1

Veintiocho años antes, Piedra, Rana, Pelirrojo y Grillo dejaron la pandilla de niños para ingresar en la clase siguiente, un grupo compuesto por jóvenes que habían iniciado su educación en el mismo año. Antálcidas había aprendido mucho en esa media década, desde que se había ido de su casa. Además de Tirteo, conocía grandes parrafadas de Homero, y la mayoría de las canciones guerreras como «Aire de Cástor». Leía bastante bien, y pronto sus conocimientos le permitirían descifrar los sencillos partes de batalla que constituían la única lectura apropiada para el varón espartano. Aunque aún no había practicado la marcha en formación, ya conocía los pasos de la danza pírrica, que incluía la mayoría de los embates, giros y respuestas que necesitaría en combate.

La supervivencia al aire libre, en todas las estaciones, ya era una segunda naturaleza. Estaba orgulloso del polvo acumulado en sus rodillas y codos, y de los callos que le endurecían los pies. Una vez que le quitaron su túnica de niño y la reemplazaron por una capa que se le entregaba cada año, llegó a despreciar el uso de ropa. El noble Tibrón miraba con aprobación a quien se paseara con altiva desnudez ante las muchachas que cuchicheaban y señalaban en las calles. «¡Allá va el chaval que arroja piedras!», exclamaban cuando pasaba Antálcidas, y se reían burlonamente, hasta que él no podía contener un rubor de vergüenza. Le preocupaba lo que decían las mujeres: aún no había vencido esa debilidad.

Claro que en su momento las niñas también habían sido objeto de burla. Con su dieta hogareña, casi todas eran más altas y vigorosas que los varones, y les gustaba alardear de la fuerza de sus piernas anudándose la túnica por encima de la cintura. Pero en su orgullo revelaban aquello que les faltaba. Antálcidas se divirtió mucho un día cuando, a orillas del Eurotas, vio a tres muchachas tratando de orinar de pie. No lo consiguieron, empapándose las piernas, y él y sus compañeros se cayeron de los juncos riéndose de ellas.

Con el paso de los años, la actitud de los adultos hacia los niños se endureció. Cada varón de Laconia parecía tener un interés personal en educarlos, al extremo de aplicar disciplina. Los niños que caminaban con los ojos alzados o los brazos fuera de la capa eran regañados en la calle. Pelirrojo y Grillo recibieron algo peor tras una incursión nocturna en Limnas, donde los sorprendieron robando quesos de un almacén. Primero los azotó el dueño del almacén, que empuñaba el vergajo con tal habilidad que los gritos de los niños se oyeron hasta en Cinosura, a tres estadios de distancia. Cuando los soltó, otro hombre, un desconocido pero un Igual, les cogió los brazos.

—¿Vosotros sois los mocosos a quienes azotaron por robar quesos? —les preguntó.

—Sí.

El hombre asestó un bastonazo en el hombro de Pelirrojo, y luego trató de patear las posaderas de Grillo.

—Por los dioses, ¿a qué vino eso?

—¡Eso es por ser torpes y dejaros pillar! —gritó el desconocido.

Cuando visitaba una aldea, Antálcidas pasaba mucho tiempo en los gimnasios, donde las provisiones como aceite de oliva, polvo para las manos y equipo deportivo eran gratuitas para los jóvenes de ambos sexos. El juego más popular se llamaba «pelota pared»: los chicos se juntaban frente a una pared de piedra, y uno de ellos arrojaba una dura pelota de cuero contra ella. Los receptores debían atajar la pelota al vuelo. Era preciso hacerlo mientras los rivales amagaban entrometerse con empellones, puñetazos y zancadillas. El arrojador tiraba la pelota tantas veces como podía, mientras nadie la atajara limpiamente.

Antálcidas llegó a ser muy diestro en este juego, y se medía con chicos más grandes y corpulentos. Había perfeccionado una técnica personal, zafándose del cuerpo de los rivales en el momento indicado para recibir la pelota. Mientras practicaba esta técnica un día, notó que había un viejo espartiata con Endio, observando el juego con la barbilla apoyada en el mango del bastón. Con disimulo, Antálcidas intentó leerles los labios mientras los hombres intercambiaban comentarios sobre tal o cual joven, diciendo cosas como «magnífico» o «una jugada enérgica». Otros comentarios —como «un círculo bonito y estrecho»— parecían tan crípticos que pensó que había entendido mal las palabras. Pero no había manera de equivocarse cuando Endio lo llamó para presentarle a su invitado.

—He oído que te llaman Piedra, joven. ¿Sabes por qué?

El viejo echó un vistazo a los flancos aceitados de Antálcidas, y sus ojos venosos temblaron levemente mientras se demoraban en el retazo de vello adolescente.

—Es sólo un nombre —respondió él.

—¡Qué admirable economía de palabras! —exclamó el viejo—. Sería un gran placer ayudar a cultivar ese buen instinto.

Antálcidas bostezó. El viejo le dirigió a Endio una mirada significativa. Éste se levantó y aferró el brazo del joven, como por convenio previo.

—¿Sabes con quién estás hablando? —preguntó el pastor de niños con voz confidencial. Antálcidas se encogió de hombros—. Recordarás la campaña de Nicodemo el regente, hace varios años. Marchó con dos batallones del ejército y diez mil aliados para socorrer a nuestros amigos de Tebas. Nuestros ex aliados de Atenas, que todavía estaban irritados porque los reyes los habían expulsado de Itome, trataron de oponerse a su retorno por el istmo. Nicodemo se enfrentó a catorce mil atenienses en Tanagra y les enseñó el precio de su necedad. Zeuxipos comandaba el ala izquierda de los aliados.

El anciano no fingió modestia mientras lo presentaban con tanta adulación. Se apoyó en el bastón para levantarse y puso una mano en el hombro de Antálcidas. El joven pudo oler el humo de mil fogatas en la barba, y el vinagre de mil cuencos de caldo negro escurriéndose por los poros de esa piel apergaminada.

—Hace mucho tiempo que no ofrezco mi patrocinio —dijo.

—No podrías pedir una mano más firme —insistió Endio.

La busca de un patrocinador era un requisito de la Instrucción, pero Antálcidas no esperaba que lo abordara un espartiata tan viejo. La mayoría de los mentores eran jóvenes de poco más de veinte, recién salidos de la Instrucción, que instruían con un ojo en el pupilo y el otro en los ancianos que los juzgaban a ellos. ¿Quién supervisaría a un hombre tan distinguido como Zeuxipos?

—Quizá deba pedir el consejo de mi padre... —sugirió.

—Zeuxipos es tu padre. Y también yo, y cada Igual vivo o muerto, y todos ellos se alegrarían de aprender con semejante maestro.

—Por favor, querido Endio, no es preciso forzar la situación —dijo Zeuxipos—. Deja que el joven pida consejo. Confío en que no quedará defraudado con lo que le digan.

Antálcidas había visto a su padre una sola vez desde que se había ido de su hogar. El batallón de Molobro marchaba sobre el puente del Eurotas, acudiendo en ayuda de los megarenses y los corintios en un nuevo enfrentamiento con Atenas. Desde la vera del camino, los niños miraban la gran fila carmesí que partía como lo había hecho durante siglos, con las lanzas en alto y elevando la voz en una canción. Delante iban los portadores del fuego, llevando ascuas del altar de Zeus Adalid en vasijas de arcilla colgadas de varas. Detrás del hombro derecho de cada hoplita iba su asistente personal, con una túnica blanca orlada de rojo, cargando el yelmo, el escudo y el equipo de campaña del amo. Los niños pensaban, gracias a rumores desperdigados deliberadamente por Endio, que los sirvientes lacedemonios marchaban mejor que la infantería selecta de otras ciudades griegas. A pesar de su fachada de acaudalados caballeros, muchos efectivos de los ejércitos ateniense, tebano y argivo llevaban panoplias inferiores y movían las piernas sin ton ni son. Todos los lacedemonios, en cambio, tenían porte de caballero, y ninguno perdía el ritmo de la marcha.

De pronto Antálcidas vio a su padre en la fila. Molobro marchaba con la gorra echada hacia atrás, entonando alabanzas a Apolo con rostro risueño. Antálcidas pudo sentir su camaradería como el calor de una fogata. Su padre, relajado y de buen humor, bromeaba con sus compañeros con una frescura que nunca demostraba en casa. Sólo lo vio un instante, pero ese atisbo paralizó a Antálcidas porque Molobro parecía otro. Era como si la persona que él conocía fuera un mero fantasma de este hombre real, que existía en un lugar donde Antálcidas debía estar ausente. Los ojos de Molobro recorrieron la multitud mientras el himno llegaba a su clímax; sus ojos resbalaron sobre su hijo sin un pestañeo de reconocimiento.

Poco después volvió a ver a Zeuxipos. El anciano se aproximaba al bosquecillo donde la Gerusía se reuniría esa mañana, mientras Antálcidas y su grupo se dirigían a Mesoa para instruirse como coreutas.

—Piedra —preguntó Zeuxipos—, ¿qué aconsejó tu padre?

Antálcidas lo encaró sin timidez ni vergüenza.

—Tú y mi padre sois hombres sabios, así que debes saber lo que él dijo.

—Tal como pensaba —repuso Zeuxipos. Poniendo dos dedos bajo la barbilla de Antálcidas, alzó el rostro del joven a la luz—. Tus rasgos son toscos, pero hay promesa en tu espíritu y tu cuerpo. Acepto esta carga. Recibirás instrucción en táctica, gobierno, diplomacia, en cómo resistir las tentaciones del oro, las mujeres y los extranjeros. Ante todo, aprenderás las dos aptitudes esenciales para nuestra vida: cómo recibir órdenes, y cómo impartirlas. Con tu confianza, siempre que disponga de ella, haré que tu mente sea digna de tu magnificencia.

Antálcidas se dejó inspeccionar un poco más de lo que el pudor permitía, mirando la lejana niebla moribunda hasta que notó que sus camaradas susurraban a sus espaldas. A fin de cuentas, tenía tantos motivos para confiar en Zeuxipos como en cualquier otro instructor. Pero, de un modo que él no podía entender, las heridas de su madre habían cumplido su papel en el modelado de sus miedos. Regresó al grupo mientras los otros jóvenes lo miraban con mal disimulada envidia.

—Quizá, si se lo pedimos por favor, Piedra nos deje jugar con sus tabas —gritó Rana. Era el peor insulto, porque sólo las niñas jugaban con tabas en Esparta. Pero sólo las niñas eran tan orgullosas como para tomarse una broma a pecho. Los hombres virtuosos debían aceptar la befa de sus compañeros con ecuanimidad. Antálcidas esperaba algo mejor de Rana, pues lo había salvado de la crueldad de los niños mayores, pero se limitó a sonreír. ¿Acaso no era magnífico?