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Se llamaba Charles-Edouard de Valhubert. Aproximadamente un mes después, le dijo a Grace:

—Puede que me case contigo.

Grace, que nunca había estado tan enamorada, intentó no perder la cabeza y que no se notase que estaba a punto de desmayarse de felicidad.

—¿De verdad? —preguntó—. ¿Por qué?

—Dentro de diez días regreso a Oriente Medio. La guerra está a punto de empezar, puede pasar cualquier cosa, y necesito un hijo.

—Qué práctico eres.

—Sí. Soy francés. «Mais après le mariage / mince de nettoyage, / La belle-mère! / on s’assied dessus!» —cantó. Siempre cantaba trocitos de canciones como éste. —Pero, desgraciadamente, no tendrás una belle-mère. Murió, la pobre, hace muchos años.

—Debo recordarte que estoy prometida a otra persona.

—Debo recordarte que tu comportamiento de un tiempo a esta parte no ha sido el de una prometida fiel.

—Un poco de coqueteo no significa nada en absoluto. Estoy prometida y no hay más que hablar.

—Prometida, sí. Pero casada y enamorada, no.

—Encariñada.

—¿Ah, sí?

—¿De verdad viste a Hughie en El Cairo?

—Le encontré muy soso. Dijo: «¿Vas a Londres? Visita a Grace». No parece muy inteligente por su parte. Así que te visité. Es un tipo aburrido.

—Muy guapo.

—Sí. ¿Qué te parece el miércoles?

—¿El miércoles qué?

—La boda. Ahora tengo que ir a hablar con tu padre, ¿dónde lo puedo encontrar?

—A estas horas estará en la Cámara de los Lores.

—Nunca hubiese imaginado que iba a acabar como yerno de la Comisión Allingham. Qué rara es la vida. Después volveré y te llevaré a cenar.

Al día siguiente, sir Conrad Allingham fue a visitar a la señora O’Donovan, una viuda con la que hacía muchos años que mantenía una tierna amistad. En realidad, sir Conrad prefería hacer el amor —pasatiempo al que dedicaba mucha energía— con las profesionales, ya que le parecía embarazoso hacerlo con mujeres a las que había conocido en otras circunstancias y con las cuales no lograba nunca relajarse del todo. Pero disfrutaba enormemente de la compañía de las mujeres, algo poco habitual entre los caballeros ingleses, e iba con frecuencia a visitar a la señora Donovan a su soleada y luminosa casita con vistas al Chelsea Hospital, para charlar durante una hora o más. Ella siempre estaba en casa y siempre se mostraba encantada de recibir visitas. Tenía numerosos amigos entre los políticos de derechas más intelectuales. Pero le tenía una estima especial a sir Conrad; cuando hablaba de él le llamaba «mi Conrad», y no estaba para nadie más cuando él venía a visitarla. Se decía que él, por su parte, no daba un solo paso sin consultarla antes.

—¿Has visto a Charles-Edouard de Valhubert? —le preguntó, sin más preámbulo.

—¿El hijo de Priscilla?

—Sí.

—¿Está en Londres?

—Hace semanas que está en Londres, cortejando a Grace, por lo que parece.

—¡Conrad! ¡Parece increíble! ¿Cómo es?

—Realmente irresistible. Me vino a ver ayer a la Cámara, se quiere casar con ella. Yo no sabía nada, nada de nada. Creí que Grace vivía enterrada en ese centro de primeros auxilios, y yo también he andado muy ocupado, claro. No ha estado demasiado bien por su parte. Y aquí me tienes, me he encontrado con el fait accompli.

—Bueno, ¿y Hughie?

—Exacto, ¿qué va a pasar con él? Aunque, la verdad, no me da excesiva pena. Debería haberse casado con ella antes de marcharse.

—Pobre Hughie, lo estaba deseando. Pensó que no sería justo.

—Tonterías. Dejó el puesto totalmente indefenso, no le extrañará demasiado que haya acabado cayendo en, bueno, en manos de los Aliados. Nunca me gustó, ya lo sabes: le falta un hervor, y no sabe contar chistes. Sin embargo, ella no me pidió mi opinión cuando se prometió y tampoco cuando ha decidido romper el compromiso, si es que se ha acordado de hacerlo. Está claro que no importa lo que yo piense. Pero Hughie se acabó. De eso no hay duda.

—Cosa que por lo que veo te satisface mucho.

—Sí y no. Valhubert me parece un gran tipo, alto, atractivo, se parece mucho a su padre, pero mejor vestido. Y es, evidentemente, muy divertido. Pero, la verdad, no me gusta la idea de que Grace se case con un gabacho.

—¡Conrad! ¡Con lo que adoras tú a los franceses!

La señora Donovan también adoraba a los franceses. De niña había pasado varios meses en París; aquel capítulo estimuló su imaginación, y desde entonces había deseado vivir allí. Este amor era uno de los vínculos más fuertes entre ella y sir Conrad. Los dos pertenecían a esa categoría de ingleses, bastante común entre las clases educadas, y también bastante respetable, que, literalmente, son incapaces de encontrar nada que criticar en los franceses.

—Sólo es a causa del carácter tan especial de Grace —dijo sir Conrad—. Intenta imaginártela deambulando por la alta sociedad parisina. No será más que un cordero entre lobos. Siento escalofríos sólo de pensarlo.

—Yo no estaría tan segura. A fin de cuentas, es una belleza y eso significa mucho más en Francia que aquí.

—Sí, para los hombres. Estoy pensando en las mujeres. Harán picadillo a la pobre Grace, siempre con la cabeza en las nubes.

—Quizá esas nubes la protejan.

—Por un lado sí, pero es tan romántica, y a Valhubert se le van los ojos detrás de todas las faldas. Creo recordar que Priscilla fue muy desgraciada. Corrían rumores...

La señora Donovan rebuscó en su cabeza todo lo que había sabido y olvidado hacía mucho tiempo sobre Priscilla de Valhubert. Entre otras cosas, recordó que, cuando se enteró del compromiso de Priscilla, sintió exactamente lo mismo que sentía ahora: que no era justo, la verdad. La señora O’Donovan era lo más parecido a una francesa que una anglosajona podía llegar a ser. Hablaba la lengua impecablemente; su ropa, su perfume, los alimentos que comía, el vino que bebía, en realidad todo lo que hace que la vida sea agradable, procedía de Francia; en su baño había bidet; se tomaba un descanso por la tarde sobre una chaise-longue; apenas leía nada que no fuese en francés. Su casa era el punto de reunión de los franceses que estaban de paso; en la mesa se servía queso antes del postre, y su perro, un caniche, se llamaba Blum.

En Londres se la consideraba la máxima autoridad sobre todas las cuestiones francesas. Era, a todos los efectos, francesa, y por eso, como es natural, había acabado desarrollando un sentido de la propiedad respecto a Francia. Así pues, y como ya le sucedió con la tal Priscilla, ahora le parecía injusto que esa tal Grace, otra inglesa normal y corriente, más bien sosa, se casase con un hombre fascinante y se sumergiese, sin ningún esfuerzo, en todos los placeres de la civilización francesa.

La señora Donovan nunca había deseado casarse con un francés en particular, y había sido extremadamente feliz con su marido, de modo que este sentimiento era bastante irracional. Pero de todos modos, como los celos, escocía.

—Sí, muy desgraciada —dijo—, en parte porque nunca se sintió cómoda en la alta sociedad parisina, ni siquiera aprendió bien el francés, pero básicamente, como tú dices, a causa de las terribles infidelidades de Charles-René, que, en mi opinión, acabaron matándola.

—Oh, acabaron matándola... Vamos, no me creo que muriese de amor. Es más probable que fuese a causa de los médicos franceses. ¿Cuándo murió Charles-René?

—Hace años. Quince me parece, muy poco después que Priscilla. ¿Sigue viva la anciana madame de Valhubert? ¿Y madame Rocher?

—No tengo ni idea, no las conozco.

—Madame Rocher des Innouïs es o era, la hermana de madame de Valhubert. Si no recuerdo mal, madame de Valhubert fue siempre una especie de santa y madame Rocher no. Las conocí de niña, eran amigas de mi madre.

—Bueno —protestó sir Conrad de mal humor—, como a mí nadie me cuenta nada... No ha dicho palabra sobre ningún pariente. Sólo he hablado con el muchacho durante media hora, básicamente sobre mi Drouais. Él opina que es de algún discípulo de Nattier. Tonterías. Pero le he preguntado por qué quiere casarse con ella. No van a tener muchos intereses en común, a menos que finalmente Grace decida hacer un esfuerzo y educarse un poco.

La distraída ignorancia de Grace siempre había exasperado a su padre.

—¿Qué ha contestado?

—Ha dicho que es tan guapa y tan buena...

—Y tan rica —añadió la señora O’Donovan.

—No puede ser por eso, querida Meg. Los Valhubert siempre han sido inmensamente ricos.

—Sí, pero a nadie, y especialmente a ningún francés, le importa tener un poco más, ya lo sabes.

—No creo que se trate de eso. Lo más probable es que quiera tener un hijo antes de que le maten. La boda, si eres tan amable, es mañana.

—¿Mañana?

—Sí, bueno, ¿qué puedo hacer yo? En realidad, Grace ya tiene edad —veintitrés años— para casarse, y además está enamorada, rebosante de amor, diría yo. Y Valhubert es lo bastante mayorcito como para saber lo que se hace, tiene veintiocho años y está a punto de irse a la guerra. Los dos han decidido, sin pedir mi opinión, que se casarán mañana. No me queda otra opción que darle la dote y poner buena cara.

A pesar de estos malhumorados comentarios, la señora O’Donovan, que tan bien le conocía, pudo ver que «su Conrad» no estaba realmente descontento con el giro que habían tomado los acontecimientos. Le gustaban bastante los imprevistos —siempre que no interfiriesen con su bienestar personal— y era infinitamente tolerante con cualquier manifestación amorosa. Se había quedado prendado de Valhubert, que marchándose a la guerra, tardaría meses o posiblemente años, en reclamarle a su ama de llaves y compañía. Como a él le gustaba mucho París, estaría encantado, una vez acabada la guerra, de tener un punto de apoyo sólido y familiar en aquella ciudad, y después de todo, la incompatibilidad de la pareja y el sufrimiento de Grace eran, de momento, solo especulaciones.

—¿Dónde se casarán? ¿Quieres que vaya?

—Eso espero, y al almuerzo posterior también. A las doce en punto en Caxton Hall.

La señora O’Donovan que, por supuesto, era apostólica y romana, se mostró escandalizada y sorprendida.

—¿Una boda sólo por lo civil? Conrad, ¿te parece lo más acertado? Los Valhubert son una familia profundamente católica, ¿sabes?

—Sí, lo sé. A mí también me ha parecido bastante extraño. Pero Grace todavía no es católica, aunque supongo que en su momento se convertirá. En fin —dijo, poniéndose de pie para marcharse—, eso es lo que han decidido. Naturalmente, nadie ha pedido mi opinión sobre nada. Cuando recuerdo cómo acudía yo a mi querido y anciano padre... Nunca di un paso sin su aprobación.

—¿Estás seguro? —dijo riendo—. Me parece recordar una fiesta a la orilla del río... algo del Derby... un viaje a Viena...

—Claro, claro, no digo que no haya sido nunca joven. Hablo de normas de conducta generales...

Grace salió a comprarse un sombrero, y vestirse para su boda consistió en ponerse ese sombrero. Como era una ocasión de gran trascendencia, tardó mucho rato: se lo probó inclinado hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia atrás. Aunque era un sombrerito gracioso, resultaba sorprendentemente poco favorecedor para la hermosa y amplia cara de Grace. Nanny no dejaba de dar vueltas por la habitación haciendo crujir el papel de seda que estaba esparcido por todas partes.

—¿Así, Nan?

—Muy bonito.

—Querida, no me estás mirando. ¿O mejor así?

—No veo mucha diferencia —dijo Nanny y suspiró profundamente.

—¡Querida! ¡Vaya suspiro!

—Bueno, no se puede decir que ésta sea la boda que yo había imaginado.

—Lo sé. Es una pena, pero así es la vida. La guerra.

—Un extranjero.

—¡Pero tan maravilloso! Ay, ay, ay, este sombrero. ¿Qué falla en él, según tu opinión?

—Será una bellísima persona, supongo, pero a mí siempre me gustó el señor Hugh.

—Hughie también es un encanto, claro, pero se marchó.

—Se fue para luchar por el rey y por la patria, querida.

—Bueno, Charles-Edouard va a luchar por el presidente y por la patria. No veo que haya mucha diferencia, excepto que antes se va a casar conmigo. ¡Oh, querida, este sombrero! No acaba de funcionar, ¿verdad?

—No te preocupes, no te va a mirar nadie.

—¿En el día de mi boda?

Pero cuando se encontraron con Charles-Edouard en el registro civil, él la miró y dijo:

—Es un sombrero horrible. Quizá sea mejor que te lo quites.

Grace se lo quitó aliviada. Se soltó su bonito cabello dorado y le pasó el sombrero a Nanny; como estaba hecho de flores, Nanny parecía una novia anciana, diminuta y enfurruñada agarrada a un ramo.

Fueron de luna de miel a Bunbury Park, la casa de sir Conrad, en Wiltshire y fueron muy felices. Durante los solitarios años que siguieron, cuando Grace intentaba recordar aquellos diez días tan cortos, siempre le venía a la memoria la imagen de Charles-Edouard trasladando muebles. Como el cuerpo central de la casa había sido requisado por los soldados, él y Grace ocuparon tres habitaciones en una de las alas, y Charles-Edouard se impuso la tarea de llenarlas de obras de arte. Parecía no sentir el penetrante frío que hacía en el vestíbulo sin calefacción, con su cúpula y sus suelos de mármol, donde habían sido almacenados la mayoría de muebles. Charles-Edouard iba y venía en la penumbra; levantaba fundas para el polvo, se abría paso entre pirámides de mesas y sillas, escudriñaba armarios y cajones de embalaje, como una ardilla en busca de nueces. De vez en cuando, se abalanzaba con un gruñido de satisfacción sobre un objeto y se escabullía con él entre las manos. Si no podía transportarlo solo, mandaba a los soldados que le ayudasen. Hicieron falta ocho para subir el busto de mármol de un archiduque austriaco hasta el dormitorio de Grace. Nanny y el ama de llaves, convencidas de que Charles-Edouard estaba loco, intercambiaron miradas y gestos intencionados durante la dificultosa ascensión del archiduque. Se trataba de uno de los hermanos de María Antonieta, llevaba peluca, medallas y el Toisón de oro sobre el elaborado cuello. A partir de aquel momento, pasó a dominar totalmente la habitación con su pacífica y estúpida cara alemana.

—Parece muy soso —dijo Grace.

—¡Pero es tan hermoso! Te fijas demasiado en el individuo, ¿no te das cuenta de que es una pieza magnífica?

—Vamos a pasear, Charles-Edouard, hoy los bosques están maravillosos.

Era el principio de la primavera, hacía muy buen tiempo, no llovía. A las grandes hayas todavía no les habían salido las primeras hojas, seguían desnudas sobre una alfombra de color cobrizo mientras los otros árboles ya se estaban cubriendo de un fino manto verde pálido. Los pájaros habían empezado a afinar sus instrumentos como si se estuviesen preparando para acompañar a las dos estrellas del verano —el cuco y el ruiseñor— en cuanto debutasen. Parecía una pena malgastar unos días tan bonitos arrastrándose bajo las fundas para el polvo.

—Odio la naturaleza —decía Charles-Edouard mientras seguía con la tarea que se había impuesto.

Así pues, Grace paseó sola por los soleados bosques hasta que descubrió que, si proponía como objetivo del paseo un mausoleo del siglo XVIII, una granja lechera de estilo oriental, un pozo de los deseos, la gruta de un ermitaño o una casita de campo cubierta de adornos, él la acompañaría. Charles-Edouard caminaba a grandes y veloces zancadas, a menudo echaba a correr, cogiéndola de la mano y arrastrándola consigo. «Il neige des plumes de tourterelles», cantaba.

La propiedad de su padre abundaba en caprichos arquitectónicos, había más que suficientes para durarles toda la estancia. ¿De qué hablaban todo el día? Ella nunca fue capaz de recordarlo. Charles-Edouard cantaba su cancioncillas, contaba sus chistecillos y disertaba durante horas acerca de los objetos que encontraba bajo las fundas. A partir de entonces, nombres como Carlin, Cressent, Thomire, Reisener y Gouthière le recordarían siempre su luna de miel. Su habitación pasó de ser el aburrido dormitorio de una casa de campo a ser un rincón de la Wallace Collection. Pero él apenas habló de sí mismo. Ni de su familia, ni de su vida en París, ni de lo que harían al terminar la guerra. Dos semanas después de la boda se marchó de Inglaterra y regresó a El Cairo.

Grace no tardó en darse cuenta de que esperaba un hijo. Cuando empezaron los bombardeos, sir Conrad la mandó a Bunbury, y allí, en un dormitorio lleno de obras de arte reunidas por su padre, Sigismond de Valhubert abrió los ojos al mundo, bajo la pacífica y estúpida mirada de un archiduque austriaco.