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En los meses de campaña no había pensado demasiado en casa. Podría haber dicho que era porque estaba concentrado en la lucha, pero eso era llamarse a engaño. Demóstenes prefería no pensar en Atenas. No podía ocultar su dolor cuando una reminiscencia le cruzaba la mente. Evocar la ciudad equivalía a recordar la decadencia que había sufrido en siete años desastrosos.
En un tiempo él poseía una casa en un grato paraje de la Colina de las Ninfas. Una vida atrás, cuando soplaba buen viento, podía sentarse en su sala, beber buen vino de una copa de plata y escuchar el tintineo de los címbalos en el inconcluso Santuario de Hefesto. Cuando no podía dormir sólo necesitaba mirar por la ventana para ver la luz que se extinguía sobre los hachones de la renovada Acrópolis. En los días de festival, tras pasar una mañana en el teatro disfrutando de una pieza de Sófocles, Aristarco o Ion, rodeaba el monte sagrado y paraba en el mercado para mirar la pesca del día. A veces se detenía con el pescado bajo el brazo para reírse de un cómico diálogo entre Sócrates y algún tío importante y ampuloso. Conocía de vista a Pericles por sus paseos por la ciudad, aunque siempre era triste ver a ese gran hombre seguido por un séquito de furias sucias y desempleadas, regañándolo mientras insinuaban que un préstamo de tres óbolos les llenaría el vientre.
A veces se demoraba demasiado en estos recados, y cuando llegaba a casa el pescado estaba rígido en su saco. Jante lo reñía entonces, un mechón de pelo negro suelto sobre el ojo, reprobando con un gesto la irresponsabilidad de perder el tiempo escuchando a esos necios de la ciudad. Demóstenes sonreía, como siempre que ella lo regañaba, tomaba su suave rostro entre las manos para cubrirlo de besos y más besos, hasta que ella le preguntaba si había estado bebiendo. «¡Sólo el néctar de tu mirada!», exclamaba él. El pescado terminaba en la mesa, y los amantes en la alcoba. La sonrisa de Demóstenes se agrió al recordar esa mesa donde, al llegar la peste, estaba destinado a permanecer junto al cadáver de su amada Jante, sin moverse ni comer ni lavarse, durante todos los días que le llevó extraer sus últimas lágrimas.
Ya no era la misma ciudad. Miles de desplazados habían instalado chabolas en la zona angosta entre los Muros Largos del norte y el sur de El Pireo. Las fogatas despedían una humareda que cubría la ciudad con un manto más grueso de lo habitual; los enormes pozos cavados para las cloacas desbordaban con las lluvias invernales, propagando suciedad y mal olor en los caminos. Otros fugitivos encontraban refugio donde podían, en umbrales y pórticos, se cubrían con mantas pestilentes en las estoas. Había mendigos en todas las esquinas, con las manos tendidas, que nunca perdían la oportunidad de insultar a los conciudadanos que pasaban deprisa, ocultando la cabeza con el manto. Demóstenes había subido una vez a la Acrópolis para depositar un contrato; al salir, vio a un hombre que demostraba su respeto por Pericles de cuclillas junto al Templo de la Doncella, manchando el mármol recién tallado con sus excrementos.
Peor que la degradación física era el agotamiento gradual del espíritu de la gente. Por acuerdo tácito y mutuo, las contiendas del pasado siempre habían sido rápidas; incluso las grandes guerras contra los persas habían concluido en pocos años. Ahora, ante este conflicto incesante, por doquier había rostros afligidos, que no creían lo que les decían sus ojos. El animado debate público se había reemplazado con el choque sin sentido de dogmas irreconciliables. ¡Haced la paz! ¡Mantened el rumbo! ¡Cuánta necedad! Las invasiones estivales habían arrancado a Atenas de sus amarras, aislándola de la comarca que la rodeaba, y la ciudad parecía un barco a la deriva, despojado de sus remos. Pensar que los ricos antes despreciaban los sencillos vinos áticos, las simples olivas o higos caseros que ahora eran auténticos lujos. En esas circunstancias, hasta los dioses sufrían: la pérdida de peregrinos de media Grecia dejaba asientos vacíos en el teatro durante el festival de Dioniso. Como muchos otros, él ya no recordaba cómo se celebraban los Misterios Eleusinos en tiempos de paz, antes de que los lacedemonios cortaran el camino al santuario. En cambio, los celebrantes tenían que conformarse con una austera procesión a orillas del mar, sin la alegría de las tradicionales obras y coros junto al camino. La incesante obsesión con la seguridad obligaba a los cuerpos de los seres amados que morían en verano —como su amada Jante— a errar como sombras en el Hades. En vez de enviarlos a su descanso, los sepultaban provisionalmente dentro de las murallas, luego los exhumaban y los trasladaban, medio corruptos, a los cementerios de las afueras, una vez que se habían ido los invasores.
Sentado en su tienda de la playa de Pilos, Demóstenes cavilaba sobre estas cosas contra su voluntad. Sólo lo alentaba la posibilidad de que los lacedemonios entendieran que debían negociar para salvar a los hombres de Esfacteria. Había motivos para pensar que enviarían emisarios. Primero, aunque era una tarea agotadora, el bloqueo funcionaba: nadie llegaba a la isla, salvo algunos nadadores. Habían recogido a algunos, arrastrando provisiones magras como semillas de amapola insertadas en bloques de miel sólida, o sacos de nueces sin cascara. Otros aparecieron de bruces en la bahía, ahogados. Sus espías de Mesenia le informaban de que los peloponesos de la tierra firme ni siquiera lanzaban sus naves. Esto había obligado a los espartanos a ofrecer la libertad a cualquier ilota que llegara a la isla con un bote; era posible que algunos se les hubieran escabullido en medio de la noche o con mal tiempo. Habían avistado algunos pesqueros naufragados en la costa después de las tormentas. Pero nunca eran tan numerosos como para representar un problema.
Segundo, había llegado el mensaje de que el ejército del rey Agis se dirigía a Pilos a toda marcha. La noticia de que la invasión anual del Ática se había abandonado al cabo de sólo dos semanas se debió de recibir con júbilo en la ciudad. ¿Qué más se necesitaba para demostrar que los espartanos estaban preocupados? Las tropas de la isla, a fin de cuentas, representaban un décimo de su ejército de ciudadanos. Aunque los necios que no sabían nada sobre la guerra consideraban que los lacedemonios eran invencibles, Demóstenes sabía por experiencia que eran reacios a sacrificar a sus preciosos espartiatas. La posibilidad de que esta pequeña fortaleza ateniense se transformara en núcleo de una nueva revuelta mesenia también debía de pesar en la decisión del enemigo. Esperaba que estos acontecimientos fortalecieran a la facción pacifista de la Asamblea y debilitaran a los belicistas. Al capturar este insignificante trozo de Mesenia, los atenienses podían obtener concesiones que no hubieran logrado con una docena de victorias navales, siempre que el enemigo negociara de buena fe.
La incertidumbre se disipó cuando Leocares le llevó una carta de Atenas. Era un corto pergamino que había venido en un buque de aprovisionamiento. Demóstenes iba a romper el sello cuando vio que Leocares se demoraba allí, con más curiosidad que tacto.
—Te contaré lo que dice, amigo mío —dijo el general—, pero por ahora observemos las formalidades.
Leocares se ruborizó.
—Sí, desde luego —dijo, retrocediendo. Demóstenes lo siguió con los ojos. Ese hombre, uno de los mejores oficiales con que había luchado, se había enterado de que sus dos hermanos mayores habían muerto en combate, uno frente a Sicilia, el otro en la Calcídice. Desde entonces su rostro había cobrado ese tono ceniciento que era frecuente entre los atenienses en esos días. Cumplía bien su deber, pero era una competencia arraigada en la obligación, en el hecho de que no podía hacer otra cosa.
Demóstenes rompió el sello y leyó las primeras líneas:
A Demóstenes hijo de Alcístenes, ciudadano de la deme de Colono Agoreo, general escogido de la tribu de los egeidas, de su amigo y colega al servicio del pueblo, Cleón hijo de Cleneto, salve, con mis mejores augurios. El pueblo ha recibido con alborozo la noticia de tu reciente victoria sobre los espartanos en Mesenia. Por favor, comprende que esto no sorprende a tus amigos de la Asamblea, que sólo sienten el mayor respeto por tu talento...
Aun sin el saludo Demóstenes habría sabido que el autor era Cleón. Sólo ese demagogo se arrogaría el derecho de hablar en nombre del «pueblo». Lo único que le intrigaba era si Cleón tenía la sofisticación de redactar sus propias cartas: se sabía que descendía de una familia plebeya que negociaba cueros y pieles. El viejo Cleneto había ganado mucho dinero con su curtiduría, y luego había abandonado a sus viejos amigos para codearse exclusivamente con los nobles, lo cual era el colmo del ridículo, como un recolector de estiércol que sólo juntara boñigas en las fincas más elegantes. Al menos el hijo había seguido su propio rumbo. Cleón vendía su propia clase de estiércol, y consagraba su energía a adular a los canallas y oportunistas que dominaban la Asamblea.
También sabemos que tus fuerzas han acorralado a un gran número de espartiatas en una montaña [sic]. Este logro complace sobremanera al pueblo, pues brinda la oportunidad de imponer al enemigo condiciones que sean justas y proporcionales a la ofensa. Y aunque sabemos que huelga mencionarlo, esperamos que no seas presa de una compasión inoportuna, y que permitas que el ataque continúe, para que los lacedemonios comprendan que el tiempo no los favorece. Te escribimos, pues, con el entendimiento de que no se realizará ningún trato no autorizado antes de que el pueblo tenga la oportunidad de estipular sus términos. La Asamblea espera que emisarios de paz con poderes plenipotenciarios lleguen a Atenas mientras esta carta llega a ti. Tus amigos te desean buena suerte en tus campañas, y que sigas demostrando que eres un fiel servidor del bien público, mientras quienes aguardan tu regreso se esmeran a su vez, hasta que la victoria corone los esfuerzos de todos los que poseemos la confianza del pueblo...
Demóstenes arrojó el pergamino al otro lado de la tienda. El poseedor de la confianza del pueblo, al parecer, había resuelto «imponer» condiciones que fueran «justas y proporcionales a la ofensa». ¡Ojalá el «pueblo» comprendiera que su posición era precaria! Los montes ventosos de la isla impedían un desembarco a gran escala, salvo en algunos lugares bien custodiados. Atacar con infantería en parajes cubiertos de matorrales, contra un enemigo que conocía el terreno mejor que nadie, implicaba arriesgarse a que dispersaran y aniquilaran a sus tropas. Y aunque por el momento podía mantener el bloqueo, su larga línea de aprovisionamiento hasta El Pireo se cortaría con la llegada de las tormentas de otoño. Entonces la flota tendría que marcharse, aunque la guarnición de Esfacteria no se hubiera rendido. Ésos eran datos que hasta el hijo de un curtidor podía comprender.
La carta se desenrolló en su vuelo por la tienda. Demóstenes la recogió y vio que tenía una posdata:
PD: Como nos interesa garantizar la solidaridad con nuestro amigo Demóstenes, hemos ordenado al mensajero que demore su regreso para esperar su respuesta a nuestro mensaje.
¡Conque el «pueblo» no confiaba tanto en él! Enrollando el pergamino, llamó a Leocares, que asomó la cabeza al instante.
—¿Sí?
—Di a los guardias que veré a los emisarios espartanos de inmediato. Y ordena al criado que traiga una jarra de vino, ese caro y exquisito vino blanco, y tres copas.
—¡Sí, general!
De vuelta en su escritorio, Demóstenes buscó su estilo bajo la montaña de tablillas y despachos. Un tercio de su mente maldijo ese desorden, otro la jactancia de Cleón, mientras el tercer tercio redactaba la respuesta:
Salud, Cleón, hijo de Cleto, de parte de Demóstenes de Colono. Tras haber recibido tu carta más reciente, debo expresar mi gratitud por tu confianza en mis modestos esfuerzos en Mesenia. Como sabrás, no hay nadie entre nosotros que no prefiera una derrota incondicional de los lacedemonios. Debo informarte, empero, que la situación militar ya me ha obligado a pactar una tregua con el enemigo que contiene, desde luego, los términos más favorables para Atenas. Si tienes paciencia, te explicaré los problemas tácticos que me indujeron a creer que un alto el fuego favorecería nuestros intereses a largo plazo...