no eran piezas de museo, sino sitios donde la gente se reunía, hacía negocios, comía, bebía, se divertía, coqueteaba, haraganeaba, amaba, dormía, engendraba hijos, los criaba y al fin moría. Juliana había deseado que fuera así, una vez que el puerto de lanzamiento hizo el crecimiento inevitable. Y él había respetado ese deseo después de su muerte. Juliana se lo merecía. A fin de cuentas, había estado en todo desde el principio.