15
El bombardeo continuó mientras nubes oscuras se cernían sobre el mar Jónico y se desperdigaban al este, reluciendo sobre Esfacteria. Eran nubes de vientre morado que parecían gruñir de humedad; Dulos habría dicho que eran la mejor promesa de lluvia en meses. Cayó una niebla delgada y deshilachada, aumentando las penurias de los espartanos mientras se aferraban a cualquier grieta que les diera refugio. La niebla se transformó en chaparrón; inmediatamente se formaron riachuelos en el suelo delgado, dispersando los huesos de cíclope que Dulos había apilado con tanto esmero. Entretanto, algunos hombres se quitaron el yelmo, tan inservible contra las flechas, y lo usaron para recoger valiosa agua de lluvia. Antálcidas ni se molestó. La llegada de la lluvia cuando su destino estaba decidido sólo podía ser una broma de los dioses a sus expensas.
Los arqueros atenienses seguían disparando. Las flechas que no habían abatido a ningún espartano ahora sobresalían del lodo; mirando una de ellas, Antálcidas notó que habían tallado un mensaje en el asta de madera. Las torpes letras decían: Por los acarnienses, contra los lac... El autor se había quedado sin espacio para terminar la frase.
—¿Es ésta tu virtuosa defensa, Antálcidas? —dijo Rana en medio de la tormenta—. Dinos, ¿ahora te sientes como Leónidas?
—¡Cállate, tembloroso!
—Ya verás. Tú y tu hermano me habéis insultado por última vez. Ya verás...
La lluvia no duró demasiado. Pronto asomó un sol incierto, y las gotas de agua resplandecieron en la mampostería y el suelo con pintitas de lodo ensangrentado. Un grito se elevó tras las líneas atenienses, respondido por otro de los mesenios. Antálcidas no siempre entendía el dialecto ático, pero al parecer era la orden de que dejaran de disparar.
Las andanadas cesaron. Una voz llegó desde abajo, y no parecía ser la de Cleón ni la de Demóstenes.
—¡Lacedemonios, es vuestra última oportunidad! —exclamó—. Rendíos ahora, y os dejaremos llevar vuestros escudos a las naves.
Conque permitirían que los espartanos bajaran con sus escudos, pensó Antálcidas. ¡Deben de estar desesperados por transformarnos en trofeos! Aun así, ¿cuánto tardarán en confiscarnos esas armas cuando nos metan en la bodega? Miró al veinteañero que se refugiaba con él tras un tramo de muralla. Ponía rostro valiente, pero sus labios trémulos delataban su temor.
—Ánimo, hijo —le dijo Antálcidas—. Terminará pronto... y tu familia tendrá el honor de tallar tu nombre en tu lápida.
Hubo más murmullos detrás de la línea enemiga. Oyó que los arqueros tensaban la cuerda de los arcos: un acto que era silencioso individualmente, pero colectivamente emitía un sonido característico, como una aspiración abrupta. Antálcidas apoyó una mano tranquilizadora en la espalda del joven: al fin concluía todo.
Un recuerdo pareció brotar desde dentro, desde la médula de sus huesos. Antálcidas estaba solo, hambriento, atrapado entre la negrura y una rigidez húmeda y aplastante. Sus hermanos y hermanas le susurraban desde sus cunas de piedra, cubiertos sólo con trozos de hueso, pelo fino, residuos de sangre desperdigados en el barranco. Mientras sus madres vivían sus días en la planicie, tejiendo sus mortajas de olvido, los hijos de Esparta se agolpaban en número creciente contra ese pezón duro...
Volvió a oír la odiada voz de Rana.
—Por los dioses, Antálcidas, ¿todos los espartanos deben morir por tu vanidad?
Entonces Rana hizo lo inconcebible: saliendo de su refugio antes de que volaran las flechas, agitó los brazos y gritó:
—¡Los lacedemonios portarán sus escudos!
Las palabras hirieron a Antálcidas más que una flecha. Pero al principio no hizo nada, pues prefirió creer que había entendido mal. También estaba la posibilidad, tan dulce como el recuerdo del rostro de Andreia, de que los atenienses les hicieran el favor de abatir a Rana.
Pero las cuerdas de los arcos no chasquearon. En cambio, los otros espartiatas que rodeaban a Rana también cedieron, y otros en todo el fuerte, hasta que reinó tal confusión que algunos erraban por las ruinas preguntando si se habían rendido. Otros no esperaban la confirmación, sino que alzaban las manos por cuenta propia. En poco tiempo la mayoría de la guarnición se había levantado, expuesta de tal modo que los atenienses los observaban boquiabiertos.
Desde su posición de la izquierda, Xeutes y Clinias se miraron, el capitán y el remero unidos en mutuo asombro. Ninguno tuvo que preguntar si el otro había visto a los lacedemonios comportarse con tal desorden, tan vulgarmente, en una batalla estructurada. ¿No era conocimiento común que los espartanos nunca alzaban las manos para rendirse?
Antálcidas salió de su escondrijo, lanza en ristre.
—¡No escuchéis a ese hombre! —exclamó—. ¡Bajad las manos, todos! ¡Mataré al próximo hombre que nos deshonre...!
Pero Rana ya había hecho entrar a los hoplitas atenienses en el fuerte. Hubo una lucha enconada, el metal rechinando contra el metal, cuando Antálcidas y un puñado de intransigentes chocaron con ellos. Al oír ese estrépito, Cleón se alarmó, temiendo que el enemigo hubiera arrastrado a los atenienses a una trampa. Demóstenes, por otra parte, estaba tranquilo: sus tropas entraban en tropel en el fuerte, y la mayoría de los espartanos ya había arrojado sus lanzas al suelo. Todo había terminado.
Habían pasado dieciséis días desde que Cleón hiciera su promesa a la Asamblea. Si lograba que el mensaje llegara a Elis a la noche siguiente, los mensajeros entregarían la noticia a los arcontes antes de que se cumplieran los veinte días.
Se le ocurrió una solución. No cometería la grosería de exhibir las cabezas de los espartiatas caídos. En cambio, subiría al podio con un objeto redondo envuelto en arpillera. Aumentaría las expectativas al rechazar la guirnalda una y otra vez, hasta que el estruendo de las voces alcanzara un pico febril y él arrancara el envoltorio. El escudo lacedemonio capturado resplandecería al sol, brillando como sólo brillaba un escudo espartano, la sangrienta lambda carmesí contra el metal bruñido. Lo sostendría sobre la cabeza todo el tiempo que necesitaran las olas de aclamación para rodar por la Asamblea, y lo cubrieran mientras salmodiaban su nombre: «Cleón, Cleón, Cleón...». La victoria alada descendería de las nubes, llevando una corona de hojas de olivo para ponerla en su cabeza. Nike tenía el rostro de esa pelandusca morena del Queroneso que servía el condimento en sus fiestas; sus plumas también eran oscuras, como alas de cuervo, y su túnica más delgada, casi un susurro, aplanada por el viento de tal modo que mostraba ese pequeño hoyuelo del vientre. La diosa le obsequiaría esa misma sonrisa cautivadora que ponía la esclava cuando terminaba de soplar su rechoncha flauta...
Recobrando el aplomo, se volvió hacia Demóstenes.
—Como te decía, querido Demóstenes —dijo—, los lacedemonios nos han dado la razón.