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Los cazadores brincaban por la espesura en taparrabos y coturnos, mostrando en los ojos esa determinación que era típica de los lacedemonios cuando se trataba de matar. El jabalí, que huía desde hacía más de una hora, había tratado de escabullirse en un matorral de tomillo. El aroma que provocaron sus movimientos delató su posición a los cazadores que estaban a sotavento, con las lanzas listas. Gritando y golpeando tablillas de madera, los batidores ilotas formaron una cuña móvil para arrinconar a su presa y condujeron al animal cuesta abajo.
El cielo se oscureció cuando un frente de tormenta se elevó sobre el Taigeto, se cerró y soltó una lluvia sobre las colinas. Los cazadores aguardaban, secándose los ojos con antebrazos manchados por la sangre que les habían extraído las zarzas y la corteza resinosa de los pinos. Epitadas escuchó la cacofonía que descendía hacia él, precedida por el jabalí. Una brisa agitó un sauce cercano, que pareció suspirar ante la inminente carnicería.
—Epitadas, toma el lado de mi escudo —ordenó Ramfias, aunque no tenía escudo y Epitadas no estaba obligado a cumplir sus órdenes. Con su voz profunda y estentórea y su rostro redondo y jovial, el viejo gobernador tenía el encanto de un tío favorito. Epitadas se apostó a su izquierda.
—¿Dónde está mi futuro yerno? —preguntó Ramfias.
—Antálcidas sigue sus propias órdenes.
El gobernador había organizado la cacería para conocer a la familia del prometido de su hija. El patriarca era un tullido, y Ramfias presentó sus respetos a la esposa con una sensación ambigua: Damatria controlaba una vasta finca, pero había en ella algo desagradable, con esa mirada implacable y esa asiática acumulación de joyas. Curiosamente, ella confesó que no sabía nada sobre las intenciones de Antálcidas, pero no le molestaba esa ignorancia. Demostró un interés superficial en las cualidades de la mujer que compartiría la casa de su hijo. Parecía que su mayor preocupación era saber si Ramfias tenía otras hijas que fueran adecuadas para su hijo menor.
El hermano le pareció el tipo de joven que la ciudad más necesitaba. Apuesto y temerario, hambriento de aprobación, Epitadas ya comprendía todas las palabras clave del discurso político espartano, tales como «seguridad» (dominación), «piedad» (licencia) y «patriotismo» (saber callarse). Sabía festejar las bromas atinadas, y pestañear cuando eran indiscretas. A decir verdad, deseaba que Andreia fuera digna de un prometido semejante, pero uno no podía ser quisquilloso cuando se trataba de entregar una hija.
Su experiencia de la cacería no alteró sus primeras impresiones. Epitadas sabía adular a sus superiores, y aceptar su generosidad. Sabía permanecer en el flanco izquierdo de su anfitrión y sin duda le concedería el honor de la matanza. Antálcidas, en cambio, era una incógnita; en el campamento callaba, y en el sendero solía apartarse sin avisar. Ramfias había oído que se había comportado bien en combate. Si esto era lo mejor de la nueva generación, pensaba el gobernador, Lacedemonia estaba en aprietos.
Oyó una conmoción entre los espinos; algo acometía cuesta arriba con pasos pesados pero rápidos. Un instante antes de seguirlo, encontró la mirada de Epitadas: ambos sabían que el jabalí arremetía contra los batidores, que empezaban a desbandarse atemorizados. En cualquier momento el animal rompería las líneas y escaparía.
Ramfias siguió al hombre más joven por un sendero, en dirección del alboroto. El ruido se intensificó justo cuando Epitadas llegó a entrever un grupo de ilotas a través de las matas. Se abrió paso en la vegetación, y creyó tardar una eternidad en su ansia de ver lo que sucedía delante.
—¡Aguantad, muchachos! —exclamó el gobernador mientras rescataba la lanza de la maraña de lianas en que se había enredado—. ¡No lo dejéis escapar! ¡Ya llegamos!
Irrumpieron en un pequeño claro rodeado por cipreses verticales. Como los árboles, los batidores aguardaban silenciosamente en círculo. Epitadas se detuvo, permitiendo que su anfitrión tomara el mando de sus sirvientes; Ramfias se adelantó, esperando oír excusas porque habían dejado escapar al jabalí. Pero cuando los ilotas le abrieron paso, vio que el jabalí no se había escapado, sino que yacía muerto a los pies de Antálcidas.
—¿Qué sucedió? —preguntó el gobernador, sin ocultar su decepción.
El hombre que desposaría a su hija estaba en el centro, sin resuello, empuñando el asta de fresno de su lanza rota —la lanza que le había dado Zeuxipos— con la mano derecha. El resto del arma estaba hundida en el pescuezo del jabalí, que yacía en un charco de sangre como un gran buque varado en las rocas. Tenía la boca abierta, y la lengua era un bulbo color vino, con colmillos relucientes, grandes orejas extendidas como las alas de un pájaro velludo. Las patas estaban encorvadas en una postura casi delicada, como si se hubiera agachado para olfatear un manjar tierno.
Ramfias miró a Antálcidas, cuyos ojos emitían un destello blanco mientras su exaltación se aplacaba. El gobernador vio que apretaba la mano izquierda, y que sangraba, quizá porque había aferrado la lanza a demasiada altura mientras el jabalí se zamarreaba en la punta. Pero esas heridas eran parte de la recompensa de cazar jabalíes a pie. Una buena faena, al parecer, y le habría gustado presenciarla.
Convinieron en que lo mejor sería enviar el jabalí a la mesa del rey euripóntida, que se disponía a conducir la invasión del Ática. Los criados de Ramfias habían llevado suficiente carne para alimentarse en el campamento: una docena de liebres, un cervatillo rojo y una cigüeña. En la tienda del gobernador se oía el tintineo del metal mientras el criado hacía los preparativos y los tres aguardaban alrededor del fuego. Antálcidas vio el fulgor de media docena de campamentos espartiatas desperdigados en la falda del Taigeto. Otros cinco formaban una constelación chispeante en Parnes, más allá del valle. Otra llama que reflejaba la fogata de ellos bailaba en los ojos del jabalí, que pendía casi invisible en la oscuridad.
—Somos muchos aquí esta noche —comentó Ramfias, señalando las fogatas distantes. Parecía haber más ciudadanos en las montañas que en la ciudad, que parecía oscura en comparación. Pero Antálcidas sabía que esto era una ilusión; los hachones de la cresta de la Acrópolis sólo estaban oscurecidos por los árboles, y las esposas de Laconia no estaban ociosas a esas horas. La vista lo confortaba: un cosmos espartano que reflejaba el cosmos inmortal de los cielos.
Primero sirvieron la cigüeña, asada con una salsa de ruda, pimienta, uvas y miel. Era una comida más fina de las que había probado en la ciudad, tan sabrosa que en otros contextos resultaría subversiva. Pero no era infrecuente que los espartiatas comieran mejor en las afueras que en casa. Su pasión por la cacería ocultaba ese secreto culpable.
Después de mondar los huesos, Ramfias y Epitadas hablaron de otra clase de gratificación. La segunda esposa del gobernador era bastante más joven que él, pero no había logrado bendecir la casa con un hijo varón. En un procedimiento elíptico, como si acechara a un enorme oso, Ramfias llegó a una proposición:
—Si valoramos nuestra hombría, debemos evitar la trampa de la burocracia... Con cada despacho que escribo siento que se me encogen los testículos... Los citereos surcan las rutas marítimas, así que están demasiado cerca de los asiáticos... He oído de buena fuente que prefieren morder las partes pudendas de sus esposas... Un clima muy desalentador... Necesitamos sangre nueva en la casa...
Al entender adónde iba el gobernador, Epitadas sintió el impulso de perderse en la oscuridad. Ramfias, interpretándolo mal, alzó una mano tranquilizadora.
—No te pediría que ocupes mi lugar, querido hijo... aunque pensamos que ya perteneces a la familia, así que creo que puedes entender.
—¿Cómo se llama tu esposa? —preguntó Epitadas.
—Areté... y creo que hallarás que su estado congenia con el nombre. Llegó a mí totalmente inmaculada.
Epitadas escrutó el fuego, sin demostrar sorpresa ni ansiedad, y su aplomo los rescató del bochorno. Era como si el gobernador le hubiera pedido prestada su piedra de afilar. De hecho, su virilidad se había vuelto leyenda entre los espartiatas mayores, muchos de los cuales acudían a sus compatriotas más jóvenes cuando surgía la necesidad. La apostura y los contactos de Epitadas lo transformaban en una opción popular.
—En cuanto a tu hermano menor, creo que podemos esperar grandes cosas. No te preocupes por la pérdida de esa vieja lanza, muchacho... Te buscaré una mejor en mi colección personal. Una que ha perforado el pellejo de varios ilotas con los años, te lo aseguro.
Palmeó el hombro de Antálcidas, con la intención de alabarlo sin rodeos. Pero mientras Ramfias se explayaba sobre la cacería de ilotas, antaño tan popular, una bóveda parecía cerrarse tras los ojos del joven. Era demasiado tarde: al disiparse la emoción de la cacería, volvió a cobrar distancia. Aunque el matrimonio lo vinculara con Antálcidas, comprendió Ramfias, nunca serían amigos.