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El emisario lacedemonio llegó la misma noche en que terminaba la tregua. Demóstenes recibió al hombre en su tienda antes de abordar una de las naves que vigilaría la isla esa noche. Había refrescado en la bahía; una premonición del otoño, de las nieves de alguna montaña balcánica, y de hojas que comenzaban a caer, colgaba en la brisa del noroeste. En su lecho de campaña, su criado había dejado el equipo para la noche: un paquete con pan y queso, una capa de lana, un pequeño rollo de poesía liviana para distraerlo, y si eso fallaba, un conjunto de gastados komboloi, cuentas para relajarse. Era bueno que su visitante viera en él a un hombre dispuesto a sumarse a una guardia, pero retrospectivamente lamentó haber mostrado los komboloi.

Esta vez mandaron a un viejo espartiata llamado Zeuxipos. Ese sujeto cadavérico le clavó una mirada irónica, como si le pareciera irrisorio que alguien que no era espartano portara armas. Demóstenes respondió con la condescendencia que los atenienses reservaban a los palurdos áticos y eubeos que iban a la ciudad en los festivales. ¿Y por qué, se preguntó Demóstenes, los pelilargos siempre mandaban a un hombre nuevo para cada misión? ¿Sería simplemente que no permitían que ninguna persona se tornara indispensable? Tras años de luchar con los lacedemonios, sospechaba que el motivo era más sencillo y más sutil a la vez: debían de creer que cada uno de ellos era competente por el solo hecho de ser espartiata.

—Según los términos de la tregua, los peloponesos entregaron todas las naves atenienses que habían capturado —decía Zeuxipos—. ¿Debo recordarte que, al reiniciarse la guerra, tu juramento te obliga a devolvernos nuestra propiedad?

Demóstenes guardó las cuentas en un pliegue de su capa.

—Honorable huésped, lo que dices es correcto... pero incompleto. Según mi entendimiento de las condiciones, la menor infracción por cualquiera de ambas partes anula el acuerdo.

—¿Y en qué han faltado a su palabra los lacedemonios?

—¡En qué ignorancia mantienen los espartanos a sus ancianos! No estoy obligado a decirte cómo nos habéis afrentado; pero lo haré, tan sólo para mostrarte que los atenienses valoran sus pactos. Una pequeña partida de aliados nuestros fue atacada cuando forrajeaba al norte de Pilos. Un hombre murió. Así, por los términos del armisticio, quedamos libres de nuestra obligación de devolver las naves.

Zeuxipos no sabía si reírse en la cara de Demóstenes o atacarlo con sus puños venosos.

—Creo que hablas de una invasión de nuestro territorio por parte de bandidos. Esos merodeadores fueron expulsados al mar. ¿He oído bien? ¿Has dicho que los atenienses son aliados de esos forajidos? En tal caso, la violación fue vuestra, no nuestra.

—Tengo entendido, anciano, que los mesenios son los dueños legítimos de este territorio, así que es imposible que «invadan» lo que ya les pertenece.

—¡Cuidado, Demóstenes! No estamos disputando en la estoa. Estos asuntos son más antiguos de lo que crees, y quizá superen tu entendimiento. Si deseas hablar de lo que es «legítimo», debes saber que esa chusma que consideras tus «aliados» juró ante los dioses que nunca volvería del exilio.

—Sus abuelos lo habrán jurado —replicó Demóstenes—. Pero eso no significa nada para nosotros: ahora luchan a nuestro lado y, como he dicho, la menor violación anula nuestro compromiso.

Puntualmente, Leocares se disculpó por interrumpir.

—General, la flota está lista.

—Como ves, debo irme —dijo Demóstenes. Como Zeuxipos no dijo nada, no pudo resistirse a añadir—: Si deseas comer o beber algo antes de partir, vino o fruta, por favor, pídeselo al criado. Aquí estamos bien provistos.

Zeuxipos dio media vuelta. Antes de partir, se apoyó en el bastón e interpeló a Demóstenes por encima del hombro.

—Quién sabe si volverán a elegirte general, Demóstenes, ya que no has aprendido las lecciones de Etolia.

Fue un golpe certero. Demóstenes se sonrojó contra su voluntad, pero no se le ocurrió ninguna réplica. Leocares lo rescató con su retorno inesperado

—Mil perdones, pero tenemos un mensaje de nuestros vigías de Corifasion.

—¿Qué sucede? ¿Los peloponesos han encontrado el coraje para atacar?

—No, general. Es la isla. Está ardiendo.