16
Los doscientos noventa y dos supervivientes lacedemonios, que incluían a ciento veinte espartiatas, bajaron la cuesta entre ambas mitades del ejército de Demóstenes. Epitadas, que estaba inconsciente durante el asalto final, fue llevado a la costa en una litera construida con dos lanzas y la tela de una vela. Antálcidas iba a su lado, sin mirar a los atenienses que lo rodeaban. Como antes había sido el rostro recalcitrante de los lacedemonios, los atenienses concentraron su desprecio en él, clavándole miradas socarronas, silbando y abucheando como si fuera una prostituta harapienta. En su vergüenza, los espartanos marchaban con los escudos invertidos, ocultando las lambdas carmesíes.
Rana, que iba detrás, aún no estaba satisfecho con su labor del día. Le parecía injusto que Antálcidas gozara de notoriedad por comandar a los espartanos; la decisión de rendirse, a fin de cuentas, había sido suya. Su única gratificación llegó al final del la jornada, cuando iba a reunirse con Antálcidas y Epitadas en la bodega de la nave más rápida de la flota, la Terror. Iba a entrar en su prisión cuando el remero Patronices vociferó una pregunta insolente.
—¡Gallinas! ¿Debemos suponer que vuestros camaradas muertos son los auténticos espartanos?
Rana se detuvo, y sin tiempo para reflexionar sobre la respuesta, replicó:
—Las flechas atenienses serían más sabias que los atenienses si supieran matar buenos guerreros en vez de cobardes.
Rana y otros seis fueron engrillados en sitios separados en las entrañas de la nave. Las bodegas de las trirremes atenienses no eran amplias, y el mayor espacio estaba encima de la quilla, entre las filas de los remeros de abajo. Si había en la nave un lugar más desagradable que los asientos de los remeros de la bodega, era el lugar donde estaban aprisionados los lacedemonios: un espacio estrecho, sin más de un metro de altura, entre bloques hediondos de lastre y los pies mugrientos de sesenta hombres agotados y sudorosos. Y su desdicha no gozaba de intimidad, pues el estrato más bajo de la sociedad ateniense podía mirar entre las bancadas a los engreídos espartanos y lanzarles todos los insultos que la frustración había inspirado en siete años de guerra.
La bodega estaba por debajo de la línea de flotación, así que Antálcidas no podía ver nada del mundo exterior salvo el fulgor reflejo de la luz diurna entre los asientos de los remeros. Un crujido en la quilla le indicó que la nave había llegado a Corifasion. Los remeros atenienses, que no se callaban nunca, se quejaron de la comida espantosa que iban a comer mientras desembarcaban por turnos.
En la penumbra, Antálcidas vio que un médico ateniense bajaba por la escalerilla. Cuando se enteraron de que el comandante original de los espartanos no estaba muerto sino herido, los atenienses no repararon en medios para asegurarse de que su adversario llegara vivo a Atenas. El médico personal de Cleón había extraído la flecha y limpiado la herida antes de que se fueran de la isla. Cuando bajó para inspeccionar los vendajes de Epitadas, Antálcidas le dijo:
—Para ti sería mejor dejarlo morir, amigo.
Rascándose el cuello barbado, el galeno le dedicó apenas una ojeada antes de subir por la escalerilla. Al parecer, su misión no incluía cuidar las heridas de los otros lacedemonios.
Los atenienses llevaban prisa. Al cabo de pocas horas, el casco volvió a flotar sobre las aguas y los remeros, mal descansados, regresaron a sus asientos. Había gran bullicio en cubierta mientras alzaban los mástiles e izaban las velas. Pronto zarparon de nuevo; la nave adoptó un movimiento oscilante que sugería que estaban en aguas abiertas. Fue entonces cuando Estilbíades, el contramaestre, sirvió a los cautivos su primera comida en días: un mendrugo y una cebolla ennegrecida para cada uno, y un sorbo de agua de una cantimplora común. Como los labios de Rana tocaron el agua, Antálcidas se negó a probarla, aunque tenía la boca reseca de sed.
Rana sonrió amargamente.
—Veo que debemos añadir el despecho a la lista de defectos de Piedra.
Antálcidas no le prestó atención. A los temblorosos sólo podía ofrecerles desprecio.
Epitadas se despertó durante el primer día de navegación. Tironeó de sus grilletes, echó un largo vistazo en torno.
—¿Esto es el Hades? —preguntó.
—Todavía no, hermano.
Epitadas miró a Antálcidas como si no lo reconociera.
—Pareces mi hermano —dijo—. Pero no puede ser cierto. Antálcidas juró lealtad a su familia por su honor de espartiata, y debe de estar entre los muertos virtuosos caídos en la batalla, no encadenado como un perro.
Estas palabras hirieron a Antálcidas.
—Por los dioses —respondió, cerrando los ojos—, juro que cumplí mi palabra. No estamos aquí por elección mía.
Rana alzó la cabeza al oír ese diálogo, ansiando una vez más destacar su papel.
—No puedo verte, Epitadas, pero tu ignorancia te identifica.
—No recuerdo haber puesto a Rana al mando, sino a ti, hermano —dijo Epitadas
—Yo estaba al mando
—Entonces la culpa es tuya. No hay nada más que decir.
—¡No, seguid hablando! —exclamó Clinias, el remero, que escuchaba todo el tiempo. Oír una discusión entre los espartanos era sumamente entretenido durante esas largas y tediosas jornadas en el mar.
Todo el día Antálcidas trató de apelar a Epitadas, y también por la noche, cuando la nave fue encallada al sureste de Metona y los prisioneros fueron liberados de sus cadenas para una breve estancia en cubierta. Epitadas no se levantó cuando Estilbíades le quitó las cadenas. Tras tratar de moverlo con la bota, el contramaestre dijo «Como gustes», y lo encadenó de nuevo. En su afán por escapar del hedor, Estilbíades no vio la astilla de veinte centímetros que Epitadas había arrancado de la madera durante los pocos instantes en que tuvo las manos libres.
Al día siguiente el silencio de su hermano empezó a afectar a Antálcidas. Le hablaba en soliloquios, ansiando hallar una combinación de palabras que liberase la lengua de Epitadas. Trató de evocar cosas buenas, como las bellezas de Laconia, días mejores en el campo de batalla, anécdotas de la Instrucción, la alegría de los festivales. Pero el tiempo pasaba, el silencio de Epitadas persistía, y Antálcidas adoptó un tono más amargo. Al fin no aguantó más y le espetó el reproche que ansiaba hacerle desde hacía más de veinte años.
—¡Conque éste es tu agradecimiento por el favor que te hice! —exclamó. Cuando Epitadas se dignó mirarlo, continuó—: Sí, lo recuerdas, ¿verdad? Mataste a ese chico, y te saliste con la tuya porque culparon a Tibrón. ¿Y por qué lo desterraron? ¡Por mi testimonio!
El otro sólo respondió con una sonrisa agria y un carcajeo desganado, carraspeando con desdén mientras desviaba la cara.
—Podrías preguntarte cuántos hermanos correrían semejante riesgo. En cambio, aunque hiedes con la contaminación del asesinato, te das ínfulas y juzgas a los demás. ¿No eres tú quien debería sentir vergüenza, Epitadas?
Rana sacudió las cadenas con interés.
—¡Sí, esa historia siempre me había intrigado! Conque Tibrón era inocente, ¿eh? ¡Pobre tipo!
El remero Clinias asomó la cabeza desde su asiento, declarando:
—Traición, recriminaciones, lamentaciones... ¡Este material es precioso! ¡Oro puro!
Epitadas lamentaba su vergüenza, sí, pero no por Tibrón. En cambio cavilaba sobre el destino de Cleomenes I, el rey agíada anterior a los tiempos de las guerras contra Persia. Cleomenes era uno de los grandes reyes de la historia espartana: el flagelo de los argivos en Tirinto, astuto manipulador de los enemigos de Lacedemonia. Cuando Darío de Persia exigió una ofrenda simbólica de tierra y agua que testimoniara la sumisión de Esparta, Cleomenes hizo arrojar a los emisarios persas a un pozo, diciéndoles que allí encontrarían tierra y agua de sobra. El rey sufrió su caída poco después, cuando sobornó al oráculo de Delfos para proclamar ilegítimo a su rival, el rey euripóntida Demarato. Cuando se descubrió el sacrilegio, huyó del país y procuró organizar a los arcadios contra Esparta; la noticia de la rebelión instó a la Gerusía a invitar a Cleomenes a regresar, pero una vida de intrigas ya había menoscabado su mente. El rey enloqueció, y atacaba con su bastón a todo el que se pusiera a su alcance. Al fin su familia tuvo que encarcelarlo.
Cleomenes decidió que no conviviría con su vergüenza. Lo custodiaba un ilota con cuchillo. El rey, usando su talento natural para el mando, convenció a ese hombre débil de que le entregara el arma. Tras ordenar al ilota que saliera de la habitación, usó el cuchillo para desollarse vivo, arrancándose la piel de las piernas, subiendo por el cuerpo hasta que trinchó trozos de carne del abdomen. Cuando estaba medio destripado, Cleomenes llamó al guardia, devolvió el cuchillo y murió.
El final de Cleomenes era una historia popular entre los chicos de la Instrucción, pues ofrecía una anécdota truculenta y un desafío implícito: en circunstancias similares, ¿alguno de ellos tendría el coraje afrontar un final tan contundente? Epitadas siempre había declarado que sí. Marcado por la derrota, encerrado en las entrañas de un barco enemigo, rodeado por temblorosos y por atenienses de baja ralea, pensó que éste el momento oportuno.
Aferró la astilla de madera en la palma sudorosa, ansiando la liberación. Hasta entonces, rechazaría toda confortación, cerraría los oídos a las palabras del amigo y del enemigo, y esperaría la oscuridad para probar su virtud.