10
Durante todo ese tiempo, el Capitán había continuado con su persecución de Grace y, naturalmente, también él se había dado cuenta de que si había un camino hacia su corazón, un corazón que parecía curiosamente ensimismado, pasaba por Sigismond.
—Tráele el jueves por la tarde a ver Sir Theseus —dijo.
—Mi querido Capitán, ¿te parece que Fedra es una obra adecuada para un niño?
—Exquise Marquise, ¿qué me dices de la Matinée Classique en el Français? ¿Acaso no está lleno de niños viendo Fedra?
—Bueno, de acuerdo.
A Grace le resultaba reconfortante estar con alguien que sabía lo que era la Matinée Classique y que conocía otras características de la vida francesa. A pesar de los esfuerzos por educarse que había hecho en la época de Albertine, Hughie nunca había ido más allá del bar del Ritz, y ahora su amor por todo lo francés se había convertido en un odio irracional. Cada vez que Grace le hablaba de Francia, hacía comentarios desagradables que la molestaban muchísimo. Como tantos hombres grandes, francos y bonachones en apariencia, Hughie tenía una faceta malévola y sabía dar exactamente donde más dolía. Siempre se mostraba tremendamente malicioso cuando hablaba del Capitán, quien, sin embargo, hablaba amablemente de él.
—¿Por qué la odia tanto? —preguntó Sigi mientras Hipólito retrocedía homosexualmente horrorizado ante las insinuaciones de Fedra.
—Porque es su madrastra.
—¡Oh! Si papá se casara con madame Marel, ¿ella sería mi madrastra y yo la odiaría?
—Sh... cariño, no hables tan alto, es una grosería para los actores.
No es que fuera a molestar al público en absoluto. El día, cálido y maravilloso —uno de los pocos ese verano— no había contribuido a llenar la Matinée Classique de pequeños estudiosos de tragedias psicológicas, y el teatro estaba vacío. Tres o cuatros miembros de la Tripulación rondaban por allí sin hacer nada, mirando a Grace funestamente a través de sus cortinas de pelo; el Capitán, que siempre afirmaba que prefería ver sus obras desde el fondo del gallinero, una coartada perfecta, estaba tomando un baño de sol culpable en el tejado de su teatro.
—¿Mami?
Sigi, aburrido, no paraba de moverse en su asiento.
—¿Sí?
—¿Dónde está la madre de Hipólito?
—No estoy segura, creo que está muerta, se lo tenemos que preguntar al Capitán.
—¿Mami? ¿Y sir Teseo?
—También se lo preguntarás al Capitán.
—Bueno... ¿qué le ha pasado ahora a Hipólito?
—Querido, intenta prestar atención. ¿No has oído que Terameno decía que se había caído de su bicicleta y le había atropellado un camión?
—¡Toma! ¡Claro que Fedra está enfadada!
—No digas toma. Estoy harta de decírtelo.
—Mami, ¿por qué sir Teseo ha adoptado a Hara-See?
—Supongo que se debe sentir bastante solo, ahora que al parecer todo el mundo ha muerto.
—¿Tendrá que asignar parte de su dinero a Hara-See?
—No lo sé. Aquí está el Capitán, se lo puedes preguntar tú mismo.
El Capitán les llevó entre bastidores y les enseñó la maquinaria, el cuadro de mandos y otras cosas. Todo esto interesó a Sigi mucho más que la obra. Después, el Capitán le dejó un rato al mando del Royal George, lo que molestó mucho a los miembros más jóvenes de la Tripulación, que vieron a través de su cortina de pelo lo que les esperaba. Fedra, sin embargo, se encaprichó de Sigi y estuvo jugando con él.
Entretanto, el cortejo del Capitán no avanzaba demasiado. La falta de interés sexual por Grace, así como cierta timidez e incomodidad que experimentaba siempre en su presencia y de las que no lograba deshacerse, le frenaban. Empezó a darse cuenta de que, si bien podía existir un matrimonio sin sexo, era muy difícil declararse a una joven hermosa con la que nunca se había tenido ningún contacto físico. Los mimos y los arrumacos sirven a veces para capear las situaciones embarazosas. De hecho, le parecía que la imposibilidad de abrazar a Grace estaba poniendo todo su maravilloso plan en peligro. Se lo reprochaba amargamente. ¿Por qué tenía que ser tan rígida y distante? ¿Por qué no se ablandaba un poco para ponerle las cosas más fáciles? Era muy duro. ¡Había pensado tanto, durante tantas noches en vela, en todo lo que supondría esa boda con ella! Los laureles de madame Victoire, los grifones y castillos de madame de Pompadour, los delfines y las flores de lis; Château Yquem, Chambolle-Musigny, Mouton Rothschild. Los podía ver, sentir, degustar. Algunas veces pensaba que, si perdía todo esto y mucho más sólo por su incapacidad de coger a Grace por la cintura, sufriría un colapso y se echaría a llorar como un niño pequeño.
En esa época todo le iba mal al Capitán. Las suscripciones al Royal George estaban disminuyendo a una velocidad alarmante, varios acreedores reclamaban sus deudas, no se podía seguir representando Sir Theseus durante mucho más tiempo y, lo peor de todo, la Tripulación estaba de un mal humor crónico. Ya sólo la vieja Fedra era amable con él, pero sus varices habían empeorado y el médico le había dicho que debía dejar la cocina mientras estuviera representando ese papel tan largo y difícil. Así pues, su confort dependía ahora de las otras integrantes de la Tripulación, y éstas expresaban sus sentimientos a través de las tareas de la casa. Rompían y quemaban cosas continuamente. Su vida doméstica nunca había sido tan desastrosa.
Era urgente encontrar una obra con la que reemplazar Sir Theseus. La Tripulación descorrió sus cortinas de pelo y se puso a leer montones de manuscritos, muchos en su lengua original —catalán, finlandés o bantú— y después hacían informes para el Capitán. Les había dicho, y ellas también eran conscientes de ello, que necesitaban una obra que vendiera algunas entradas.
—Por una vez —dijo—, intentemos encontrar una obra que tenga argumento. Creo que eso ayudaría. Algo que, por una vez, los críticos puedan entender.
Una de las pocas cosas que en aquel momento le alegraban la vida al Capitán era su relación con Sigi. El pequeño pasaba mucho tiempo en el teatro, estaba totalmente fascinado por ese mundo, y le dijo a su madre, que naturalmente lo repitió, que veneraba al Capitán casi tanto como a monsieur L'Abbé.
Por su lado, el Capitán estaba extasiado. Como no conocía a ningún niño de esa edad, le parecía que Sigi era un milagro de gracia e inteligencia. Él le suplicó que le diera un papel en una obra y el Capitán pensó que era una gran idea, si es que se podía encontrar algo adecuado. Subirse al Cheval de Marly le había dado mucha publicidad al pequeño, era muy mono y era probable que tuviera talento; todo el asunto serviría para estar en contacto permanente con Grace. Si la noche del estreno estaban los dos sentados en el palco, sintiéndose emocionados, puede que de repente fuera posible para él cogerle la mano, apretarle la rodilla, quizá incluso darle un beso en el hombro desnudo cuando nadie los mirara.
Y resultó que hacía bastante tiempo que un miembro de la Tripulación insistía en que el Capitán representara una obra que ella había traducido de un dialecto bratislavo y en la que el protagonista era un niño de diez años. El Capitán había leído la traducción y le había parecido que no lograba transmitir la apasionada poesía ni las sutilezas políticas del texto original. En inglés, el texto resultaba bastante monótono. Pero en aquel momento se hablaba mucho de esa obra en el Continente. La habían llevado a escena en París, donde suscitó reacciones muy diversas, y se decía que había sido representada durante meses, de forma clandestina, en Lvov. El Capitán, pensando en Sigi, decidió echarle otro vistazo.
Se llamaba El jovencito. Un viejo comunista, que había malvivido explotando las implacables tierras pantanosas que rodeaban su casa, yacía en cama a punto de morir. Estaba solo, porque tenía un carácter tan incontrolable que nadie se atrevía a acercarse a él. Su famoso perro guardián yacía gruñendo delante de la chimenea vacía. Su único hijo se había casado con una extranjera fascista, y él lo había echado de casa. El hijo se marchó al país de la mujer fascista y murió. El viejo guardaba el oro que había ahorrado en un tarro debajo de la cama y un día se dio cuenta de que le gustaría dárselo al hijo de su hijo antes de morir y antes de que el Partido se apoderara de él. Decidió que quería ver al niño antes de que le fallara la vista. El pequeño llegó. Era un chico fuerte que no se dejó impresionar por los incontrolables ataques de ira de su abuelo ni por el perro guardián. En realidad, empezó a ir a todas partes con su manita puesta encima de la cabeza del animal. Trajo amor a la casa y al poco tiempo también trajo a su madre, la mujer fascista. Ella hizo la cama, algo que en aquella casa no se había hecho nunca. Y poco a poco, ese niño, esa pequeña criatura inocente y encantadora, logró que su madre y su abuelo salvaran sus diferencias políticas. Se acabaron afiliando a un partido de centro y todos fueron felices.
El Capitán empezó a pensar que la obra tenía posibilidades si se cambiaba y adaptaba siguiendo una idea que se le había ocurrido y si ponía a Sigi en el papel principal. El mayor problema sería convencer a la Tripulación. De lograrlo preveía por fin un éxito de taquilla.
Convocó una reunión en el escenario después de la matinée del sábado. La Tripulación se sentó con sus suéteres de cuello alto, sus pantalones cortos y sus pies descalzos y azules. Tenían las cabezas inclinadas hacia delante y los rostros totalmente cubiertos por las cortinas de pelo. Él no lo sabía, pero estaban de un humor peligroso. Apenas habían visto al Capitán últimamente, ya fuera en casa o en el teatro. Sabían que había asistido a muchas fiestas con Grace en casas ricas y burguesas. Hasta corría el rumor de que había sido visto en el palco de sir Conrad en las carreras de Ascot. Nada de esto le había favorecido a ojos de la Tripulación.
El Capitán empezó diciendo que era esencial para el Royal George tener un éxito de taquilla. Si no lo lograban, señaló, no podrían seguir satisfaciendo a su público más exigente con obras que sólo ellos tenían el valor de producir. De hecho, no les quedaría más remedio que cerrar las puertas, apagar las luces y marcharse a casa, dejando un vacío importantísimo en la vida intelectual de Londres. La Tripulación sabía que todo aquello era cierto. Estaban sentadas en silencio, escuchando. A continuación, el Capitán elogió con entusiasmo a Fiona por su traducción de El jovencito. Dijo que la había vuelto a leer, que era muy buena y que le parecía que funcionaría. Entonces se lanzó a una digresión sobre la psicología del público a través de los tiempos.
—Los dos mayores dramaturgos de la época moderna —dijo— son Shakespeare y Racine.
Las figuras que le rodeaban no dieron señales de vida. Sin rostro y mudas, inclinadas sin moverse encima de sus pies desnudos y azules, esperaban a que continuase. El Capitán sabía que si hubiese dicho Sartre y Lorca hubiese habido alguna respuesta, un temblor, quizá, que descorriera las sedosas cortinas rubias, o un movimiento afirmativo de las cabezas veladas. Pero no hubo ni temblor ni movimiento. Empezó a ponerse nervioso, se preguntó si iba a fracasar en sus propósitos. Pero hasta entonces siempre había logrado controlar a la Tripulación y pensó que todo iría bien.
—Ahora bien, Shakespeare y Racine —prosiguió nervioso— entendían la psicología de la gente que acude al teatro y sabían que hay dos cosas irresistibles para el público. La primera (y esto dará nuevas posibilidades a Ulra cuando diseñe los decorados) es el gancho del pasado. La segunda pone en evidencia, me temo, un punto flaco de la naturaleza humana, un punto flaco que existe hoy como existía en el siglo XVII. Lo diré sin rodeos: al público le gustan los señores. No se puede negar que Shakespeare sabía lo que hacía. Apenas encontraréis plebeyos en sus obras. Y cuando aparecen, ni siquiera se molesta en inventar nombres para ellos. Primer enterrador, segundo soldado, etc. Hubiese podido crear personajes muy interesantes basados en los burgueses de Stratford, tenía muchos ejemplos cerca. Pues no. Son los reyes y los lores, las reinas y las damas sus protagonistas. Lo mismo pasa con Webster. Y quizá tuvieran razón. «Sigo siendo la duquesa de Malfi» nos emociona. «Sigo siendo la señora Robinson» no causaría en absoluto el mismo efecto.
La Tripulación no se inmutó ante este chiste, y el Capitán tuvo la incómoda sensación de que ya lo había contado antes. Esperó no estar perdiendo facultades y continuó sin detenerse:
—En cuanto a Racine, sus héroes y sus heroínas suelen ser imperiales. Así pues, yo opino que lo que era bueno para el Globe y bueno para el Théâtre Royal también lo es para el Royal George. ¿Qué te parecería, querida Fiona, reescribir El jovencito situándolo en una casa de campo inglesa del siglo XIX y cambiando el viejo y violento comunista por un viejo y violento conde? Escribe el papel del niño para nuestro adorable pequeño Sigismond, será una gran atracción. Si haces esto, Fiona, como sólo tú sabes, y si Ulra hace un decorado realmente divertido (un castillo Victoriano, Ulra, de estilo gótico, un cuello de encaje y un traje de terciopelo para el jovencito), auguro un gran éxito. Creo que tendremos el teatro lleno durante seis meses. Después podremos proseguir con nuestra labor. No creáis que he perdido de vista nuestro objetivo. No os entretendré más —miró su reloj —. Debo ir a Londres, pero estaré en casa a la hora de la cena. —La Tripulación siempre cenaba en casa del Capitán después de la función de la noche—. Seguiremos hablando más tarde...
No hubo ni un solo movimiento, las figuras acortinadas parecían estar en trance. Eso no le gustó demasiado, pero no le pareció que hubiera motivo de alarma; había capeado más de un temporal en ese barco con esa Tripulación, auténticas lobas de mar.
Cuando el Capitán regresó, bastante pasada la hora de cenar, la casa estaba a oscuras, tan vacía como el Marie Céleste. Había signos de actividad humana reciente —era obvio que acababan de comer, los platos todavía estaban sobre la mesa—, pero no había nadie.
El Capitán pensó que su Tripulación debía de haber bajado a tierra. Algunas veces salían por la noche y, en esas ocasiones, siempre le dejaban algún manjar delicioso crepitando en el horno. Pero la cocina estaba a oscuras y el horno vacío y frío. Se asomó al dormitorio que normalmente ocupaba Ulra, para ver si por casualidad había una figura mohína recostada en la cama. Si así era, habría que despertarla para que atendiera a sus necesidades. No sólo no había ninguna figura mohína, sino que el cepillo de nailon y el peine roto habían desaparecido del tocador. Ya no asomaba ropa interior revuelta de los cajones medio abiertos, ni se veían parkas y vestidos de noche andrajosos detrás de la cortina del rincón; el suelo de madera no estaba cubierto de zapatos viejos ni la estantería de viejos sombreros. Estaba claro que Ulra se había marchado llevándose todas sus pertenencias. Abajo, en el Port-Royal, y arriba, bajo los toits de Paris, se repetía la misma situación en todas las habitaciones. Se le cayó el alma a los pies: aquello era una deserción. Hubiera podido plantar cara a un motín: un solo atisbo de su temible gato de nueve colas particular, el sarcasmo, hubiera sido suficiente para meter en cintura a la Tripulación; pero la deserción era algo mucho más serio. Estaba casi seguro de que se habían marchado en bloque para unirse a la plantilla de Neoterism.
El Capitán pasó la noche en blanco y decidió que sólo le quedaba una línea de acción posible. Debía ir a ver a Grace y convencerla de que se casara con él. Quizá no era mala cosa hacerlo impulsivamente, aunque hubiese preferido que el éxito triunfal de Sigi sobre las tablas se lo facilitase. Debía intentar llevarla al juzgado rápidamente, antes de que ninguno de los dos pudiera seguir dándole vueltas al asunto. Darle vueltas ya no servía para nada, había llegado el momento de actuar. Sin haber desayunado y sintiéndose un poco mareado, el Capitán zarpó hacia Queen Anne’s Gate.
Resultó que esa mañana en particular Grace despertó más triste y desesperanzada que nunca desde su marcha de París. El divorcio ya era definitivo, y había acabado la alfombra. Había hecho una especie de apuesta consigo misma: antes de que esas dos cosas ocurrieran, Charles-Edouard daría señales de vida. No había sido así. El tiempo, que siempre afectaba a su estado de ánimo, seguía siendo horrible, como durante todo el verano. Día tras día, no había podido más que vestirse de invierno; y como era el mes de junio, y sólo por eso, coronaba el conjunto con un sombrero de paja a través del cual pasaba el horrible viento helado. Precisamente se estaba poniendo uno de esos sombreros para ir a un aburrido almuerzo cuando entró la sirvienta para anunciar que el Capitán estaba abajo. Esta noticia la alegró.
—Dale una copa de vodka, ahora voy.
El Capitán ya estaba bebiendo vodka a grandes tragos, como si fuera ruso, sintiéndose mucho más confiado en que todo acabaría saliendo bien. Se abrió la puerta y, en vez de Grace, apareció Sigismond.
—Buenos días, viejo Salt —dijo.
Demasiado desparpajo para un niño de su edad, pensó el Capitán, irritado.
Debía librarse de él, debía ver a Grace a solas antes de que el maravilloso efecto del vodka en su estómago doblemente vacío (sin cena ni desayuno) pasase.
—¿Cuándo empezamos los ensayos, Cap?
Esto era demasiado para los nervios del Capitán. Cogió a Sigi por el hombro, le llevó hasta la puerta, le dio un buen empujón y le dijo:
—Es a tu madre a quien quiero ver, no a ti. Largo de aquí, ve con Nanny, sé buen chico.
Sigi le lanzó una mirada asesina. Dándose cuenta de que se había equivocado, el Capitán se metió la mano en el bolsillo. Tenía un chelín y un billete de cinco libras, y si uno parecía demasiado poco, el otro parecía inconmensurablemente demasiado. Cogió el chelín, Sigi se lo guardó sin decir palabra y se fue, furioso, hacía arriba. En toda su vida nadie le había insultado con una moneda tan pequeña.
Apareció Grace. Estaba muy guapa y parecía contenta de verle, accesible incluso, pensó el Capitán. Se lanzó.
—He venido en un impulso, para pedirte que te cases conmigo, Grace.
—¡Santo cielo, Capitán!
—Supongo que piensas que hubiese debido haber una introducción, llevar la conversación en la dirección adecuada y decírtelo con cuidado, como si fuera una mala noticia. Yo no. Los dos somos personas adultas y creo que, si me quiero casar contigo, lo más sencillo es decírtelo directamente.
—Sí. Supongo que tienes razón.
—Y, por favor, no le des más vueltas. Odio a la gente que se pasa la vida dándole vueltas a las cosas y teniendo pensamientos horribles y calculadores. Di sí ahora mismo, e iré a arreglar los papeles.
Grace tuvo la tentación de aceptar. Estaba furiosa con Charles-Edouard, con su actitud de «vuelve cuando quieras pero no esperes que me tome la más mínima molestia por ti o que te ponga las cosas fáciles», y con su manera de hacérselo saber, indirectamente, a través de sir Conrad. ¿Por qué no llamaba ni escribía nunca o intentaba contactar directamente? Era intolerable. Pensó que si se casaba con el Capitán, un hombre brillante, chispeante, amigo de intelectuales de París, castigaría a Charles-Edouard mucho más que si se casaba con alguien como Hughie. Hughie sólo podía ser un sustituto; el Capitán podía ser un nuevo gran amor.
—No quiero darle más vueltas —dijo—, pero debo consultarlo con Sigismond.
El Capitán se quedó perplejo.
—¿Consultarlo con Sigi?
—¡Oh, Capitán! Si Sigi no estuviera de acuerdo, yo no podría hacerlo, ¿entiendes? Le he dado mi palabra de que nunca me casaré sin preguntárselo antes a él.
—Es una locura. Los chicos de esa edad cambian de opinión constantemente. Pueden decir que sí un día y que no al siguiente, no significa nada en absoluto. Dependiendo de... de por ejemplo si la última vez que uno les ha dado una propina, ha sido de un chelín o de cinco libras. Sigi me tiene mucho cariño, has debido de darte cuenta tú misma. No me voy a convertir en un señor Murdstone[3], te lo aseguro... Tengo buen carácter y me encantan los niños. Te lo digo porque es verdad. Lo que la gente dice sobre sí misma siempre es verdad. Cuando dicen «no te enamores de mí, te haré muy desgraciada», debes creerlo, como debes creerme cuando te digo que tanto tú como Sigi tendréis vidas felices una vez estés casada conmigo. Una vida tranquila y sin incidentes, pero feliz.
—Lo creo, Capitán, lo creo. He sabido que sería así desde hace mucho.
Mientras decía esto, Grace parecía absolutamente abrazable. El Capitán estaba a punto de estrecharla contra su pecho cuando ella vio la hora que era, dio un tremendo respingo, dijo que ya llegaba media hora tarde al almuerzo y salió corriendo. Desde la escalera gritó: «Vuelve a la hora del té».
—Dime, querido. Te gusta el Capitán, ¿verdad?
—¿Quieres que te diga lo que pienso del Capitán?
—Sí, eso es lo que te estoy preguntando.
—Creo que es un maldito bastardo, eso es.
—Sigismond... a la cama inmediatamente. Nanny... Nanny... —Grace subió la escalera furiosa—. Por favor, mete a Sigismond en la cama sin cenar y sin nada de Dick Barton. No lo pienso tolerar, Sigi, no puedes hablar así de la gente mayor, ¿entiendes? Has ido demasiado lejos.
Y se echó a llorar. Había decidido casarse con el Capitán y ahora le negarían este consuelo.
Sigi, bastante sorprendido y muy enfadado, recibió penas y castigos, pero ya había dado en el blanco. Esa noche, el Capitán dejó Londres y se marchó, solo, a Francia. El Royal George se había hundido sin ningún miembro de la Tripulación a bordo. El nuevo propietario lo pintó, lo renovó y le dio un nuevo nombre, más acorde con el signo de los tiempos, El Broadway, y volvió a abrir triunfalmente sus puertas ese otoño con una producción de El pequeño lord Fauntleroy.