12

El día del cumpleaños de madame de Valhubert, en febrero, Charles-Edouard, Grace y Sigismond fueron al Père La Chaise a llevarle un ramo de flores silvestres. Hacía un tiempo magnífico, una tregua entre dos temporadas de frío invernal especialmente áridas. El sol brillaba, los pájaros cantaban y los gnomos azules que mantenían el orden en las calles de los muertos sonreían alegremente. Hasta las viudas envueltas en tules parecían dispuestas a quedarse unos años más, solas, en este mundo.

—Observa con atención, Sigi —dijo Charles-Edouard—. Pasarás más tiempo aquí que en ningún otro lugar.

—¡Oh! ¡Qué casitas tan graciosas! —dijo el niño, correteando de una a otra y asomándose dentro— ¿Puedo venir a vivir en una?

—Todo a su tiempo. Bueno, haremos algunas visitas por el camino.

Treparon por la cuesta larga y abrupta; Charles-Edouard tiraba de Grace por la mano.

—Muchos amigos. Aquí están los Navarreins. El primer baile al que asistí fue en su casa. Monsieur de Navarrein era un eslabón con el pasado, una de esas cosas que nunca recuerdo. Déjame pensar... A su padre lo besó alguien que tenía un tatarabuelo a quien el grand Condé había llevado en brazos, ¿sabes? La cuestión era que todos los interesados tuvieron hijos a los noventa años, realmente repugnante. Ésta es la preciosa tumba de los Grandlieu. Madame de Grandlieu fue mi madrina, y me regaló el cuadro de las manos rezando de Watteau que está encima de mi cama.

—¡Oh, mira! —dijo Grace—. La pobre Laetitia Hogg, más joven que Sigi. Me pregunto qué hacía en París y por qué murió.

—Una de esas cosas que uno se pregunta en los cementerios. James y Mary Hogg debieron de quererla mucho, ya que le compraron esta tumba a perpetuidad. ¡Ah! Los Politovski, nunca había reparado en que estaban aquí.

Se acercó para leer la inscripción y se echó a reír a carcajadas.

—¡Oh, no! ¡Esto es demasiado! ¡Jamás había oído nada igual! ¡Se han puesto un S.A.R.! Es genial, me muero de ganas de contárselo a Tante Régine, qué tontería. «Il conquit Naples et resta pur.» Puede que lo hiciera, aunque no parece probable. De todos modos, eso no le da derecho a ser Su Alteza Real. Langeais y su mujer, tan encantadora, Sauveterre (pobre Fabrice, dame una flor para él, cómo se hubiera reído si me llega a ver aquí con mujer e hijo). Con todos los amigos junto a los que hemos pasado se podría organizar una gran cena, una gran cena divertida. Hélàs, me pregunto dónde están ahora.

—Organizando grandes cenas divertidas en algún otro lugar —dijo Grace, viéndose condenada de repente a una sucesión infinita de cenas—, echándote de menos y preguntándose cómo soy yo.

—Sí, seguro. ¡L’anglaise! El Servicio de Inteligencia. Fille de francmaçon dijo Charles-Edouard con su risa interior—. Ya hemos llegado, ésta es la avenida de los mariscales de Francia, nuestra futura casa. Supongo que Sigismond pasará algunos ratos melancólicos aquí antes de que sea su turno. ¿Verdad que es bonito estar aquí, en lo alto del acantilado? ¿Verdad que tenemos suerte de estar tan bien situados? Fíjate, no es la parcela elegante, pero al menos no estamos rodeados de presidentes de la República, actores, duelistas y pederastas ingleses. Tenemos esta vista tan bonita y tenemos la gloire. No está mal, ¿verdad?

—Me siento triste —dijo Grace—, todo esto me recuerda al funeral de tu querida abuela.

—Yo estaba muy triste. Cansado y muy triste. Solo hay una cosa que recuerdo claramente de todo aquel día: la terrible expresión de triunfo del rostro de madame de la Bourlie.

—Oh, seguro que no. ¿A su edad?

—La edad no mitiga el odio de una vida entera.

Dejaron sus flores en la base de una pirámide de piedra. Era una bonita tumba Imperio con bajorrelieves de batallas y de trofeos de batallas.

—Pobre Grandmère, no puede estar muy contenta con los vecinos: Masséna, Lefebvre, Moscota, Davout... me temo que no son en absoluto de su estilo. Ven aquí, Sigismond, ¿puedes leer esto?

Famille Valhubert —leyó, letra por letra.

—Ésta es tu casita.

—¿Puedo tener una casita con un mantel de encaje y una puerta?

—No. Yacerás aquí con Grandmère y todos nosotros.

—Sí, pero imagina que yo muero en una batalla estratosférica con los marcianos.

—Lo aplaudiría. No se sabe si llegarás o no a ser mariscal de Francia, pero uno, si puede, siempre debería morir en el campo de batalla; si no, quizá acabe muriendo a manos de un compatriota, como el pobre Ney, que está allí y que no tuvo la suerte de ser asesinado por el enemigo como Essling o Valhubert. Espero que prestes atención a lo que te estoy diciendo, Sigismond. ¿Y a quién te gustaría ver ahora? Te puedo ofrecer pintores, escritores, músicos, cocineros (Brillat-Savarin, el equivalente francés de la señora Beeton, está aquí) y toda la gran burguesía de París. Los rusos del siglo XIX, los rastaquouères de su época, con tumbas enormes y extravagantes, príncipes rumanos en Santa Sofías en miniatura, con cúpulas y frescos incluidos. ¿Quizá Auguste Comte, el fundador del positivismo, interese a Sigi? Pero pareces muy cansada, querida, creo que lo mejor será que regresemos al automóvil paseando tranquilamente.

Al día siguiente, Grace sufrió un aborto. Dijeron que quizá había subido la colina demasiado deprisa. No fue nada serio, ya que estaba al principio del embarazo, pero aquello la debilitó, la desanimó y pasó muchos días en cama. No era un mal sitio en aquel momento. Había caído una nevada tardía que cubría el jardín, blanco y marrón, bajo un cielo bajo y oscuro.

Pero su habitación, amarilla con flores silvestres, tenía una apariencia alegre. Cambiaban la mimosa tres veces al día para que tuviese siempre el mismo aspecto esponjoso. La gente se portó muy bien. Ange-Victor dijo que ni la mismísima madame Auriol hubiese recibido tantas muestras de interés; flores y libros llegaban sin parar a la casa, y lo mismo ocurrió con las visitas cuando Grace estuvo lo bastante recuperada para recibirlas. Una de las personas que la fueron a ver y que, por casualidad, encontró a Grace sola, fue Albertine Marel-Desboulles.

—Ya no te veo nunca —le dijo a Grace, sonriendo encantadoramente—. Antes de que muriera madame de Valhubert, solía tener el placer de ver tu precioso rostro al otro lado de la mesa en esas cenas enormes y aburridas del pasado otoño. Ahora, aunque vivimos tan cerca la una de la otra, has vuelto a desaparecer. Pero he conocido a Sigismond... absolutamente encantador.

—Lo sé. Me lo contó. Le pareciste divina.

—Cuando me enteré de que estabas enferma, decidí venir a visitarte. Charles-Edouard y yo somos amigos desde hace una eternidad, en cierto modo se puede decir que somos hermanos de leche, ya que compartimos la misma niñera. Bueno, aquí estoy. Has dejado esta habitación muy bonita. La conozco desde hace mucho tiempo, pues es aquí donde solíamos dejar los abrigos cuando madame de Valhubert daba sus famosas fiestas musicales.

—No sabía que a madame de Valhubert le gustase la música.

—Bueno, la música no era el único objetivo de esas fiestas, pero la casa tiene salón de música y Régine Rocher tenía un amante polaco que tocaba Chopin, así que todo encajaba perfectamente. Como te decía, solíamos subir aquí a dejar los abrigos, hace un millón de años. En aquel tiempo, había una cómoda Imperio con la cubierta de mármol —ahora me doy cuenta de que era muy fea—, y encima de esa losa horrible de mármol gris había pasadores para el pelo, imperdibles y papier à poudre para los brillos de la nariz. Debo decirte que incluso en aquella época resultaba enormemente anacrónico y chistoso. Soy vieja, pero no tanto como para haber conocido los tiempos en que no había borlas para empolvarse. Hacía muchísimo frío aquí arriba, era una tortura tener que quitarse el abrigo, sólo nos quedábamos un instante, no creo que nadie usara nunca el papier à poudre. Entonces bajábamos al salón de música, donde el amante polaco aporreaba furiosamente el piano mientras lanzaba apasionadas miradas a Régine. Charles-Edouard no podía quedarse callado. Se sentaba al lado de la mujer más guapa de la fiesta, que a veces era yo, y se ponía a hablar a voz en grito mientras Régine se iba poniendo cada vez más furiosa. Pero a la querida madame de Valhubert, que era literalmente incapaz de distinguir una nota de otra —aunque hubiese dado igual—, le encantaba ver que él se lo pasaba tan bien.

»Así pues, hace mucho que conozco esta habitación, pero nunca había estado tan bonita. Veo que eres una de esas mujeres con talento para vivir en una casa, lo cual es totalmente distinto que tener talento para arreglarla, y mucho más valioso.

Como es natural, Grace estaba fascinada. En aquel momento, la puerta se volvió a abrir y Juliette Novembre asomó su preciosa cabeza cubierta con un sombrero de piel de marta con violetas.

—Te he traído una camelia, ¿puedo pasar u os estáis contando secretos? —preguntó, como una niña.

—¡Oh, pasa, por favor!

—Mírala, la jolie —dijo Albertine—, qué sombrero tan propio de la estación.

—Me encanta mi piel de conejo. ¿Cómo te encuentras? —le preguntó a Grace—. ¿Verdad que es horrible? Yo tuve uno el año pasado.

Albertine dijo:

—Me muero de ganas de que me cuentes el baile, Juliette.

—Sí, pero ¿por qué no fuiste? Todos nos lo preguntamos.

—No estaba animada. Mi vestido nuevo no estaba listo y odio ponerme ropa de otoño en primavera. Así que, después de la cena, me fui a casa. Pero en cuanto hube despedido al automóvil me entraron unas ganas terribles de ir al baile. No me podía dormir, estuve sentada en el vestidor hasta las tres de la mañana, consumida por el deseo de estar en el baile. ¿Verdad que es absurdo? Pero para mí un baile sigue siendo un placer milagroso. Lo veo con los ojos de un Tolstoi, en absoluto con los de un Proust, y de verdad os aseguro que, a pesar de mi edad perderme uno me resulta terrible. Venga, tortúrame, cuéntanos exactamente cómo estuvo.

—Divino, un bal classique sin extravagancias ni fiorituras. Las mujeres más bonitas con sus vestidos más bonitos, una orquestra excelente, cochinillo para cenar, champán delicioso, en esa casa donde todo el mundo tiene siempre un aspecto inmejorable. Me encantó. Me quedé hasta el final, pasadas las seis. Pero no ocurrió nada dramático, Albertine: ninguna pelea, ninguna fuga, realmente no hay nada que contar, fueron horas y horas de cortesía sonriente.

—Lo sabía, justo lo que prefiero. Me acabas de retorcer un puñal en el corazón. Quizá hubiese debido ir, incluso con un vestido viejo. Pero para mí un baile es un acontecimiento tan especial, que si me pongo cualquier cosa no puedo disfrutarlo. Hacía días que me imaginaba en el baile, llevando mi vestido nuevo, y cuando me enteré de que no estaría listo a tiempo (no era culpa de nadie, había una epidemia de gripe en los talleres), no quise destrozar mi imagen mental poniéndome otro vestido. ¿Lo entiendes?

—Sí, claro —asintió Juliette—. Yo soy igual. Siempre que pienso en algún acontecimiento, aunque sea ir simplemente a tomar el té a casa de alguien, me imagino exactamente qué aspecto tendré, hasta los zapatos y las medias. A menudo me pregunto cómo las personas a quienes no les importa la ropa pueden disfrutar de la vida en sociedad o de la vida en general. Me costaría mucho salir de la cama por las mañanas si no tuviera algo bonito y nuevo que ponerme, y jamás asistiría a una fiesta. Piensa en todos nuestros parientes viejos, les encanta salir, pero ¿por qué? ¿Cómo puede ser que disfruten realmente?

—Disfrutan pensando en todo el dinero que se han ahorrado al no vestirse. Miran a Régine Rocher y calculan cuánto le ha debido de costar lo que lleva puesto (y lo saben, hasta el último franco) y se sienten como si alguien les hubiera regalado esa cantidad.

—¿Y tú? Pobrecita, tanto luto —le dijo Juliette a Grace.

Su objetivo, como el de Albertine, era agradar. Estuvieron charlando y Grace lo pasó muy bien. Disfrutó del placer de la compañía femenina, frívola y cariñosa, de la que ella carecía totalmente. No se podía decir que Carolyn, su única amistad femenina en París, fuera frívola o cariñosa. Tenía muchas virtudes —Grace sabía que era leal y que en los momentos difíciles era sólida como una roca—, pero no era muy divertida, era demasiado crítica e impaciente. Esas dos, cotorreando sin parar sobre tonterías, le parecían absolutamente fascinantes, y hasta perdonó a Charles-Edouard por disfrutar de su compañía. Le pareció lo más natural del mundo.

Entonces pidió que fueran a buscar a Sigi, que llegó de la mano de su padre. Juliette se animó muchísimo, parecía nerviosa y empezó a hacer zalamerías a padre e hijo. Grace pensó: «Ahora resulta encantadora, ya que es sólo una niña, pero cuando tenga cuarenta años será insoportable».

Albertine se acercó a la silla en la que había dejado sus cosas y sacó una preciosa caja alargada de madera. Se la dio a Sigi.

—Cariño, es un regalo para ti. Ábrelo.

—¿Qué es? —preguntó, sonrojado y excitado.

—Se llama caleidoscopio. Sácalo. Lo hicieron para el Delfín, pobrecito —le dijo a Grace.

—¡Oh! ¡No tenías por qué! Eres muy amable.

Charles-Edouard se lo cogió a Sigi.

—Cierras un ojo, como Nelson, y puedes ver las estrellas. Mira.

—¿Es un telescopio?

—Mejor que eso, te puedes inventar tus propias estrellas. Venus, ¿ves? Sacúdelo. Marte. Sacúdelo. Júpiter en persona. Sacúdelo. Júpiter convertido en cisne.

—Charles-Edouard, le vas a confundir.

—Mira, aquí hay otra estrella que puedes ver a simple vista —dijo señalando a Juliette—. ¿Verdad que centellea? Nos va a contar todos los chismes del universo. Venga, Juliette, cuenta.

—No hay nada que contar. Llevo la vida de una niña buena que aprende sus lecciones.

—¿Ah, sí? ¿Qué lecciones?

—Por las mañanas canto, coloratura, «Escucha, escucha, la alondra». Por las tardes, pinto un paisaje nevado. Y por las noches voy al Louvre y miro las estatuas iluminadas.

Miró a Charles-Edouard con unos ojos enormes, azules e inocentes.

—Ejem, ejem —replicó él, claramente molesto.

Grace volvió a sentir la horrible punzada de celos e inquietud que había sentido cuando vio a Charles-Edouard en la puerta de la casa de Albertine, en la Rue de l’Université. Justamente esa mañana él le había prometido que cuando estuviera bien del todo, la llevaría a ver las estatuas iluminadas, había comentado lo bonita que se veía la Victoria Alada, blanca en medio de la oscuridad y luego negra sobre un fondo blanco. No pudo evitar darse cuenta de la incomodidad de Charles-Edouard, y tuvo la certeza de que había ido a ver las estatuas con Juliette. La sensación de no poder culparle por que le gustase la compañía de esa adorable encantadora de serpientes, con su batir de pestañas y sus fruncimientos de labios, dejó paso, de repente, a otra: la de que, en realidad, él sí tenía toda la culpa y ella no podía soportarlo.

Entretanto, Sigi estaba encantado con el caleidoscopio.

—Por favor, ¿me lo puedo llevar a la cama cuando me vaya a dormir?

—Pero este niño es clavado a su padre —exclamó Albertine—. En cuanto ve una cosa bonita se la quiere llevar a la cama.

Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Grace. De repente se sintió infinitamente cansada.

Sir Conrad fue a visitar a Grace, aunque rechazó alojarse en su casa, pues prefería la libertad de que disfrutaba en un hotel. Cuando estaba en París, le gustaba someterse a los extenuantes cuidados de cierta condesa húngara, una vieja amiga de antes de la guerra. Después de visitar su establecimiento, necesitaba pasar la mañana en reposo y no estaba de humor para la vida familiar hasta la hora del almuerzo.

Charles-Edouard le presentó a madame Rocher. Fue una jugada maestra, parecían hechos el uno para el otro. Ella dejó el luto y dio una gran cena en su honor en la que él conquistó a todo el mundo. Los rumores sobre la posibilidad de que los Allingham no fueran personas presentables quedaron desmentidos definitivamente. Él y madame Rocher empezaron a flirtear descaradamente y se hicieron íntimos amigos, hasta tal punto de que ella le acusó de ser francmasón. Sir Conrad, que naturalmente estaba al corriente de las implicaciones que esto tenía en Francia, se carcajeó y no hizo ninguna declaración definitiva, pero dejó claro que su hija, naturalmente, había estado bromeando, y vaya broma les había gastado. Madame Rocher, que no era tonta, empezó a entender que Charles-Edouard tenía razón en lo que les había dicho sobre los masones ingleses. A partir de aquel momento, trató a sir Conrad de Vénérable, se refería a él como le Grand Maître, y todo fue miel sobre hojuelas.

Sir Conrad apreciaba cada día más a Charles-Edouard. A Grace le hubiese sorprendido gratamente saber que, cuando estaban solos, tenían largas e interesantes discusiones sobre política durante las cuales Charles-Edouard demostraba ser tan serio como Hector Dexter, aunque menos pesado. Una noche, Charles-Edouard —que afirmaba, sin embargo, que sólo le interesaban las mujeres de la alta sociedad— llevó a su suegro a dar una vuelta por los burdeles. Últimamente habían pasado a la clandestinidad debido al irreflexivo proyecto de una diputada, y resultaban difíciles de encontrar para un extranjero.

Sir Conrad, que nunca había tenido muchos temas de conversación con su hija, se dio cuenta de que ahora que ya no vivían juntos tenía incluso menos que antes.

—¿Eres feliz? —le preguntó, antes de marcharse.

—Muy feliz.

—Cuídate, querida. No tienes buen aspecto.

—He estado enferma. Pero me pondré bien en una o dos semanas.

—Nanny no ha cambiado nada.

—¡Oh, no!

—Bueno, lo único que puedo decir es que, puestos a aguantarla, prefiero que le toque a Charles-Edouard que a mí. ¿Tienes que quedártela? ¿No podrías contratar pronto a una institutriz, a un tutor o algo así?

—¡Papá! ¡Es Nanny! No podría arreglármelas sin ella.

—No, no, supongo que no. Y como parece tener el secreto de la eterna juventud (sin duda ha vendido su alma al diablo), supongo que los hijos de Sigi tampoco podrán arreglárselas sin ella. Si fuésemos salvajes, no hay duda de que sería la jefa de la tribu.

En cuanto llegó a Londres, sir Conrad fue a ver a la señora O’Donovan para contarle su viaje.

—Es una verdadera lástima que no vinieras —le dijo—, la próxima vez no te lo puedes perder. A Grace le encantaría tenerte en su casa, me pidió que te lo dijera.

—No creo que vuelva nunca a París. Conozco la ciudad demasiado bien, la he amado demasiado. No soportaría ver a todos mis amigos de allí viejos, pobres y arruinados.

—Si es sólo por eso —Sir Conrad soltó una risotada—, no debes preocuparte, nunca les había visto tan prósperos. Todos viven en casas enormes, tienen miles de criados, glub, glub, glub, ñam, ñam, ñam, como en los viejos tiempos.

—¿De verdad son tan ricos? Pero ¿por qué? —preguntó ella quejumbrosamente, como si fuese un error.

—Supongo que no será necesario que entremos en las razones económicas. Sabes tan bien como yo por qué.

—En cualquier caso, no me negarás que todos son diez años más viejos.

—Pero la cuestión es que parecen veinte años más jóvenes. Todos han probado el tratamiento de Bogomoletz. Es algo que debemos estudiar, ¿sabes? Haces que te inyecten en el hígado el hígado de un hombre joven que acabe de morir (en la carretera, por ejemplo, no se trata de matarlo a propósito), y el resultado es increíble.

—Mi querido Conrad...

—O, si te niegas a probar eso, siempre puedes frotarte el rostro con fetos de pollo antes de salir de casa.

—Te agradezco mucho la idea. Pero a mí en el racionamiento sólo me toca un huevo polaco a la semana.

—Debo decir que es extraordinario lo que logra hacer tu cocinero con ese único huevo polaco. Las gallinas deben de poner unos huevos gigantes en Polonia, ¿o acaso son avestruces? Pero volviendo a tus amigos, ninguno de ellos aparenta más de cuarenta años. No entiendo por qué no te alegras, se supone que adoras a los franceses.

—Pues me parece de lo más fastidioso, después de todo lo que han sufrido. Ahora cuéntame otras cosas. ¿En este momento, cuál es la situación exactamente?

—¿Situación?

«Sir Conrad ha vuelto un poco engreído —pensó ella—, como un niño al que se le ha concedido un capricho.»

—La situación política, naturalmente. ¿Qué opina Blondin, por ejemplo?

—Mi querida Meg, no vi a Blondin, ni a ninguno de ellos. Me dediqué exclusivamente al placer y a la diversión. Pero sabes tan bien como yo lo que opina ese tontaina, ya que, como yo, lees toda la prensa francesa, lo sé perfectamente.

La señora O’Donovan suspiró. Le hubiese gustado que sus amigos políticos ingleses no se tomaran tan a la ligera el terrible estado del mundo. Quizá sir Conrad —pensó— debería tomar ejemplo del importante y bien informado señor Hector Dexter, al que había conocido la noche anterior en una cena y que le había dado algunos datos sobre la mentalidad francesa actual muy interesantes, aunque un poco deprimentes.

No era que sir Conrad no se diese cuenta de estas críticas mentales; conocía demasiado bien a la señora O’Donovan, pero seguía un poco embriagado por todo el placer y la diversión de París, y no les prestó atención.

—Quiero que me ayudes a organizar una gran cena divertida para madame Rocher des Innouïs el mes próximo, si es que viene, tal como espero, a pasar unos días en la embajada francesa.

—Régine Rocher —dijo la señora O’Donovan débilmente—, no me digas que se ha puesto el hígado de un joven recién atropellado.

—Yo diría que se pone todo lo que cae en sus manos. En cualquier caso, está increíblemente guapa para la que edad que Charles-Edouard le atribuye. Dice que gasta 8.000 libras al año en ropa, y debo decirte que el resultado es de primera categoría.

—Ya me lo imagino, ¡qué ridiculez!

La señora O’Donovan no era de las que suelen aguar la fiesta, pero en esta ocasión parecía de mal humor, así que sir Conrad se marchó a la Cámara de los Lores. Allí tuvo un éxito sensacional con sus historias de Bogomoletz y fetos de pollo, y no digamos con las descripciones pormenorizadas, no aptas para los oídos de una dama, de lo que ocurría chez la condesa Arraczi.