5

Esa noche Zeuxipos confirmó su aprobación de Antálcidas al penetrarlo por primera vez. El anciano no tenía un propósito reprobable: la fuerza para dominar y ser dominado, físicamente o en otros sentidos, era el objetivo de la educación de un varón espartano, y con esa finalidad no era inusitado combinar un poco de intimidad con lecciones de política e historia. Y así Antálcidas se encontró de bruces en el catre pulguiento donde dormía Zeuxipos. El anciano estaba de rodillas sobre él, perorando sobre la nobleza del ano espartano, mientras parecía luchar con la raíz nudosa que sostenía entre los dedos.

—¡No hay como la honrada suciedad de un ojete lacedemonio! —exclamó—. Los tegeos son secos como viejas, y los corintios, por las tetas de Afrodita, se engrasan tanto con ungüentos que parecen mujeres. En Atenas lo hacen como hacen todo lo demás, con sus bocas movedizas. Pero nuestra dieta espartana produce excrementos tan sanos como mantequilla, y un ano tan suave y dulce que prácticamente te guiña el ojo.

Quizá más inspirado por sus palabras que por los guiños de Antálcidas, Zeuxipos embistió con su físico huesudo. Su verga entraba serpeando en cada hendidura, y al fin halló refugio entre los muslos del chico. Estaba lejos del blanco, cabeceando como un lagarto agitado, pero Antálcidas no se molestó en guiarlo.

Hubo otras ocasiones de orgullo en sus dos años de Instrucción. Al concluir su primer año participó en los ritos de Artemisa Ortia, tratando de robar quesos envueltos en paños del altar del santuario de la diosa. Principales con látigos custodiaban el altar mientras la sacerdotisa del templo aguardaba con una estatua de madera de la diosa en los brazos. Si los guardias perdonaban la espalda de un ladrón, la sacerdotisa gritaba que la imagen se estaba poniendo pesada con el disgusto de Ortia, la Abrazada por los Sauces. Cuando Antálcidas entró a buscar la última rueda, la sacerdotisa gritó que ya no soportaba el peso. Un principal adusto azotó la espalda de Piedra con tal fuerza que abrió un surco que le duraría toda la vida.

Se cayó. Los guardias convergieron, acosándolo mientras él se contorsionaba de un lado a otro. El dolor le rasgaba la mente mientras los látigos chasqueantes le mordían la piel. Pero en un momento, mientras los golpes parecían fusionarse en un núcleo liquido de dolor, ya no pudo distinguir entre ese tormento y el viento gélido que le mordía la piel en una noche fría en el Taigeto. Cerrando los ojos con fuerza, vio lo que tomó por una hoja de luz perforando la oscuridad. Y mientras se preguntaba si ésta era la gran revelación, el cuchillo celestial centelleó de nuevo, y de nuevo, hasta que los principales vieron con asombro que sonreía, y las mujeres del público, pasmadas, soltaron gritos indecentes y animales.

Hasta la sacerdotisa de Ortia estaba satisfecha. Pusieron a Antálcidas de pie, y le alzaron el brazo derecho para que la multitud viera. A pesar de todo, no había soltado la última rueda de queso. Los lacedemonios, tan emocionados por lo sobrenatural como por el coraje, lo saludaron, hasta que un aguafiestas gritó: «¡Recordad a Tibrón!». La multitud soltó una cacofonía de ovaciones y burlas.

Zeuxipos fue a verlo, rebosando orgullo por cada orificio velludo del rostro.

—Ahora debes decirme —dijo, aferrándole la mano con apasionamiento femenino—. ¿Le has visto? ¿Viste al fin al Radiante?

—Creo que sí —repuso Antálcidas, pues a pesar del dolor y la emoción no olvidaba lo que se esperaba que debía decir.

Endio apareció súbitamente del otro lado.

—Ahora conoces la otra respuesta a la pregunta que te hice tiempo atrás, acerca del propósito de la Instrucción —dijo el pastor de niños—. El propósito es el júbilo.

—Sí, el júbilo —repitió Antálcidas.

—Que los extranjeros y los necios lo llamen crueldad. Hoy te sumas a las filas de los hombres sabios.

Apoyando las manos en ambos lados de la cabeza del niño, Endio le plantó un beso tierno en la frente. Zeuxipos, entretanto, le cubrió la espalda lastimada con su capa y lo llevó a descansar.

Antálcidas tardó una semana en recobrarse. Cuando estuvo en pie, supo que gracias a su triunfo lo habían invitado a uno de los comedores comunales más eminentes. Lo llamaban Compañeros del Espetón, y también Bolas del Jabalí, y se decía que entre ellos había gente de abolengo. Zeuxipos había sido admitido más de cuarenta años atrás. En todo ese tiempo, proclamó, ni el aposento ni el menú habían cambiado, de modo que los miembros sabían que ocupaban la misma mesa y comían los mismos platos que el rey Leónidas había comido la noche en que partió para las Termópilas. Habría, supuso Antálcidas, una anécdota por cada raspón en los bancos desnudos donde chocaban las copas y oscilaban las espadas. Pero así como él iba para conocer ese ambiente, también estaba en exhibición, pues esa noche sus mayores decidirían si merecía la admisión plena.

—Siéntate en el lugar adecuado, come y pórtate con honor —le aconsejó Zeuxipos—. Ante todo, no me abochornes, porque en tal caso recibirás una paliza.

A los dieciocho años, Antálcidas había cumplido la promesa de la belleza de su infancia. Sus miembros, antes lustrosos, ahora mostraban tendones bajo una piel cuarteada y enrojecida por el sol de Laconia; era una cabeza más alto que sus coetáneos, con dedos largos y nudosos que parecían hechos para empuñar una lanza. Sus rasgos aún poseían cierta tosquedad, con sus párpados gruesos y su mirada imprecisa. Pero la atracción del rostro sólo era importante en los niños. Se esperaba que los hombres se dejaran la barba cuanto antes. Los miembros de los Compañeros del Espetón lo miraron con aprobación cuando salieron de la oscuridad y ocuparon sus lugares.

Había catorce de ellos en torno a las mesas, sin contar a Antálcidas. Reconoció a Damonon, hijo de Iscágoras, y a Herípidas, hijo de Lisandro, y a Aristón, que se distinguió en la conquista de Delfos, antes de que los atenienses la recobraran. Estaba Dorieo hijo de Alcidas, e Ifito hijo de Períclidas (el almirante, no el gobernador). Estaba Eudamidas, que acaudilló el centro en Tanagra, así como Antepícidas, hijo de Epícidas, y Edico, hijo de Nabis, ambos heraclidas. Cerca de la cabecera de la mesa estaban Zeuxipos e Isidas, que entonces era un ex éforo. El rey agíada, Pleistoanax hijo de Pausanias, ocuparía el sitio de honor, y tenía reservada una silla.

Todos permanecieron de pie mientras aguardaban la llegada de Pleistoanax. La única lumbre era un brasero en el centro, que arrojaba sombras fluctuantes de los comensales y de los servidores ilotas que estaban contra la pared. Pusieron a Antálcidas frente al rey, en la esquina izquierda, el sitio formalmente reservado para los invitados. Zeuxipos lo observaba, regañándolo con los ojos cuando parecía demasiado cómodo, o demasiado distante, hasta que Antálcidas no supo cómo portarse.

El rey llegó con una escolta de dos caballeros. A diferencia de los plebeyos, a quienes se exhortaba a no usar el fuego en los viajes nocturnos, los príncipes de la corona no estaban obligados a seguir la Instrucción. Pleistoanax venía con asistentes que portaban antorchas. La escasa conversación que precedió a su llegada cesó cuando el rey se quitó la capa de lana y las botas de piel. Libre de estas prendas, era una silueta pálida y corpulenta que se parecía a los aristócratas de otras ciudades griegas. El labio superior rasurado y la barba larga y bifurcada, sin embargo, eran típicas de los espartiatas.

Pleistoanax saludó a cada comensal, articulando los nombres inaudiblemente mientras recorría la sala. Antálcidas se sorprendió cuando el rey pareció reconocerlo, murmurando su nombre sin titubeos ni ayuda. Zeuxipos se hinchó de felicidad ante semejante honor.

Cuando Pleistoanax se acomodó en la silla, los demás se arrojaron sobre los bancos. Entró un ilota con el primer plato, un macizo pan de cebada y un cuenco de caldo negro. La conversación entre los espartiatas comenzó como si continuara de la noche anterior:

—He oído hablar de la excelencia de un peine que ninguno de vosotros ha mencionado, el que está hecho de hueso humano —dijo Dorieo mientras arrancaba un trozo de pan y pasaba la hogaza.

—Quizá no se haya mencionado, pero no por desconocimiento —respondió Herípidas—, pues yo siempre llevo uno conmigo...

Extrajo el peine de un pliegue de la túnica: un objeto tallado toscamente, con dientes afilados y desparejos que tenían el color del hueso. Isidas lo miró atusándose la barba.

—Se dice que un peine hecho de hombre congenia con las propiedades del cabello humano.

—Es verdad, pues jamás tironea ni enreda.

—Enredará si lo lavas en agua de zanja.

—Desde luego. Sólo el agua de río es apta para lavarlo.

—Pero aun entonces, el cabello puede quebrarse —dijo Dorieo—, a menos que se lo trate primero con manteca de cerdo.

—¡Qué aguda percepción de lo obvio, Dorieo! —resopló Eudamidas—. ¡Ahora descríbenos el color del caldo negro!

Los presentes disfrutaron de una buena carcajada a expensas de Dorieo, que se enfurruñó pero no protestó porque se suponía que los espartiatas tenían la piel gruesa. Al menos, frente al rey.

El caldo se servía en profundos tajaderos de madera. Aunque era el plato típico del comedor, los niños que se sometían a la Instrucción rara vez lo probaban a menos que los invitaran a una mesa de hombres.

Antálcidas miró su porción, reparando en su aroma metálico. El caldo negro era carne de cerdo hervida en su propia sangre hasta que la carne se desprendía del hueso. La sangre cocida, que tenía un sabor semejante a la saliva salada, se mejoraba con una generosa dosis de vinagre. Según el tiempo de hervor, el color oscilaba entre el óxido y el negro tinta, y la consistencia podía ser más líquida o más espesa. La mayoría de los Compañeros del Espetón parecían preferirlo espeso y bebían de los tajaderos. Otros, como Zeuxipos y el rey, emitían ruidos de satisfacción pero atemperaban el sabor con lupinos frescos o trozos de pan de cebada. Al rey Pleistoanax se lo sirvieron en un cuenco de arcilla con una cuchara, y tenía derecho a una porción doble. Pero comió menos de la mitad y pasó el resto a su chambelán, diciéndole:

—Distribuye esto entre los ilotas, como una dádiva de sus amos.

Los sirvientes palidecieron ante su generosidad.

Antálcidas lo probó y se obligó a tragarlo. Al fin comprendía la respuesta de un embajador de Sibaris que, ansioso de probar el célebre plato de los lacedemonios, pidió a sus criados que le llevaran un cuenco; después de escupirlo con asco, el sibarita comentó: «Ahora sé por qué los espartanos están tan dispuestos a morir».

Antálcidas se impacientó a medida que transcurría la velada. Tendido en los bosques en frígidas noches de invierno, había soñado que su pertenencia a un comedor prestigioso le abriría un nuevo mundo de personalidades míticas, grandes estrategas, sabiduría concentrada. En cambio, la charla se limitaba a insultos mezquinos y cuestiones de higiene, y ni siquiera el pomposo Zeuxipos se portaba como de costumbre. Parecía existir el acuerdo tácito de no tratar temas de importancia. Con el estómago revuelto por la sangre de cerdo, Antálcidas decidió que haría cumplir sus expectativas, aunque le costara la admisión.

—¿Qué hay de Atenas? —barbotó—. He oído que tienen un líder fuerte en ese hombre, Pendes, un líder que sabe luchar. Están construyendo un imperio que no está al alcance de ningún ejército, en el mar. ¿Cómo afrontaremos ese desafío?

Todos los ojos se volvieron hacia el joven invitado. Al cabo de un instante de incomodidad, Damonon y Herípidas soltaron una risotada, e Isidas sonrió discretamente.

—¡Parece que el joven tiene interés en la diplomacia! —exclamó. Zeuxipos fulminó a Antálcidas con la mirada.

—Si me permitís —dijo el sirviente ilota—, Polínico lamenta no poder acompañar al rey esta noche, pues está de cacería. En cambio, os ruega que disfrutéis del don que envió a la mesa...

Los camareros llevaron una ristra de liebres asadas. Pleistoanax, con gran alivio, despejó un sitio frente a él.

—Recordemos a nuestro amigo, el Igual Polínico, mientras envidiamos su buena fortuna en la cacería.

Y así, la única respuesta que recibió Antálcidas fue el crujido de tendones desgarrados, el burbujeo del vino y el chasquido de los huesos mondados que caían en los platos. Mientras roía una pata fibrosa, Antálcidas desistió de toda perspectiva de charla edificante. Luego el viejo Isidas se reclinó con la copa de vino y chasqueó la lengua.

—El chico plantea una pregunta interesante. No está claro, al parecer. Nada claro.

—¡Atenas está dirigida por una plebe ignorante y afeminada! —exclamó Damonon, con súbita vehemencia—. Tienen algunos barcos, lo concedo, pero, ¿quién los tripula? ¡La mugre y las langostas! Esa chusma cederá ante la primera muestra de oposición, lo prometo.

—No estaría tan seguro de eso —comenzó Ifito, el almirante—. Si hubieras visto su flota...

—¡Nuestro error fue permitirles que reconstruyeran sus fortificaciones tras expulsar a los persas! —exclamó Eudamidas—. Sin artillería, atacar esas murallas es como orinar sobre ellas. Ojalá alguien hubiera desconfiado de ese cabrón de Temístocles y sus palabras melifluas.

Pleistoanax golpeó la copa.

—Creo que los Iguales deben refrenar la lengua frente al muchacho y no permitir que sus temores ofusquen su razón. Los atenienses ignoran, a fin de cuentas, que el tal Pericles, hijo de Jantipo, es hombre de Esparta.

Antálcidas sacudió la cabeza.

—¿Nuestro hombre?

—Las casas del rey Arquidamo y Pericles han compartido durante largo tiempo el patrocinio mutuo de sus respectivas ciudades —explicó Pleistoanax—. Por esa razón, no habrá guerra. Más aún, estamos a punto de firmar un tratado de paz.

Hubo otra pausa en la conversación mientras los ilotas llevaban bandejas de higos secos y queso verde.

Como ex éforo que pronto ingresaría en la Gerusía, Isidas tenía el privilegio especial de contradecir al rey. Los demás se prepararon para una réplica incisiva cuando el anciano rompió el silencio.

—Vuestras palabras deben de ser ciertas, alteza: nuestras diferencias se resolverán en paz, o nos llevarán a la guerra. ¿O revelo una aguda percepción de lo obvio, querido Eudamidas?