6
Endio lo llevó a un campo donde habían pisoteado un ancho círculo de grano hasta aplastarlo. Otros quince niños de su edad retozaban dentro del círculo. No hubo presentaciones ni charla, sólo el ruido vegetal de quince cuerpos que saltaban, luchaban, y zangoloteaban entre los tallos. Endio quitó la capa de Antálcidas, dejándole sólo una túnica delgada. Los niños se detuvieron para examinar al recién llegado. Cuando Antálcidas lo interrogó con la mirada, el pastor de niños le guiñó el ojo y se alejó por el labradío de cebada.
Antálcidas se preguntó si debía seguirlo, hasta que lo empujaron por detrás. Al volverse se las vio con un chico de unos doce años que tenía un enorme lunar en la mejilla derecha.
—¿De veras que sólo tienes siete años? —preguntó Lunar.
—Sí.
—Es demasiado alto —les dijo Lunar a los otros niños—. Seguro que su madre lo retuvo en casa un año más, quizá dos.
—Claro que no.
—No discutas, larva —ordenó un chico pelirrojo, acercando el puño a la nariz de Antálcidas.
—¿Larva? ¿Qué es eso?
—Es como un gusano inservible... larva.
—Llamamos larvas a todos los novatos —dijo Lunar—. Si tienes suerte, obtendrás un nombre auténtico cuando hayas probado tu valía.
—¡Alerta! ¡Espantajo al este! —anunció un tercer chico en voz baja.
Todos los ojos se volvieron hacia Lunar, y Antálcidas comprendió que debía de ser el jefe del grupo. El chico se agazapó, y todos lo imitaron. Pelirrojo se volvió hacia Antálcidas.
—¿Qué haces, larva? ¡Métete aquí!
Los otros le dejaron espacio a Antálcidas. Lunar estaba en el medio dando órdenes, señalando con el dedo a cada niño.
—Rana, Bostezo, Grillo y Bestia tomarán el flanco. Pelirrojo, Refrito y Queso custodiarán la retaguardia, mientras que el resto formará un círculo conmigo en el frente...
—Espera, ¿yo qué hago? —preguntó Refrito.
—Dije que cuides la retaguardia. Chico nuevo, tú también ven conmigo... ¡deprisa!
Mientras se desperdigaban, cada niño recogió un puñado de piedras entre los tallos rotos de cebada. Antálcidas no entendía quién era el enemigo, hasta que todos se arrastraron por el grano y señalaron el blanco.
El «espantajo» era un ilota solitario que caminaba por la linde del campo con una azada sobre los hombros y un sombrero en la cabeza.
Lunar condujo a su partida por la cebada hasta aproximarse al ilota. Se detuvo, sincronizando su aproximación con los del flanco y la retaguardia. El ilota también se detuvo, ladeando la cabeza como si hubiera oído algo, empuñando la azada en posición defensiva. Hubo una pausa mientras los cazadores y la presa se quedaban quietos; Antálcidas había perseguido liebres en el bosquecillo que había detrás de su casa, pero nunca había sentido que su corazón palpitara con tanta excitación. Entonces comenzó: la patrulla se aproximó por tres flancos empuñando piedras, soltando un chillido colectivo de roedor que no parecía anunciar peligro. Pero la ferocidad del ataque fue brutal cuando las piedras llovieron sobre el ilota. El sombrero echó a volar de su cabeza como un ave herida, y él cayó a tierra cubriéndose la cara. Lunar y sus infantes más aguerridos se aproximaron para arrojar sus proyectiles a quemarropa. El ilota, que parecía tener cierta experiencia en estas cosas, se encorvó sobre los rastrojos para evitar los golpes.
Lo torturaron con cada piedra que pudieron encontrar, y cuando se quedaron sin piedras usaron palos, guijarros y boñigos. Incorporándose, el ilota descubrió la cara para ver adónde podía correr. Entonces Lunar le propinó su última sorpresa, una astilla de granito que había reservado para ese momento. Golpeó al ilota en plena boca. Un arco de sangre, como una libación destapada, brotó de él. Escapó a los bosques que lindaban con el campo contiguo. Rana y Bestia se dispusieron a perseguirlo, pero Lunar los llamó.
Los niños se reunieron sobre el charco de sangre ilota y los dientes rotos, ovacionando. Lunar se plantó en el centro.
—¡Silencio! ¿Qué tenéis que celebrar? Sólo habéis cumplido vuestro deber.
—¡Ese ilota no alzará la cabeza por un tiempo! —declaró Rana, un niño con hoyuelos que no parecía tener pescuezo. Recogió el resto de un incisivo roto y trató de encajárselo en la boca.
—Quizá. Pero siempre hay más esclavos que hombres como nosotros. Recordadlo.
—¡Mirad! ¡El chico nuevo no arrojó!
Todos miraron a Antálcidas, el único que aún tenía una piedra en la mano. Ante la mirada de los demás, se sonrojó de vergüenza. Soltó la piedra.
—Bien, parece que te llamaremos Larva durante mucho tiempo —dijo Lunar.