13
—Nuestra visita a Londres —dijo Hector Dexter— fue un éxito absoluto. Fui allí con la intención de enterarme de cómo anda la situación actual —en tiempos de paz, esto es— y para ver cuál es el estado de ánimo general de los británicos —el estado de ánimo en tiempos de paz—, y creo que puedo decir que alcancé plenamente ambos objetivos.
Los Dexter y Hughie Palgrave estaban cenando con Grace. Charles-Edouard le había dicho a principios de semana que tenía que cenar a solas con madame de la Ferté para hablar de asuntos familiares.
—Mi tío es tan viejo que realmente ya no entiende nada, y Jean tampoco le es útil. Nadie sabe si se trata de un caso de atrofia del desarrollo o de senilidad precoz; le están dando inyecciones para ambos problemas. De momento, lo único que ha conseguido es una infección en el brazo. ¿Por qué no les pides a algunos amigos que te hagan compañía?
Grace decidió invitar a los Dexter sin que estuviera Charles-Edouard. Aunque él nunca había dicho que le aburrieran, e incluso decía admirar a Carolyn, a quien siempre llamaba la belle Lesbienne, Grace nunca había vuelto a sugerir la idea de volverlos a invitar estando él en casa. En el caso de Hughie, hubiera sido embarazoso que se encontrase con Charles-Edouard. Ella le veía bastante a menudo en casa de los Dexter, y, después de unos primeros momentos de incomodidad, habían vuelto a ser buenos amigos. En realidad, nunca habían sido más que eso, nunca fueron amantes apasionados.
—No era la primera vez que ibas a Londres, ¿verdad? —preguntó Grace.
—No, Grace, no. Estuve en Londres durante la segunda guerra mundial, y no me detendré ahora a explicar cómo me sentí ante el gran esfuerzo que todos y cada uno de vosotros, los británicos, hicisteis en esa época, ya que lo que sentí está escrito en mi conocido best seller Vortex Global. Esta vez he encontrado una atmósfera muy distinta, mucho más relajada, y por lo tanto mucho más difícil de captar y de describir.
—¿A quién viste?
—Vimos una muestra muy representativa de vuestra vida inglesa. Estuvimos en Londres y lo pasamos bien, se celebraron muchos almuerzos y cenas y cócteles en nuestro honor. Estuvimos unos días con familiares de Carolyn en el norte y lo pasamos bien, y unos días con otros familiares de Carolyn cerca de Oxford y también lo pasamos bien.
—¿Con qué impresión general te quedaste, Heck?
Hughie veneraba a Hector, le parecía el hombre más inteligente que había conocido nunca. Su ambición era meterse en política en cuanto hubiera un escaño por el que luchar. Le gustaba tomar prestadas ideas de Hector sobre temas de política internacional, o, más bien, dejar que las ideas de Hector, cual incandescente lava, fluyeran y terminaran cubriéndolo.
—Debo ser honesto contigo, Hughie: mi impresión general no fue del todo satisfactoria.
—¡Oh, Dios! Eso no es bueno. ¿Por qué?
—Tuve la impresión, lamento decirlo, de una ligereza general muy fuera de lugar.
—¿Ligereza? No me parece que haya demasiada ligereza en Inglaterra, yo hubiese dicho que no había mucho que tomarse a la ligera.
—Debo explicarme un poco más. Mi gobierno espera y recibe informes míos sobre el equilibrio político, la estabilidad y la solidez de los distintos países que visito. A primera vista, el equilibrio, la estabilidad y la solidez de Inglaterra parecen indudables. A primera vista. Pero dentro de esta fruta de apariencia jugosa y saludable hay un gusano, un cáncer que a mí me parece, como mínimo, profundamente inquietante. Me refiero a la actitud frívola con la que vosotros los británicos, como los franceses —la diferencia es que nadie espera que los franceses sean serios, mientras que sí esperamos que los ingleses lo seáis, evidentemente—, tratáis el tema de (aquí somos todos adultos, supongo que puedo hablar libremente sin que nadie se sonroje) las perversiones sexuales.
—¿Hemos adoptado una actitud frívola? —preguntó Hughie—. Pobrecillos, si siempre los están deteniendo, ¿sabes?
—Voy a decirlo de otro modo. Creo que en Inglaterra en general no entendéis y no os dais cuenta, como sí lo hacemos en Estados Unidos, de que, moral y políticamente, esa gente es peor que la lepra. Son nauseabundos, morbosos, insalubres, tóxicos, incontrolables, débiles, pecadores, viciosos y contaminantes, y cuando utilizo la palabra contaminante, la utilizo específicamente en el sentido político del término. Creo que vosotros los ingleses no os dais cuenta en absoluto del peligro que os acecha, del daño que esos pervertidos pueden hacer al Estado del cual son ciudadanos. Parece que os los toméis a risa, y no como el objeto de una purga profunda y de largo alcance.
—Pero Heck, no están metidos en política... Al menos la mayor parte de ellos.
—No, abiertamente no. Son muy taimados. Trabajan entre bastidores.
—Si a eso le llamas trabajar.
—A favor de la causa comunista. Lo que intento deciros es que son peligrosos porque están políticamente contaminados, contaminación que, en todos los casos en que es posible determinar la procedencia, nos lleva a Moscú.
—Un momento, Heck —objetó Hughie—; todos los maricas que conozco son viejos conservadores convencidos.
—No me queda más remedio que contradecirte, Hughie, o más bien debería decir que no me queda más remedio que presentar mi argumentación, y verás que es una argumentación sólida. Voy a convencerte de justo lo contrario de lo que has dicho, y voy a convencerte de que lo que has dicho es justo lo contrario a la verdad que mi gobierno conoce. Puede que estés al corriente de que nosotros, los norteamericanos, tenemos unas fuentes de información muy, muy fiables y fidedignas, yo diría que infalibles. Tenemos nuestras secciones del Comité de Actividades Antiamericanas, nuestros agentes del FBI, tenemos innumerables periodistas y hombres de negocios muy, muy brillantes repartidos por todo el mundo (hombres como Charlie Jungfleisch y Asp Jorgmann); tenemos también otras fuentes que no me está permitido revelarte, ni siquiera confidencialmente. Y nuestras fuentes de información nos comunican que nueve de cada diez —algunos dicen incluso que un noventa y nueve por ciento— de estas personas moralmente enfermas no sólo simpatizan descaradamente con Moscú, sino que están realmente en contacto con el régimen. Y yo, desde luego, tengo plena confianza en estas fuentes.
Hughie no estaba convencido.
—Pero mi querido Heck, en Rusia te mandan a Siberia por eso. Tengo un amigo que está preocupadísimo por si vienen...
—Puede que sí, puede que no. Hay algunas anomalías muy extrañas, cosas que ni creerías, Hughie, pero de las cuales nuestros agentes están al corriente, cosas que ocurren en esa mancha enorme y amorfa que es Rusia en la actualidad. Pero a mí no me preocupa el pervertido ruso, me preocupa el pervertido occidental, porque mi responsabilidad profesional está hoy en día en Europa Occidental y, más concretamente, en su faceta moral y ética.
—¿Y qué me dices del pervertido de Estados Unidos?
—Me enorgullezco de poder decir que este problema no existe en Estados Unidos. No tenemos sodomitas.
—Qué raro —dijo Grace—. Todos los americanos que están aquí lo son.
Pensaba en varios tipos alegres y divertidos que había conocido con Charles-Edouard y sus amigos. Al señor Dexter no le gustó el comentario y no contestó, pero Hughie dijo:
—Quizá lo pasan mal en su país y vienen todos aquí, como cuando antes de la guerra pensábamos que todos los alemanes eran judíos. Pero francamente, Heck, lo que acabas de decir no tiene sentido, y cuanto más lo pienso, menos sentido tiene.
—Haré un último intento para que entiendas lo que quiero decir, Hughie, y después nos iremos. Si un hombre está moralmente enfermo, Hughie, es que está moralmente enfermo, si está enfermo de una manera, lo estará de varias, y si está sexualmente enfermo también estará políticamente enfermo.
—Pero no están enfermos, pobrecillos —protestó Hughie. Lo único que ocurre es que les gustan más los chicos que las chicas. No se les puede culpar por eso, es un enorme inconveniente para ellos, y, si pudieran, harían lo que fuera para ser diferentes. Y no veo que sea razón para llamarles bolcheviques. Probablemente sepa más yo que tú sobre ellos, ya que fui a Eton y a Oxford, y, si hay algo que no son, es bolcheviques. Todo por una vida tranquila es su lema. Me temo, viejo amigo, que estás cogiendo el rábano por las hojas, y si esto es lo que te están diciendo tus infalibles fuentes de información, recomendaría un relevo de las mismas.
Los Dexter se levantaron para marcharse: los Jungfleisch, explicaron, daban una fiesta para gente importante y habían prometido llegar temprano.
—Pobre viejo Heck —dijo Hughie cuando se hubieron marchado—. Realmente lo ve todo en blanco y negro. Es raro, en un hombre tan inteligente. No puedo olvidar lo entusiasmado que estaba con los rusos en Italia. Casi me arranca la cabeza el otro día, cuando se lo recordé, pero es la pura verdad.
—Como Carolyn —continuó Grace, riendo—. Ella era la comunista del colegio. Estoy segura de que era ella, aunque ahora diga que la confundo con otra chica. Se pone furiosa cuando se lo recuerdo.
Hughie dijo:
—¿Qué te parece si vamos a tomar una copa de vino a algún sitio, antes de acostarnos?
Grace se sentía cansada, tal y como le solía ocurrir últimamente, pero le pareció una pena despedirlo tan temprano y aceptó.
—Pero sólo una hora.
Fueron a un club bielorruso, un espacio cerrado, sofocante y oscuro en el que sonaba música de las estepas. Cosacos vestidos con botas y blusas blancas que, desde hacía treinta años, se arrodillaban por un mundo que había desaparecido para siempre. Las horas de oscuridad les parecían insuficientes para expresar la desolación que cargaban a sus espaldas, y cualquier juerguista que estuviera dispuesto a sentarse y escuchar los quejidos y lamentos de sus violines hasta bien entrada la mañana siguiente se convertía en su hermano y mejor amigo. Mientras que en otros locales nocturnos los músicos ardían en deseos de coger el último metro y llegar a casa, estos rusos preferían cualquier cosa a que la ausencia de clientes les empujara a la calle y al siguiente metro. Esa pequeña habitación había acabado representando su Sagrada Rusia, y cuando por la mañana debían abandonarla, empezaba para ellos el exilio. Era realmente un lugar hecho para los amantes y para los borrachos, para gente a la que le gustaba estar sentada toda la noche envuelta en ruido y no para los que buscaban una hora de sobria conversación.
Hughie se estaba sincerando acerca de Albertine, desahogándose, y tenía que hablar muy alto para hacerse entender por encima de los chillidos de los violines. De vez en cuando, el volumen de la música descendía hasta convertirse en un silencio dramático que, se suponía, representaba la calma tras la tormenta, y entonces la poderosa voz inglesa de Hughie retumbaba en medio del silencio y hacía que se sintiese muy incómodo. A Grace le daban ganas de echarse a reír. En cuanto había bajado la voz, un crescendo racheado se tragaba su siguiente frase. Era una manera muy enervante de hacer confidencias.
—Naturalmente, jamás accederá a casarse conmigo, lo sé. No me permito pensar en ello. Está muy por encima de mí, ¡es tan inteligente y maravillosa! Lo sabe todo, no sólo conoce toda la literatura francesa, la inglesa y la alemana, sino que incluso ha leído a sir Henry Wood, por ejemplo. Ojalá pudieras escucharla recitar, durante horas, es extraordinaria. Cuando pienso en todos los años que he perdido... pero nunca pensé que encontraría a alguien así a la vuelta de la esquina. De haberlo imaginado, habría intentado cultivarme un poco. Así pues, no es extraño que me mire por encima del hombro. Ahora estoy intentando, con todas mis fuerzas, recuperar el tiempo perdido, por si algún día decide casarse conmigo. No es muy probable, ya lo sé, pero en la vida a veces ocurren estas cosas. Por ejemplo, puede que se arruine y necesite un techo o puede que sufra un terrible accidente y quede desfigurada o pierda una pierna...
Las palabras «pierda una pierna» cayeron en uno de los instantes de silencio repentino y resonaron por toda la sala. Grace no pudo evitar echarse a reír.
—¿Pierda una pierna? —dijo.
Hughie también rió mientras decía:
—Bueno, naturalmente que suena ridículo, pero es una de las cosas en las que a veces pienso. Mira lo que le pasó a Sarah Bernhardt. Puede ocurrir, y entonces necesitará una persona que empuje su silla de ruedas. Lo peor es que hay cientos de personas que quieren casarse con ella, es improbable que me eligiera a mí. Tengo otra terrible preocupación: habla de meterse en un convento. Me despierto por las noches y me pongo a pensar en eso. Imagínate que fuera un día a visitarla a su casa y me dijeran: «Ya no hay una madame Marel-Desboulles. Rece por Soeur Angélique».
Grace volvió a reír y dijo:
—Has estado leyendo a Henry James... Yo también, con la esperanza de poder entenderlos mejor. Pero me parece que Albertine no es otra madame de Cintré, y no creo que se vuelva a casar. Si te consuela, creo que podrás seguir como ahora durante años.
—Eso es mucho mejor que nada, claro. Bueno, como te decía, estoy leyendo mucho para intentar cultivarme, pero ya debo tener la mente estropeada, y es una presión tremenda. ¿Has intentado leer alguna vez las Mémoires de Saint-Simon? Son artillería pesada, te lo aseguro. También intento tratar a toda la gente inteligente que puedo. Por eso voy a casa de los Dexter.
—¿Tan inteligentes te parecen?
—Carolyn es brillante, me lleva a visitar lugares de interés y vamos a conferencias. En cuanto al viejo Heck, si bien está un poco confundido sobre ciertos temas, tiene un pico de oro, ¿no crees? Me encantaría ser capaz de hablar como él, sin parar...
—Siempre me da la impresión de que habla como si el inglés no fuera realmente su lengua.
—De verdad, Grace, qué ideas tienes. Todas esas palabras... Yo soy inglés, pero no entiendo ni la mitad. Seguro que le gustaría mucho más a Albertine si pudiera montar un número como los de Hector. Pero cuando estoy con ella no me salen las palabras.
En ese momento, un grupo grande se levantó para marcharse. Los violinistas se les acercaron para intentar convencerles de que se quedasen. Los rodearon, tocando con todas sus fuerzas. Pero las personas del grupo, aunque sonrientes, se mantuvieron firmes en su propósito y se abrieron camino entre los músicos cosacos, que seguían tocando y haciendo amplias reverencias. Cuando se hubieron marchado y los violinistas hubieron regresado a la banda, Grace percibió, de repente, en un rincón muy oscuro que hasta el momento había quedado escondido por aquel grupo de gente, las siluetas de Charles-Edouard y Juliette. Estaban de espaldas, pero vio sus rostros reflejados en un espejo. Era evidente que lo estaban pasando muy bien, tenían las cabezas muy juntas, reían y hablaban por los codos. Grace se sintió especialmente herida, herida hasta el fondo de su corazón, por la mirada de Charles-Edouard, por la expresión feliz, tierna y divertida que recordaba de Bellandargues, pero que no había vuelto a ver desde hacía tiempo.
Se sintió desfallecer, como si se estuviera desangrando.
—Lo siento mucho —dijo—, pero creo que me voy a desmayar. ¿Podemos volver a casa, Hughie, por favor?
—¡Dios mío, Grace, estás muy pálida!
La llevo rápidamente hasta el automóvil, lleno de remordimientos.
—Nunca hubiese debido proponerte esto, todavía no estás lo bastante fuerte.
—No te preocupes, no es nada, te lo prometo. Ya me siento mejor. Sólo estoy un poco cansada, eso es todo. No hace falta que entres —dijo cuando llegaron a su casa—. Mi doncella siempre espera hasta que yo llego... está pasada de moda; tengo mucha suerte. Buenas noches, Hughie.
Cuando Charles-Edouard regresó, no muy tarde, ella estaba en la cama, llorando desconsolada.
—¿Por qué lloras? —preguntó él, muy solícito.
—Porque estás enamorado.
—¿Estoy enamorado?
—De Juliette.
—¿Por qué dices eso?
—He ido al local ruso. Os he visto.
Charles-Edouard se quedó atónito.
—Pero si tú nunca vas a locales nocturnos.
—Ya. Los odio, pero Hughie quería...
—¡Ajá! ¿Has salido con Hughie?
—Te dije que íbamos a cenar todos aquí, yo y Hughie y los Dexter. Bueno, los Dexter tenían una fiesta después de cenar, así que Hughie y yo... ¡Oh! Charles-Edouard, ¿estás enamorado de ella?
Él levantó la mano, negó con la cabeza y contestó:
—En absoluto.
—Y entonces, ¿por qué parecías tan feliz?
—¿Tú crees que parecería feliz si estuviera enamorado de Juliette? Sería de lo más inoportuno, después de todo es la mujer de mi primo. No, parezco feliz porque soy feliz... feliz en mi vida y contigo, y además me encanta salir con una mujer bonita.
—¿Por qué fingiste que ibas a cenar con Tante Edmonde?
—Pero querida Grace, no hubo fingimiento alguno. He cenado con ella. Resulta que Juliette también ha cenado con su suegra. Jean ha ido a Picardía y ella estaba sola en su apartamento, así que ha bajado a cenar. Cuando he acabado de hablar con mi tía, la he llevado a pasear media hora antes de ir a dormir. No quería regresar aquí y encontrarme con tu cena.
—¡Oh! —Todo sonaba muy razonable—. ¡Oh querido, siento haber montado una escena, y te pido disculpas!
—¿Por qué? Los derechos de la pasión fueron proclamados de una vez por todas en la Revolución Francesa.
—Lo peor de todo —dijo Grace con los ojos otra vez llenos de lágrimas— es que lo que más me molestaba era que parecías feliz. Se supone que te quiero y, sin embargo, me molesta verte feliz. Cuando estuviste triste, al morir tu abuela, lo sentí, naturalmente, pero lo podía soportar fácilmente... Ahora me doy cuenta de que lo que no puedo soportar es que parezcas feliz. ¿Qué debe significar eso? No tiene sentido.
—Me temo que eso es el amor.
—Pero ¡qué voy a hacer! No puedo vivir con alguien a quien prefiero ver triste que contento. Quizá lo mejor es que regrese a Inglaterra.
—No. Quédate.
Grace se echó a reír.
—Lo dices como si me estuvieras pidiendo que pasara el fin de semana contigo.
—No, en serio, quédate.
—No soporto montar escenas, qué vergüenza, es horrible.
—No te daré motivos muy a menudo.
—Voy a empezar a imaginarme todo tipo de cosas cada vez que salgas de casa.
—Sería una auténtica pena, las mujeres con imaginación son terribles. Ahora vamos a recapitular tranquilamente lo que ha sucedido esta noche. ¿Qué viste realmente? A Juliette y a mí, sentados decorosamente en la mesa de un establecimiento perfectamente decoroso. Yo no parecía desgraciado, pero después de todo, no tengo razones para serlo, no soy un violinista bielorruso. ¡Bien! Esto es lo que viste. Entonces tu imaginación se puso en marcha y ¿qué imaginaste? Que te había dicho una mentira, que me había escabullido para irme a cenar amorosamente con Juliette en la intimidad y que después la había llevado a un club nocturno. Conociéndome como me conoces, hubieras podido imaginar que, si estaba enamorado de Juliette, lo más probable era que me la llevara directamente a la cama, ¡pero no! Elegimos un club en el que nos puede ver todo el mundo, de hecho tú nos viste, y en el que nos quedamos, como mucho, una hora. Luego la acompaño a su casa, pero sólo hasta la puerta. La portera de mi tía, como la nuestra, se ha de levantar de la cama para ir a abrir la puerta de la calle, así que no hay ninguna posibilidad de que yo suba con la mujer de Jean ya que, a la mañana siguiente, todo París lo sabría. Le doy las buenas noches en la calle y regreso aquí antes de la una. No me parece que nada de esto indique una gran pasión culpable por Juliette. Sé razonable, querida. ¿Quieres que te dé un consejo que te será tan útil en el amor como en la guerra? Guarda tu munición y dispara al enemigo sólo cuando le veas el blanco de los ojos. Además, en este caso en particular fíjate en que los dos hemos pasado la velada exactamente igual. Los dos hemos cenado con gente bastante aburrida y luego hemos salido con el menos aburrido del grupo durante aproximadamente una hora, antes de irnos a la cama.
—Hughie no es tan guapo como Juliette.
—Hughie es muy atractivo y lo sabes. Pero me falta mucho para verle el blanco de los ojos. No voy a disparar esta vez, y tú tampoco deberías hacerlo.
Grace quedó completamente tranquila. Se puso a dormir feliz.