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Las naves peloponesas tenían un diseño similar a las atenienses: delgadas y afiladas, con más de cien pies de longitud, con tres bancos de remos proyectándose desde el casco y las entenas. Para Demóstenes, las trirremes atenienses semejaban raudos delfines, con ojos pintados, espolones de metal como hocico y una curva ascendente en la popa como aletas. Las naves enemigas también tenían ojos pintados en la proa. Ahora cuarenta de esas bestias de madera fijaban su mirada implacable en la pequeña fortificación ateniense.

La flota enemiga se aproximó en una formación ancha. Los emblemas del velamen indicaban que era una fuerza mixta: corintios, eginetanos, sicionios, anactorios, megarenses, cada una sin duda con un lacedemonio a bordo para comandar su contingente de hoplitas. El campamento ateniense se agitó mientras los hombres recogían sus toscas panoplias y ocupaban los puestos asignados. Veían que los peloponesos remaban con fuerza, como si se propusieran encallar sus naves en las rocas. Demóstenes no había contado con esta táctica.

En su temor, ¿su cuerpo se partiría de pie, como una vasija defectuosa en el horno?

Las naves se detuvieron fuera del alcance de los arcos. Resultó ser que los lacedemonios se proponían ofrecer un sacrificio en el último momento. En la cubierta de la nave capitana, un anciano espartiata se erguía con su manto carmesí salpicado de espuma salada y sus rizos sobre los hombros, alzando un cuchillo sobre una cabra que balaba. Los atenienses vieron que su labio superior no rasurado se movía en alabanzas a su patrona, Artemisa Agrotera. Los corintios y sicionios aguardaban, temiendo que el ataque hubiera perdido ímpetu. Pero sus amos no se dejaban apresurar mientras extraían las entrañas para examinarlas.

Algo andaba mal. Los lacedemonios se agolparon alrededor de la cabra, disputando entre sí. Al cabo de un tiempo menearon sus pesadas cabezas, apartándose de la ofrenda como si temieran contaminarse. Para asombro de los atenienses y los aliados peloponesos, el comandante impartió una orden al capitán de la nave insignia corintia. Toda la flota enemiga dio media vuelta y se retiró al otro lado de la bahía.

Así, gracias a la atención espartana a los portentos del hígado de la cabra, la guarnición tuvo un alivio de un día. Qué admirable reverencia por los dioses, pensó Demóstenes, esperando que la demora no invitara a sus hombres a pensar demasiado. Como precaución, los ocupó en la preparación de más obstáculos y en la elevación del terraplén.

El día siguiente amaneció nublado pero sin viento. Las naves se aproximaron y se detuvieron de nuevo para el sacrificio. Esta vez las signos eran favorables; se vertieron libaciones de sangre y vino en el orden apropiado, hasta que se consagraron los huesos y los lacedemonios declararon que los auspicios eran satisfactorios para los trabajos del día.

Los corintios silbaron la señal para reanudar la acometida hacia la playa. Las naves se organizaron en tres columnas, cada una apuntando a una apertura de la empalizada ateniense. Un viento intenso sopló súbitamente hacia la costa, llevando el hedor corporal de siete mil remeros peloponesos. Una cosa era ver la llegada del enemigo, pero oler el sudor creaba una turbadora intimidad.

—¡Ha llegado la hora, muchachos! —exclamó Demóstenes—. ¡Que sepan que estamos aquí!

Los atenienses rugieron, desafiando a sus adversarios. Pero los cuarenta ilotas de la barricada gritaron más que ellos. Estos lanzaron un gruñido ominoso que, en su abismal tristeza, contenía las esperanzas frustradas de muchas vidas mesenias. Deslizándose por la cuesta del terraplén hacia los atacantes, el grito pareció marchitar el corazón de los aliados peloponesos. Pero en cierto modo estimuló a los lacedemonios, que pidieron mayor velocidad, como si estuvieran acostumbrados a ese sonido.

Los atenienses dejaron que las naves se acercaran todo lo posible antes de revelar sus defensas. Cuando el primer espolón atravesó la línea exterior de rocas, los defensores salieron con sus vigas rectas y las apoyaron en las proas enemigas. Demóstenes esperaba que un puñado de hombres con los pies hincados en la arena pudiera contener trirremes de ciento setenta remos. Al principio, funcionó: los lacedemonios colgaban sobre la borda, golpeando las vigas, pero las lanzas eran demasiado livianas para desalojarlas. Otros hoplitas espartanos trataron de llegar a la costa por agua, pero se encontraron sumergidos a demasiada profundidad para plantarse de pie y demasiado entorpecidos por sus armas para nadar.

La detención de la primera nave de cada fila hizo que las siguientes se agolparan detrás. El tumulto recorrió la flota peloponesa como una ola, quitándole toda apariencia de orden. Demóstenes oyó voces con acento dorio que gritaban a los capitanes que superasen los obstáculos estrellando el casco contra las rocas. Pero los corintios eran demasiado cuidadosos con sus bienes para hacer semejante sacrificio.

El primer reto serio a la estrategia de Demóstenes se produjo cuando dos naves enemigas chocaron con una de las naves atenienses ancladas. Los hoplitas lacedemonios la abordaron antes de que sus hombres pudieran prenderle fuego. Mientras las llamas estallaban en el velamen raído y las cuerdas empapadas de brea, algunos enemigos lograron saltar de la borda a aguas poco profundas. Demóstenes envió una grupo de reserva contra ellos, media docena de hoplitas armados con lanzas y escudos de mimbre. Como habían perdido sus lanzas al saltar de la cubierta, los espartanos atacaron con sus espadas, cortas como dagas. La posición más alta daba una ventaja decisiva a los atenienses: dos lacedemonios fueron heridos, y sus camaradas tuvieron que rescatarlos, abandonando todo su equipo. Los espartanos arrastraron a sus compañeros caídos a la planchada de su nave; los atenienses recogieron sus escudos abandonados como trofeos.

El ataque terrestre no llegó más lejos. Los lacedemonios se aproximaron al terraplén con los escudos trabados, pero no pudieron mantener la formación entre los montículos y peñascos que les entorpecían el paso. Mientras las filas espartanas se desintegraban, los arqueros atenienses acribillaron sus flancos expuestos. Los pocos enemigos que llegaron a la cima del terraplén se toparon con cuarenta furias de ojos feroces que luchaban con garrotes, cuchillos de poda y, si era preciso, uñas y dientes. Los lacedemonios no habían llevado arqueros ni honderos a la batalla, demostrando su habitual desprecio por las armas arrojadizas. Se produjo un empate: los lacedemonios no podían tomar la barricada, pero los atenienses y mesenios eran demasiado pocos para arriesgarse a expulsar al enemigo.

Al fin los capitanes peloponesos destrabaron sus naves. Los atacantes embistieron la empalizada en oleadas, una nave cada vez, cada una usando la misma táctica con nuevos efectivos. Demóstenes se las apañó como pudo, rotando sus reservas a la defensa; la batalla se prolongó hasta la tarde, y los extenuados atenienses luchaban con la lengua hinchada por la sed. Al fin, cuando el sol descendía sobre la isla, los vientos vespertinos giraron, y la plácida superficie de la bahía se resquebrajó en un oleaje caótico. Las trirremes enemigas procuraban no chocar entre sí ni contra las rocas de Corifasion; los lacedemonios, que odiaban el mar, aferraban la borda con aprensión, y miraban con añoranza el campamento al otro lado de la bahía.

Interrumpieron el ataque cuando quedaba una hora de luz diurna.

El modo de combatir había provocado pocas bajas en ambos bandos. En la barricada, habían caído algunos mesenios, sobre todo por su temeridad, y los lacedemonios habían sufrido varias heridas de flecha. En el agua, ningún ateniense había perecido, y un puñado de enemigos murió lanceado y ahogado. Los atenienses, eufóricos con este triunfo, bailaban en la playa, alzando los escudos capturados, cuyas lambdas carmesíes destacaban contra el bronce resplandeciente. Los efectivos espartanos que observaban desde las alturas de Esfacteria se apartaron con repulsión.

Al principio Demóstenes no pudo sino compartir el entusiasmo de sus hombres. Pero su melancolía pronto se afianzó, y se encontró cavilando sobre la relativa puerilidad de los atenienses, que celebraban el final de lo que sólo era una escaramuza. Los lacedemonios, en cambio, tenían la misma expresión al irse que cuando se habían aproximado para el ataque. Nunca demostraban euforia ni decepción en el campo de batalla. Para ellos la victoria era inevitable, y la derrota era sólo una situación transitoria. Nunca se apresuraban a vengar sus reveses, y sólo mostraban apasionamiento en su reverencia por los dioses.

El día siguiente amaneció tan calmo como el anterior, y gran parte de la flota peloponesa volvió a cruzar la bahía. Con típica perseverancia, atacaron de la misma manera, y las naves respetaron prácticamente el mismo orden. Demóstenes había presenciado esta tozudez, esta convicción de que no prevalecerían mediante tácticas ingeniosas ni innovaciones, sino por el hecho de ser espartanos. Pero Demóstenes pronto entendió el método del ataque: con las trirremes atenienses incendiadas hasta la línea de flotación, sus hombres tenían que defender un frente más amplio. En tierra, se había organizado apresuradamente un cuerpo de honderos lacedemonios. Su aptitud era tan precaria, sin embargo, que no podían acertarle a nada salvo si se acercaban, poniéndose a tiro de los arqueros.

De nuevo hubo un empate. La oleadas de atacantes rodaron una tras otra, hasta que el sudor de los atenienses saló las aguas de la bahía y los remeros peloponesos remaron con menos energía. El sol trepó sin piedad sobre todos ellos, ardiendo con tal intensidad que su mero reflejo en la arena y el agua cegaba a los hombres con yelmo. A pesar de la astucia de su comandante, los atenienses comenzaban a caer bajo las espadas de los hoplitas enemigos. Demóstenes sintió un nudo en la garganta, la misma impresión de futilidad que lo había agobiado en Etolia: la sospecha de que sería superado, de que no podría detener ese torrente carmesí, de que era arrogante creer que la mera estrategia podía detener a hombres tan tenaces como los lacedemonios. Aunque ni un solo espartano había hollado la arena seca, empezaba a sentirse derrotado. Esa convicción le aplastó el pecho como un peñasco, hasta que oyó que lo llamaban desde lejos.

Eran las voces de sus vigías de la colina. Con la cabeza palpitante de calor y consternación, observó con incredulidad mientras sus hombres brincaban y señalaban el mar al sudoeste. El fragor de la lucha le impedía oír con claridad; comenzó a sospechar lo que decían, y con esa sospecha el peñasco se disolvió.

La flota ateniense ingresó en la bahía como una escuadra en una revista, en fila, a través de la brecha angosta que separaba la isla del islote Pequeña Esfacteria. Como fijaban su atención en los canales principales, los peloponesos quedaron desconcertados por la maniobra. Los atenienses tenían más de veinte buques en la bahía antes de que el enemigo zarpara con quince. Las flotas embistieron, con los espolones reluciendo al sol, mientras los atenienses se ordenaban diestramente a lo ancho y los peloponesos se desbandaban en una masa caótica.

El resultado nunca estuvo en duda. Atacando en sincronía, los atenienses embistieron o destruyeron los remos de cada nave enemiga. Las naves peloponesas de la retaguardia no esperaron para ser capturadas, sino que enfilaron hacia la costa. Algunas fueron embestidas en el medio cuando viraban, y el resto perseguidas hasta la orilla mientras los hoplitas enemigos se aventuraban en el agua para respaldarlas. Demóstenes escaló el Corifasion para presenciar el desenlace: media docena de naves peloponesas medio hundidas, sus tripulaciones desperdigadas en torno como rastrojos, eran empujadas en direcciones opuestas por los hoplitas lacedemonios y los marineros atenienses.

La batalla de la fortificación se interrumpió mientras ambos bandos se dedicaban a mirar. Los hombres de Demóstenes ovacionaban mientras el resto de la flota ateniense, con veinte naves, atacaba desde el oeste y expulsaba a las naves peloponesas que custodiaban el canal norte. Los lacedemonios interrumpieron su ataque. Otras dos naves enemigas fueron embestidas por detrás mientras procuraban escapar; las fuerzas terrestres se replegaron ordenadamente, soportando los insultos de los mesenios de la barricada.

El viejo Eurimedonte bajó de la planchada con el ceño fruncido. Fijando su único ojo sano en Demóstenes, escupió un torrente de maldiciones antes de que pudieran oírle, y no terminó hasta que el otro estuvo frente a él.

—¿Quieres explicar, Demóstenes, por qué has roto nuestro acuerdo? —rugió Eurimedonte, que parecía dispuesto a golpearlo con el bastón.

—¿Qué explicación deben dar los hombres cuando sólo se proponen defenderse en un lugar hostil?

—¡Nos insultas a todos con tu maldita arrogancia! ¿Por qué estás aquí, en esta mísera trampa, y obligas a toda la flota a acudir en tu rescate?

—Perdona mi arrogancia —repuso Demóstenes con voz mesurada—, pero parece que son los lacedemonios quienes han caído en una trampa.

De pronto pudo moverse de nuevo, como si la sangre se hubiera abierto camino en los vasos estrangulados de sus piernas. Dotado con súbita fluidez, quería bailar la alabanza de Niké, que lo había curado. Pero nadie bailaba delante de Eurimedonte.

Al otro lado del estrecho, cientos de lacedemonios ocupaban las alturas de Esfacteria. Entretanto, alrededor de la isla pululaban las naves atenienses, alejando a las naves peloponesas de la orilla. La fuerza enemiga que había desembarcado allí para contener a los atenienses había quedado aislada.

Eurimedonte estaba boquiabierto, como si sólo ahora comprendiera las implicaciones del aislamiento de cientos de espartiatas.

—Si esto es lo que tenías en mente —dijo al cabo de un rato—, no justifica el riesgo de perder Corcira. —Luego, volviéndose al capitán de la nave insignia, impartió la orden que Demóstenes ansiaba oír—: Organiza un bloqueo de la isla. Que nadie acuda en ayuda de los lacedemonios.