6

—Es por ese señor Labby, querida.

Charles-Edouard, que siempre que decidía algo lo ponía en práctica inmediatamente, había encontrado un joven abate para que le diese clases a Sigismond, y evidentemente el abate y Nanny se odiaron a muerte desde el primer momento. O mejor dicho, Nanny le odió a muerte, pero su odio apenas hizo mella en la gruesa y oscura sotana del clérigo, que parecía no darse cuenta de la existencia de ella. Ésa era su arma.

—¡Ah, Nan! Pero parece muy amable, ¿no crees? Tan dulce. Y Sigi lo adora.

En realidad, ése era parte del problema. Sigi siempre se escapaba para estar con monsieur l’Abbé, adoraba sus clases, había pedido que le diese más horas, y Nanny estaba celosa.

—Eso parece —respondió misteriosamente—, aunque una nunca puede estar segura con estos clérigos extranjeros. Pero es su cabecita lo que me preocupa. ¡Las cabecitas jóvenes se estresan tan fácilmente! Me gustaría que oyese cómo grita por las noches. Es un manojo de nervios, y tiene unos sueños horribles, pobre chiquillo. Me pregunto si estas clases no son demasiado para él.

—No, querida, claro que no. Todos hemos tenido que aprender a leer, ¿sabes? Yo estaba leyendo La princesitacuando murió mamá, me acuerdo perfectamente.

Era un recuerdo que siempre le había resultado bastante inquietante. La niña, enfrascada en el libro, había pensado que debería estar triste; sin embargo, lo único que quería era continuar leyendo. Sir Conrad había entrado en el cuarto de los niños, llorando a mares, en el preciso momento en que Emily Fox-Seaton partía en busca de los peces, y Grace se había sentido francamente molesta con la interrupción. Años después había reflexionado, asombrada, sobre esta aparente falta de humanidad. ¿Acaso los niños pequeños no sentían tristeza? ¿O era que el libro le había servido de refugio ante la trágica, y quizá embarazosa, realidad?

No recordaba haber sentido dolor por la muerte de su madre, aunque, a menudo, había sentido una terrible nostalgia física del suave regazo y el pecho perfumado de aquella mujer intensamente hedonista.

—Sólo tenía seis años, reconócelo, Nanny.

—Casi siete, y las niñas siempre van más adelantadas.

—Y además, Sigi no tiene más remedio que aprender francés, ya lo sabes.

Nanny resopló.

—Está aprendiendo francés a toda velocidad con ese tal Canary. Otra cosa que te quería comentar. Cuando está con Canary y los otros diablillos —y Dios sabe adónde van—, no me extrañaría nada que fueran a bañarse a la charca.

—Eso creo yo. —En efecto, Grace los había visto a menudo allí, y le parecía que estaban monísimos, entrando y saliendo desnudos del agua verdosa de una fuente renacentista a la salida del pueblo—. Pero no tiene la menor importancia. El papá de Sigi dice que, cuando era niño, siempre se bañaba allí. Es un sitio absolutamente seguro.

—Ah, perfectamente seguro hasta que el pobre crío coja la poliomielitis y se tenga que pasar el resto de su vida en una silla de ruedas. ¡Ojalá no se hubiese mezclado con el tal Canary, es realmente peligroso!

Canary, el pequeño hijo rubio de Mignon, el farmacéutico, era amigo de Sigi.

—Monsieur l’Abbé me está enseñando a rezar. Recé pidiendo un amigo y me tocó Canary.

Cada mediodía, a la hora más calurosa, Sigi salía disparado viñedo abajo para reunirse con Canary y su banda de maquisards. No se le volvía a ver el pelo hasta que Nanny tocaba la campana para avisarle de que era la hora de Dick Barton. Entonces subía corriendo por la cuesta. Nanny había instalado un transmisor de radio muy potente y el cuarto de los niños se había convertido en la Inglaterra eterna, con las noticias de las 6, las noticias de las 9, Música mientras trabajas y Veinte preguntas. El Daily Mirrortambién había empezado a llegar, trayendo a Garth en persona, así como Mujer y belleza. Desde aquel momento, el frente de batalla de la habitación de los niños se calmó notablemente.

—No debemos preocuparnos demasiado, querida Nanny. Sigi es un niño pequeño que crece rápidamente. Se supone que ha de escaparse, eso es lo que hacen los niños. Creo que para él es maravilloso estar aquí, ¡ojalá nos pudiésemos quedar para siempre!

—Te gusta monsieur L'Abbé, ¿verdad, Sigismond? —le preguntó Grace a la mañana siguiente.

Él siempre se sentaba en la cama de su madre mientras ella desayunaba un gran tazón de café con pan blanco recién hecho servido en porcelana de Marsella antigua. Para ella era, en muchos sentidos, el mejor momento del día. Se tomaba el café mirando el cálido cielo matinal a través de las cortinas de muselina. Todo lo que había en la habitación era bonito, y el pequeño sentado a los pies de su cama, con un jersey de algodón blanco y unos pantalones de lino rojo, era lo más bonito de todo.

—Adoro a monsieur L'Abbé, le venero, y tengo una nueva ambición. Deseo poder conversar con él en latín.

—Francés primero, querido.

—No, mami, monsieur l’Abbé dice que los romanos se civilizaron antes que los galos. Me cuenta historias geniales sobre esos romanos, y tengo una nueva idea para Nanny. Imagina que la pusiéramos en un anfiteatro con un oso especialmente feroz.

—Oh, pobre Nanny. ¿Dónde encontrarías el oso?

—Uno de nuestros maquisards es de los Pirineos, y allí, en la actualidad, tienen tres osos salvajes. Le enseñé un dibujo de Garth cavando una trampa foso y cubriéndola con ramas y hojas...

—¿Garth otra vez? —preguntó Charles-Edouard, entrando con el correo de la mañana—. Largo de aquí, Sigi —añadió, aguantando la puerta abierta y ahuyentándolo con el periódico.

—¿Por qué dices siempre largo de aquí, papá? —dijo el niño, cabizbajo y haciéndose el remolón, desde la puerta.

—Es lo que me decía mi madre. «Largo de aquí, Charles-Edouard.» Me pasé toda la infancia largándome. Yo también lo odiaba. ¡Aire, aire! Ésa era otra manera de decirlo.

Cerró la puerta y le dio a Grace su correspondencia.

—Si a ti no te gustaba —observó ella—, no entiendo por qué haces sufrir al pobre niño. Me parece que no nos ve lo suficiente, y nunca nos ve a los dos juntos.

—Ésa no es la cuestión. La cuestión es que nosotros ya le vemos lo suficiente —dijo Charles-Edouard—. No hay nada tan aburrido como la conversación de los niños pequeños.

—A mí me divierte.

—Sé que, a veces, esa conversación divierte a las mujeres. Es porque ellas mismas tienen un lado infantil, la naturaleza se lo dio para poder soportar ese parloteo. Y ya que estamos hablando de este tema, monsieur L'Abbé me ha dicho que Nanny no les deja en paz durante las clases, les interrumpe constantemente con cualquier excusa. Es muy molesto. ¿Quizá podrías hablar tú con ella al respecto?

—Ya lo sabía. Pensé que te enfadarías.

—Pues habla con ella.

—Lo intentaré. Pero ya sabes lo que pasa con Nanny, me tiene en un puño, es terrible. Ella piensa que monsieur l’Abbé está estresando el pequeño cerebro de Sigi.

—Pero es que su pequeño cerebro se ha de estresar, para eso está. Si Nanny quiere verlo estresado de verdad, que espere hasta que Sigi empiece a prepararse para el bachot, entonces sí, estudiará hasta las doce o la una de la madrugada, se le pondrá la tez verdosa, le saldrán ojeras, intentará suicidarse, perderá la salud...

—Oh, Charles-Edouard, eres un bruto —dijo Grace, horrorizada.

Él se echó a reír y empezó a besarle el brazo y el hombro.

—Otra vez besuqueándose. —Sigi apareció en la ventana—. He llegado hasta aquí cruzando los impenetrables senderos del Himalaya.

—Sí, me preguntaba cuánto tardarías en encontrar el camino —dijo Charles-Edouard.

—Te voy a dar una noticia. Acabo de ver en el Dailyque Garth ha renunciado al amor de las mujeres.

—Ah, es ese tipo de hombre, ¿verdad?

—Ahora es un efendi. ¿Qué es un efendi, papá?

—Hablando de estresarle el cerebro... —dijo Charles-Edouard.

—Sí, tienes razón, pero a no ser por Garth y Dick Barton, Sigi ni siquiera pisaría el cuarto de los niños, y a la pobre Nanny le daría un ataque buscándolo todo el día por los tejados y los viñedos.

—Bueno, Sigismond, ahora regresa a esos impenetrables senderos, ¿de acuerdo?

—En otras palabras: largo de aquí, ¡aire! Bueno, si no queda más remedio.

—Monsieur l’Abbé ha hablado de enseñarle latín.

—¿Sí? —preguntó Charles-Edouard mientras abría su correspondencia.

—¿No te parece una pérdida de tiempo?

—¿El latín una pérdida de tiempo? —dijo él, metiéndose una carta en el bolsillo y mirando a Grace sorprendido—. ¿No ha de saber latín antes de entrar en Eton?

—Bueno, no lo hablará con el acento adecuado. ¿Queremos que Sigi vaya a Eton?

—¿Por qué no durante un tiempo? Así cuando vaya a St. Cyr será el mejor en inglés.

—Pero me parece que no se puede ir a Eton durante un tiempo. Oh, querido, yo creí que los franceses siempre tenían a sus pequeños en casa.

—¿Queremos que esté en casa siempre?

—Yo sí. De todos modos, en la actualidad, uno ha de estar inscrito en Eton antes de que sus padres se casen, mucho antes de la concepción. No creo, pues, que este sueño se haga realidad.

Charles-Edouard, que seguía leyendo su correspondencia, dijo:

—Pues da igual, irá al Brighton College.

—Por favor, ¿puedo venir a bañarme contigo?

—Hoy no, querido. Vamos a almorzar con unas personas mayores.

—No es justo. Quiero hacer una foto de una ola gigantesca y estremecedora.

—Pero hoy el mar estará como un plato. La próxima vez que sople mistral te llevaremos.

—¡Tengo tanto calor! ¡Me apetece tanto bañarme!

—¿No te bañas en la fuente, con Canary?

—Estoy brouillé con le chef.

¿Brouillé con Canary?

—Sí, eso es. Habíamos convenu que los maquisards vinieran aquí e hiciesen de chasseurs alpins en el tejado durante un día y que al siguiente yo bajaría con ellos al pueblo para jugar a sabotaje. Pues bien, estuvieron aquí y ayer bajé yo al pueblo y me lo encontré en los tilos con les braves, y me dijo: «Va-t-en. On ne veut pas de toi».

—Pero Sigi, ¿por qué?

—No lo sé. Pero no me importa ni pizca. Quiero bajar al mar y bucear y cazar un pulpo con un arpón.

—Cuando seas mayor.

—¿Cuándo seré mayor?

—Todo a su debido tiempo. Ahora largo de aquí, ve a buscar al señor abate.

—Está leyendo su bréviaire.

—Pues a Nanny. Venga, vete de aquí, querido.

Aquella noche, a la hora de cenar, madame de Valhubert dijo:

—¿Sabes que nuestro pobre pequeño maquisard ha pasado toda la tarde solo en el salón? Era la viva imagen de la aflicción. Al final nos ha dado tanta pena, que Régine y yo nos hemos puesto a jugar a cartas con él.

—Es por ese desdichado de Canary —dijo Grace—. Le ha mandado a hacer gárgaras y nadie sabe por qué. Espero que hagan las paces pronto o el pobre renacuajo no se va a divertir nada. Estoy muy preocupada. ¿No podrías bajar tú al pueblo a hablar con monsieur Mignon y averiguar lo que pasa, Charles-Edouard?

Charles-Edouard se echó a reír, miró a los otros comensales —todos sonreían—, y dijo:

—¡Ay de mí! Me temo que mi influencia sobre Mignon es limitada.

—Pero ¿por qué? ¡Si pronunció aquel discurso tan bonito!

—Eso fue la solidarité de la libération. Duró lo que tardó en dar el discurso. Ahora volvemos a estar sumidos en las rencillas de siempre. Una señal inequívoca de que realmente ha vuelto la paz.

—Monsieur le Curé, ¿no podría usted hacer algo? —preguntó Grace.

Hubo una carcajada general. Monsieur le Curé levantó las manos al cielo y dijo que Grace no acababa de entender la situación. Monsieur Mignon, dijo, era un socialista radical. Si Grace no hubiera pasado los años de la guerra tan ociosamente, cosiendo sueños en una fea alfombra o acompañando a las cabras a mordisquear zarzamoras, si le hubiese hecho caso a su padre y, en vez de eso, se hubiese concentrado en los señores Bodley y Brogan, cuyas obras yacían entre un montón gigantesco de libros sin abrir detrás de las escaleras, esas palabras hubieran significado algo para ella, y lo que siguió se hubiese podido evitar. Al ver su mirada de incomprensión, Charles-Edouard empezó a explicárselo.

—Monsieur Mignon, père, no es sólo un socialista radical de la peor calaña —fíjate en que Canary no va a nuestra escuela, sino al Instituteur—, sino que, además, es masón.

—Bueno, en tal caso es una pena que mi padre no esté aquí para hablar con él. Se podrían poner sus mandiles y hacer lo que sea que hagan juntos.

Charles-Edouard intentó darle una patada por debajo de la mesa, pero ella estaba sentada demasiado lejos y no logró alcanzarla. Grace prosiguió tranquilamente:

—Papá es uno de los masones más importantes de Inglaterra, ¿saben? ¿No podríamos decirle eso a monsieur Mignon? Quizá ayudaría.

Nadie dijo nada, se hizo un silencio tan gélido que ella se dio cuenta de que algo terrible había sucedido, pero no tenía ni idea de qué podía ser.

Los ojos oscuros de madame de Valhubert se dirigieron interrogantes a Charles-Edouard. Madame Rocher y monsieur de la Bourlie se miraron con expresión lúgubre; monsieur le Curé y monsieur l’Abbé fijaron su mirada en los platos que tenían delante, y Charles-Edouard pareció extremadamente contrariado. Grace nunca le había visto así. Finalmente dijo, dirigiéndose a su abuela:

—Los masones son otra cosa en Inglaterra, ¿sabes?

—¿Ah, sí?

—Allí el Gran Maestro es un miembro de la Familia Real, ¿verdad, Grace?

—No sé. En realidad, no sé mucho de ellos.

—Con los ingleses todo es posible —dijo madame Rocher—. ¿Qué te había dicho, Sosthène?

—Sí bueno, pero, en cualquier caso, esto es demasiado —murmuró el viejo.

Se hizo otro largo silencio al final del cual madame de Valhubert se levantó de la mesa y todos se dirigieron al pequeño salón. La sobremesa se hizo más pesada que nunca, y el grupo dio la jornada por acabada extremadamente temprano.

—¿Qué he hecho? —preguntó Grace, al llegar a la habitación.

—No ha sido culpa tuya —respondió Charles-Edouard. Estaba enfadado consigo mismo porque no sabía que toda la culpa era de Grace, quien había hecho caso omiso de la información que sir Conrad había puesto a su disposición—. Pero te ruego que no vuelvas a hablar jamás de los masones en Francia. Ten un amante, ten dos, hazte lesbiana, roba objetos valiosos de casa de tus amigos, haz lo que sea, lo que sea, pero no digas que tu padre es masón. Tendrán que pasar diez años de vida irreprochable para que te lo perdonen, y jamás lo olvidarán. ¡La fille du franc-maçon! Bueno, iré a ver a mi abuela por la mañana e intentaré explicárselo.

Se echó a reír de nuevo, pero Grace se dio cuenta de que estaba realmente muy avergonzado por lo que ella había hecho.

Madame de Valhubert se fue corriendo a la capilla, madame Rocher acompañó a monsieur de la Bourlie hasta su automóvil y se quedaron conversando un momento.

—¡Ves! —dijo ella—. ¡Hija de masones! Ya te lo decía yo. No me extraña que los casase un alcalde, ahora todo está claro como el agua. Me pregunto si realmente en Inglaterra se les considera gente decente. Ya lo averiguaré. Pobre Charles-Edouard, va a tener que recorrer un camino lleno de espinas. Es terrible para los Valhuberts, especialmente porque ya tuvieron este tipo de conflictos familiares antes, bueno, no con la masonería, claro, sino con ese horrible mariscal. Se habían esforzado mucho por lograr olvidar ese capítulo. No me extraña que Françoise esté tan alterada, seguro que pasa toda la noche de rodillas.

Monsieur de la Bourlie estaba enormemente escandalizado por todo el asunto. Aunque no hubiese tenido más de ochenta años, aunque su esposa no hubiese estado viva, tener una hermosa esposa inglesa había dejado de ser una tentación. Había aprendido la lección.

Sin embargo, la metedura de pata de Grace tuvo una consecuencia positiva. Sigi volvió a ser admitido en la pandilla de Canary, de la cual había sido expulsado a causa de su clericalismo, algo que él jamás hubiese podido imaginar. Su adhesión a monsieur L'Abbé no le había hecho ningún bien entre los maquisards.

Monsieur le Curé fue incapaz de callarse la increíble declaración de la joven madame de Valhubert; se lo contó a uno o dos chismosos y la noticia corrió como un reguero de pólvora entre la gente, causando una formidable sensación en todo el pueblo. Los católicos, los partidarios del M.R.P.[2] y otros de esa cuerda estaban muy escandalizados, pero el resto de la población estaba eufórica. La hija de un miembro de la masonería era una adquisición indeseable para la familia Valhubert. Nanny, que cada día estaba más en contra de monsieur L'Abbé, pasó a ser considerada el gran paladín del anticlericalismo. La postura de Charles-Edouard seguía siendo ambigua, sus opiniones estaban rodeadas de cierto misterio y nadie sabía exactamente lo que pensaba. Por un lado estaba la esposa masona; por el otro, era él en persona quien había ido a buscar a monsieur l’Abbé para instruir a su hijo. Como era popular, jovial y un buen terrateniente, como su historial de guerra era irreprochable, y como sabían, porque se lo habían oído decir a él mismo en la radio, que había sido uno de los primeros en unirse al general De Gaulle, todos los sectores de la comunidad optaron por considerar que era uno de los suyos mientras esperaban nuevos indicios de los cuales sacar nuevas conclusiones.

Charles-Edouard logró convencer a su abuela de que, en Inglaterra, las familias decentes y hasta la familia real consideraban la masonería como algo perfectamente aceptable. No fue fácil, pero lo logró.

—Muy bien, pues. Te creo, hijo mío. Y ya que estamos hablando de temas desagradables, ¿por qué un alcalde para casarse? ¿Por qué no un sacerdote?

—¡Ah! ¿Lo sabes?

—Sí. Lo sé.

—La cuestión es que no estaba del todo seguro. Me casé con esta extranjera después de un noviazgo muy corto, me iba a la guerra, quizá por muchos años, estaba prometida a otro hombre cuando la conocí y podía ser que tuviera un carácter inestable, no me lo parecía, pero no tenía pruebas. Además era pagana. Los ingleses son casi todos paganos, ¿sabes?, es como con la masonería, allí son cosas absolutamente respetables. Si se cansaba de esperarme y se iba con otro, yo no quería verme privado para siempre, o en cualquier caso por muchos años, de un matrimonio de verdad. Si ella o su padre hubiesen puesto la menor objeción a un matrimonio civil, si hubiesen hecho el menor comentario, habría buscado un sacerdote, pero el asunto nunca se mencionó. Fue muy raro. Todo les pareció perfectamente normal y natural. Por cierto, Sigismond fue bautizado. Escribí pidiendo que así fuera y se hizo inmediatamente, como si lo que hubiese pedido fuera que le pusieran una vacuna.

—¿Y ahora?

—Grace sigue siendo pagana, pero tú misma puedes ver que es una alma que vale la pena salvar. A su debido tiempo, la convertiremos, y entonces será el momento de casarnos por la Iglesia.

—Charles-Edouard, ¡has traído a casa a una concubina pagana en vez de a una esposa! Estás viviendo en pecado mortal, hijo mío.

—Queridísima abuela, me conoces lo suficiente como para saber que vivo habitualmente en pecado mortal. Debemos confiar, por el bien de mi alma, en la misericordia de Dios. En cuanto a Grace, todo irá bien, ya verás.

Grace se habría quedado atónita si hubiese escuchado esta conversación. Ambos hablaban como si él hubiese elegido a la hija de un rey caníbal del África profunda, mientras que ella se consideraba una cristiana perfectamente normal. Charles-Edouard se dio cuenta de ello.

—Por favor, abuela, si hablas con Grace de esto, no le digas que es sólo una concubina. No le gustaría nada. Confía en mí, estoy seguro de que todo saldrá bien. Por el momento, considéranos novios.

—Muy bien. No diré ni una sola palabra sobre ningún tema religioso. Es tu responsabilidad, Charles-Edouard, y sabes tan bien como yo cuál es tu deber en esta cuestión.

«Pero —pensó para sus adentros— hay otros temas de los cuales debo hablar con ella antes de que se vayan a París.»

—Supongo que Charles-Edouard te debe parecer muy inglés, querida niña —empezó diciendo en la siguiente ocasión en que se quedó a solas con Grace.

—¿Inglés? —dijo Grace divertida y sorprendida.

Para ella, Charles-Edouard era los cuarenta reyes de Francia en uno, la raza francesa en persona, en carne y hueso.

—En efecto, a primera vista es muy inglés. Su ropa, su físico, los enormes desayunos de huevos con jamón, su talento para los negocios. Pero querida mía, todavía le conoces muy poco. Habéis estado casados (si es que a eso se le puede llamar matrimonio) durante siete años, y sin embargo, aquí estáis, dos desconocidos de luna de miel con un niño grande. Es una situación muy extraña, y lo más curioso y maravilloso de todo es que los dos seáis tan felices. Pero te repito que, de momento, sólo has visto la faceta inglesa de tu marido. Se está empezando a poner nervioso aquí, le conozco perfectamente, y muy pronto, probablemente habiéndote avisado con un día de antelación, se te llevará a París. Cuando estés allí empezarás a ver hasta qué punto es realmente francés.

—Pero a mí ya me parece muy francés. ¿Cómo puede ser que en París lo sea todavía más? ¿En qué sentido?

—Te voy a hacer una advertencia, sólo una. En París, tú y él os volveréis a encontrar con su propio mundo, con todos sus amiguitos reunidos. Te recomiendo ser muy, muy sensata. Actúa como si tuvieras mil años, como yo.

—Crees que me voy a poner celosa. Tante Régine piensa lo mismo, ya me doy cuenta. Pero yo nunca tengo celos. No está en mi naturaleza. No es que sea insensible, no es eso, hay cosas que me importan muchísimo, pero no soy celosa.

—¡Ah, niña querida, estás enamorada, y no existe amor en este mundo sin celos!

—Y puede que no conozca a Charles-Edouard desde hace mucho tiempo, pero le conozco bien. Me quiere.

—Sí, sí, no hay duda de que te quiere. Está muy claro. Y todos nosotros también, querida niña, y por eso te hablo así, a pesar de todo. También te digo que si eres muy sensata, él te querrá para siempre, y con el tiempo vuestra vida se pondrá en orden y seréis una pareja realmente feliz, para siempre.

—Eso es lo que dice Charles-Edouard. Pues bien, como yo soy muy sensata, él me querrá para siempre. ¿Acaso no parezco sensata?

—¡Ah! Sé bien que esa apariencia tan práctica, tan británica, es engañosa. En la superficie, una paz tranquilizadora, y debajo, un auténtico torbellino. Y, además, veis el mundo a través de un espejo deformante. Las mujeres latinas ven las cosas claras, tal y como son; por encima de todo, entienden a los hombres.

—Nunca he acabado de saber qué significa entender a los hombres.

—¿No, querida? Es muy sencillo, se puede decir con dos palabras: ellos primero. La mujer que siempre pone por delante a su marido casi nunca lo pierde.

—Bueno —replicó Grace con indignación—, es muy posible que una mujer que deje que su marido haga exactamente lo que le plazca, que cierre los ojos ante todas las infidelidades y que permita que la trate a patadas, en efecto, nunca lo pierda.

—Así es —respondió madame de Valhubert imperturbable.

—¿Y realmente es eso lo que me aconseja?

—Oh, yo no te aconsejo nada, los viejos no debemos dar consejos. Sólo te digo que recuerdes que Charles-Edouard es francés, no es un inglés con apariencia de francés, es un francés profundamente francés. Si quieres que esto se convierta en un matrimonio de verdad, en una unión para toda la vida (y no estoy hablando del sacramento), debes seguir la reglas de nuestra civilización. Nunca se te echará en cara que tengas un poco de vida propia, si así lo deseas, siempre que pongas a tu marido primero.

Grace quedó profundamente escandalizada.

—Hubiese entendido que Tante Régine hablase así, de hecho, incluso lo hubiese esperado, ¡pero tu abuela! —le dijo a Charles-Edouard.

—Mi abuela es una mujer muy práctica. Se ve por su manera de llevar esta casa. Éste es un indicio muy revelador en una mujer.

Al día siguiente, Charles-Edouard tomó una de sus típicas decisiones súbitas y se llevó a Grace precipitadamente a París. Nanny y el pequeño se quedaron, les seguirían una o dos semanas más tarde, escoltados por el fiel Ange-Victor.