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Damatria había concebido una sola posibilidad para sostenerse: tener un hijo legítimo. Con esa finalidad, asediaba a su esposo en un frenesí de procreación. Molobro se esmeraba, pero sentía aprensión cuando ella abría las piernas por tercera, cuarta y quinta vez en una noche. Aun en su ignorancia, él intuía que para ella no había placer en ese acto, sólo la obstinación de un comandante que congrega sus fuerzas con un propósito más elevado.

El verano siguiente nació un hijo varón. Molobro se tomó una tarde para ir a su casa desde el cuartel, miró al pequeño Epitadas y se declaró satisfecho. Para Damatria ese nacimiento signó el tiempo de su propio renacer, de una alegría que al fin perdía su ambigüedad. Sus meses de vergüenza, sus mentiras de omisión, habían concluido.

Reaccionó con una ternura que sorprendió a Lampito. Los baños de vino del bebé estaban muy diluidos. Mientras Antálcidas yacía destapado en un cesto, al otro lado del cuarto, Damatria se llevaba a Epitadas a la cama. Su hambre, sus escalofríos, su dentición y la blandura de sus mantas eran asuntos de preocupación continua. Un día, cuando Lampito se asomó, se alegró al ver que Antálcidas comenzaba a erguirse contra las piernas de su madre. Pero Damatria no le prestaba atención mientras mimaba a Epitadas.

—Cualquiera diría que es tu primer hijo, por el modo en que lo consientes —comentó Lampito—. Recuerda que te he dicho que Esparta necesita...

—Esparta necesita lanzas, sí —interrumpió la otra. Bajó los ojos para mirar a Antálcidas con algo más que su severidad habitual. Cuando le acarició la cabeza, él se alborotó y trató de treparle al regazo. Ella retiró la mano.

No sería cierto afirmar que Damatria no desarrolló sentimientos por Antálcidas. Con la bendición de la llegada de Epitadas, la fuente de su compasión desbordó y pudo apartar unas gotas para el hermano, que a fin de cuentas era un niño agraciado y fuerte. Cuando pensaba en lo cruel que había sido con él, incluso llegaba a arrepentirse, aunque por el bien de Epitadas no llevó demasiado lejos sus recriminaciones. Con el tiempo, logró conciliarse con sus secretos, y con la debilidad momentánea que había engendrado al mayor. En vez de guardar un resentimiento inútil, concibió planes de alto vuelo. Epitadas era el centro de su ambición, pero el hermano desempeñaría un papel importante. Alzó a Antálcidas y le dio el otro pecho; se durmió abrazando a ambos niños, que se miraban a los ojos a través de un abismo.