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Aquel año el festival de verano coincidió con una racha de tiempo tórrido. Mientras la canícula horneaba las cosechas y el verde muro del Taigeto parecía ondular en lontananza, el Eurotas fluía con viscosa reticencia, como si reuniera fuerzas para su marcha hacia el mar. Los celebrantes convergían en la ciudad de la misma manera, esforzados pero perennes. En carromatos cubiertos, en caballos y asnos, o arrastrando los pies, venían de las ciudades de Gition y Pelene, Selasia y Helos, y regiones tan remotas como Tireatis, Mesenia y Trifilia, mil valles remotos intermedios que eran demasiado pequeños para tener nombre. Había espartiatas que venían de sus fincas, y periecos que venían de sus talleres, e ilotas —algunos de Mesenia, la mayoría nativos de Laconia— que asistían a sus amos. Con estas visitas, el Festival de los Rebaños era una de las pocas ocasiones anuales en que Esparta dejaba de ser un conglomerado de aldeas somnolientas y se transformaba en hirviente centro de convivencia. Muchos peregrinos de otras ciudades, como Atenas o Corinto, llegaban a Laconia con torpes prejuicios sobre lo que debían esperar de los taciturnos nativos, suponiendo que se dedicaban a azotarse entre sí y rumiar asuntos de suma gravedad. Se sorprendían de algo que los laconios siempre habían sabido: en aquel sitio se hallaban los mejores bailarines, las faldas más cortas y los hombres más apuestos.
Durante nueve días Antálcidas vagabundeó deslumbrado por esa ciudad transformada. Allí donde sólo se oían los versos de Homero, Tirteo y Alcmán, convergían poetas de todo el Peloponeso para presentar obras compuestas para la ocasión, a menudo durante recitales informales en la Estoa Persa o encima de los cimientos de casas sin reconstruir. Se detuvo a escuchar a un poeta de ojos desorbitados de Arcadia, que cantaba un encomio a Pánico acompañándose con la lira; observó un coro de veinticuatro doncellas de Esciritis que bailaban para Artemisa con túnicas cortas y sandalias de cazadora, girando tan rápidamente que el cabello nunca descansaba sobre sus espaldas.
La gente que miraba estas representaciones usaba anticuadas y holgadas túnicas sin cinturón, que se sujetaban al hombro con alfileres relucientes. Algunos llevaban pequeños botes de madera en la mano, o usaban pequeños botes como sombrero, o alzaban diminutas naves con mangos. Le quiso preguntar a Zeuxipos el porqué de esas embarcaciones, pero el anciano estaba regañando a Rana y Refrito por una infracción que Antálcidas no había visto.
—Ningún motivo justifica una riña frente a los ilotas —les decía—. Los Iguales pueden disentir, pero ninguna discrepancia entre vosotros debe envalentonar a vuestros enemigos...
El centro del mercado se había convertido en campamento militar, festoneado con pendones de color y emblemas de las fratrías tribales. Nueve hombres estaban albergados en cada una de las nueve tiendas durante la duración de nueve días del festival. Las tiendas tenían tres lados, con el cuarto cerrado por una soga. Durante los nueve días cada aspecto de la vida de esos hombres era regulado por los gritos de un pregonero, que anunciaba sus actividades a los espectadores que se reunían para mirar las tiendas.
—¿Por qué hacen campamento, si la práctica de la guerra está prohibida durante el festival? —preguntó Antálcidas.
Zeuxipos sonrió y asintió, como paladeando la inocencia de esta pregunta.
—No siempre nos es dado comprender estas cosas —repuso—. Aun así, te diría que tu pregunta encierra la premisa de que hacemos campamento para librar guerras. El campamento del festival nos muestra lo contrario: triunfamos en la guerra por las cosas que valoramos, como la disciplina.
—¿Y qué significan los botes?
—Los botes representan el antiguo viaje de los heraclidas desde Naupacto hasta el Peloponeso, cuando arrebataron Laconia a los aqueos. Los hijos de Heracles, como sabes, erraban por el mundo porque la traición de Euristeo, rey de Micenas, los había privado de sus tierras. En el primer intento de recobrar lo que les pertenecía, Euristeo pereció, y los heraclidas debieron refugiarse en Tesalia. Allí se aliaron con Egimio, rey de los dorios, a quien Heracles había ayudado en su lucha contra los lapitos. Egimio adoptó a Hilo, el heraclida primogénito, que con el tiempo fue rey de los dorios, a la muerte de Egimio.
»Antes de reanudar la guerra contra la casa de Micenas, Hilo pidió consejo al oráculo de Delfos. Le dijeron que su campaña triunfaría si los heraclidas esperaban la maduración de la tercera cosecha, y si invadían el Peloponeso por un canal angosto. Hilo interpretó que «la tercera cosecha» significaba el tercer año, y el «canal angosto» un ataque terrestre por el istmo de Corinto. Pero cuando reanudó la guerra al cabo de tres años, la expedición volvió a fracasar, y esta vez pereció el propio Hilo. Sólo entonces los heraclidas entendieron que la «tercera cosecha» no se relacionaba con las estaciones sino con las generaciones, y que el «canal angosto» significaba una invasión por el estrecho de la boca del golfo de Corinto. Cien años después, sus descendientes navegaron de Naupacto a Rion. Como la Pitia había predicho, derrotaron y mataron a Tisameno, hijo de Orestes, y dominaron todas las tierras de los aqueos, Laconia incluida.
—Así me han contado —dijo Antálcidas distraídamente, mirando a una muchacha. Ella usaba una túnica teñida de púrpura, como si acabara de bajar del escenario coral. Tenía ese pelo rubio, casi blanco, que se veía a menudo entre los siervos del norte. Pero no había nada servil en su porte, su cabeza coronada con laurel, el cabello echado sobre el hombro en una trenza mechada con tallos de lino. Lo miraba con grandes ojos llenos de franca fascinación. Él movió la cabeza para ver si ella miraba a alguien que estaba detrás, pero cuando volvió a mirar se había ido.
—Olvídate de las muchachas —dijo Zeuxipos con cierto fastidio—. Aquí hay algo que debes ver...
Condujo a Antálcidas hacia la pista que estaba al oeste del mercado. Una numerosa muchedumbre rodeaba el lugar. Abriéndose paso a empellones, Antálcidas vio el objeto de la reunión: un joven con edad suficiente para haber concluido su Instrucción vertía libaciones: para los Dióscuros, para Licurgo el Legislador, para Zeus Transformador de Cobardes, para Artemisa Conductora, para Eilitia, y para Apolo de los Rebaños, patrón del festival. Ese hombre estaba extrañamente vestido con pieles de animal sujetas con correas de lana que iban desde el pecho hasta los muslos. Otros tres, desnudos, tensaban el cuerpo como preparándose para una carrera. Zeuxipos se inclinó hacia Antálcidas, rodeándole la cintura con el brazo, casi tocándole la oreja con la boca.
—La celebración se remonta a los antiguos, antes de que los dorios llegaran a estas tierras. Carneios era un dios de la fertilidad de los aqueos, entre quienes se llamaba Carneios de la Casa. ¿Sabes por qué los lacedemonios continúan la tradición?
Antálcidas aún estaba pensando en la muchacha que había visto. Y aunque sabía que un aspirante a Igual debía ser piadoso, nunca había tenido mucha memoria para las viejas historias, que eran tantas que siempre lo confundían. Meneó la cabeza.
—Cuando los dorios conquistaron Laconia, mataron por accidente a un vidente del viejo Carneios —continuó el anciano—. Temiendo la contaminación causada por ese acto, nuestros antepasados buscaron el favor del dios... Escucha, muchacho, porque esto es importante. Lo buscaron observando todos los honores que se le debían. Uno de ellos era un rito de persecución que se celebraba en tiempos de la cosecha. Y para que los dioses de los dorios no se ofendieran, designaron el festival invocando al dios de todos los adivinos y videntes, que es nuestro Apolo.
Concluidas las libaciones, el hombre de los correas de lana ocupó su posición en la línea de salida. Los otros tres corredores, tras ser consagrados por un trío de magistrados del templo, se alinearon detrás de él. Mirando a lo lejos, Antálcidas comprendió el objetivo de la competición: una tosca estatua de madera erigida en el otro extremo de la pista, sobre el altar de piedra, y adornada con flores.
—¿Ése es Carneios? —preguntó.
Zeuxipos asintió.
—El rito de la cacería es anterior a la conquista original. El carnero corre delante de los tres cazadores. Si llega a la imagen del dios que está al final de la pista antes de ser aprehendido, un desastre caerá sobre la ciudad; si lo atrapan, es presagio de buena suerte.
Antálcidas supuso que el predominio del número tres en los ritos se relacionaba con las tres antiguas tribus de los dorios: hileos, dimanes y pánfilos. Le habría preguntado a Zeuxipos, pero temía que el anciano le contara toda esa aburrida historia.
—Los cazadores son llamados atletas del racimo, un nombre que quizá te recuerde a Dionisos, pero eso sería un error...
De pronto se inició la carrera. El carnero corría por la pista entre las multitudes. Los espectadores, hombres y mujeres, gritaban y tendían las manos hacia los atletas del racimo, implorándoles que iniciaran la persecución. Pero esos jóvenes eran presuntuosos, y aguardaron hasta que pareció seguro que la presa cruzaría la línea de llegada. Al fin se pusieron serios; tensando los cuerpos aceitados, se lanzaron por la pista para estruendoso deleite de la multitud.
La salida parecía sincronizada para magnificar la expectativa. Los perseguidores iban muy a la zaga, pero los muslos de carnero estaban cubiertos con correas de lana que le impedían dar grandes trancos. Pero entonces, para aflicción general, las correas se aflojaron. El carnero aceleró mientras se oían rasgaduras, a pocos pasos de su meta.
El cazador más rápido acometió y se lanzó al aire. Cogió a la presa por el pie, tumbándola mientras el otro pataleaba. El carnero se zafó y avanzó de rodillas. Al fin, cuando estaba a un brazo del altar, los otros dos cazadores lo echaron hacia atrás, y los tres cayeron amontonados. Cuando se levantaron, sus rostros y cuerpos aceitados estaban cubiertos con el polvo de la pista, pero el carnero estaba bajo su control. Con aire triunfal, con raspaduras en los codos y las rodillas, los tres llevaron su trofeo en la larga caminata de vuelta hacia la salida, mientras los espectadores festejaban y bailaban.
—Parece que este año tendremos suerte —dijo Zeuxipos.
—¿Alguna vez no lo atraparon?
—Una vez, hace pocos años, el carnero llevaba la delantera pero dio un traspié. Algunos dicen que habría llegado al final si Apolo no hubiera intercedido. Fue el festival anterior al Gran Terremoto...
Los corredores ofrecieron el cautivo a los magistrados. De inmediato, la multitud calló, y por encima del murmullo de niños y cigarras se elevó la voz atiplada del carnero.
—La buena nueva, el que todo lo ve, cultivador de lanzas, portador de cuernos, Carneios de la Casa, habiendo visto la valía de los hombres de la ciudad, aquí y por un año extiende y otorga su perdón por los pecados de los dorios, y así disuelve la contaminación del asesinato del vidente Crios, su leal servidor, y autoriza a sus suplicantes a practicar los sacramentos de guerra por un año, hasta que los ciudadanos vuelvan a reunirse a su vista, siguiendo la tradición legada por sus padres, para demostrar su virtud, tal como corresponde por su culpa de sangre, el día décimo quinto del mes de Carneia, el año próximo.
Con esta bendición y la promesa de obtenerla de nuevo el año próximo, los lacedemonios recibían permiso para volver a ser ellos mismos. Un par de sacerdotes con coronas de laurel ocuparon su sitio ante la imagen de Carneios. Les llevaron un carnero auténtico, con los cuernos dorados y el vellón festoneado con cintas carmesíes, seguido por una doncella vestida de blanco inmaculado, con un cesto. Sus pliegues de lino, recién planchados, eran rectos y regulares como las acanaladuras de una columna de piedra. Los sacerdotes, la doncella y el animal giraron alrededor de la estatua al son de las flautas, y luego recibieron la ablución, los humanos con agua en las manos, el carnero con gotas rociadas sobre la cabeza. La cabeza del animal permaneció quieta. El sacerdote vertió más agua, pero esta vez la arrojó a los ojos del carnero, que se sobresaltó, echando la cabeza hacia atrás. Esto parecía un asentimiento del carnero, que así aceptaba ser sacrificado.
El cesto se abrió, y compartieron las tortas de cebada que había dentro. La exposición del cuchillo arrancó un jadeo a la multitud, como si nunca hubiera visto nada semejante. Un tajo cortó una vena del cuello del animal y un borbotón de sangre bañó el flanco del altar, que estaba manchado de negro con los vestigios de cien sacrificios anteriores. Mientras el carnero derramaba su vida, las mujeres de la multitud alzaron las manos y ulularon, un sonido que siempre erizaba el vello de la nuca de Antálcidas.
—En mis sesenta y dos años nunca he visto los ritos mejor ejecutados —declaró Zeuxipos, con un tono ritual que sugería que decía lo mismo cada año.
Se reanudaron las competiciones de música y danza, incluido un himno coral de veinticuatro doncellas vestidas de púrpura. Al principio se formaban en cuatro filas de seis, moviéndose al ritmo de los versos, y sus cimbreos exponían y ocultaban la desnudez entre los flancos sueltos de las túnicas. Cantaban:
En el centro de Pito de Delfos, ombligo del mundo, el divino Febo
tañe las cuerdas de su hueca cítara, enviando su dulce vibración
sobre las alturas rocosas del Parnaso, amado de las Musas.
Pero más rápido que el destello de luz de su plectro dorado,
él vuela hacia las mansiones del Olimpo, morada del ínclito Zeus.
Allí distrae a los inmortales reunidos, complacidos de oír las notas melifluas
que toca el hijo de la rubia Leto, resplandeciente
para las Gracias de bonitas trenzas, y Artemisa cazadora,
y su hermana Afrodita, nacida del mar, que bailan con manos entrelazadas
mientras las Horas cantan el amor de los dioses, ese don para los mortales
en una vida corta y frágil que no puede eludir la decadencia
ni liberarse de la muerte...
La rubia que él había visto antes estaba allí, en el extremo izquierdo de la tercera fila. Bailaba y recitaba con la frente fruncida de concentración, alzando y bajando los pies con sandalias, pateando con sus tobillos con ajorcas, asiendo un arco invisible al mencionar a Artemisa. Al unísono, las muchachas formaron un círculo, cada una asiendo la muñeca de la bailarina que tenía al lado, sus giros energizados por el relampagueo de los tobillos y las caderas. Antálcidas no pudo dejar de admirar la belleza de sus piernas: lisas, torneadas, radiantes y aterciopeladas bajo la luz. Las rodillas de las mujeres espartanas, en cambio, cortaban como espadas. Estaban levemente descoloridas por la tierra del gimnasio, o como gustaban de creer los extranjeros, por arrodillarse ante sus amantes. Antálcidas se excitó tanto con lo que veía que echó a correr sin avisar a Zeuxipos.
—¿Adónde vas? —preguntó el anciano—. ¡Debemos visitar el campamento!
Antálcidas corrió al descampado y encontró un manzanar. Cogiendo una fruta con un color tan robusto como los muslos de la muchacha, buscó un lugar apartado y comenzó a besar la tersa superficie, usando los labios de modos que aumentaban su frenesí. Sus besos se volvieron mordiscos, luego dentelladas, exponiendo la carne, arrancando el zumo, hundiéndose en el centro ácido, partiéndolo contra las mejillas, reduciendo las semillas y la piel hasta que no quedó nada.