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Esa noche la Terror no se dedicó a bloquear la isla como de costumbre. Varias horas antes del amanecer, casi todos los barcos atenienses estaban desplegados en doble hilera alrededor de la fortificación. Cada uno recibió una partida de tropas de desembarco: honderos y arqueros áticos, hoplitas con armadura pesada, peltastas aliados que, a juzgar por su acento, pensó Xeutes, debían de proceder de un ventoso lodazal de Tracia. Su nave recibió un pelotón de arqueros cefalenios que aferraban los arcos con nudillos blancos y expresión adusta. Aunque las tropas terrestres a menudo bromeaban para disimular su aprensión en el mar, estos hombres se acomodaron en silencio a lo largo de la borda, encarando la misión inminente con aire taciturno. Se necesitaban agallas para cazar espartanos.

Más órdenes de Demóstenes: para la batalla cada capitán haría desembarcar en la isla a todos los remeros de las bancadas superiores, y los de las bancadas inferiores se quedarían a cuidar la nave. Con esa finalidad, los remeros más jóvenes y robustos fueron asignados arriba y los más viejos y experimentados a las bodegas. En vísperas del ataque final, Patronices y Dicearco aceptaron adustamente esta inversión del orden natural, tan irritante en sus implicaciones. Para ellos, lo peor no era la pérdida de estatus o el hedor de la bodega, sino la sonrisa socarrona que pusieron Clinias, Timón y otros chuscos cuando los mayores abordaron primero.

—¡Cuídate, Timón, o te romperé esa cara! —advirtió Patronices al pasar.

—Procuraremos que las pulgas no invadan vuestros cojines —replicó Timón.

—¡Cerrad el pico, todos! —rugió Estilbíades—. ¡Hoy desearás haber estado en la bodega, Timón! Te aseguro que allá hay una lanza espartana con tu nombre en ella.

Cuando llegó el momento de que los oficiales ocuparan su sitio, Xeutes notó que la cabina de Filemón estaba vacía. Escrutando la playa, pronto lo encontró, seco y seguro en la arena, con una copa de vino en la mano. Filemón alzó la copa mientras Estilbíades indicaba que la nave estaba preparada. Xeutes respondió a la señal; su patrocinador era un cobarde, sí, pero había enviado la mejor parte de sí mismo —su dinero— al peligro con sus conciudadanos. En todo caso, era mejor ir a la lucha sin que el trierarca manchara la cubierta con vómito.

Cada capitán extrajo guijarros de un saco para determinar el lugar de su barco en el ataque. Xeutes sacó una piedra negra: la Terror se sumaría al escuadrón norte, del lado del mar Jónico. Mientras los certeros timones de Esfero los guiaban por el canal de Sikia, Xeutes oteó las alturas de Corifasion a la derecha, coronadas por las fogatas de los centinelas atenienses. Los vigías se habían reunido en la ladera del promontorio más próxima al canal, como si se hubieran congregado para deliberar sobre el ataque. Volviéndose a la izquierda, examinó la prominencia de Esfacteria: una masa rocosa blanca y espectral bajo el claro de luna, que se tornaba un abrupto acantilado del lado de la bahía. Esa escarpa impedía todo ataque sobre el interior desde el norte. Durante el día habían avistado gran cantidad de espartanos ahí arriba, con su campamento principal en el terreno chato que estaba más allá de la elevación. A diferencia de los atenienses, los pelilargos no encendían fuegos por la noche. El lugar parecía tan abandonado como la ciudad de Néstor, pero Xeutes se los imaginaba afilando sus espadas o rezándole a Artemisa, o lo que hicieran en vísperas de una matanza.

La Terror se meció sobre la quilla cuando Esfero enfiló al sudoeste, clavando el espolón en el oleaje. Cuando comenzó la cadencia familiar y el ritmo de los remos lo acunó, Xeutes se acomodó en la silla y cerró los ojos. Se durmió al instante.