38

Kyra se quedó estupefacta. Tenía la sensación de estar en caída libre.

—¿Esto es real? —susurró al fin.

—«¿Qué es la realidad?», dijo el cínico Pilato —respondió Rinndalir—. La invitación es sincera. No es una treta ni una trampa. ¿Qué ganaría mi nación con ello? Fireball ya nos guarda bastante rencor. Regresarás cuando desees, con la dignidad intacta. La visita puede lograr que tu opinión sobre nosotros sea mejor. Como es evidente que sientes cierto apego por el señor Guthrie, eso podría beneficiarnos… y también a él, como verás. Sea como fuere, te prometo un entretenimiento sin igual. —Maldición, esa voz y esa sonrisa bastaban para hacerle la boca agua—. Y, naturalmente, me complacerá tu presencia. —El bello rostro se puso serio—. Pero si deseas venir, debes hacerlo de inmediato. Los acontecimientos se precipitan.

Kyra trató de ordenar las ideas. No sabía qué más podía hacer por Fireball. Guthrie había rechazado su oferta de pilotar la Cernícalo poniéndose a sus órdenes.

—Ya somos muchos, y cuando hayas terminado, necesitarás más tiempo del que disponemos para reponerte.

Kyra se había conformado sin demasiadas objeciones.

Tampoco podía telefonearle para pedir consejo. Guthrie estaba muy ocupado y tardaría horas en comunicarse con él. Y era una oportunidad para aprender algo sobre los selenitas. Sí, quizá fuera una nueva estratagema, pero realmente no veía qué importancia podía tener.

Y Rinndalir… aquel traidor desalmado, guapísimo hijo de…

—Muy bien —replicó—. No debería ir, después de habernos engañado como lo has hecho, pero acepto.

El mostró una sonrisa radiante.

—Magnífico. Tu transporte aguarda en el espaciódromo, hangar 23. —¿Tanto había confiado en que Kyra aceptaría que ya la esperaba una nave?— No pierdas tiempo haciendo el equipaje. Tu habitación de Zamok Vysoki te recuerda.

La sangre latió en los oídos de Kyra. Envió un mensaje para que Guthrie lo viera en cuanto pudiera, se calzó las botas y salió de la suite a paso lunar.

Fuera del hotel tuvo que ir más despacio. El mirador Tsiolkovsky estaba atestado. No había selenitas a la vista. Los que no se habían marchado de Tychópolis no salían de su distrito residencial. En la ciudad los extranjeros los superaban en número y los ánimos estaban exaltados. Pocos habitantes y visitantes se dedicaban a sus negocios en medio de la crisis. Iban de aquí para allá, se sentaban a charlar en los cafés, revolvían mercancías en las tiendas, se apiñaban en torno a los multis, donde las mismas noticias se repetían con diferentes locutores e ilustradas con diferentes escenas. Kyra pescó fragmentos en inglés, español y ruso.

—No atacarán —dijo un sujeto corpulento, inequívocamente norteamericano—. No se atreverían. Los gobiernos de la Tierra confiscarían todas sus propiedades en el planeta.

Kyra olió el sudor de aquel hombre. No estaba tan seguro como aparentaba. Las industrias terrícolas dependían del espacio, cuyos recursos salvaban la biosfera, y la inmensa mayoría de las empresas espaciales pertenecían a Fireball.

—¿Una alianza con los selenarcas? —protestó un latino—. ¿Esos asquerosos traidores? —Lucía el emblema de la compañía.

—Quizá no tengamos opción —le respondió la mujer que lo acompañaba.

—El juicio de Dios —dijo un sacerdote ortodoxo de barba gris—. Su castigo por nuestros pecados y necedades será menor que el daño que ellos mismos nos causarán. —Quizá tuviera razón, pensó Kyra.

Pero ¿qué podía hacer Fireball, después del discurso de Escobe-do, el presidente de la Unión?

No haremos tratos con delincuentes —había dicho—. Desde el principio Fireball ha sido hostil a nuestro gobierno, ha conspirado contra él y alentado la sedición. —Era cierto, aunque siempre dentro de los límites de lo que en otros tiempos América del Norte, y otros países en la actualidad, consideraban libertad de expresión y el derecho de dirigir los asuntos personales como a cada cual se le antojaba—. El anuncio de Fireball ha desatado la guerra civil en nuestro país. El señor Guthrie insiste en su falsedad, pero no ha pedido a los Caóticos que depongan su actitud. —Claro que no. Guthrie no podía pedirles que se entregaran a la Sepo y a los psicotécnicos correctivos—. Tampoco ha tomado represalias contra los selenarcas, a quienes acusa de ser los instigadores. —¿Qué debía hacer Guthrie, declararles la guerra?— Esta es mi propuesta. Que Fireball nos compense colaborando con nosotros. Por ejemplo, tiene mayor capacidad para vigilar desde el espacio que la Autoridad de Paz, si decide desplegar sus naves, y no está limitada como ésta por ningún mandato. Que Fireball nos facilite información sobre las unidades Caóticas, sus posiciones y actividades. O que nos ofrezca transporte suborbital, del cual carecemos, para nuestra milicia y nuestra Policía de Seguridad, cuando eso nos permita asestar un golpe significativo. Hay muchas posibilidades. Podemos llegar a un acuerdo, siempre que Fireball acepte someterse a nuestras leyes. Luego, en cuanto haya pasado el peligro, liberaremos a todo el personal de Fireball —¿deportación?— sin presentar cargos contra sus integrantes —¿de qué cuernos iban a acusarlos?— y negociaremos otros asuntos importantes. —Por ejemplo, la disponibilidad de muchos miles de millones de ucus en propiedades, la mayoría pertenecientes a familias de consortes, no a la compañía—. Entretanto, esas personas continuarán en calidad de detenidos —prisioneros, rehenes— y apelaremos ante el Alto Consejo y la Asamblea de la Federación Mundial para que ordenen a la Autoridad de Paz que acabe con la anarquía y el vandalismo. —No le sería tan fácil, cuando le faltaban fuerzas militares para operaciones espaciales. Legalmente, más allá del radio geosincrónico las únicas armas autorizadas eran las normales, lo cual había permitido a Luna conseguir la independencia con sólo algunas escaramuzas—. Pero espero que dicha acción no resulte necesaria, y que Fireball subsane la situación voluntariamente. ¡Ojalá sea así! Entonces Fireball se habrá ganado una voz en la histórica conferencia que deberá celebrarse una vez controlados los disturbios, para extender el imperio de la ley a todo el sistema solar y regular adecuadamente las actividades espaciales. —Con lo cual terminaría la autonomía de los seres humanos que trabajaban en asociaciones libres. El gobierno de América del Norte no era el único en desearlo.

Sí, los avantistas jugaban sus cartas con astucia, pensó Kyra. Aún podían sobrevivir al inminente enfrentamiento. Pero aquélla no era la última partida. Había muchas más cosas en juego. Por Dios, era algo cósmico… Kyra apresuró el paso, internándose en la muchedumbre.

En Ley Circus cogió un fahrweg hasta el puerto. Iba prácticamente sola. Al bajar, se internó en una caverna de mosaicos donde los ruidos resonaban de una forma antinatural. Casi no había actividad. Alguno que otro operario humano la miraba con temor. Las máquinas continuaban imperturbablemente con sus tareas.

La puerta del hangar 23 la inspeccionó y la dejó pasar. Por el número, Kyra sabía que la aguardaba un vehículo suborbital. También era robótico. Subió a él y se acomodó en su interior. La nave se deslizó por la cámara de presión sobre raíles que la condujeron hasta el puesto de lanzamiento. Obtuvo autorización del ordenador de Control de Tráfico y se elevó. La aceleración era moderada, dos gravedades lunares. Pronto flotó sin peso entre los astros. Desde el horizonte septentrional, una Tierra llena bañaba los mares lunares y los cráteres con un hipnótico fulgor azul. Las sombras se mezclaban. Era un paisaje suave, a pesar de su desolación. Los derrumbes y la devastadora radiación lo habían desgastado, redondeando los bordes, y no había tectónica que formara nuevas montañas, como en la Tierra.

El planeta se perdió a lo lejos hasta quedar suspendido sobre el paisaje lunar, y las sombras que arrojaba se alargaron en el suelo. Casi todas se perdían entre los peñascos y riscos hacia donde se deslizaba la nave, que se posó en una pequeña pista con un solo edificio. Un coche se aproximó.

—Desembarque, por favor —dijo una cantarina voz sintética.

Kyra obedeció, pasando de la cámara de presión a un tubo que la condujo al interior del vehículo terrestre. Éste se desprendió y enfiló una carretera rudimentaria pero adecuada para un mundo carente de fenómenos climáticos. Las torres del castillo se elevaban sobre un risco. Kyra pronto atravesó las murallas.

Un criado humano la saludó con una genuflexión y la acompañó por una rampa hasta un salón alto y opalescente. Rinndalir aguardaba, ataviado de púrpura y oro. Con un movimiento ondulante, se acercó para saludarla con aquellas manos que no eran de plástico y metal sino de carne y hueso, tibias al tacto. Los grandes ojos grises relucieron.

—Enhorabuena —dijo—. ¡Qué osada has sido y qué recompensa has obtenido!

¿Cómo lo sabía? La noticia aún no era conocida. Agentes en Fireball… qué más daba, cuando ella podía mantener la cabeza alta. Ya no era su cautiva ni su títere; había entre ellos un mutuo respeto.

—¿Dónde está la dama Niolente? —preguntó Kyra.

La respuesta le causó un cosquilleo:

—En otra parte, representándonos ante nuestros colegas.

Rinndalir enarcó las cejas con picardía.

Kyra apartó las manos.

—Sí, los selenarcas deben estar tan al tanto como nosotros. Y bien, ¿por qué me has invitado a venir?

No tuvo el ánimo de añadir que no podía ser simplemente para divertirse, o al menos no exclusivamente.

—Te lo he dicho, amiga mía. Fireball está comprensiblemente enfadada con nosotros, aunque nos necesitaremos recíprocamente como aliados en los difíciles tiempos que se aproximan. Abrigo la esperanza de que regreses mejor dispuesta hacia nosotros e influyas sobre el señor Guthrie en ese sentido. Pueden llamarme en cualquier momento, pero por ahora no me necesitan y éste es un servicio que puedo hacer a mi raza. —Adoptó un tono ferviente—. Y también a mí. Me agradaría recobrar tu favor.

—Escucharé.

—Y mirarás. Acompáñame, por favor. —Le ofreció el brazo. Kyra puso el suyo debajo, casi instintivamente. El le rozó la mano con los dedos, y ese suave contacto despertó en ella un deseo tan desbordante como inoportuno—. Ojalá hubieras llegado antes, dándonos tiempo para mantener una conversación cordial antes de que suceda lo que inevitablemente sucederá; pero hasta ahora he estado demasiado ocupado.

Caminaron entre columnas de cristal hacia una arcada que daba a un corredor. Lo que inevitablemente sucederá. Kyra sintió un escalofrío.

—¿A qué te refieres? —exclamó—. ¿Una guerra?

Él cabeceó. Los rizos claros le rozaron los pómulos.

—El Sínodo avantista ha enviado un mensaje cifrado a Port Bowen. A menos que dentro de veinticuatro horas Fireball convenga en prestar ayuda al Gobierno, sus integrantes residentes en América del Norte serán considerados conspiradores y sometidos al juicio sumario de un tribunal militar. El primero de dichos juicios comenzará en cuanto expire el ultimátum.

—¡Es una locura! ¡Tiene que ser una bravuconada!

—El señor Guthrie no correrá el riesgo de que así sea. A mi juicio, el Sínodo espera que él se eche atrás, iniciando así el proceso de absoluta rendición de Fireball, o que cometa un acto precipitado que provocará sanciones globales contra la compañía. Lo han juzgado muy mal. Era previsible, siendo ellos quienes son. Guthrie ha reunido sus fuerzas. Atacará en cuanto tenga todos los datos.

Circulaban por otro corredor de ilusiones.

El suelo era un río caudaloso, las paredes estaban cubiertas de llamas, el techo era un firmamento nocturno donde las estrellas fugaces caían en silencio.

—Pareces poseer mucha información confidencial —protestó Kyra—. ¿Acaso tienes agentes infiltrados entre los colaboradores de Guthrie?

Rinndalir sonrió bajo la luz que le bañaba el rostro.

—Eso sería difícil. Pero tenemos monitores vigilando muchos puntos, como descubrirás, y hacemos deducciones a partir de lo que ellos nos aportan. No te aflijas. Alégrate. Tu compañía cabalga al rescate de sus hijos.

La voz suave vibraba y Kyra notó un cosquilleo en la nuca. ¿Por qué, en efecto, tantas dudas y temores? Su bando había hecho todo lo humanamente posible, a riesgo de romper su juramento de lealtad, para lograr la paz. El enemigo había escogido lo contrario. Debía prestar su apoyo a Fireball, y prepararse para la tormenta que se avecinaba.

El hombre que la escoltaba había contribuido a desatar la guerra. Si él no hubiera alterado el primer discurso de Guthrie, los Caóticos no habrían actuado. Sin sentirse arrinconados, los avantistas tal vez hubieran optado por un acuerdo razonable, e incluso puesto fin a algunas de sus canalladas. ¿O no?

Como si sus orejas de fauno hubieran oído esos pensamientos, Rinndalir dijo:

—Sí, los selenitas aceleramos un poco el destino. ¿No era lo apropiado? Vuestro enemigo requiere algo más que un castigo. Requiere ser destruido, lo mismo que una célula cancerosa antes de que se reproduzca. Desde ahora, quedará demostrado que la libertad no sólo es grata, sino poderosa. El golpe que aseste será en nombre de todos los hombres y definitivo.

Kyra estaba exaltada. ¡Rinndalir tenía razón! También a ella le había parecido sofocante el futuro. Sin duda el avantismo, librado a su suerte, se hundiría. Pero ¿cuánto tardaría en hacerlo, y cómo dejaría a su pobre país? ¿Y qué sería de las otras tierras que no eran libres? ¿Todas esas vidas mecanizadas en nombre del orden, la justicia social o como quisieran llamarlo, no tendrían una nueva perspectiva? ¿Podía el viento propagar la idea de que los gobiernos y las máquinas eran instrumentos para la gente, no fines en sí mismos?

¡Que el lunático caos se propagara!

El corredor conducía hacia la Pagoda. A medianoche, la Tierra arrojaba su resplandor desde el noreste, un azul difuso que se filtraba por el diamante, arrancando destellos estelares a cada faceta, hasta perderse en la oscuridad.

La Música Acuática de Haendel sonaba clara y fresca en un aire que sabía a rosas después de la lluvia. Ese repentino sosiego era tan desconcertante como un beso imprevisto.

Un diván, una mesa con vino, copas y bocadillos. Enfrente, un multi gigantesco. Rinndalir la guió hasta el diván, se sentó junto a ella.

—Recuerdos —suspiró.

No, ni hablar, no debía permitir que él la sedujera, o, por lo menos, no todavía.

—Mencionaste que tenías muchos monitores fuera —dijo ella, con una crudeza que era un insulto para aquel ambiente, aunque Rinndalir no pareció molestarse—. Supongo que te propones recibir sus señales.

—Los selenitas no poseemos naves espaciales de gran envergadura, ni una flota rebotica, sólo algunos vehículos para propósitos específicos. Para lo demás, dependemos de Fireball. —Probablemente dijo algo tan sabido con la intención de calmarla—. Sin embargo, hemos fabricado hasta el momento muchas más naves en miniatura con capacidad de observación de las que hemos declarado, y las hemos lanzado, programándolas para proyectar lo que ven desde sus puestos de vigilancia.

Cogió un mando de la mesa y lo activó. Una imagen sin duda procedente de la base de datos se formó en el cilindro, un fino objeto metálico con un panel de instrumentos a proa y un motor de aceleración lineal a popa. Kyra reconoció el tipo, aunque no el modelo exacto, y calculó que tendría tres metros de longitud, más el acelerador de masa. Quizás en una primera etapa lo lanzaran con una catapulta, algo fácil de hacer en la Luna, y lo impulsaran luego mediante acumuladores moleculares de energía solar: a más impulso específico, menos cantidad de energía. Poca potencia entre una y otra recarga, pero ágil. Básicamente sencillo, fácil de fabricar en serie en una cadena de montaje de la Luna.

—Sospecho que Fireball ha reparado en estos aparatos, aunque no en la mayoría —continuó Rinndalir—. No hemos recibido protestas. Es algo propio de nosotros y no constituye una amenaza. También hemos instalado miniaeromóviles con capacidad propia de observación cerca de lugares de interés de la Tierra. Transmiten a baja potencia, aunque suficiente para la gran antena de Copérnico, y usan la frecuencia adecuada. Ahora están volando. Los avantistas pueden derribar algunos, pero confío en que la mayoría nos mostrará algo.

Sirvió vino, un gorgoteo acorde con la música.

—Una vez más, ¿propondrás un brindis? —preguntó.

Recuerdos, ¡oh Dios, sí!

—Por la victoria, una victoria limpia —dijo Kyra. El vino le hizo cosquillas en la boca y la reconfortó.

El bebió, alzó la copa de nuevo, y dijo a su vez:

—Por el caos.

—¿Qué? ¿Te refieres a los Kayos, los Caóticos? Bueno, sí, buena suerte para ellos.

Chocó su copa con la de él.

—No, me refiero al caos —dijo Rinndalir—, el liberador que aniquila lo viejo y engendra lo nuevo.

Ella no llegó a beber.

—¿Caos en el sentido científico? —preguntó turbada, pensando: lo eternamente imprevisible.

—Si lo prefieres, aunque en tal caso no extraería mi metáfora de la matemática y la mecánica, sino del corazón cuántico de las cosas. Vamos, ¿no beberás conmigo?

Kyra se preguntó el porqué de su inquietud. Rinndalir no brindaba por nada maligno, ¿o sí? Uno de sus caprichos. Bebió un sorbo más largo del que se había propuesto.

—Veamos qué sucede —dijo Rinndalir. Con la copa en la mano derecha, manejó el mando con la izquierda. La imagen del cilindro parpadeó. Apareció un segmento de la Tierra perfilada por las capas de aire, con nubes como blancas volutas sobre el turquesa, de una belleza que conmovió a Kyra tanto como la primera vez que la había contemplado. En contraste con la oscuridad reinante, la luz se deslizaba sobre el flanco de dos naves espaciales, un ventrudo carguero clase Argos y una antorcha clase Falcón. Vistas desde lejos, a través de los sensores ópticos de un monitor selenita, hubiesen parecido inmóviles de no ser por los fuegos de San Telmo que resplandecían a popa.

—¡Ah! —dijo Rinndalir—. El primer ataque. Hemos llegado justo a tiempo.

Se inclinó hacia delante con expectación.

La voz de Guthrie resonó en la mente de Kyra.

—El espacio es nuestro —le había recordado—. Podemos poner algunas rocas en órbita para que colisionen o dispararles desde la Luna. Recordarás que los selenitas se valieron de esa amenaza, entre otras cosas, para obtener la independencia. Pero a menos que los misiles sean aerodinámicos y de mucha precisión, no podremos controlarlos bien. Abriríamos boquetes en lugares desiertos, o en ciudades llenas de gente inocente, en vez de dar en el blanco. Creo que no tenemos tiempo de arreglarlo. En cambio, si debemos luchar, sacrificaremos un par de naves cargadas de rocas y controladas por robots.

Ella había sentido un escalofrío. Primero había que reprogramar aquellos robots para el suicidio.

Pero no era como reprogramar al Guthrie cautivo, ¿verdad? Las máquinas no tenían conciencia, libre albedrío ni ganas de vivir. ¿O sí?

En ese momento su único deseo era acabar con el enemigo.

El carguero y la nave-antorcha se alejaban hacia la Tierra. Rinndalir tecleó el mando. En alguna parte un ordenador hizo sus cálculos y envió los resultados al cilindro del multi. Para Kyra era un alfabeto elegante que no sabía leer. La orquesta estaba tocando otra pieza de Haendel.

—Destino, base Kennedy —señaló Rinndalir—. Eso esperaba. Tenemos más de un observador en esa región. Si alguno sigue operativo…

Un paisaje montañoso surgió ante ellos; picos azulados y salpicados de nieve contra un cielo profundo y luminoso; en primer plano un pinar pasando a gran velocidad; en segundo término una pista de aterrizaje, un radar, una torre de comunicaciones, edificios apiñados, vehículos en marcha. Kyra sabía que bajo tierra, blindado y amurallado, se encontraba el centro de mando de la milicia nacional.

El impacto fue tan rápido que no llegaron a verlo. La nave, en retroceso respecto a la órbita terrestre, atraída por la gravedad de la Tierra, explotó con una energía equivalente a doscientos kilotones. El fogonazo deslumbró a Kyra como si hubiera mirado el sol sin cubrirse los ojos y nubló su visión. La imagen se distorsionó mientras un huracán sacudía la mininave que la emitía. Un globo incandescente hirvió, se expandió, se transformó en un hongo de humo y polvo que trepó para violar el cielo. Al recobrar la vista, Kyra pudo ver un ancho cráter, de bordes bajos pero profundo en su centro profundo, donde antes se encontraban los túneles del centro de mando.

La música continuaba.

—¡Ah! —jadeó Rinndalir. Un humano en su lugar habría gritado—. ¡Qué belleza, que belleza!

Kyra ya no sentía satisfacción. Muchas vidas se habían perdido.

—No, por favor —suplicó—. He realizado misiones para impedir cosas como ésta.

Rinndalir se calmó al instante. Dejó su copa y apoyó la mano en la de Kyra.

—Suplico tu perdón. El espectáculo ha sido magnífico, sí, mas la pérdida lamentable. Sin embargo, querida, no olvides que esto era inevitable.

—¿Era preciso que Guthrie lo hiciera? Es decir, con una demostración en una zona donde nadie…

—Me temo que no. No sólo se debe demostrar el poder, sino la voluntad de utilizarlo. El horror de los hechos quebranta el espíritu y acaba prontamente con la resistencia. De otro modo el conflicto se prolongaría días o semanas, y no llegaría a su conclusión. ¿Qué sería entretanto de tus consortes? Y los rebeldes que confían en vosotros no sobrevivirían. Recuerda cómo terminó la Segunda Guerra Mundial.

—¿Cómo?

—Japón estaba acorralado, pero no estaba en condiciones de rendirse. El bloqueo y el hambre podrían haberlo reducido en unos cuantos años, con la invasión habría bastado uno, pero habría supuesto millones de muertes y el país habría quedado reducido a escombros como en el caso de Creta, Babilonia y Mohenjo-Daro. Más aún, el Imperio Soviético también lo habría ocupado. Si sabes algo sobre Corea y Vietnam, comprenderás lo que eso hubiera significado. Dos bombas atómicas impidieron todo eso.

La mano de Rinndalir le supuso un leve consuelo que no duró demasiado, pues él, sintonizando retransmisiones desde la Tierra, anunció que pronto llegaría el segundo golpe.

Kyra apartó la mano.

—¡No! ¡No después de esto!

Rinndalir la miró.

—Sí, si Guthrie es tan realista como alardea de ser. Debe exhibir su arsenal, sobre todo, ante la Federación Mundial y sus agentes armados. El día de hoy es el principio del fin de muchas cosas. Nadie puede prever cuáles, y nadie sabe qué surgirá de las ruinas, pero te aseguro, Kyra Davis, que nadie se levantará sino por sus propios medios.

Ella miró ese rostro que era una máscara.

—No puedes hablar en serio —murmuró—. No debes. Esta victoria, si así puede llamarse, no valdrá la pena. Nada justifica una cosa así.

—Bueno, esta insignificante victoria es sólo un medio para lograr un fin trascendente —dijo él con regocijo—. Suceda lo que suceda, el orden establecido se ha roto. No debes lamentarlo pues nada deparaba a nuestras especies (la tuya, la mía, todas las que ahora pueden surgir) salvo un fin ignominioso. De nuevo el caos se ha desatado y todo es posible.

—Tú querías una guerra.

—Digamos, más bien, que ésa era la herramienta que tenía a mano.

—Tú la provocaste. El discurso de Guthrie. Y… el ultimátum avantista. ¿Eso también ha sido obra tuya?

Rinndalir rió.

—Querida, sobrevaloras en exceso nuestra inteligencia y nuestras aptitudes, gracias. —Se volvió hacia el multi—. Pero aquí llega lo prometido.

Habían pasado varias escenas, el Integrado Noroeste alrededor de sus aguas, un convoy de camiones en una carretera, un escuadrón de aeronaves, miles de personas congregadas gritando en la plaza Exploración, incendios en Feria Quark. Rinndalir pasó a la siguiente imagen y la retuvo.

Kyra sintió una momentánea confusión al ver un hormiguero destruido y llameante. Pronto recobró su visión de piloto y comprendió lo que veía. La nave observadora sobrevolaba unas colinas pardas pobladas de bosquecillos de robles y eucaliptos. A lo lejos brillaba el agua, y más allá se erguía una hilera de edificios. Kyra reconoció el bioespacio principal del Integrado de San Francisco.

Las explosiones habían chamuscado las laderas. Los robots del servicio de parques corrían grotescamente, apagando la hierba seca en llamas, mientras avanzaban los vehículos blindados, hombres con casco zigzagueaban agazapados, revoloteaban los aeromóviles y las armas escupían fuego.

Los hombres subían hacia un risco arbolado. Rinndalir aumentó la imagen y Kyra distinguió improvisadas trincheras, refugios y nidos de ametralladoras. Allí otros hombres custodiaban un camión que contenía un generador y lo que sin duda era un cañón láser; pobre defensa contra un ataque aéreo.

—Los restos de un importante contingente de los Caóticos —dedujo Rinndalir—. Los milicianos los tienen cercados, pero resistirán cierto tiempo esperando la posible llegada de tropas de refuerzo. Esa posibilidad era real hace unos días, ya que los Caóticos tenían algunas unidades aerotransportadas, pero ya han sido derribadas.

Para Kyra aquello era una pesadilla, el renacer de un pasado que sólo había conocido en los libros y los dramas, y que creía muerto. Cadáveres y heridos, obscenos bajo el sol… la Autoridad de Paz podía terminar con todo en una hora o menos, con equipo militar adecuado manejado por profesionales. En cambio, aquellos pobres milicianos, mal equipados y mal entrenados —apoyos para la policía civil y política— se esforzaban y perecían en una lucha con compatriotas que contaban con menos recursos aún. Los avantistas no querían una intervención internacional. Muchas cosas quedarían al descubierto.

Rinndalir se acarició la barbilla.

—Sería un rescate espectacular —dijo—, pero no necesariamente tendrá lugar. Quizá debamos mirar una grabación desde otra parte… ¡ah!

La nave-antorcha descendió. En la atmósfera sus propulsores lanzaban una flamígera lengua blanca teñida de azul que se volvía roja cuando lamía la tierra. Kyra conocía su rugido, el calor que emanaba de ella y el olor a estática que desprendía su radiación letal. El metal se fundió, la carne se carbonizó sobre esqueletos calcinados, el suelo tembló y se ennegreció, las llamas saltaron en un anillo cada vez más ancho.

La nave activó los propulsores laterales, se ladeó, se elevó, voló de un lugar a otro, rociando con su estela a los hombres de la Unión.

Rinndalir canturreó en su idioma. Estaba extasiado. La milicia se dispersaba, corría, tropezaba, caía, lanzaba gritos de súplica que Kyra no podía oír. La música seguía sonando.

La nave-antorcha ascendió. Sólo quedaban ruinas, y algunos rebeldes en la loma, que se levantaron uno por uno… ¿aturdidos, asombrados por su liberación? Tal vez al cabo de un rato lanzaran hurras.

Kyra suponía que la nave espacial no hacía matado a muchos enemigos. No era preciso. Una demostración de poder y la determinación de usarlo, con eso bastaba. Sí. Se preguntó quién sería el piloto. Evocó nombres y rostros. ¿Quería saberlo? Quizá fuera mejor que se mantuviera el secreto. Pero entonces dudaría de todos ellos.

Rinndalir se volvió hacia ella.

—Consummatum est —sentenció—. Sin duda no habrá nada más después de esto. ¿Quién se atreverá a seguir luchando? Brindaste por una victoria limpia, Kyra. Pues ahí la tienes, tan limpia como las haya en la historia. ¡Bebe de nuevo!

Kyra no se movió. En el multi, la ladera ardía.

Rinndalir bajó la copa que había alzado.

—Es verdad —murmuró—, lo que has presenciado tiene su lado amargo. Por favor, no creas que he disfrutado las escenas de muerte y sufrimiento. Pero tanto muerte como sufrimiento son inherentes a la vida, Kyra. Aquí han servido a un propósito digno. —Su voz recobró cierta chispa—. Y el espectáculo ha sido magnífico.

—Sí, es lógico que tú lo aprecies —replicó ella.

Rinndalir se envaró un poco.

—¿Lo lamentas? ¿Te sientes culpable por haber participado en esto? ¿Denunciarás a Fireball y renunciarás a tu juramento?

—No, no. Sólo necesito… aceptar esto. Y aceptarme.

—Comprendo. —Rinndalir sonrió—. O tal vez no. Tú y yo somos de diferente naturaleza. Bien, te he invitado a venir con la esperanza de que aprendiéramos más sobre la de cada cual —extendió el brazo en el respaldo del diván— y de que lo celebráramos juntos.

De su piel manaba una extraña fragancia, no del todo almizclada. Kyra sintió una tibieza que se disipó de repente. Se levantó.

—No —dijo—, gracias, pero quiero ir a casa. Ahora mismo.

Primero a Tychópolis, inevitablemente, de parada hacia la casa del lago limen. ¿O hacia el complejo de Toronto? Allí podría averiguar qué había sido de Bob Lee y, si seguía con vida, ayudarlo a recobrar la libertad.