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Los lacedemonios se hallaban a salvo en el viejo fuerte cuando el sol alcanzó su máxima altura. Con las narices cubiertas de polvo y cenizas, los pulmones ardientes, y heridas que rogaban una cura, estaban desesperados por agua. La fuente principal de la isla ahora estaba en manos atenienses. La que estaba junto al fuerte, cerca de la osamenta del cíclope, hasta ahora sólo había producido un hilillo. Epitadas permitió que los hombres se turnaran para mojarse los labios.
Los atenienses efectuaron nuevos desembarcos, engrosando su contingente en la isla. Xeutes, Timón y los demás tripulantes de la Terror estaban a la izquierda, tras haberse acercado tanto a las líneas espartanas como Demóstenes se atrevía. El calor también los torturaba, pues meses de confinamiento en naves y playas atestadas habían atentado contra su capacidad como efectivos de infantería, y sus comandantes aún no habían organizado la distribución del agua para las tropas que estaban a mayor altura. Habían esperado aplastar a los pelilargos en la planicie, en las primeras horas de la batalla. Esa mañana la fuga del enemigo hacia el terreno alto borró la sonrisa de Cleón.
Con la muerte de un centenar de espartiatas selectos, ya era un día costoso. En ese punto, cuando les esperaban más combates, habría sido indecoroso recordar a Epitadas sus errores de juicio. Antálcidas no hizo comentarios, y sólo aportó lo que pudo para ayudar a asegurar el fuerte. Al menos una defensa era viable: como sólo se podía llegar a la posición espartana desde el sur, no podían cercarlos. Los hombres que custodiaban a los ilotas también vigilaban el terreno empinado que descendía al canal de Sikia. Hasta ahora los atenienses no habían intentado desembarcar allí, aunque podrían haber cruzado el canal a nado desde Corifasion.
Entretanto, a pesar de lo que muchos temían, los ilotas no se regodeaban en las dificultades de sus amos. No hubo festejos cuando presenciaron el desastre, ni sedición cuando regresaron los exhaustos y diezmados espartanos. Antálcidas vio la mirada de Dulos mientras realizaba una inspección: el ilota sonrió, como si se alegrara de ver vivo a su amo. Algo en el rostro de Antálcidas disipó esa buena sensación, sin embargo. En general Antálcidas no era consciente de la expresión de su rostro.
En un raro alarde de autodisciplina, Rana también contuvo la lengua. No miraba a Epitadas a los ojos mientras el otro impartía órdenes para la defensa del fuerte; se le oyó mascullar mientras caminaba entre las viejas piedras. Pero no cuestionó el liderazgo de su comandante. Era demasiado tarde para eso.
Epitadas hizo una inspección final de las defensas. Estaban a salvo de las flechas y la infantería en los tramos donde las murallas se conservaban relativamente intactas. El frente restante era tan corto como para apostar un hombre cada pocos pasos. Si los atacantes lograban expulsar a sus hombres de los bloques y trepar, un escuadrón de reserva con sus mejores guerreros, incluido Antálcidas, se encargaría de rechazarlos.
Luego aguardaron. Desde ese punto privilegiado en la cima de la isla, Antálcidas podía mirar a los lacedemonios del otro lado de la bahía. Era imposible que no estuvieran al corriente del ataque ateniense, pero las naves aliadas permanecían varadas en la playa. ¿Por qué?
Como si hubiera oído la pregunta, Epitadas apareció a su lado.
—No vale la pena buscar ayuda por allá. Los peloponesos están demasiado aterrados para salir.
—Entonces deberían permitir que nuestros hombres empuñen los remos.
Epitadas rió.
—¡Necesitan mejores razones que un puñado de espartanos atrapados para arriesgar sus preciosas naves!