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La luna estaba baja y el sol aún se ocultaba tras la mole del monte Mation cuando llegó el momento. Un cielo azul venoso se enrojecía hacia el este, hasta que las pocas nubes que anunciaban el ascenso de Helios llamearon como ramillas. En ese momento de pausa colectiva no se oía un solo ruido: ni el arrullo de las palomas salvajes en sus nidos, ni el murmullo habitual de las aguas de la bahía, ni el parloteo de doce mil atenienses que aguardaban en sus naves puntiagudas.
Demóstenes alzó el pendón para dar la señal. Como estaba planeado, su orden fue transmitida por el extremo sur de Esfacteria y llegó al escuadrón jónico. Los transportes que estaban frente a las costas este y oeste de la isla se aproximaron a la orilla y vertieron su contenido: tropas de choque de hoplitas atenienses con panoplia completa, con la misión de establecer un perímetro defensivo en torno a los sitios de desembarco. Después llegaron los remeros, equipados con lanzas y escudos de mimbre, y por último los arqueros, que formarían filas para cubrir el avance tierra adentro. Si la operación salía según lo previsto, los atenienses superarían a los lacedemonios en cinco a uno.
Resplandeciente como el sol en su armadura nueva, y entusiasmado por el espectáculo, Cleón tenía una expresión orgullosa y marcial. Aunque no había aportado nada al ataque salvo el momento, tenía mucho que ganar o perder con el desenlace. Esa elevada apuesta personal le daba cierta sensación de propiedad sobre las fuerzas desencadenadas esa mañana; intuía que los hombres marchaban a la guerra al servicio de su destino. ¡Conque por esto el rico Nicias estaba tan prendado de la vida militar! Esta clase de gloria no había figurado en sus planes. Mientras las gallardas siluetas de bronce chapoteaban en la costa, y cerraban filas, Cleón se estremecía ante un mundo de posibilidades. No podía dejar de preguntarse: «¿Por qué no yo?».
—¿Dijiste algo? —preguntó Demóstenes, volviéndose hacia él.
—Nada —respondió Cleón, aun intrigado por la pregunta. Vaya, ¿por qué no?
Desde el agua sólo podían ver la pinza este del ataque, pero eso parecía andar bien. Los hoplitas no hallaron resistencia en la cabeza de playa, y mientras avanzaban por el terreno accidentado, hundiendo la punta de la lanza en hendiduras sombrías, daba la impresión de que el enemigo hubiera abandonado la isla. El tiempo andaba lento para Demóstenes mientras se realizaban estas operaciones; temía que una fuerza invisible barriera súbitamente sus tropas contra la costa pedregosa antes de que se organizaran y desplegaran. Por primera vez en meses se negaba a separar las rodillas, temiendo que Cleón viera que sus piernas se partían y supiera que no era un hombre sino una frágil estatuilla de arcilla y barro. ¿Qué hacía una criatura como él en la cubierta oscilante de un buque? ¿Había alguna duda de que, cuando fracasara, lo arrojarían por la borda, como mercaderes ebrios deshaciéndose de una vasija de vino vacía en el mar?
Menos de un kilómetro al oeste, Xeutes esperaba su turno para escalar un peñasco en la parte de la isla que daba al mar. Era una punta angosta, una mera almena en la defensa natural de la isla, y los atenienses se encontraron agolpados en la planchada, retrocediendo hacia cubierta.
—¡Andando, señoritas! —rezongó Leocares desde la costa, agitando las manos como un director de coro exhortando a su elenco—. Éste no es momento para cuidar de no mancharse la falda. ¡He visto criadas más rápidas que vosotros!
—Y él es más rápido cuando se monta a una ramera —bromeó Timón, que aguardaba a poca distancia detrás de Xeutes. Clinias encontró el aliento para festejar la broma, aunque el terror a los lacedemonios le había secado la boca. Después de navegar en esa penumbra lúgubre, era como si esperaran su turno a las puertas del Hades.
Cuando los hombres de la Terror llegaron a la meseta, se unieron a una fuerza de cuatrocientos que se agolpaba allí. El espacio aún era estrecho, y la mayoría de los atenienses usaban viejos yelmos cerrados con un campo de visión limitado y sin orificios para las orejas, así que muchos no veían ni oían bien. Exasperado con el amontonamiento, Leocares avanzaba en medio del tumulto con silencioso frenesí, separando a peltastas de arqueros, cogiendo a los segundos por el coselete de cuero para llevarlos a su posición. El tiempo se agotaba: aunque el sol aún no había asomado tras la montaña, el nimbo que aureolaba la cumbre prometía que despuntaría pronto. Con eso se perdería la posibilidad de la sorpresa.
La primera ola de tropas ligeras avanzó tierra adentro. Fieles a su reputación, los acarnienses formaban una parte desproporcionada de esa partida. Mientras escalaban el espinazo de la isla, Xeutes, Timón y Clinias tropezaban en la oscuridad con pedruscos, hondonadas y los esqueletos ennegrecidos de los árboles. Un hombre que iba junto Xeutes se rezagó, aferrándose la pantorrilla; el agitado Timón sintió un dolor desgarrador en el dedo gordo del pie derecho, pero siguió corriendo. Sólo después, al aplacarse su emoción, notaría que el dedo estaba casi cortado en dos porque había tropezado con una roca afilada.
Xeutes puso todo su empeño para que sus viejas piernas continuaran el avance. Se contaba entre los atacantes más viejos, pero sentía que su cuerpo enjuto se renovaba. La oportunidad de empuñar la lanza y encarnar la voluntad de su ciudad con cada paso ya era infrecuente. Cuando los primeros rayos del sol rompieron sobre el Mation sintió un hilillo de sudor en el vello de la nuca. Había un cuadrado de tela tendido en el suelo: una capa desteñida con retazos carmesíes en los bordes.
Con Timón y Clinias a su lado, Xeutes vio que algo se movía bajo la capa. Apareció un guiñapo, y un dedo sucio de tierra a lo largo del borde. Cuando se alzó un pliegue de la capa, los acarnienses se encontraron con el rostro de un joven espartano.
Los labios cuarteados de sed, los rizos desaliñados como un nido de serpientes, Namertes entornó los ojos para mirar a los recién llegados. Aún se esforzaba para distinguir lo que veía cuando Clinias, con súbito pánico, alzó la lanza y la clavó en la capa. Timón lo imitó antes de que Xeutes pudiera detenerle. Otros seis convergieron, aprovechando la oportunidad de lancear a un lacedemonio caído. Durante el ataque, la víctima emitió un solo sonido, una suerte de gruñido de asombro, como un hombre que se lastima el dedo al tropezar.
—¡Atrás, hombres! —gritó Xeutes—. Cleón quiere prisioneros.
Los atenienses se rieron, aunque el capitán no lo había dicho con mucha convicción. ¿Quién había oído hablar de un espartano cautivo? ¿Acaso los pelilargos no se enorgullecían de no alzar la mano para rendirse? Bien, si alguien iba a rendirse hoy, no sería ese sujeto.
Los hombres de la bodega perforaron el cadáver hasta quedar exhaustos. Xeutes los miró reprobadoramente.
—¿Satisfechos?
Timón hizo girar la lanza para extraerla de la espalda de Namertes.
—No —replicó—. Parece que mueren igual que otros hombres.