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Antálcidas tardó poco en comprender la magnitud de su error. Habían visto que la flota rodeaba la isla la noche anterior, como de costumbre. Pero a ningún lacedemonio se le había ocurrido contar la cantidad de barcos que los atenienses usaban para el bloqueo. Si lo hubieran hecho, habrían sabido que diez naves adicionales —que en conjunto transportaban dos mil hombres— habían tomado posición en el extremo sur de Esfacteria. Ahora no había duda sobre su propósito.

Epitadas no podía perder tiempo en lamentaciones. Cuando cundió la alarma, pensó ante todo en controlar a los ilotas. Los espartiatas ordenaron a los escuderos que trajeran los escudos y espadas; luego arrearon a los criados a un lugar y dos pelotones los rodearon. No podía prescindir de más gente ante un ataque. Suponía que pronto expulsarían al enemigo, pero temía que los ilotas intentaran amotinarse en el ínterin. Si los atenienses los derrotaban y exterminaban, los ciudadanos quedarían defraudados, pero se resignarían. En cambio, si ilotas mal vigilados los mataban por la espalda, se recordaría como una auténtica humillación.

Epitadas llamó al capitán de la guardia y dijo en voz alta, sin disimulos:

—Al menor movimiento, mátalos.

Los demás espartiatas y veinteañeros se reunieron alrededor del pozo del centro de la isla. Eran suficientes para formar una falange de cuarenta filas de anchura y ocho escudos de profundidad. Los jefes de pelotón iban en la fila frontal, y los más experimentados a retaguardia, para impedir una retirada. Pero cuando Epitadas inspeccionó a sus hombres vio que la cobardía era imposible. Cada lanza era empuñada con firmeza, y en los escudos se reflejaban trescientos veinte amaneceres llameantes. Los yelmos nuevos dejaban el rostro al descubierto: ojos ardientes alimentados por una furia constante, mandíbulas viriles y resueltas. Después de tantas semanas de privaciones y de espera impotente, la máquina lacedemonia, flagelo del orgulloso, estaba ensamblada. Se puso al frente.

—Parece que éste es el día que esperábamos, así que no os demoraré con palabras bonitas. En Laconia no necesitamos discursos alentadores para luchar, sólo nuestro amor por la patria y el respeto a nuestro entrenamiento. Todos sabéis que ya nos hemos topado con los atenienses, y los derrotamos. También los derrotaremos aquí, si os mantenéis firmes en la línea. Quizá intenten usar sus arcos contra nosotros. En tal caso, espero que los veinteañeros cumplan su deber.

Rana, que estaba en fila junto a Antálcidas, se inclinó hacia él.

—¿Que quizá intenten usar los arcos? ¿Acaso no ve a los arqueros allá abajo?

—¡Díselo a él, idiota, no a mí! —gruñó Antálcidas—. Es tu última oportunidad.

—Hoy somos trescientos —continuó Epitadas—. No necesito recordaros la significación de ese número. Cuando nuestros abuelos resistieron contra el bárbaro en las Termópilas, se enfrentaban a un ejército jamás visto antes ni después en la historia de los hombres. Se dice que esa hueste era tan numerosa que cuando entró en Grecia cubría las llanuras de Tesalia, y que la polvareda bloqueó el sol durante tres días. Pero, a pesar de sus desventajas, a pesar de la incompetencia y la traición de su gente de confianza, Leónidas y sus trescientos no fueron disminuidos por su derrota. Al contrario, ganaron la fama eterna.

»Hoy no estamos frente a los mil millares de Jerjes. En cambio, lucharemos contra atenienses que apenas nos superan dos o tres veces en número. En estos meses, en el tiempo que he tenido el privilegio de conduciros, hemos lidiado con el hambre, la sed y el fuego. Sufrimos heridas, tormentas, plagas de pájaros. El enemigo cree que estamos débiles. ¡Incluso puede creer que tiene una ventaja! Pero sabemos que está en inferioridad de condiciones. Pues ahora no peleamos por un distante paso de montaña, sino por un suelo legado por nuestros ancestros, que tiempo atrás cruzaron el alto Taigeto para humillar a los mesenios. Al conquistarlo, lo transformaron en nuestro patrimonio... lo transformaron en nuestra vida. Os digo, pues, que no creo que hoy afrontemos aquí el destino de Leónidas.

»¡Pero también os digo que si ésa es la opción, consagrar otros trescientos a la eternidad, no vacilaré! Tampoco vacilaréis vosotros, si puedo guiarme por la experiencia de estos meses. Pues así son las cosas para los hombres como nosotros, educados para la guerra. Si cumplimos nuestro deber, si luchamos como si las sombras de nuestros padres nos respaldaran en la falange, debemos obtener la victoria, en el campo este mismo día o, con nuestra voluntaria muerte, en el corazón de nuestros hijos. Eso, camaradas, es todo lo que tengo que decir.

Nadie ovacionó. Los espartanos, que entendían la importancia de oír las órdenes en medio del rugido de la batalla, eran puntillosos en su silencio. En cambio, los hombres alzaron las lanzas, se ajustaron los cascos y cerraron filas. Epitadas, satisfecho, se volvió para mirar la disposición del enemigo, colina abajo.

Lo que veía era alentador. Los atenienses invadían la isla y se aglomeraban en el centro, en la zona chata que estaba bajo la cuesta. Al parecer habían arrasado el puesto de avanzada, defendido por treinta veinteañeros. Pero sólo habían desembarcado una compañía de hoplitas atenienses. ¿Tan poco confiaban en la victoria de sus tropas pesadas, que en todo caso eran inferiores a las lacedemonias? Había otros que correteaban (peltastas ocupando posiciones en la colina, arqueros detrás), pero por experiencia Epitadas sabía concentrarse en las amenazas reales —los hoplitas— y pasar por alto las secundarias.

Se sobresaltó al oír una voz que murmuraba:

—Mira cómo ocupan las posiciones altas con sus arqueros. Se proponen pillarnos entre dos fuegos.

Antálcidas se inclinaba sobre él para aconsejarlo con discreción. Esa presunción era irritante.

—¿Qué haces aquí? ¡Vuelve a las filas! —rugió Epitadas.

El otro se quedó boquiabierto un instante.

—Sólo pensé en ayudar —replicó al fin.

—No abuses de mi paciencia, hermano. ¡Gracias, pero aquí el que piensa soy yo!