3

El largo, frío y luminoso verano tocó a su fin. En cuanto empezó el otoño, acogedor, meloso y dorado, la familia se trasladó de Bunbury a Queen Anne’s Gate.

Charles-Edouard y Grace, por intermedio de sir Conrad, llegaron al acuerdo de que lo mejor era divorciarse. Sir Conrad le dijo a Grace que, de un modo u otro, la situación debía regularizarse.

—Tienes que elegir entre regresar a Francia y vivir con tu marido (desde mi punto de vista, de lejos la mejor opción) o divorciarte del pobre hombre. Es demasiado insatisfactorio pasar el resto de vuestras vidas casados y a la vez no casados. No puede ser. Además, quiero tomar algunas medidas financieras respecto a ti. Tú nunca piensas en el dinero, nunca te ha hecho falta, de momento, pero es mejor que seas consciente de que yo ya no puedo vivir de las rentas. Me estoy comiendo el patrimonio, como todo el mundo, y antes de que sea demasiado tarde, tengo la intención de pasarte una parte a ti y una parte a Sigismond, con la esperanza de que podáis conservar Bunbury cuando yo haya muerto. Tengo que hablar con Charles-Edouard de todo esto. Lo mejor es que arreglemos lo del divorcio al mismo tiempo.

—¡Oh!

—Querida Grace, ya sabes lo que opino al respecto, ¿verdad? Pero si realmente no puedes vivir con él, me temo que tendrás que tomar una decisión. Ha de ser una cosa o la otra.

—Papá, no podría regresar así, tal cual, no es tan sencillo. Para empezar, no me lo ha pedido.

—Tampoco te pidió que te marchases. Da por sentado que volverás cuando te apetezca. Quiere que vuelvas, lo sé.

—Fue él quien hizo imposible que me quedara. Si realmente quiere que regrese, debe venir y pedírmelo —suplicármelo en realidad—, demostrarme que va en serio y prometerme...

—¿Prometerte qué?

Sir Conrad la miró con dureza. ¿Cómo iba Charles-Edouard a prometer lo que ella quería? Pensó que su hija estaba siendo muy poco razonable.

Grace se echó a llorar y salió de la habitación.

Sir Conrad fue a París. Charles-Edouard estuvo amabilísimo y tuvieron largas conversaciones sobre muchos temas de interés para los dos, incluido el futuro de Sigi.

—Es imposible saber cómo serán las cosas cuando él herede —dijo sir Conrad—, pero parece que cada vez será más difícil para todo el mundo vivir en dos países a la vez. Me pregunto si podrá conservar Bellandargues y Bunbury. ¡Qué lástima! Lo ideal hubiera sido que Grace tuviera ese otro hijo y que yo le asignara a él o a ella Bunbury. Supongo que ahora no tengo más remedio que esperar a ver si se vuelve a casar. Me gustaría tenerlo todo atado antes de ser demasiado viejo. Estoy bastante en contra de dejar este tipo de decisiones en manos de una mujer, especialmente de Grace, que tiene tan poco sentido práctico.

—Aquel desdichado aborto fue el principio de todos nuestros problemas —dijo Charles-Edouard—. Estaba empeñada en tener ese hijo. Creo que fue la desilusión, más que la enfermedad en sí, lo que la deprimió y la alteró. Realmente fue mala suerte. Las mujeres embarazadas no suelen tener la fastidiosa manía de ir a hacer turismo.

—En este momento está realmente muy alterada.

—¿Y si voy yo a Londres?

—Puedes intentarlo. Sería la única manera, y supongo que, si accede a verte, la convencerás. Pero no estoy nada seguro de que en su estado de ánimo actual acceda. Todo este asunto la ha trastornado, aunque es de suponer que con el tiempo, recupere la sensatez.

—Muy bien, lo intentaré. Diré que he ido a buscar al niño para llevármelo unos días; parecerá lo más natural del mundo tener una charla con ella entre un tren y otro. No será una reunión formal, que puede que no le apetezca. Creo que tengo que ser capaz de convencerla de lo mucho que la echo de menos, porque es la verdad.

—Estoy seguro de que ella también te echa de menos. Es una situación realmente absurda.

—Pero por si todo sale mal, y ya que estás aquí, quizá será mejor que empecemos los trámites del divorcio. Para mí no significa nada en absoluto, ya que no tengo la menor intención de volver a casarme, aunque si vamos a vivir separados, prefiero estar divorciado. Estoy harto de que la gente me pregunte dónde está mi mujer. Podríamos ir a hablar con mi abogado. He tenido que cambiarlo, ha sido un auténtico incordio, pero mi abogado de toda la vida fue un colaboracionista terrible y no te puedes hacer a la idea de lo que esto significa. Dos horas de autojustificaciones antes de poder empezar a hablar de negocios. No hay nada más aburrido en el mundo que un colaboracionista. ¿Esta tarde, pues?

»Por cierto, Tante Régine viene a comer. Cuando le dije que estabas aquí, se puso a chillar como un pavo real y salió corriendo a comprarse un sombrero nuevo.

El sombrero era muy bonito, y madame Rocher estaba alegremente atareada —comentó— entre los desfiles de otoño, que esta temporada eran sencillamente espléndidos (a sus ojos, los desfiles habían sido sencillamente espléndidos durante unas cuarenta y cinco temporadas) y el baile de los Innouïs. Era un famoso baile benéfico que ella organizaba cada dos años en beneficio de —hablando sin rodeos— los familiares de su difunto marido. Los Rocher des Innouïs eran una tribu enorme, tan fabulosamente pobres como ella fabulosamente rica, y Tante Régine había ideado el baile para ayudarles con un mínimo coste personal. La recaudación le había permitido construir y mantener el Hospice des Innouïs que, situado en una salubre ladera de los Pirineos, no sólo ofrecía un marco incomparable para la vejez de los miembros de la familia Rocher, sino que además los mantenía alejados del Hôtel des Innouïs. «Ya que tengo que mantenerlos —decía ella—, prefiero hacerlo en el Hospice que en casa.» En Francia, los vínculos familiares son tan fuertes, que si hubieran vivido cerca de París los hubiera tenido que recibir a todos al menos una vez a la semana. Tal como estaban las cosas, bajaba a verlos en verano cargada de cajas de bombones, los besaba efusivamente varias veces en cada mejilla y desaparecía en medio de una nube de polvo y de buenas intenciones.

El baile era siempre muy divertido, un acontecimiento de la mayor elegancia. Después madame Rocher recortaba las fotos que salían en Match y en otras publicaciones de ese tipo y las mandaba al Hospice para que las colgaran en la pared. Decía a menudo lo mucho que le hubiera gustado que sus primos hubieran estado allí para ver con sus propios ojos lo que se habían perdido.

—Nos hemos vuelto locos —les dijo a Charles-Edouard y a sir Conrad— buscando el tema para este año. Ya hemos tenido pájaros, flores, máscaras, pelucas, bigotes, sombrillas, reyes y reinas. Pues bien, la encantadora y lista Albertine ha dado con una idea totalmente nueva: cada uno ha de insinuar quien es su bête noire. No se trata de disfrazarse de ella, ¿entendéis?, sino de llevar algo que sugiera quién es. Es algo muy sutil, una cosa así sólo se le podía ocurrir a Albertine.

—¡Qué idea tan ingeniosa! —dijo Charles-Edouard—. ¿Quién es tu bête noire, Tante Régine?

—Ésa es mi arma secreta. Esta mañana le he dicho a monsieur Dior: «Dior, si no me mandas el vestido mañana, mi bête noire serás tú». Ha surtido efecto. Y la encantadora Grace... ¿volverá a tiempo para el baile?

Todo París se moría de curiosidad por saber cuál era la situación entre Charles-Edouard y Grace. Él había anunciado que Grace estaba haciendo una larga visita a su padre y no había dado nunca, ni siquiera a sus más íntimos amigos, ni siquiera a Albertine, el más mínimo indicio de que hubiera ningún tipo de desavenencia entre ellos. Decía siempre que volvería en una o dos semanas. Corrían rumores de todo tipo: unos decían que se había fugado con un amante, otros que tenía una enfermedad que la había desfigurado, pero la gran mayoría, encabezada por los Tournon, afirmaba que había ingresado en una residencia para personas intelectualmente retrasadas. «Ya es un poco tarde —comentaron—, pero la ciencia moderna puede hacer milagros. Y en este caso, hace falta uno.»

Charles-Edouard se estaba empezando a cansar de este «volverá pronto» que le hacía parecer un tonto, y sabía que la visita de sir Conrad desataría las malas lenguas. «La encantadora Grace —le confesó a madame Rocher—, quiere divorciarse.»

—Típico inglés, y acorde con la mejor tradición masónica —sentenció—. Así que ahora volverás a tenerla pegada a tu mandil, mon cher Vénérable.

Después de haber hecho aquel excelente chiste, ardía en deseos de volver a su casa, coger el teléfono y empezar a hacer correr la noticia de que Charles-Edouard volvía a estar disponible para el matrimonio. Iba a ser divertidísimo. Habría que poner en fila a todas las hijitas de amigos y familiares y examinarlas, pasatiempo que ella disfrutaría mucho. Habría que estudiar cuidadosamente sus pedigrís, como si fueran caballos. Había algunos linajes que era mejor descartar directamente: la sangre Bourlie, por ejemplo, no había funcionado bien en ninguna familia, y había algunas otras cuya combinación siempre resultaba fatal. Una buena dote, aunque no era absolutamente necesaria, nunca hacía daño. Se imaginó la excitación de varias mamás y lo divertido que sería ver el desconcierto de las que acababan de casar a sus hijas con partidos peores. En resumen, madame Rocher se regocijó pensando en los agradables momentos que le esperaban.

—Adiós, cher Vénérable, mis mejores deseos para el Gran Oriente —gritó, agitando un guante rosa por la ventana de su automóvil.

—¿Bueno, papá?

—Bueno, querida. Charles-Edouard estuvo de lo más razonable, yo ya sabía que sería así. Cada vez que le veo, me gusta más.

Grace pensó que su padre parecía cansado y triste, y sintió remordimientos de conciencia. Todo era culpa suya.

—Pareces cansado, papá.

—Sí, lo estoy. La verdad es que ayer por la noche salimos de parranda.

—Entiendo.

Ya era mala suerte que en aquellos momentos de crisis en su vida, su padre no considerase al hombre del que estaba a punto de divorciarse más que como un perro con el que salir de caza.

—¡Naturalmente no hablasteis de mí en absoluto!

—¡Oh, claro que hablamos de ti! Pasamos horas con el abogado, arreglamos lo del divorcio, el dinero, Sigi, todos los detalles.

Grace se dio cuenta de que, inconscientemente, debía de haber albergado una esperanza que ahora aquellas palabras echaban por tierra. Esperanza de qué, no estaba muy segura.

—¿Sigi? ¿Qué ocurre con Sigi?

—Cada uno de vosotros lo tendrá seis meses al año, repartidos del modo que sea más conveniente, hasta que cumpla diez. A partir de entonces, vivirá con su padre durante el curso escolar y estará contigo en las vacaciones.

—¿Irá al colegio en Francia?

—Querida, es un niño francés. Tengo una carta para ti de Charles-Edouard.

Cuando la cogió, volvió a sentir una punzada de esperanza. Era la primera vez que veía un sobre con la letra de Charles-Edouard desde que le había dejado. Era una carta muy formal, acababa con affectueusement et respectueusement, y se limitaba a pedir que el pequeño pudiera pasar un tiempo en París. Le entregó la carta a sir Conrad, que dijo:

—Sí. Si estás de acuerdo, Charles-Edouard vendrá la semana próxima a buscarlo.

—¡Oh, muy bien! Sólo que no quiero ver a Charles-Edouard, papá.

—Eso lo tienes que decidir tú, mi amor.

—No, no, no... no funcionaría.

Pero sabía que si realmente él quería que volviese, insistiría en verla, y que, si lo lograba, su causa saldría victoriosa. En cuanto se vieran, todo sería diferente. La vida sin él, en Londres, se había vuelto tan gris y vacía que había empezado a pensar que podría aguantar cualquier cosa, incluso los celos y las sospechas constantes que tanto temía, con tal de volver a estar con él en París. Estaba claro que no se hubiera molestado en ir a buscar él mismo a Sigi a no ser que quisiera verla, y si quería verla sólo podía ser por una razón.

Pasaron los días. La llegada de Charles-Edouard era inminente, la oposición de Nanny a otro cambio había sido vencida y la voluntad de Grace de no ceder se estaba evaporando. Mantuvo la fachada de resistencia; no hizo sus maletas, ni ningún otro preparativo para marcharse, pero la ciudadela estaba lista para ser tomada.

Charles-Edouard llegaba en ferry y tenía que marcharse una hora y pico después en el tren Golden Arrow. Cuando llegó a Queen Anne’s Gate, Grace (en un último gesto de independencia) seguía en la cama. Nunca se levantaba temprano y, si por alguna horrible casualidad, finalmente Charles-Edouard no le pedía que se fuera con ellos, no quería que pareciese que había estado esperándole arreglada para subirse a un tren en cualquier momento. En realidad, había calculado que podría estar lista a tiempo; ya le traería su criada las maletas después. Se había dado un baño y estaba cuidadosamente maquillada.

El automóvil de sir Conrad había ido a la estación a recoger a Charles-Edouard. Lo oyó llegar. Oyó su voz y oyó la puerta principal cerrarse con un portazo.

—Aquí está papá —le dijo a Sigismond—. Baja corriendo y pregúntale si le apetece tomar una taza de café antes de iros. ¡Corre...!

Sigi salió disparado.

—Papá... Papá... ¿Vamos a ir en barco? ¿Habrá tormenta? ¿Me puedo quedar en cubierta todo el rato?

—Es muy probable que sí. ¿Dónde está tu mami? Quiero verla.

Pero Sigi no era en absoluto partidario de esa idea. Quería viajar, tal y como le habían dicho, solo con su papá, con toda su atención centrada en él. Si papá subía, si veía a mami, volverían a empezar el besuqueo y los «largo de aquí, Sigi» y ¿quién sabe? Las personas mayores eran impredecibles. Era muy posible que mami decidiera volver a París con ellos, y entonces sería «ve con Nanny, querido», y todo volvería a ser como antes. La vida se había vuelto considerablemente más divertida con mamá y sin papá y sería considerablemente más divertido volver a París con papá pero sin mamá.

—Mamá está en la cama, durmiendo —dijo.

—Durmiendo... tan tarde... ¿Estás seguro?

—Segurísimo. Ayer por la noche salió a bailar... Dijo que volvería muy tarde y dio órdenes estrictas de que no se la molestara.

—¿Y tu abuelo?

Pero sir Conrad estaba fuera, cazando en el norte.

Charles-Edouard reflexionó sobre qué debía hacer.

Nanny apareció en la escalera, se mandó a un criado a buscar un taxi, ya que el equipaje de Sigi no cabía en un solo automóvil, y el criado y Nanny se marcharon a la estación Victoria para facturar los paquetes más pesados.

—Escúchame, Sigi —dijo Charles-Edouard cuando se hubieron ido—, sube corriendo al cuarto de tu madre, dile que estoy aquí, despiértala si sigue durmiendo, y pregúntale si puedo hablar con ella un momento.

—De acuerdo.

Sigi subió, pero no fue al cuarto de su madre. Esperó unos minutos en el rellano de la escalera y volvió a bajar dando saltos y, retorciéndose un mechón de pelo con una mano, que es lo que hacía siempre que mentía, aunque nunca nadie se hubiera fijado en ello.

—Malo, malo. La puerta está cerrada con llave y ha colgado un cartel que pone «no molestar». Te digo que quiere dormir hasta el mediodía.

—Vamos, pues —resolvió Charles-Edouard cogiendo a Sigi de la mano—. Iremos paseando hasta la estación. Necesito un poco de aire fresco.

Estaba furioso con Grace. Se sentía profundamente herido y profundamente decepcionado.

La puerta principal volvió a cerrarse de un portazo y Grace se quedó sola en la casa. Sigi ni siquiera se había despedido.

—Bueno —dijo Charles-Edouard, sentado en el tren con un gran desayuno inglés delante y Sigi enfrente—. ¿Qué novedades hay? ¿Qué has estado haciendo en Inglaterra?

—¡Oh, papá, me lo he pasado pipa! Atrapé a un ladrón yo solito, con gran astucia lo encerré en la alacena, y he ahorrado casi cinco libras en propinas, y el abuelo lo va a invertir a un dos y medio por ciento de interés, y tengo una escopeta, y le disparé a un tordo malvado, aunque en realidad era bueno, y tengo una bici que corre que se las pela.

—¿Tienes una qué que hace qué?

Un vélo qui marche à toute vitesse —explicó amablemente.

—¡Dios mío! ¿Y yo tengo que competir con todo esto?

—Sí, eso mismo. Pero es muy fácil... Sólo quiero subirme en los Chevaux de Marly.

—Sólo eso. ¿En cuál?

—Me da lo mismo.

—¡Ah! Pero ¿te sabes la letra?

El pequeño apretó la boca y miró a su padre con sus sonrientes y brillantes ojos negros.

—Sigismond, ¿te la sabes?

—La recitaré cuando esté encima de uno de los caballos, no antes.

—Entonces me temo —dijo Charles-Edouard— que no la recitarás nunca.

En el puesto aduanero de Dover hubo cierto alboroto. Se le pidió a la mujer que estaba sentada a su lado que entregara un abrigo que llevaba colgado del brazo. El aduanero sacó de los bolsillos varios billetes. Entonces empezó a registrar su equipaje y de cada objeto que tocaba sacaba billetes, como si fuera un prestidigitador; de los libros y del neceser y de la funda de la bolsa de agua caliente y de las maletas y de los bolsillos y de los zapatos; era como si se hubiera metido billetes en todos los sitios posibles. Después se llevaron a la pobre señora, pálida y triste. Sigismond lo miraba todo, absolutamente fascinado.

—Perderá el barco —dijo Charles-Edouard con la suficiencia del que, teniendo un suegro inglés, no tiene necesidad de llevar a cabo operaciones monetarias ilícitas.

—¿De verdad, papá? ¿Por qué?

—Es una tonta vulnerando una ley tonta de una manera tonta.

—¿Irá a la cárcel?

—No, por unos billetes, no. Si hubiese sido oro la cosa se hubiese puesto más seria. Imagino que lo único es que perderá el barco. Venga, venga, a la pasarela.