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Como ocurre a veces con las viejas damas, a madame Rocher des Innouïs se le metió una idea en la cabeza y decidió que no descansaría hasta conseguir su propósito. La idea era que Grace y Charles-Edouard volvieran a reunirse, que se casaran como es debido, que Grace se convirtiera, que tuvieran más hijos y que cumplieran su deber con el que ya tenían. La situación actual era insostenible. Estaba claro que Charles-Edouard no tenía intención de casarse con ninguna de las agradables y perfectas chicas que su tía había seleccionado y que le había presentado, y en aquel momento ya se había metido en líos con la mitad de los maridos de París. Grace, según la información que madame Rocher recibía de la embajada francesa de Londres, estaba pensando en casarse con un marinero totalmente inadecuado, y al niño lo estaban malcriando escandalosamente a ambos lados del Canal. Ya era bastante horrible que un Valhubert saliera fotografiado y mencionado en Samedi Soir; sólo faltaba que su madre decidiera dejarle actuar en la escena londinense, y no había duda de que sir Conrad, a quien madame Rocher adoraba pero de quien no se fiaba un pelo, estaría iniciando al niño en los terribles rituales de la masonería. El heredero de Charles-Edouard estaba a punto de convertirse en personaje famosillo, actor y nihilista; ¿qué debía de estar pensando la pobre Françoise?

Madame Rocher se puso manos a la obra. Llegó a casa del embajador francés en Londres, hizo llamar a Grace y fue directamente al grano.

—Grace, hija mía, es tu deber volver a París y casarte con Charles-Edouard. Imagínate a ese pobre hombre, solo, triste, obligado por las circunstancias a perseguir a las mujeres de todos sus amigos, a acostarse a deshora y siempre corriendo el riesgo de que le malinterpreten. Antes de que nos demos cuenta puede verse atrapado en el más incongruente de los matrimonios. Y piensa en tu pequeño, creciendo entre los dos, sin ninguna continuidad en su educación. No hay nada peor para un niño que pasar seis meses con cada uno de vosotros malcriándolo horriblemente. Mi querida Grace, eres una persona muy razonable, seguro que entiendes cuál es tu deber. Sé que a los ingleses les encanta el deber, es su gran especialidad. Todos os admiramos mucho por no tener mercado negro, pero ¿qué importa que no haya mercado negro si no puedes cumplir con tu deber familiar, Grace? ¿Has pensado en eso?

Grace, que estaba harta de vivir sola y que echaba de menos a Charles-Edouard noche y día, no pudo disimular ante la mirada experimentada de madame Rocher la felicidad que estas palabras le producían. En su caso, el deber y el deseo iban por el mismo camino.

—Pero Charles-Edouard nunca me ha pedido que vuelva —dijo—. Mi padre siempre dice que es eso lo que quiere, pero él nunca me lo ha comentado directamente. Eso lo hace todo más difícil.

Madame Rocher suspiró con alivio. La partida estaba ganada.

—Quizá no sea tan extraño —dijo—. A Charles-Edouard nunca le había dejado una mujer. Domina perfectamente la técnica de dejar, incluso se puede decir que la ha convertido en un arte, pero que le abandonen es una nueva experiencia. Seguro que está perplejo, no debe saber cómo actuar. ¿No podrías dar tú el primer paso?

—¡Oh Tante Régine! Quizá sí. Pero ¿y Juliette y Albertine?

—¿Otra vez con eso? Estás atrasada, querida. Lo de Juliette se acabó. Vamos a intentar ser razonables. Charles-Edouard se acostaba contigo, ¿supongo?

Grace se puso muy roja pero asintió con la cabeza.

—Pues entonces no hay problema. ¿Por qué no te tomas a las otras como un hobby? Como la caza o las carreras, una afición que le ocupa alguna tarde, que le divierte y que no te perjudica en nada. Te quería decir algo más. No se puede estar seguro, por supuesto, cada persona es diferente. A la edad de Charles-Edouard, sin embargo, los hombres empiezan a sentar cabeza. Si vuelves con él, no me extrañaría nada ver a un Charles-Edouard muy diferente dentro de cinco o diez años. ¿Tomar el té con Albertine? Sí, supongo que sí, me temo que es una de esas personas que te marcan, y a Charles-Edouard le marcó mucho. Pero las Juliettes de este mundo tienen su día de gloria que pasa deprisa, y muchas veces nadie las sustituye. Creo que Charles-Edouard es un caso especialmente prometedor por el gran amor que siente por su casa. Piensa en el tiempo y la energía que le dedica, reordenando sus cuadros y sus muebles, añadiendo piezas a sus colecciones, considerando con cuidado hasta el más insignificante detalle de la iluminación. Piensa en cómo odia marcharse, incluso para unas vacaciones cortas a Bellandargues o a Venecia. Se va durante un mes, quejándose horriblemente, mientras los sirvientes están de vacaciones, y vuelve antes de que hayan tenido tiempo de quitar las sábanas para el polvo.

»Todo esto puede jugar a tu favor si logras hacerle sentir que eres parte de la casa, la diosa de la casa, de hecho. Yo tenía un primo que era un Don Juan empedernido cuya mujer lo recuperó haciendo calceta, de verdad. Pasara lo que pasara, ella se quedaba sentada con su eterno ovillo de lana y el clic-clac de las agujas... ¡Cómo nos burlábamos de ella! Pero no era ninguna estupidez. Creo que al final se convirtió en un símbolo para él, un símbolo de la vida doméstica, y volvió con ella. Cuando se hicieron mayores, parecía que nunca en la vida le hubiese interesado otra persona. ¿No podrías intentar ver todo este asunto de una manera diferente, Grace? ¿Más como una francesa y menos como una estrella de cine?

Grace pensaba que sí, y sabía que lo deseaba con todo su corazón, ya que esa manera distinta de ver las cosas era esencial si quería volver con Charles-Edouard.

—Sí, Tante Régine —dijo—, lo intentaré, te lo prometo. Pero Charles-Edouard debe venir a buscarme.

—¡Oh, eso! Hablaré con él y te prometo que la semana que viene estará aquí. Bueno, ya está todo arreglado. Y ahora, dime, ¿cuándo podré ver a mi querido Vénérable?

—¡Ah, bueno, el Vénérable se muere por ti! Ha llamado a la embajada para saber qué planes tenías. Al parecer esta noche te llevan al ballet y espera que puedas cenar con nosotros mañana. Ha ido de compras, a intentar encontrar algo que esté a tu altura.

—Con su mandil, seguro. Pero, por favor, dile que no se moleste. Me encantan vuestros cortes de carne, los solomillos y los cuartos, ves como me acuerdo, y eso que no he estado aquí desde 1914. Me encantan. Esos asados excelentes, esos pasteles de carne y de riñones, ¿qué puede haber más delicioso? ¿Mañana a las ocho en punto, entonces?

Besó a Grace muy afectuosamente en las dos mejillas.

Grace regresó a casa, se sentía reconfortada. Todo iba a salir bien ahora, lo sabía.

A la cena para madame Rocher asistieron un parlamentario llamado Clarkely, miembro del Comité Anglo-Francés, sir Henry y lady Clarissa Teazle, el propietario de uno de los periódicos dominicales más importantes y su esposa, conocidos francófonos, y, naturalmente, la señora O’Donovan. Madame Rocher llegó haciendo un despliegue de esplendor parisino. Un pedazo de seda amarilla bordada con cuentas de cristal azul pálido contenía sus pechos (pero sólo apenas, parecía que pudieran salirse en cualquier momento y entonces, ¿cómo devolverlos a su lugar?); la falda, de color azul pálido, parecía hecha de cientos de capas de tul y era bastante corta; cuando se sentó, vieron que llevaba unos calzones de seda amarilla también bordados a la altura de la rodilla. La señora O’Donovan y lady Clarissa no podían apartar los ojos de sus pechos y sus rodillas e intercambiaron muchas miradas significativas.

—Qué alegría ver a la querida Meg —exclamó madame Rocher efusivamente—, ¿Por qué ya no vienes nunca a París? Conozco a más de uno allí que sigue muerto de amor por ti. Nadie —dijo dirigiéndose a todo el grupo—, ningún extranjero ha tenido nunca tanto éxito en París como madame Audonnevent.

Todos los invitados ingleses habían sido escogidos porque hablaban un francés excelente, pero no tuvieron oportunidad de demostrarlo, ya que madame Rocher estaba decidida a practicar su inglés y, además, no cerró la boca en toda la velada.

El tema era el embeleso, el deleite y el éxtasis que le habían provocado los dos días que había pasado en Londres.

—Esta mañana —dijo—, me he despertado a las ocho ¡y a las nueve ya estaba lista para la apertura!

—¿La apertura?

—De las tiendas. ¡Oh, qué tiendas! Me he comprado todos los sombreros para la Grande Semaine.

—¡No! ¿Dónde? —preguntó la señora O’Donovan, esperando que le dijera el nombre de una pequeña y talentosa modista francesa, escondida quizá en una callejuela secreta por las damas de la embajada francesa.

—Querida, ¿cómo me puedes preguntar eso? En D. H. Heavens, naturalmente, en la planta baja. Nunca había visto tantas maravillas... ¡qué paja! ¡qué acabados! ¡qué chic! De regalo de Navidad he comprado para todas mis amigas, les encantará, vuestro famoso perfume inglés, el Yardley... ¡qué delicioso! ¡qué bien presentado! ¡qué botellas tan chics!

Y he comprado todas las chucherías para el bal des Innouïsen Woolworth... ¡Qué felicidad sólo con entrar en Woolworth! Los nombres mismos de las tiendas son como poemas... la Scotch House... he comprado cientos de metros de tela escocesa para cubrir todos mis muebles, muchas boinas para el campo, un bolso de piel precioso, en la Scotch House, y ¡qué decir del ejército y la armada inglesa! ¡Qué elegancia! A partir de ahora pienso venir una vez al mes sólo por la elegancia.

»En Oopers he encargado un Rolls-Royce nuevo con apliques de mimbre... lo más chic del mundo. Y de vez en cuando, cuando me siento un poco cansada, porque es bastante cansado comprar tanto, me voy al Café Cadena y pido un café crème y paso un rato sentada, muy feliz, viendo pasar a vuestras bellezas inglesas. Son refrescantes. Me he fijado en lo sensatas que son, no les interesa la demi-toilette, y tienen razón, no hay nada peor. Salen de casa para ir de compras sin maquillar y casi sin peinar. Luego, naturalmente, vuelven a casa y se arreglan como es debido. Admiro eso. Todo o nada, estoy completamente de acuerdo.

»Así que ya os imagináis que no he tenido tiempo de almorzar, pero ¿a quién le importa eso cuando se puede tomar un bollo y una taza de té? ¡He pasado la tarde en probadores!

—¿En probadores? —la señora O’Donovan y lady Clarissa se quedaron estupefactas ante esta declaración.

—Junior Miss, queridas. Todos mis vestiditos para la plage. No me preguntéis lo que dirá Dior cuando se entere. Prefiero no pensarlo. No, gracias, vino no... Cuando estoy en Inglaterra sólo bebo whisky.

El señor Clarkely, más interesado en la política francesa que en la elegancia inglesa, empezó a hacerle algunas preguntas sobre la Troisième Force, diciendo que se había hecho amigo, a través de su comité, de muchos de los ministros, pero madame Rocher exclamó:

—No me hable de esa gente horrible... lo único que hacen es preocuparse, noche y día, de sus estómagos y de sus amantes.

—¿De verdad? —replicó el señor Clarkely—. ¿Está segura? —No le habían dado esa impresión en absoluto.

—¿En qué cree que derrochan sus salarios... esas pagas enormes que se pasan el día presentando y votando? —Madame Rocher hubiera protestado amargamente si se hubiera visto forzada a vestirse con el salario anual de un ministro francés—. El estómago, estimado señor, y las amantes. ¿Qué piensa que ocurre con las enormes sumas que les da el horrible Dexter para que compren tanques y aviones? Mi sobrino, que es comandante, me ha dicho que no tienen ni tanques ni aviones, casi no tienen ni fusiles de juguete. ¿Por qué? Porque, estimado señor, esas sumas se las gastan en los estómagos y las amantes de sus amigos.

El señor Clarkely estaba muy sorprendido. «Seguro que éste no», dijo, mencionando a cierto ministro prominente conocido por su austero estilo de vida y su dedicación al trabajo.

—¡Todos... todos! ¡No mencione sus nombres o me va a dar un ataque! ¡Todos, le digo que todos! Se apropian de las mejores casas para vivir, tienen flotas enteras de automóviles, se pasan el día comiendo y bebiendo, y durante toda la noche suben y bajan tandas de amantes por la escalier de service. Siempre ha sido así, pero déjeme que le diga que los escándalos de Wilson y Panamá, incluso el de la muerte de Félix Fauré, no son nada, pero nada, comparado con lo que ocurre hoy en día. Devuélvannos al rey, mi querido señor, y hablaremos de política —dijo, como si su rey estuviera prisionero en la Torre de Londres—. Más whisky, Vénérable, se lo ruego.

La señora O’Donovan susurró al señor Clarkely:

—Es inútil hablar de política con estas mujeres francesas... Pregúnteme a mí. Sé mucho más que ella.

Pero el señor Clarkely que iba a tomar el té a St. Leonard’s Terrace una vez a la semana y ya había oído lo que la señora O’Donovan sabía al respecto, confiaba en contar con una fuente de información más directa.

—¿Es realmente tan monárquica? —le preguntó a Grace.

Madame Rocher estaba contándole a sir Conrad sus planes para el verano y suplicándole que la acompañase a Deauville, Venecia y Montecarlo.

—Como todo el Faubourg —respondió Grace—, tiene una fotografía del rey encima del piano, pero no creo que levantara un solo dedo para que volviera. Mi marido dice que los franceses odian cualquier forma de autoridad.

Después de la cena, madame Rocher hizo un aparte con sir Conrad, diciendo:

—Y dime, mon cher Vénérable, ¿cómo va el Gran Oriente? Sabes —le susurró a la oreja con un aliento perfumado (y no con Yardley)— que tengo malas intenciones con respecto a uno de sus miembros?

—Me alegro de oírlo —contestó él, hundiéndose con placer en las grandes ondas sexuales que emanaban de ella, a pesar de sus más de setenta años de edad—. Ven conmigo un momento y comentaremos modos y maneras.