12
Al final resultó que el viaje de madame Rocher no había sido realmente necesario. La noche de la cena de sir Conrad, Sigismond se puso enfermo y con mucha fiebre; por la mañana vino el doctor y dijo que debían extirparle el apéndice inmediatamente. Lo llevaron en ambulancia a una clínica para prepararlo para la operación. Él se mostró profundamente interesado en el asunto.
—¿Me voy a morir? ¿Me llevarán al Père La Chaise? ¿Veré al Empereur, como en Le Rêve? Bueno, perdono a Nanny por todo. ¿Puedo ver el bisturí? Tendré una cicatriz ahora, ¡como Canary! ¡Qué bien! ¿Cuándo me lo van a hacer?
—Mañana por la mañana —dijo la enfermera—, y no te excites tanto.
—Mejor que le den algo para que esté tranquilo —dijo el doctor.
Sigi se adormeció. Grace se quedó sentada a su lado hasta que oscureció; entonces llegó Nanny, dispuesta a pasar la noche en la clínica. No tenía sentido que estuvieran allí las dos y, como Nanny insistió en quedarse, Grace regresó a Queen Anne’s Gate. Charles-Edouard estaba saliendo de un taxi cuando ella llegó.
Verle parecía algo natural, no se sintió ni incómoda ni cohibida, y evidentemente él tampoco.
—Ravi de vous voir; ma chère Grace —dijo, besándole velozmente la mano como hacía siempre.
Ella abrió la puerta con su llave y entraron juntos en la casa.
—¿Cómo está? ¿Y cuándo le operan? No estaba en casa cuando llamó tu padre, de otro modo hubiese podido llegar antes.
—No importa, ha estado durmiendo prácticamente todo el día y la operación no es hasta mañana por la mañana. No es peligroso, no te preocupes.
Se sentó de golpe, estaba mareada.
—Pareces cansada.
—Sí. Estuve despierta toda la noche y he estado en la clínica desde entonces sin comer prácticamente nada. Me sentiré mejor después de cenar.
El mayordomo entró en el vestíbulo. Miró indeciso la maleta de Charles-Edouard, la dejó donde estaba y dijo:
—Sir Conrad saldrá de la Cámara tarde.
—Entonces quisiéramos cenar inmediatamente, por favor.
Charles-Edouard estuvo encantador durante la cena; le contó todos los chismes de París.
—Estoy tan contento de verte —decía de vez en cuando, y al final de la cena—: No te puedes imaginar cuánto te he echado de menos.
—¡Oh, Charles-Edouard! Yo estaba enferma de añoranza.
—He pensado en abrir Bellandargues este verano. Sigi se podrá recuperar de su operación allí. ¿Vendrás?
—¿Para un fin de semana?
—Para siempre. Vamos arriba.
Subieron. Al llegar al salón Grace abrió la puerta, pero Charles-Edouard le cogió la mano y señaló más allá.
—Charles-Edouard, no podemos. No estamos casados.
—Nunca hemos estado casados.
Entraron juntos en el dormitorio.
—Pero creo que sería lo mejor —dijo él, más tarde—, y como Dios manda esta vez. Por el bien del pequeño.
Grace repitió, feliz y adormilada: «Por el bien del pequeño». Pero entonces se despertó un poco y dijo:
—Pero, Charles-Edouard, ¿por qué no hiciste ningún gesto? ¿Por qué un año entero sin un solo gesto?
—¿Cómo que ni un solo gesto? Te negaste a recibirme cuando vine expresamente de París... Le dijiste a Sigi que por nada del mundo hablarías conmigo por teléfono... No contestaste a la larga carta que le di para ti. ¿Ningún gesto? ¿Qué más hubiera podido hacer?
Y entonces se descubrió todo. Ante los horrorizados ojos de sus padres, salieron a la luz tanto las acciones graves y perversas como las menos importantes pero igualmente molestas, del pobre Sigi.
—Parece que hayamos traído al mundo a un Borgia —dijo Charles-Edouard al final.
—¡Bobadas! —dijo Grace con indignación—. Es un niño bueno y cariñoso. La culpa es toda nuestra por dejarlo solo demasiado a menudo cuando éramos felices y depender demasiado de él cuando nos sentíamos solos. Hemos sido absolutamente egoístas y horribles con Sigismond desde el principio, ahora lo entiendo todo. Sólo lo ha hecho porque nos quiere y quiere estar con nosotros. Cuando estábamos juntos le excluíamos y le poníamos celoso, así que pensó que el mejor plan era mantenernos separados.
—Son horribles todos estos celos. Primero tú y luego el niño. ¿Qué voy a hacer al respecto?
—Tienes que intentar ser más bueno, Charles-Edouard.
—Al menos intentaré ser más cuidadoso.
—Hay algo más: consiguió que no nos casáramos con otra persona.
—¿Acaso estábamos considerando en serio esa posibilidad?
—Yo sí, dos veces.
—¡Qué raro! Reconoce que nunca te hubieras divertido tanto como conmigo.
—La diversión no es el único propósito del matrimonio —dijo Grace remilgadamente.
—¿Estás segura?
Decidieron que no dejarían que Sigi se diera cuenta de que lo sabían todo, pero que en el futuro estarían muy atentos a cualquier trapicheo sospechoso.
Cuando mucho más tarde llegó sir Conrad, la maleta de Charles-Edouard seguía en el vestíbulo y el salón estaba vacío y a oscuras. Asintió con la cabeza y se fue, feliz, a la cama.
A la mañana siguiente pusieron a Sigismond, todavía muy interesado, sobre una camilla con ruedas. «Es como la bandeja de los postres del Ritz», dijo, y se lo llevaron. Lo último que vio fueron los enormes ojos del cirujano mirándole fijamente.
Un minuto después —o media vida después—, volvió a abrir los ojos. Estaba de nuevo en su cama. Vio a la enfermera y le sonrió. Entonces vio a su padre y a su madre. Estaban cogidos de la mano. Su madre se inclinó sobre él. «¿Cómo te sientes, cariño?». De repente el significado de la escena se hizo horrorosamente obvio. Volvió a cerrar los ojos con un escalofrío.
—No está despierto del todo —dijo la enfermera—, todavía no les ha visto.
—Oh, sí que los he visto —dijo Sigi—, y voy a vomitar.
En cuanto Sigi se hubo recuperado lo suficiente para poder viajar, se marcharon todos a París en el Golden Arrow, incluida Nanny, la habitual montaña de maletas y la enorme alfombra de Grace, enrollada y atada con cuerdas.
—Quedará bien en tu dormitorio de Bellandargues —dijo Charles-Edouard.
—La hice para tu dormitorio de París.
Pero Charles-Edouard levantó una mano, movió la cabeza y dijo, con mucho cariño pero firmemente: «No».
Madame Rochen que ya había regresado a París y estaba encantada con el rumbo de los acontecimientos, llamó a Charles-Edouard un día antes de que se marcharan.
—Tengo al padre Lanvin —dijo—, os casará el jueves por la mañana, a las once, y luego convertirá a Grace. Es el mejor y el más rápido, despachó a la princesse de Louville en un periquete.
Pero Albertine, a la que Charles-Edouard llamó para asegurarse de que todo París se enterara de lo ocurrido, le suplicó que fuera con su sacerdote.
—El padre Lanvin está muy bien, seguro, pero creo que necesitas a alguien de otro calibre. El padre Strogonoff es tan dulce y comprensivo, y además está especializado en conversos extranjeros...
—Sí, no lo dudo, Albertine, pero debes comprender que mi tía ya ha pedido hora, creo que es mejor mantenerla. Siempre podemos cambiar si a Grace no le gusta.
A Grace le parecía que hablaban como si se estuvieran refiriendo a un dentista.
—¿Qué? —dijo Charles-Edouard, todavía al teléfono—. ¡No! ¿Estás segura?
Estaba escuchando con toda atención. Grace oía la voz de Albertine, cuac, cuac, cuac, por el aparato, pero no podía entender lo que decía. Charles-Edouard parecía fascinado.
—¡Oh! ¡Qué interesante! Continúa. Sí. ¡Qué bombazo! ¿No sabes nada más? Espera, no cuelgues, se lo voy a contar a Grace. Los Dexter han huido a Rusia. Han sido espías comunistas desde el principio, y se han ido. Saldrá en los periódicos mañana. Salleté le acaba de contar toda la historia a Albertine. Bueno, querida Albertine, adiós, contamos contigo el jueves a las once. Saint Louis des Invalides. Sólo hemos invitado a Tante Régine y a mi suegro. Adiós.
—¿Y bien? —dijo Grace, en ascuas.
—Bueno, al parecer hacía ya bastante tiempo que los americanos sospechaban de tu amigo Heck. Finalmente consiguieron pruebas suficientes para arrestarle... Debió de olerse algo y anteayer huyó a Praga. Las últimas noticias afirman que ha aparecido en Moscú.
—¿Y Carolyn?
—Con Carolyn y el pequeño Foss.
—Es un alivio saber que finalmente el pequeño Foss no gobernará el mundo.
—Y es un alivio saber que no tendremos que escuchar nunca más ninguna de las opiniones de Hector.
—Pobre Carolyn, ¿le gustará vivir en Rusia? Eso sí, es imposible que los rusos la irriten tanto como los franceses. Así pues, yo tenía razón, ¿ves?, en el colegio era comunista. Ahora entiendo por qué se enfadaba tanto cuando yo se lo recordaba.
—Y al parecer el verdadero nombre de él es Dextrovitch.
—Me dijo que su madre era una Whale.
—Lo era. Su padre, Dextrovitch, se nacionalizó americano justo antes de nacer él. Ahora dicen que tienen pruebas de que Hector ha sido bolchevique toda su vida, su padre le educó así. Es una historia realmente interesante. El padre vio cómo la policía del zar asesinaba a sus dos hermanos, huyó a Estados Unidos, se casó con una Whale rica y tuvo a Hector.
—¡Habráse visto! ¿Dónde está papá? Vamos a contárselo.
Naturalmente la historia de los Dexter animó mucho el trayecto a París de Grace, Charles-Edouard y Nanny; la noticia estaba en todos los periódicos. Al parecer, para los rusos Hector Dexter era tan valioso como diez bombas atómicas. Había ocupado puestos de máxima responsabilidad durante años, siempre había sido persona grata en la Casa Blanca, la conocía mejor que nadie excepto el propio Presidente, había tenido acceso ilimitado a toda la información y era uno de los hombres más brillantes del mundo. Recalcaban especialmente lo mucho que era querido por sus innumerables amigos (el bueno de Heck) en Londres, París y Nueva York. Muchos de ellos se negaban a aceptar que se hubiese marchado a Rusia voluntariamente, estaban convencidos de que toda la familia había sido secuestrada, la prueba era que Carolyn no se había llevado su abrigo de pieles. «Supongo que no han oído hablar de las martas cibelinas rusas», dijo Charles-Edouard cuando Grace le leyó el artículo.
A Asp Jorgmann y Charlie Jungfleisch los habían entrevistado en París. «Haya hecho lo que haya hecho —decían—, sigue siendo un gran amigo nuestro.»
Pero el embajador francés en Londres, que también estaba en el tren y con quien Charles-Edouard se fue a sentar durante un rato, dijo que su colega americano pensaba que librarse para siempre de la compañía del viejo Heck bien valía unas cuantas bombas atómicas. «Se dice que ha ido inmediatamente a reunirse con Beria. Bueno, lo siento muchísimo por Beria.»
—Quizá a él no le moleste tanto como a nosotros; siempre se ha dicho que los rusos no tienen sentido del tiempo —dijo Charles-Edouard.
—Es raro, querida, era muy buen padre. E imagínate a la señora Dexter. ¿Qué dirá Nanny Dexter?
—Tienes que llamarla en cuanto lleguemos para ver si se ha quedado.
Sigi iba sentado al lado de su madre, de muy mal humor, con una cara muy larga. Sus pequeños e inteligentes ojos negros iban de un lado otro, como los de un animal finalmente acorralado. Cuando el tren estaba a punto de llegar a Dover, algo llamó, de repente, la atención de esos pequeños e inteligentes ojos negros. El ladrón de Bunbury estaba cruzando el vagón, de camino, sin duda, al bar Trianon. Charles-Edouard dormía en su rincón y Grace estaba adormilada en el suyo.
—Sigi, ¿dónde vas? —dijo mientras Sigi se levantaba sigilosamente de su asiento.
—A estirar un poco mi pobre cicatriz.
—Bueno, no tardes, estamos llegando a Dover. Pobrecito mío, en el barco te podrás estirar.
Se marchó sin hacer ruido y encontró a su ladrón en el bar, bebiendo whisky.
—¡Cielo santo! —dijo el ladrón—. ¡Pero si eres tú! ¿Hacia dónde vas?
—A París. Ya te dije que soy un niño francés. Y me voy a casa con mi padre y con mi madre, pero dejando a mi apéndice en Londres.
—¡Qué lástima! Hubiesen debido dártelo en un frasco.
—¿Tú también vas a París?
—Eso espero. Si no ocurre nada desagradable por el camino.
Sigi se le acercó mucho y le dijo en tono confidencial: —¿Hay algo que quisieras que pasara para ti por la aduana? Mi padre va y viene constantemente, todos le conocen, nunca le abren nada.
El ladrón le miró y dijo:
—¿De qué lado estás ahora?
Sigi empezó a retorcerse un mechón de pelo.
—Del tuyo, como la última vez, ¿recuerdas?, hasta que me ataste como una salchicha. Pero aunque fuera una gran traición, creo que te debo una por haberte encerrado en la alacena.
—Pues... —dijo el ladrón, dudoso.
Estaban cruzando la estación de Dover Town, se veían el mar y los acantilados, las gaviotas graznaban y los pasajeros empezaron a agitarse.
—Borreguitos —dijo Sigi—. Pobre Nanny.
Finalmente el ladrón dijo:
—De acuerdo. Si quieres puedes echarme una mano con esto.
Le pasó un pequeño portafolios de cuero.
—¡Caramba! Pesa mucho, ¿no?
—Pesa porque está lleno de oro.
—¿Lo puedo ver?
—No. Estamos llegando. Sé un buen chico y devuélvemelo en el barco, camarote II, ¿te acordarás? Y te daré un poco como recuerdo.
—¡Oh! Aquí estás. No deberías alejarte tanto, querido, estábamos muy preocupados.
El tren se detuvo con una sacudida.
—¿Qué es esta cartera, querido? —preguntó Nanny mientras se dirigían al puesto aduanero.
—Papá me la ha dado para que se la guarde...
—Entonces serán dieciocho piezas... yo sólo había contado diecisiete. ¿Adónde va ese mozo?
Charles-Edouard les dijo a Grace y a Nanny que subieran a bordo.
—Yo me ocupo del equipaje. —Le dio a Grace los billetes—. Es el camarote número siete.
—Dieciocho piezas, señor.
—Gracias, Nanny. Largo de aquí, Sigi.
—No, no, esta es la parte que más me gusta.
Charles-Edouard se echó a reír y le dijo a Grace:
—La última vez vimos cómo se llevaban a una idiota por pasar dinero negro, supongo que espera ver otro espectáculo parecido.
—Sí. Eso espero.
Apilaron un enorme montón de equipaje, la mayoría, evidentemente, de Sigi, en el puesto aduanero. Charles-Edouard se dio la vuelta para hablar con un amigo que estaba en la comitiva del embajador. Seguían carcajeándose de los Dexter.
Sigi puso su pequeña cartera encima de las otras cosas y dijo, en tono confidencial, al aduanero:
—Yo de usted, agente, echaría un vistazo dentro.
—¿Todas estas cosas son suyas, señor?
El agente se inclinó por encima del mostrador y se dirigió en voz alta a Charles-Edouard, que contestó, casi sin volverse:
—Sí, sí, todo mío.
Y siguió hablando con su amigo.
El agente, que conocía a Charles-Edouard de vista, empezó a marcar las maletas con tiza mientras las iba pasando.
Sigi se estaba poniendo muy nervioso y dijo:
—No debe marcar ésta sin haberla abierto antes.
El agente se echó a reír.
—¿Qué te traes entre manos? ¿Contrabando?
—Yo no, mi papá. Mire, mire dentro.
El agente, que era un hombre afable, abrió el estuche de golpe. A primera vista parecía lleno de paquetes de café de medio kilo. Sin dejar de reír, sacó uno. Entonces le cambió la cara. Rasgó uno de los paquetes y dio un fuerte silbido. Charles-Edouard le estaba diciendo a su amigo «Nos vemos dentro de cinco minutos». El amigo salió del puesto aduanero y Charles-Edouard se volvió hacia el agente, que dijo:
—Disculpe, Señor, ¿esta cartera es suya?
—Supongo que sí. Si estaba con las otras —dijo, bastante sorprendido ante la repentina seriedad del agente.
—Entonces, me temo que debo pedirle que me acompañe.
—Que le acompañe. ¿Por qué?
—Por aquí, señor, se lo ruego.
—Sí, pero ¿por qué?
—Su cartera está llena de monedas de oro —dijo el agente, mostrándoselo.
—Nom de nom —exclamó Charles-Edouard, atónito—. Pero, espere un momento, esta cartera no es mía, no la había visto en mi vida.
—Acaba de decir que sí es suya.
—Sigi, ¿esta cartera es tuya?
—Oh no, papá, tú me la diste para que te la guardara, ¿no te acuerdas?
Sigi se retorcía mechones de pelo a toda velocidad.
Dos ingleses comentaron:
—¡Qué vergüenza! Hacer que el niño pase el contrabando por él.
Charles-Edouard lanzó a Sigi una mirada inquisitiva y dijo:
—Sigismond, ¿qué es todo esto? Por favor, sube a bordo inmediatamente, ve al camarote I, busca al señor embajador y pídele que venga.
Sigi salió corriendo y Charles-Edouard acompañó al agente a un despacho de la parte trasera del puesto aduanero.
Una vez Sigi hubo embarcado, no hizo el más mínimo esfuerzo por encontrar el camarote I o al embajador. Como tenía que ganar tiempo y no quería encontrarse con el ladrón, se dirigió hacia el tocador de señoras, donde sabía que encontraría a Nanny echada, medio desvestida y reclamando toda la atención de la azafata, que estaba inclinada sobre ella con un bote de pastillas para el mareo.
—Allí no está tan mal —decía la azafata—, está más movido en este lado. Métase en la cama inmediatamente, querida, eso será lo mejor.
—¿Y qué ocurrirá con el pequeño?
—Estaré bien. Estoy esperando a que el barco leve anclas y entonces iré a buscar a mamá. Tengo algunas noticias muy interesantes para ella, pero sólo cuando hayamos levado anclas.
—Ya no falta mucho —dijo la azafata mirando su reloj.
Mientras tanto, el criado del embajador llegó a su camarote, diciendo:
—Monsieur de Valhubert tiene problemas en la aduana, al parecer no le van a dejar coger el barco.
El embajador no tuvo ni un momento de vacilación. Habló con el capitán y acto seguido bajó a tierra, acompañado por un agente, que le llevó directamente al despacho donde estaba Charles-Edouard con varios aduaneros.
—¿Qué es todo esto? —dijo el embajador en inglés.
Charles-Edouard respondió furioso:
—Mi hijo, que parece un miembro de la mafia, ha colocado una cartera llena de monedas de oro entre mis cosas para incriminarme. No me preguntes cómo ha conseguido las monedas. Estoy realmente en una situación muy comprometida.
El embajador dijo al oficial jefe:
—Es absolutamente imposible que monsieur de Valhubert estuviera pasando oro de contrabando. No deben ni considerar esa posibilidad. Tiene que haber sido un error.
—Sí, señor, estamos seguros de que ha sido así. Pero tenemos que averiguar de dónde ha salido todo este oro. ¿Dónde está el pequeño?
—Fue a buscarte —le dijo Charles-Edouard al embajador.
—No le he visto. Mi criado me dijo que estabas retenido, por eso he venido.
—Ha sido de lo más considerado por tu parte, mon cher, te estoy sumamente agradecido.
—Qué menos.
Otro oficial asomó la cabeza.
—Señor Porter, por favor, sólo un instante.
El señor Porter salió y regresó al cabo de un momento.
—Creo que ya hemos llegado al fondo de la cuestión —dijo—. Acaban de arrestar a un hombre a bordo. ¿Me puede dar su nombre y su dirección, señor? Me alegra decirle que no perderá el barco.
Charles-Edouard le dio su tarjeta y se fue apresuradamente hacia el barco con el embajador.
Sigi no calculó bien el tiempo y llegó al camarote de su madre antes de lo previsto. Charles-Edouard, desde fuera, oyó una aguda voz familiar diciendo:
—Él siempre ha estado fascinado por madame Novembre... No me sorprende nada. Están hechos el uno para el otro y han huido juntos... Oh sí, mami, los he visto, de verdad, en su Cadillac.
Charles-Edouard abrió la puerta de golpe, diciendo, en un tono que ni Sigi ni Grace habían oído nunca y que dejó a Sigi paralizado de terror: «Sigismond». A esto siguió una tremenda bofetada. Los tres se quedaron mirándose un momento. Entonces Charles-Edouard, controlando su furia, dijo:
—Lo que necesitas, hijo mío, es una familia de hermanitos y hermanitas, y debemos hacer todo lo posible para intentar que la tengas. Y ahora, por favor, largo de aquí, ve a buscar a Nanny.