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La convocatoria en casa de los Dexter era a las ocho, pero no se sentaron a la mesa hasta las nueve. En el intervalo tomaron cócteles mientras Hector Dexter hablaba de la situación actual de Francia.
—Conozco Francia de toda la vida. Vine de niño, vine durante las vacaciones de la universidad, vine para la luna de miel con mi primera mujer, la primera señora Dexter, y vine durante la segunda guerra mundial. Creo que estoy cualificado para dar un diagnóstico. Así pues, he establecido un diagnóstico y el diagnóstico es el siguiente... Pero antes me gustaría contarles a todos una pequeña historia que creo que me ayudará a ilustrar lo que voy a intentar, si puedo, demostrar.
»Bien, ocurrió justo antes de la contraofensiva de las Ardenas. Estábamos en un pueblecito cerca de la frontera con Bélgica, o no, en realidad creo que era en la frontera con Luxemburgo, lo mismo da, no afecta para nada a mi historia. Pues bien, en el pueblo había un boulanger; y ahora, si me lo permiten, describiré en qué estado estaba el pueblo. Lo habían bombardeado las fuerzas aéreas de Estados Unidos, bombardeo de precisión, si saben a lo que me refiero; lo había bombardeado la Luftwaffe, indiscriminadamente, lamento tener que decirlo (porque soy uno de esos que desea ver muy pronto a los alemanes desempeñar un papel muy, muy importante en la familia de las naciones); lo habían bombardeado, como decía, sin distinguir entre propiedad civil y objetivo militar. Luego la infantería de Estados Unidos lo atacó, tomó el pueblo y lo ocupó. Después fue atacado por la Reichswehr, que también lo tomó y lo ocupó; lamento decir que durante la reocupación de la Reichswehr tuvieron lugar ciertas atrocidades que uno quisiera olvidar. Luego la infantería de Estados Unidos volvió a atacar y retomar y reocupar el pueblo. Y llovía día y noche. Supongo que después de lo que les he contado se pueden imaginar en qué estado estaba el pueblo. Pues bien, resultó que el recinto de este boulanger había quedado intacto. Había sufrido desperfectos, claro está —otras cosas, las ventanas habían volado por los aires—, pero las paredes seguían en pie, quedaba un trozo de techo y el gran horno no se había deteriorado en absoluto. Así que fui a preguntarle si quería que le diésemos harina del ejército americano para poder hacer pan para los paisanos que quedaban en el pueblo. Pero ese boulanger viejecito dijo simplemente, ¡qué diablos!, aunque lo dijo en francés, claro, ¡qué diablos!, los alemanes volverán esta tarde y no veo qué sentido tiene hornear pan para que se lo coman los alemanes por la noche.
»Bueno, esta pequeña historia es un símbolo de lo que veo a mi alrededor, de lo que nosotros, los norteamericanos que estamos en Francia, estamos intentando combatir. En este país, en esta ciudad incluso, hay cierto malestar, una sensación de descontento, de náusea, de cansancio, que a mí me parece francamente descorazonadora.
»Pues bien, mi hijo, Heck jr., está pasando una temporada con nosotros, es hijo de la primera señora Dexter. Es un joven varón norteamericano de veintidós años, independiente y trabajador. Ha estudiado psiquiatría. Yo opino que, en la actualidad, todo el mundo debería tener esa formación, sea cual sea la profesión a la que finalmente se quiera dedicar. Ahora él tiene una columna.
Durante todo este tiempo, Charles-Edouard había estado observando a la señora Jungfleisch, que daba la casualidad de que era muy guapa, y preguntándose si habría otro salón al que poder ir con ella a charlar después de la cena (aunque sabía perfectamente que no era probable que un piso como aquél tuviera una serie de salones comunicados entre sí). La palabra columna le sacó de golpe de su ensoñación.
—¿Dórica? —preguntó con interés—. ¿O corintia?
Pero el señor Dexter estaba totalmente inmerso en el raudal de su discurso y ni le oyó.
—Y mi hijo recorre las calles de esta ciudad (si no está con nosotros esta noche es porque prefiere comer a solas y poner en marcha sus ojos y sus orejas en algún bistró pequeño pero representativo), y afirma que observando los rostros de los ciudadanos normales y sus sencillas actividades cotidianas puede percibir, sentir este malestar en todos los estratos sociales, y lamento mucho tener que decirles, lo lamento porque soy absolutamente sincero en mi deseo y voluntad de ayudar al pueblo francés, que todo lo que mi hijo percibe en sus paseos por esta ciudad sale reflejado en su columna.
Etcétera, etcétera. A Grace el discurso del señor Dexter le pareció extremadamente inteligente, pero se dio cuenta de que no estaba causando el mismo efecto en Charles-Edouard. Si pudiese ser un poco más formal, pensó tristemente, sería igualmente maravilloso, o incluso más; pero las cosas que de verdad importaban en el mundo no parecían interesarle en absoluto. Ni durante la guerra había hecho gran cosa, al menos cuando estaba con ella. Hacía el amor, cantaba fragmentos de cancioncillas, reía a carcajadas y buscaba obras de arte con las que disfrutar. Y, sin embargo, debía de tener, sin duda, un lado más serio, el que le había empujado a abandonar todas esas cosas que tanto amaba e irse a luchar durante años a Oriente. Ella sabía que, de haberlo querido, lo hubieran desmovilizado mucho antes, pero se había negado a abandonar su escuadrón hasta que todos hubieran regresado a casa. A Grace le habría gustado que Charles-Edouard se pusiera en pie y pronunciara un discurso en defensa de su país, más inteligente todavía que el del señor Dexter, pero él seguía allí sentado, riéndose por dentro y mirando a la guapa señora Jungfleisch.
Por fin pasaron a cenar. Grace, que ya se había acostumbrado a las animadas conversaciones en francés que siempre le deparaban sus compañeros de mesa, se quedó de piedra cuando el señor Rutter, para abrir la conversación, se volvió hacia ella y disparó:
—Hábleme de usted.
Grace, como siempre, se esforzaba por ver si Charles-Edouard estaba a gusto; le molestó comprobar que lo habían sentado los más lejos posible de la bella señora Jungfleisch. Estaba claro que tampoco sentía demasiada admiración por Carolyn, que en aquel momento le estaba hablando de Nanny, tema que precisamente no sacaba a relucir lo mejor de Charles-Edouard.
—¿De mí? —preguntó Grace, y se quedó muda.
En aquel momento Hector Dexter pidió silencio dando unos golpecitos en el plato.
—Voy a invitar a cada una de las personas aquí presentes a pronunciar unas palabras sobre un tema que nos preocupa profundamente a todos. Me refiero, claro está, a la bomba atómica. Creo que Charlie Jungfleisch podrá hablar en nombre del ciudadano de a pie de nuestros grandiosos Estados Unidos de América, ya que acaba de regresar de allí. Aspinall Jorgmann nos contará lo que se comenta detrás del Telón de Acero (Asp acaba de volver de una exhaustiva gira de seis días y todos estamos impacientes por conocer sus impresiones); Wilbur Rutter puede hablar de cómo afectará todo esto a la prosperidad mundial. En esta pequeña reunión, el señor Tournon representa la postura del Gobierno francés y el señor Valhubert...
—Quizá yo sólo escuche y no participe —dijo Charles-Edouard, para gran decepción de Grace—. Como simple amateur de pâte tendre, entiéndanme, todo este tema me parece demasiado doloroso. Mi posición en lo relativo a las bombas atómicas es la del avestruz.
—Como usted prefiera —contestó el señor Dexter—. Cedo pues la palabra a Charlie. Charlie, hay una cuestión que aquí en Europa nos preocupa mucho. Es la siguiente: ¿qué medidas se están tomando en Nueva York contra los ataques aéreos? Si es que se está tomando alguna.
—Bueno, Heck, se están tomando bastantes medidas. En primer lugar, las autoridades han publicado un pequeño folleto muy explicativo titulado «La bomba y tú», diseñado especialmente para que la bomba entre en todos los hogares y se convierta en algo un poco más familiar. Eso debería servir para calmar y tranquilizar a la población en caso de ataque. Se celebran muchas reuniones de orientación, almuerzos y cosas por el estilo, en las que el tema es tratado abiertamente para darlo a conocer y quitarle hierro a la cuestión. En estas reuniones, los ponentes insisten en que hay ciertas reglas de higiene atómica que deberían convertirse en gestos cotidianos. Tener siempre a mano una sábana blanca por ejemplo, ya que el color blanco es el que mejor protege de los rayos gamma. Luego se le explica a la gente lo que hay que hacer después de la explosión. No se puede dejar de subrayar la enorme importancia del reposo, y también se deberían aumentar los contenidos proteínicos de la dieta (no sería mala idea tomarse un vaso de leche en cuanto explote la bomba). Y si te sientes raro, si tienes algún síntoma extraño, lo mejor es que llames al doctor inmediatamente. Me siguen, ¿verdad?, son cosas muy elementales pero que no deben dejar de mencionarse. Si el pueblo llano sabe exactamente lo que hay que hacer en caso de que explote una bomba atómica, el horror que ésta provoca se reduce a la mitad o a un tercio.
—Gracias, Charlie —dijo el señor Dexter—. Yo personalmente me siento mucho más tranquilo. No hay nada tan peligroso como una política de laissez-aller, y estoy muy contento de que el grandioso pueblo americano, por decirlo de algún modo, y sin ningún afán de herir sus sentimientos, señor Valhubert, no haya escondido la cabeza bajo la arena, sino que esté mirando a la bomba atómica cara a cara. Realmente muy contento. Y ahora le cedo la palabra a Asp para que nos diga unas palabras. Cuéntanos qué piensan en los países ocupados por Rusia, Asp.
—Pues bien, acabo de pasar seis días muy interesantes en Polonia, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, el este de Alemania, que es la parte ocupada por los rusos, y el este de Austria, también ocupada por los rusos, y estoy aquí para decirles que, innegablemente, estos países, si bien oficialmente no se están preparando para ninguna guerra —aunque yo creo que sí—, están siendo gobernados como en tiempos de guerra.
—¿Y tuviste oportunidad de hablar con los ciudadanos de esos países, Asp?
—Claro que no, Heck. Y no pude por las razones que supongo que todos conocéis, pero me reuní con los hombres y las mujeres clave de nuestras embajadas y misiones diplomáticas y he recogido material suficiente para dos o tres artículos, muy, muy largos y muy interesantes, que espero que todos leáis.
Y continuó. Por suerte, después de cenar llegaron personas muy importantes, y Charles-Edouard y Grace pudieron escapar sin que pareciese una grosería. Charles-Edouard no consiguió intercambiar ni una palabra con la señora Jungfleisch, que estaba enfrascada en una agradable conversación con el señor Jorgmann sobre congresos, vetos y lo que le había contado Joe Alsop cuando se encontraron en Washington. Al igual que el señor Dexter, la guapa señora Jungfleisch estaba profundamente preocupada por el estado actual del mundo y no tenía tiempo para franceses frívolos que preferían la pâte tendre a las bombas atómicas.
Charles-Edouard fue muy amable con Grace en lo referente a esta cena e insistió para que devolvieran la invitación a los Dexter la semana siguiente. Las dos parejas cenaron solas, bastante aprisa, y fueron a ver Lorenzaccio. Si Charles-Edouard se había aburrido en la cena de los Dexter, con Lorenzaccio se vengó de Hector con creces: el norteamericano no paró de moverse durante toda la representación y en el entreacto, de forma bastante grosera, dijo que el empresario al que se le ocurriese llevar esa obra a Broadway iría directo a la bancarrota.
—Pero querido mío —observó Albertine—, cenar con la mejor amiga de tu mujer y con su marido es un clásico. Debería haberte advertido. Forma parte de la vida de casado, como los bebés, las nannies y los suegros. Claro, un soltero alegre como tú no podía haber previsto estos cambios.
—Ojalá entendiese a los norteamericanos —dijo Charles-Edouard. Son muy raros. ¡Tan buenos pero tan aburridos!
—¿Qué es lo que te hace pensar que son tan buenos?
—Lo veo en el brillo de sus ojos.
—Eso no es bondad, son las lentillas, una especie de lente que se ponen en la pupila. Tuve un amante americano después de la liberación y solía darle golpecitos en el ojo con mi lima de las uñas. Era un tipo muy peculiar. Tenía un cuerpo enorme y con aspecto saludable, pero que apenas podía funcionar por sí mismo. No podía caminar ni un metro; una vez le llevé a Versalles y en medio de la Galerie des Glaces se desplomó en el suelo como un niño. No podía hacer lo que tú sabes sin lavages, sólo podía digerir yogur y zanahorias crudas, no podía dormir sin somníferos ni despertarse sin benzedrina y, para poder enfrentarse al día, le hacían cada mañana una buena transfusión de sangre. Era como tener a otro autómata en casa.
—¿Te lo metiste en casa?
Albertine, que detestaba el exceso de intimidad, no había hecho esto con ninguno de sus amantes.
—Por la calefacción central, querido —se disculpó—. Fue aquel invierno tan frío. A los americanos no les funciona la circulación, incluso calientan o enfrían artificialmente sus coches según sea invierno o verano. Nunca olvidaré lo caliente que tenía su habitación, mi pequeño termómetro pasó en un día de «rivières glacées» a «vers à soie», e incluso así se quejaba. Finalmente la aguja llegó a Senegal y cuando la marquetería de mi Oeben empezó a combarse por el calor, no tuve más remedio que divorciarme. Por cierto, nos habíamos casado.
—¿Casado? —Charles-Edouard estaba atónito.
—Sí, era incapaz de hacer nada en la cama sin un acuerdo matrimonial. Lo probé todo, hasta un afrodisíaco excelente que me recetó el doctor. No sirvió de nada. Tuvimos que ir juntos al consulado, después fue maravilloso. El resultado es que tengo un pasaporte norteamericano, lo cual nunca va mal.
—¿Y qué pasó con él?
—Ah, tiene una mujer monísima y dos niños preciosos y cada Navidad me manda unas cajas de toallitas limpiadoras.