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En cuanto madame Marel hubo regresado a la Rue de L'Université tras sus vacaciones de verano, que habían incluido una larga visita a Viena después de que el grupo veneciano de Charles-Edouard se dispersase, Hughie corrió a París. Sólo se quedó dos días, y regresó a Londres, meditabundo, el mismo día en que Sigi se fue con su padre.
Grace se preguntó qué habría sucedido, pero no dijo nada, no era una mujer que reclamase confidencias. Como se sentía sola sin su pequeño, y como parecía que Hughie no tenía gran cosa que hacer, empezaron a verse muy a menudo. Casi cada semana la llevaba en coche a pasar unos días a su casa de campo.
La casa, Yeotown Manor, estaba en Hertfordshire, y era grande y laberíntica. Una parte de la finca era realmente antigua, pero aunque la mayoría de las habitaciones de techos bajos, oscuras e incómodas, de las enormes vigas, de las puertas de roble con pestillos y cerrojos de madera, del artesonado y de las chimeneas de estilo medieval eran auténticos, tenían un aire falso. Esto se debía a que habían sido añadidas a la estructura por la madre de Hughie, quien las había sacado de viejas casas de campo compradas con ese propósito. No era un lugar bonito, pero poseía cierto encanto acogedor al cual Grace, en aquel momento, era muy susceptible: era un lugar completamente inglés, la antítesis de cuanto había visto en Francia. No había nada que le recordara sus casas francesas o a Charles-Edouard. Todos esos recuerdos la entristecían mucho, y lo único que deseaba era enterrarlos.
Hughie traía siempre algunos amigos los fines de semana, y día y noche se sucedían interminables partidas de bridge. Zas, zas, zas, hacía la gramola al ir tragándose pilas enormes de discos de jazz desde el desayuno hasta la hora de irse a la cama mientras Hughie y sus invitados, sentados bajo una luz eléctrica en las mesas de juego de tapete verde, con las copas al alcance de la mano y los ceniceros llenándose a su alrededor, barajaban, repartían, jugaban y anotaban las puntuaciones.
En esa época, Grace era más feliz allí que en ningún otro sitio. Siempre le había gustado el juego, y entonces se abandonó al mismo como si fuera una droga. Y además, cuando estaba con Hughie no echaba tan terriblemente de menos a Charles-Edouard. Su presencia masculina le calmaba los nervios. Últimamente se mostraba mucho más atento con ella. En realidad, si no hubiera estado al corriente de lo de Albertine, Grace hubiese pensado que Hughie volvía a cortejarla. Espectadores como la señora O’Donovan por ejemplo, o Carolyn Dexter, daban por sentado que se casarían en cuestión de meses.
Pasó el tiempo, y una mañana Grace se despertó en Yeotown sintiéndose, si no feliz del todo, al menos liberada del asfixiante manto de la desdicha. Hasta aquel momento, aquel manto le había pesado como algo físico, hubo días en que quitárselo de encima y salir de la cama le resultaba casi imposible. Pero aquella mañana el manto parecía haber desaparecido. Tras las ventanas de celosía, el sol brillaba sobre una loma cubierta de hayas y sobre las pocas hojas doradas que aún se aferraban a sus ramas. El cielo estaba muy azul, su habitación era cálida, y la cama, sumamente confortable. Cuando tocó la campanilla, el ama de llaves de Hughie en persona trajo la bandeja del desayuno, seguida por una criada con todos los periódicos del domingo. Los criados de la casa le tenían mucho cariño y la mimaban todo lo que podían con la esperanza de que se casara con Hughie. El desayuno era una delicia, como siempre: todo tenía muy buen aspecto, estaba calentito y bien presentado. No era la primera vez que Grace pensaba que era difícil que alguien que llevaba una vida tan sumamente confortable como la suya pudiese hundirse del todo en la desesperación. Había demasiados placeres cotidianos, y el desayuno en la cama no era, en absoluto, el menor de ellos. Quizá esta vida inglesa, mucho más adecuada para ella que la francesa, acabaría haciéndola más feliz. Aquí estaba en su elemento: era capaz de cumplir con lo que se esperaba de ella, y no tenía que estar siempre intentando aprender y entender y hacer cosas nuevas. Sabía que le hubiese llevado años saber de un vistazo si un objeto era un Luis XV o un Luis Felipe, Primer o Tercer Imperio; hubiese tardado años en poder citar adecuadamente a Racine o Apollinaire, en poder escribir a la manera de Gide y Proust, e incluso en poder hacer, en un buen francés, el tipo de bromas, cándidas y sin embargo incisivas, que se esperan de una inglesa. Hazañas de este tipo parecían ser un requisito indispensable en Francia, la calderilla de las relaciones cotidianas. Francamente, había sido un esfuerzo terrible. Los ingleses, en cambio, tomaban a la gente tal cual era, normalmente no esperaban que se gastase ni una sola gota de energía en ellos y se sentían realmente encantados y halagados cuando alguien hacía el menor intento de entretenerlos.
Había momentos en los que Grace pensaba que todo lo que había ocurrido era para bien, pero nunca duraban mucho. Aquel día el efecto se produjo en cuanto llegó abajo. Zas, zas, zas, hacía la gramola engullendo su almuerzo de vinilo. Hughie ya estaba barajando los naipes, los Dexter, que componían el grupo, tenían las copas en la mano, y el tedio asomaba. La única esperanza era ponerse a jugar rápidamente, pero ni siquiera esa magia era infalible.
Hector Dexter acababa de hacer una gira por el Norte Industrial y estaba hablando, con su habitual profusión de palabras y detalles pero con una nada habitual nota de humanidad, de cómo era la vida en las fábricas. En esos oscuros y terribles edificios Victorianos, dijo, donde nunca entra la luz del sol, la gente se sienta en la misma mesa y repite los mismos gestos, hora tras hora, día tras día, con música de fondo mientras trabaja. Grace repartía las cartas, y se le ocurrió que los fines de semana en Yeotown no eran muy distintos a eso: te sentabas, bajo la luz eléctrica, en la misma mesa, hora tras hora, repitiendo los mismos gestos, con música mientras trabajabas —zas, zas, zas, como ruido de fondo—, mirando pasar la vida, descuidando las preocupaciones intelectuales, sin ver ni sentir el maravilloso tiempo que hacía fuera. «Un trébol, dos sin triunfo. Tres picas. Cuatro picas. Juego. Que sea una mano de dieciséis... Pásame la libreta.»
—La mesa está servida —anunció el mayordomo.
Un descanso para ir a la cantina. Puede que su vida en París resultase difícil y ardua; puede que ella fuera siempre un testigo aturullado en el estrado, intentando no descubrir su juego ante el severo abogado de la acusación, pero puede que también fuera una existencia más satisfactoria que aquélla. Al menos se había sentido viva, la habían obligado a utilizar la mucha o poca inteligencia que tuviera, y le había parecido que cada día tenía un propósito y una utilidad. Nunca había sido meramente cuestión de pasar las horas que quedaban antes de que se cerrara la sepultura.
Durante el almuerzo, Hector Dexter siguió hablando de su viaje.
—Me temo que debo ser franco con vosotros y deciros que, en mi opinión, esta pequeña isla vuestra es como el pequeño y viejo reloj de un abuelo. Se para, y si me preguntáis por qué se para, os diré que la maquinaria está gastada, deteriorada, degenerada y podrida, mientras que los hombres que hacen funcionar esa maquinaria están desmoralizados, viciados y corrompidos. Y si me preguntáis por qué, os daré mi punto de vista sobre lo que ha sido la historia de Inglaterra los últimos cincuenta años.
A continuación, expuso detalladamente su punto de vista al respecto. Hughie le escuchaba, extasiado, preguntándose cómo podía alguien acumular tanto conocimiento y un caudal tan impresionante de palabras... Ojalá pudiera hacer él un despliegue parecido ante el Comité de Selección. Tenía otro esa misma semana. Grace se sentía más que nunca como la mano de obra de una fábrica, de una de esas fábricas a las que llevan a gente para que les hable a los trabajadores de temas variados de interés general. «Hoy tenemos la gran suerte de tener entre nosotros al importante señor Hector Dexter, que ha venido a hablarnos de algunos de nuestros problemas, sus orígenes y sus posibles soluciones.»
A la hora del café, el señor Dexter ya había acabado más o menos con los orígenes, que eran muy aburridos y en los que se repetía a menudo la palabra «visión», y se disponía a abordar las soluciones.
—Ahora me preguntaréis si yo tengo la solución para estas cuestiones, unas cuestiones, ¡ojo!, que no sólo observo y reconozco en vuestro país, sino que también he observado y he reconocido en todos los países europeos —es decir, en todos los países al oeste del llamado Telón de Acero—, países a los que me ha mandado mi gobierno para que me forme una opinión y luego transmita esa opinión que me he formado a mi gobierno. Pues bien, lo que necesitáis en esta pequeña vieja isla, y lo que necesitan todos los países de Europa al oeste del llamado Telón de Acero —e imagino, aunque no hablo por experiencia propia, que necesitarán todavía más todos los países de Europa al este del llamado Telón de Acero y también en las tierras subdesarrolladas de Extremo Oriente y en las tierras subdesarrolladas de África—, es un mayor conocimiento y puesta en práctica (pero la puesta en práctica no puede existir sin el conocimiento) del estilo de vida americano. Me gustaría ver una botella de Coca-Cola encima de cada mesa de Inglaterra, encima de cada mesa de Francia, encima de...
—¿Pero no es malísima? —preguntó Grace.
—No señora, no lo es en absoluto. Sabe bien. Pero, si se me permite decirlo, esto no tiene nada que ver con lo que estoy intentando haceros entender, si es posible. Cuando digo una botella de Coca-Cola, lo digo metafóricamente: la Coca-Cola es un signo exterior y visible de algo interior y espiritual, es como si cada botella de Coca-Cola contuviera un genio en su interior y como si ese genio fuera la gran civilización americana, lista para salir disparada de su botella y cubrir el universo entero con sus amplias alas. Eso es lo que quiero decir.
—¡Dios mío! —exclamó Hughie.
—¿Qué os parece —preguntó Grace, que se estaba poniendo muy nerviosa— si jugamos otra partida antes del té?
Grace hizo todo lo posible para evitar quedarse a solas con Carolyn, pero fue inútil. Carolyn entró en su habitación mientras se estaba vistiendo para la cena y fue increíblemente brusca; parecía que los sentimientos de su amiga no le importaran en absoluto.
—Bueno, ¿qué pasó exactamente? ¿No te había dicho yo que era imposible para una chica inglesa sentar la cabeza con un marido francés y ser feliz? ¿Qué hizo que te marcharas definitivamente?
—Nada, Carolyn. No me he marchado definitivamente. No me he encontrado demasiado bien desde el aborto, así que he estado aquí, tranquilamente, con papá.
—¡Tonterías! Sé que vas a divorciarte, madame Rocher se lo ha dicho a todo el mundo. No te lo reprocho, Grace, al contrario, tienes toda la razón. Pero queda el problema de Sigi. Tienes que intentar apartarlo de su padre. Creo que es mi deber decirte que Charles-Edouard está echando a perder al niño. Según Nanny, están siempre juntos; le lleva con él a ver a todas sus amantes, cena abajo, le deja quedarse levantado hasta muy tarde y le da vino. Nanny está totalmente desesperada. ¿Sabes? Deberías ver a un abogado e intentar conseguir un requerimiento judicial para detener esto.
—Pero Sigi es francés. Lo correcto es que sea educado, al menos la mitad del tiempo, en Francia. Charles-Edouard no hará nada que pueda perjudicarlo.
—¡Mi querida Grace! Creo que es tu deber sacarlo de allí y educarlo tú misma. No te resignes sin protestar, demuestra que tienes agallas.
—No quiero educarlo totalmente sola. Los niños necesitan un padre.
—Sí claro, a eso iba. Ahora todos esperamos que hagas lo que debiste hacer desde el principio: casarte con Hughie. Estáis hechos el uno para el otro. Y será como un padre para el niño, el mejor imaginable. Hughie le ha dicho a Heck que ha acabado para siempre con las gabachas, ahora ya lo ve claro. Hará que Sigi entre en Eton y allí le convertirán en un hombre.
—Charles-Edouard estaba bastante a favor de Eton, más que yo, de hecho.
—¡Bastante a favor! Vaya manera de hablar de Eton.
La familia de Carolyn, los Boreley, eran unos apasionados de Eton.
—¿Vas a llevar a Foss allí? —preguntó Grace, intentando cambiar de tema.
No podía soportar hablar de Sigi y de Charles-Edouard, en los que en aquel momento pensaba constantemente, con Carolyn. Enterarse por Nanny de la nueva y extraña pasión de Charles-Edouard por el niño le había causado una extraña mezcla de placer y dolor.
—Para nosotros es un poco distinto —dijo Carolyn—. Foss es un niño norteamericano, y Heck piensa que un acento de Eton le podría perjudicar bastante a la hora de buscar empleo.
—Yo no me resignaría sin protestar. Demuestra que tienes agallas, Carolyn.
—Simplemente absurdo, Grace. No pareces darte cuenta de la situación única de Estados Unidos, país al que Hector y yo pertenecemos. No se puede comparar con ningún otro, ya que, en unos años, gobernará el mundo.
—Así pues, Foss nos gobernará, ¿verdad?
—Sí, en cierto modo. Es un privilegio para cualquier chico ser educado allí como lo será Foster. Pero Francia está acabada y perdida, ésa es la diferencia.
—Puede que esté acabada y perdida, pero es, de lejos, el país más agradable para vivir.
—Pues no es que te hayas quedado mucho tiempo allí —contestó Carolyn, triunfante por haber dicho la última palabra.
Se oyó el sonido de un cencerro, señal de que la cena estaba lista, y bajaron.
El lunes por la mañana temprano, los Dexter se marcharon en su enorme automóvil de color pardo disparando bocanadas de aire caliente y lanzando una variada gama de chirridos. De camino a Londres iban a visitar algunas fábricas más.
Hughie dijo que llevaría a Grace en coche a su casa a tiempo para la cena. La llevó a dar un largo paseo y le pidió que se casara con él.
—Pero ¿y qué pasa con Albertine? —preguntó ella, muy sorprendida—. Me parece que no quiero otro marido que vaya a tomar el té cada día a la Rue de l’Université. Charles-Edouard lo hacía siempre, ¿sabes?, y yo lo odiaba.
—No debes preocuparte por eso. No volveré a verla en mi vida.
—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?
—Sí. Cuando fui a París en octubre me jugó una mala pasada que no podré perdonarle nunca. Pero tuvo una consecuencia positiva: me demostró que ni tú ni yo nos hubiéramos debido mezclar nunca con todos esos extranjeros. Para empezar, lo mejor hubiera sido casarnos. Cuanto antes lo hagamos y olvidemos a toda esa gente y nos acomodemos a una vida inglesa normal, mejor.
—Yo también pienso lo mismo a menudo. ¿Qué ocurrió, Hughie?
—No te lo he contado antes porque tiene que ver con tu marido, Grace, pero me he enterado de que te vas a divorciar de todos modos, así que ya da lo mismo. Bueno. Como sabes, no la había visto desde el verano; había estado fuera muchísimo tiempo, primero en Venecia y después en Viena. La llamé en cuanto llegué. Estuvo tremendamente amorosa; quedamos en que yo iría a las seis, la acompañaría a una inauguración y cenaríamos juntos.
»Como te puedes imaginar, llegué a las seis en punto. Pierre me hizo pasar a un saloncito que está justo debajo de su vestidor y me dijo que Albertine estaba cambiándose y que bajaría enseguida. La oía moverse por arriba, de un lado a otro. Suponía que estaría arreglándose, me la imaginaba en su tocador, examinado su armario, probándose un sombrero, quitándoselo, quizá volviéndose a cambiar el vestido. Lo he visto tantas veces... Tarda horas en arreglarse, y entonces lo cambia todo y vuelta a empezar. Me sentía terriblemente romántico, así que saqué un pedazo de papel y me puse a escribir un poemita sobre ella en su vestidor y yo escuchando el taconeo de sus zapatos encima de mi cabeza. Una sarta de tonterías, claro, pero empecé a sentir una imperiosa necesidad de enseñárselo y finalmente pensé «¿por qué no?, subiré a buscarla». Entré en el vestidor. Era María, su sirvienta italiana, la que estaba caminando de acá para allá. Ante esto, no pensé nada en particular, me dije simplemente que Albertine debía de estar en su habitación, y seguí, y claro que estaba... en la cama con tu marido. No he tenido un shock igual en toda mi vida. Ella debía de haberle dicho a María que caminara de un lado al otro de la habitación para tenerme entretenido abajo. ¿Entiendes? No fue muy bonito, ¿verdad? Pero me parece que esto mata dos pájaros de un tiro; para mí mata a Albertine, y para ti debería matar a Valhubert.
Grace intentó no reírse. La historia no la afectó en absoluto. ¿Era posible que estuviera empezando a compartir el punto de vista de su padre y de Charles-Edouard sobre estas cuestiones?
—Muy francés —dijo.
—Sí, me hubiera gustado que la oyeras después, intentando justificarse por teléfono... muy francés también. «Vamos, Hughie, Charles-Edouard es como mi hermano adoptivo, tuvimos la misma niñera, bebimos la misma leche, ¿cómo quieres que haya algo entre él y yo? Sólo estábamos descansando un poco después del almuerzo.» Naturalmente le colgué.
—¡Pobre Hughie!
—Lo extraño es que realmente no me importó. De hecho, después del primer shock, me sentí liberado, sabes. Soy demasiado inglés, como tú, Grace, para aguantar a esa gente. Es inapropiado, no deberíamos ni intentarlo. Y también comprendí otra cosa: es a ti a quien quiero, Grace. Lo de Albertine fue simplemente una chifladura.
—Siempre pienso que me gustaría saber cuál es la diferencia entre chiflarse y enamorarse.
—Tú estás loca por tu marido, pero no puede durar, porque no está basado en nada sólido y pronto empezarás a quererme a mí otra vez. Te gusta este lugar, ¿verdad? Y nuestra vida aquí te conviene, y te apetece estar conmigo. Si luego me meto en política, te gustará. Estás acostumbrada a ello por tu padre, y me serías de gran ayuda. Antes de conocer a Valhubert, me querías mucho, y estoy seguro de que volverás a hacerlo, y te gustará tener niños ingleses de verdad, con ojos azules y más parecidos a ti. Y ahora los dos hemos pasado por lo mismo, eso hace que nos comprendamos de un modo que sería imposible para una persona de fuera. Así pues, ¿cuando todo lo del divorcio haya acabado, Grace...?
—Esperemos un poco. No hay ninguna prisa, ¿verdad? Me alegra y me emociona que me lo hayas pedido, pero no puedo decirte nada todavía. Todo depende, en gran medida, de Sigismond.
—Estará totalmente a favor, ya verás. Pensaré en todo tipo de cosas divertidas para hacer cuando vuelva.