15
—¿Qué pasa aquí? —dijo sir Conrad cuando Sigi, Nanny y las maletas hubieron sido depositados en el cuarto de los niños y pudo quedarse a solas con Grace—. Ni que decir tiene que estoy encantado de verte, pero, ¿por qué me has avisado con tan poca antelación? ¿No es algo precipitado?
—Sí, bueno, puede que sí. He dejado a Charles-Edouard.
—¿Has dejado a tu marido?
—Sí.
Sir Conrad no se sorprendió, sabía que esta repentina huida a casa no podía significar otra cosa.
—¿Y me vas a contar por qué?
No tenía ninguna duda de cuál era la razón en términos generales, pero sentía curiosidad por conocer los detalles.
Grace le habló largamente de su vida en París.
—Podía tolerar que fuese cada día a tomar el té con madame Marel, aunque no me gustara, incluso podía tolerar que flirteara descaradamente con Juliette Novembre en todas las fiestas a las que asistíamos, pero lo que ocurrió ayer por la tarde en el Hôtel de Hauteserre es más de lo que yo puedo soportar o perdonar.
—¿Qué pasó?
Una vez se lo hubo contado, sir Conrad se echó a reír a carcajadas, lo cual la molestó mucho.
—¡No me digas! ¡Qué mala suerte! Venga querida, no pongas esa cara de enfadada y de remilgada, ya sé que fue horrible para ti, y lo siento mucho, pero no puedo evitar pensar también en Charles-Edouard. Reconoce que tuvo muy mala suerte, pobre hombre.
—Tal vez. Pero la vida de uno no puede depender de la casualidad.
—Te equivocas, es siempre así. Todo en esta vida depende de la casualidad. Para empezar, conociste a Charles-Edouard por pura casualidad (mala suerte para Hughie); regresó de la guerra sano y salvo por casualidad; tuviste al pequeño y espabilado Sigi por casualidad... y por casualidad heredaste los grandes ojos azules y las preciosas piernas de tu madre en vez de mis pequeños ojos verdes y mis piernas arqueadas. Se ha de contar siempre con el azar. Puede que sea injusto —generalmente lo es—, pero tienes que contar con él. Y si el pobre Charles-Edouard está teniendo, como parece, una racha de mala suerte, tú deberías estar allí, apoyándole. No está bien que te marches y le dejes solo. Pensaba que te había educado mejor.
—Hablas como si hubiera perdido todo su dinero en las carreras.
—Bueno, esto no es tan grave, gracias a Dios.
—Y como si estuvieras de su parte.
—Supongo que hemos de intentar ver las cosas a su manera, también.
—Tú no tienes por qué, eres mi padre.
—Escucha, querida niña. Sabes que te quiero y sólo deseo tu felicidad. Ésta es tu casa y, siempre que la necesites, estará disponible para ti. Puedes venir siempre que quieras, incluso con Nanny si es necesario, así que no pienses que te estoy echando. Al contrario, me gusta tenerte aquí, es un auténtico placer. Pero como padre, tengo el deber de intentar hacerte ver las cosas tal y como son, y por encima de todo, tengo que intentar que veas a Charles-Edouard tal y como es. Le tengo mucho afecto, e imagino que tú también, ya que te casaste con él. Ahora bien, es un hombre al que le gustan las mujeres del modo en que les gustan las mujeres a los franceses —o sea, le gusta todo de ellas—, y eso incluye pasar horas en su compañía y acostarse con ellas. Supongo que reconocerás que, para ti, ése es parte de su encanto. Pero es casi imposible encontrar un hombre, al menos un hombre joven, al que le gusten tanto las mujeres como a él y que pueda ser fiel a una sola. Es algo extremadamente inhabitual.
—Sí, papá, puede que todo esto que dices de Charles-Edouard sea cierto. Pero para mí la cuestión es cuánto puedo aguantar, y no puedo aguantar una vida entera de sospechas y celos. Juliette, Albertine, las mujeres a las que mira por la calle, la forma que tiene de flirtear con todo el mundo, con todo el mundo, incluso con Tante Régine, la manera en que les besa la mano, la manera en que contesta al teléfono cuando es una de ellas... ¡Oh, no! Es demasiado para mí, no puedo.
—Mi querida niña, siempre pensé que tenías una actitud saludable ante la vida, pero esto me parece realmente enfermizo. Debes tranquilizarte o me temo que serás muy infeliz en el futuro.
—No seré en absoluto infeliz si puedo casarme con un marido inglés, normal y fiel.
Durante el viaje, Grace se había apoyado en la imagen de un idealizado Charles-Edouard inglés, al que iba a conocer y con el que se iba a casar en muy poco tiempo. Esta visión la había asaltado cuando la brisa ligera del norte de Francia, su trigo tierno, sus carreteras rosadas y sus grandes nubes blancas onduladas fueron substituidos por la campiña de Kent, pequeña, oscura, opresiva, segura y tranquilizadora... su hogar, en definitiva. Había mirado por la ventana el cielo plomizo que se cernía, pesado, sobre los extensos cultivos, los sotos en los que ningún leñador había entrado, las marañas de zarzamoras y aulagas. Todo resultaba muy familiar, y la idea de que podía volver a ser una campesina inglesa la reconfortó; cuidaría del jardín, daría paseos, jugaría al bridge con los vecinos y tendría un Charles-Edouard inglés a su lado, campechano y vestido de tweed. Sería bastante feliz, pensó, viviendo en una pequeña granja o en una casita de campo en las afueras de Mousehold Heath con un remolino de humo saliendo por la chimenea, o en un pequeño chalet rojo con una galería acristalada en la Isla de White. Lo que fuera y donde fuera, con tal de que fuera en un lugar a salvo en Inglaterra y de que ella estuviera a salvo, casada con ese baluarte de fuerza y de formalidad, ese Charles-Edouard inglés.
—Me temo que un fiel marido inglés del montón te parecerá un plato muy insulso después de haber probado a ese francés increíblemente fascinante al que estás abandonando tan despreocupadamente —dijo su padre—. Las personas como Charles-Edouard no caen del cielo, ¿sabes? Lo cierto es que las mujeres tienen que decidir qué tipo de hombre quieren en la vida, lo que se considera un buen marido, fiel a su mujer pero que apenas la ve, un hombre que para relajarse va al club y hace cosas por el estilo, o un hombre que de verdad ame a las mujeres, que ame a su mujer, probablemente más profundamente y durante más tiempo, pero que también, inevitablemente, sienta la necesidad de tener relaciones con otras mujeres.
—¿Es ése el tipo de marido que tú eras, papá?
—Sí, me temo que sí. Pero como nunca tuve ni la mitad de mala suerte que ha tenido el pobre Charles-Edouard y, además, tu madre, o no sospechaba absolutamente nada o era muy muy inteligente, mi matrimonio fue un éxito absoluto y fuimos felices. Pero no quise volver a arriesgarme después de su muerte, así que aquí estoy, soltero.
—¿No te sientes solo a veces?
—Sí, a menudo. Por eso no puedo evitar alegrarme de que tú y el pequeño hayáis vuelto. Pero si tuviese el más mínimo sentido moral, debería mandarte de vuelta a casa con una buena reprimenda. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer ahora?
—La verdad, papá, no lo había pensado.
—Mi querida niña, deberías pensar un poco antes de actuar. ¿Quieres el divorcio?
—No hablemos de eso ahora, estoy muy cansada. Divorcio es una palabra horrible.
—Sí, abandonar al marido también es bastante horrible.
—Pero imagino que acabaremos así.
En aquel momento, Sigi hizo acto de presencia:
—Abuelo...
—¿Sí, Sigi?
—¿Sabes qué es el adulterio...?
Sir Conrad levantó una ceja y Grace intervino inmediatamente:
—Hay que ver lo traviesa que es Nanny, enseñarle estas palabras horrorosas sacadas de la Biblia. El adulterio es para cuando seas mayor, cariño.
—¡Oh! Ya lo entiendo, una especie de pas devant, ¿no?
—Sí, exacto. Bueno, Nanny debe de estar contenta de haber regresado a su viejo cuarto de los niños.
—En absoluto. Ha encontrado pelusilla debajo de la alfombra... No entiende lo que está ocurriendo con las chicas. Dice que ha de reconocer que en París las criadas sabían hacer su trabajo. Y acaba de Segunda partehablar por teléfono con su hermana... en la actualidad, es imposible encontrar menudillos en Londres. Así que está terriblemente deprimida. Abuelo...
—¿Qué ocurre ahora?
—¿Hay cartuchos? ¿Puedo aprender a disparar?
—Eso tendremos que hablarlo con Black cuando vayamos a Bunbury.
—¡Oh! De acuerdo. ¿Podrás hablar con Nanny antes de cenar, mami?
Grace, que estaba esperando esta petición, suspiró profundamente y se dirigió al piso de arriba.