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El terremoto destruyó casi todos los edificios de Laconia. Había decenas de miles de víctimas, pero los éforos no consideraban oportuno publicitar la debilidad de la ciudad y no aprobaron ningún recuento oficial. Se hallaron muchos niños en los gimnasios destruidos por la mañana. Como cada espartiata adulto se consideraba protector y educador de cada niño libre de la ciudad, los ciudadanos se congregaron para exhumar a las víctimas. Los extranjeros e ilotas, en cambio, debían mantenerse lejos de estas escenas. Los forasteros no debían presenciar la aflicción de los lacedemonios.
Ante la duda, los espartanos se movilizaban para la guerra. Mientras nuevos cimbronazos sacudían la ciudad y los cuerpos insepultos apestaban en las calles, los cinco batallones de infantería se reunieron en sus sitios convenidos. Las ceremonias fúnebres se interrumpieron para que las familias buscaran víveres para las tropas en sus almacenes derruidos. Los soldados hacían ejercicios con las lanzas, maniobrando al son del silbato, y luchando bajo las columnas de humo que despedían las piras de los funerales continuos.
Los treinta miembros de la Gerusía, o consejo ejecutivo, se reunieron en un corral y votaron para declarar la guerra contra los ilotas. Además de la inmunidad habitual que esto otorgaba a cualquier espartiata que deseara matar a un ilota por cualquier motivo, la medida incluía la activación del Servicio Clandestino. Hombres jóvenes especialmente adiestrados para esta tarea abandonaron sus unidades para operar de forma solapada. Por la noche, entraban furtivamente en las aldeas ilotas y asesinaban a los varones; con frecuencia las víctimas eran los ilotas más inteligentes, o los más respetados, o los más fuertes, o los mejores artesanos, o cualquiera que demostrara alguna distinción que pudiera resultar amenazadora.
Pero estas precauciones no lograron impedir una eventualidad aún peor que el terremoto: los ilotas de Mesenia, aprovechando el infortunio de sus amos, se rebelaron. Pronto se les sumaron los periecos más levantiscos y algunos ilotas de Laconia. En un momento en que muchos graneros estaban dañados, exponiendo las cosechas a la podredumbre, los labriegos ilotas se marcharon de sus campos. En una irónica inversión de las circunstancias, las pandillas de rebeldes impedían que los ciudadanos respetables viajaran de noche. El ejército tuvo que luchar por todas partes contra la mayoría de la población de Laconia. Los ancianos no recordaban un momento más incierto en la vida de la ciudad.
Todo esto parecía muy lejano para Damatria. Aún estaba hurgando en las ruinas de su casa cuando el padre de Molobro y dos hermanos fueron a ver si ella había sobrevivido. Mientras se la llevaban, ella no estaba segura de no haber muerto. Sí, había una Damatria que vivía, un personaje teatral de ojos almendrados y dientes rectos, la ingenua que aún comía, respiraba, sonreía y aguardaba con virginal expectativa el misterio de su noche nupcial. Esa Damatria había permanecido al lado de su padre durante el desastre, y un ladrillo le había arrancado el ojo izquierdo durante el derrumbe. En este personaje volcó todas las características que no poseía. Desfigurada pero obediente, para su nueva familia era un modelo de inocencia duradera; todos consideraban que la unión con Molobro era una perspectiva más grata que nunca.
La otra Damatria no era virgen. La brutalidad de la violación la había desgarrado por dentro y por fuera. En las calles, la visión de cualquier rostro que le recordara remotamente al ilota le provocaba náuseas. De noche, cuando ansiaba escapar de sus recuerdos, la mitad oscura de su mundo no permanecía así, sino que estallaba con la misma turbulencia de colores fosforescentes que había visto cuando él le aplastó el ojo. Esa visión la obligaba a revivir el momento una y otra vez, hasta que llegó a temer el sueño.
Y así siguió con ese simulacro de su vida anterior, ocupando su sitio en la casa de Molobro, fingiendo que era su cómplice en el afán de robar horas al cuartel. La alegría de estos momentos conyugales no existía para ella. El fogoso anonimato que había imaginado era repulsivo, y Molobro estaba demasiado fascinado por sus rasgos desfigurados para preservar el misterio habitual. Acercaba su pequeño rostro redondo al de ella, silbando mientras le examinaba la herida. Ella miraba con risueña decepción esas mejillas blandas, tan incapaces de producir una barba viril. Todo resultó más difícil de lo que esperaba, con una sola excepción: aunque no era virgen, no tuvo que fingir el temor a la penetración.
Supo que estaba encinta pocas semanas después del terremoto. Por el bien de su cordura, esperaba que el hijo fuera de Molobro. Se aferró a esta esperanza nueve meses, resignada a los compulsivos consejos de su suegra.
—Por el bien del niño, no sólo debes bañarlo en vino, sino frotarle el cuerpo con piñas —le aconsejaba Lampito—. Es mejor que el bebé pierda su blandura cuanto antes.
—¿Y si es niña?
Ella frunció el ceño como si Damatria hubiera hecho algo semejante a besar a su esposo en público.
—Ahora Esparta necesita lanzas —replicó.
De eso no había duda. Al cabo de tres meses de lucha, las inmediaciones de Esparta estaban a salvo, y algunos ilotas dóciles se dedicaban a la reconstrucción. Pero en Mesenia el levantamiento no había terminado. Todos los días se enviaban tropas al oeste, por los pasos del Taigeto; regresaban, como rezaba el viejo dicho, «con el escudo o sobre él». Se rumoreaba que los mesenios luchaban como si tres siglos de sometimiento no hubieran existido. Una asombrosa proporción de muertes lacedemonias se debían a heridas infectadas provocadas por mordeduras humanas.
Al nacer su hijo, antes de que lo limpiaran, Damatria quiso verle la cara. Lampito apoyó el cuerpo sanguinolento en el vientre de la madre, confiando en que revelara vigor espartano para exigir el pecho. El bebé trepó por su cuerpo con movimientos torpes pero fuertes, como un reptil acuático. Cuando llegó al pecho, miró a la madre. Ella volvió a ver —inconfundible en el frunce de los labios ávidos y los gruesos párpados— el rostro de su violador.
Durante varios días Damatria cayó en un vórtice de asco y culpa. Alguien pensó en llamar al niño Antálcidas, en honor a Alcidas, el padre de Molobro. Ella les permitió que le apoyaran esa criatura en el pecho, pero no hizo ningún esfuerzo para ayudarle a mamar. Como muchos hijos no deseados, demostraba un enérgico apetito por la vida, aunque su madre sólo anhelaba que se muriese. Aprendió a succionar por su cuenta, lo cual sumió a Lampito en una euforia de admiración.
—¡Qué niño estupendo! —exclamaba—. ¡Y qué buena madre espartana, que obliga al pequeño guerrero a encontrar su propio alimento!
—No tendrá nada que temer de la tribu —convino Molobro.
Damatria se puso alerta. Cada bebé espartano era llevado ante los ancianos de la tribu cuando era evidente que sobreviviría a los primeros días. Examinaban al niño, y si hallaban algún defecto, se dictaminaba que lo arrojaran al paso de Langada. La mayoría de las madres espartanas respetaba esa tradición, pero todas temían el juicio. Para Damatria representaba un rayo de esperanza, una posibilidad de que el sufrimiento de una vida entera se acortara piadosamente. Se levantó de la cama y cogió al pequeño Antálcidas en brazos.
—Lo prepararé para el juicio —juró.
La devoción de Damatria por la mejora de su hijo se hizo leyenda en la aldea de Cinosura. Molobro regresó a su regimiento y rara vez se lo veía, pero Lampito tuvo muchas oportunidades de presenciar el fervor de su nuera. Damatria no sólo bañaba a Antálcidas en vino, sino que no aguaba la bebida. Cuando el niño gritaba porque le ardían los ojos, Damatria le vertía más en la cabeza, hasta que Lampito temía que lo ahogara. Cuando el niño sufría convulsiones y vomitaba la leche, ella cedía, aunque nunca lo cubría con prendas abrigadas. En cambio, lo exponía al aire libre para que se secara, a pesar de que llegaba el invierno y bajaba la temperatura. Su abuela lo encontró allí una noche, desnudo en la losa fría, con la piel oscura como el vino y azulada de hipotermia. Aunque se enorgullecía de su reciedumbre espartana, Lampito temió por la salud del niño. Pero cuando lo llevó adentro, Damatria la recibió con una sonrisa impasible.
—No te preocupes, madre —le dijo—. Un día, cuando esté acampando en pleno invierno en el Taigeto, sólo con su piel y una capa delgada, agradecerá a su madre este entrenamiento.
Llegó el día de juzgar a los hijos de las madres de la tribu de los dimanes. Siete mujeres de rostro severo se reunieron con sus hijos frente al altar de Atenea. La llamaban la Casa de Bronce porque el edificio macizo y cuadrangular estaba decorado con relieves de bronce que rememoraban la historia de los dorios. Entre un friso que evocaba la captura de la cierva de Cirenea por Heracles, y otro que mostraba la derrota de los mesenios, los más viejos integrantes de la tribu de Damatria, Arquesilao hijo de Areo, Alcandro hijo de Pausanias y Nicandro hijo de Cleomenes, se habían instalado en taburetes. Lamentablemente, el terremoto había matado a tantos ancianos que estos jueces no eran tan viejos. Alcandro aún no había cumplido los sesenta.
El orden de presentación era determinado por una preselección de los magistrados. Primero se llevaban los candidatos más débiles, de modo que el juicio pudiera terminar con el dichoso respaldo estatal a los fuertes. Damatria se decepcionó al saber que su hijo era el tercero, con lo cual no podía estar segura del resultado.
El primer bebé era una niña con el paladar hendido. Arquesilao la miró una vez, intercambió unas palabras con sus colegas e hizo una señal a los guardias. Entregaron un cesto a la madre; con expresión pasmada, ella puso a la niña dentro y le tapó la cara con un paño. A cambio, le dieron una torta de cebada para Eilitia, así podría mitigar su pesadumbre con una ofrenda. Esta obediente madre espartana exhibió una sonrisa orgullosa, aunque precaria. La mueca se le borró de la cara cuando la niña rompió a llorar mientras llevaban el cesto al barranco.
El segundo candidato era un varón. No parecía tener ningún defecto hasta que Arquesilao le probó la vista. Haciéndole seguir el movimiento de un dedo, Arquesilao descubrió que el ojo izquierdo pronto se desviaba en dirección opuesta. La madre se sonrojó de temor o bochorno: era un defecto en el que ella no había reparado. Los ancianos murmuraron. Arquesilao repitió la prueba, obtuvo el mismo resultado y deliberó de nuevo. Para sorpresa de Damatria los ancianos aprobaron al niño. El terremoto había cambiado algo más que el perfil del monte Taigeto.
Damatria les mostró a Antálcidas, que estaba dormido. Lo sacudió para despertarlo. Arquesilao lo observó, acariciándose la barba mientras la cabeza del niño rodaba sobre el cuello diminuto. Evaluaron la fuerza de sus manos, le contaron los dedos, probaron sus reflejos.
—Parece tener los ojos irritados —comentó Alcandro—. ¿Lo has bañado con vino puro?
—Así es.
Arquesilao sacudió la cabeza.
—Las madres deben lavar a sus hijos con vino aguado, no puro. ¿Entiendes?
Ella desvió la mirada en silencio. Esto no salía como había esperado: los ancianos sonreían, evidentemente complacidos con el vigor que el niño demostraba, a pesar de la ignorancia de la madre.
—Escuchad su voz —dijo ella—. Sus pulmones son más débiles que los de otros niños.
Nicandro se rascó la coronilla pecosa.
—Su llanto me parece saludable.
—Sus movimientos son lentos. Y no sabe mamar.
—¡Tú debes enseñarle a mamar! —tronó Arquesilao.
—Lo he intentado.
—Pon más empeño.
—Estimados Iguales —suspiró ella—, ¿quién conoce a este niño mejor que yo? Por favor...
Arquesilao abrió los ojos. Intuyendo lo que ella se proponía decir, las otras madres la miraban con algo rayano en el horror. Damatria quiso continuar, pero no pudo.
—Este niño no tiene ningún defecto. Celebra tu buena suerte —sentenció Arquesilao, y fijó la mirada en el candidato siguiente. Antálcidas estaba aprobado.
Damatria se alejó unos pasos, y su ojo inservible le palpitaba en la cuenca. Sentía repulsión al ver a las otras mujeres con sus queridos bebés. Los jadeos de Antálcidas, su olor pegajoso, el peso en su brazo, la llenaban con inexpresable indignación. Se volvió hacia los ancianos.
—Veo que la sabiduría ha muerto entre vosotros. Ante los dioses, pues, oídme: ¡un día, de un modo u otro, este niño llegará a ser la vergüenza de esta ciudad! ¡Recordad que una madre espartana os dijo esto, cuando os faltó el coraje para actuar!
Después de este desastre, llevó el niño a la casa y lo depositó en el suelo. Lo dejó allí largo rato mientras reflexionaba. ¿Podría haberlo eliminado antes, cuando la enfermedad aún era una excusa viable? ¿Aún podía hacerlo? Su error, decidió, había sido dejar su salvación en manos de otros. Decidió no moverse hasta decidir qué haría para tolerar la perspectiva de su propio futuro.