9

Carolyn Dexter y Grace se veían mucho; solían sentarse juntas al lado del guardafuego de la chimenea del cuarto de los niños. Al principio aquello era muy reconfortante para Grace, que necesitaba sentirse en casa en algún lugar. Con Carolyn se sentía como en casa. Pero con el tiempo Carolyn empezó a irritarla terriblemente. Desde su matrimonio con el importante señor Dexter, la fanfarronería y seguridad en sí misma que tan popular la habían hecho entre las otras chicas del colegio se habían convertido en una prepotencia tiránica. Se pasaba el día diciéndole a Grace lo que debía hacer y a quién debían tratar Charles-Edouard y ella, y tampoco se cansaba de enumerar los defectos de los franceses. Se sentía especialmente agraviada por el grupo de parisinos que giraba en torno a parejas jóvenes como los Tournon y los Novembre de la Ferté. Sorprendentemente, no era por su terrorífica frivolidad, sino porque casi nunca los invitaban a ella y a su marido a sus casas. Teniendo en cuenta la importancia del señor Dexter y el hecho de que ella era nieta de un antiguo embajador británico en París, había imaginado que inmediatamente los invitarían a todas partes. Sin embargo, exceptuando las grandes recepciones oficiales, los Dexter se movían en un mundo casi exclusivamente angloamericano. Al señor Dexter no le importaba en absoluto. Cuando decía que despreciaba a los franceses, y lo decía continuamente, hablaba en serio. No tenía el más mínimo interés en conocer a ninguno, excepto los que estaba obligado a tratar en el trabajo. Pero Carolyn no era tan honesta. Si los franceses la disgustaban era básicamente porque no le hacían el menor caso aunque estuviera en su ciudad.

Carolyn pensaba que Grace debía dar una cena en su honor, y se lo dijo sin rodeos. Grace contestó honestamente que, por el momento, ella y Charles-Edouard estaban muy ocupados con sus familiares. Carolyn no aceptó esta respuesta con la misma facilidad con que lo hubiera hecho otra persona, y a menudo volvía a la carga.

—He oído que ayer cenaste con los Polastron. ¿Son parientes de tu marido? —le preguntó a Grace, que había ido a tomar el té, incluso antes de decirle hola.

—Creo que sí.

—¿Y cuál es el parentesco?

—O quizá no. Pero bueno, de todos modos son muy buenos amigos de siempre.

—Muy buenos amigos de siempre, pero no parientes. Creí que sólo veíais a parientes, de momento.

—No sé, Carolyn, de todo esto se ocupa Charles-Edouard.

Sentía instintivamente que a Charles-Edouard los Dexter le parecerían muy aburridos.

—Tomemos un cóctel —dijo Carolyn—. Estoy agotada. He tenido una tarde horrible, me he estado peleando con la gente del taller por el arreglo del coche. Me prometieron que estaría listo ayer, ya sabes cómo van estas cosas. De verdad, estoy harta de los despreciables franceses.

—Pensé que te encantaba Francia. Antes era así.

—Me encanta Francia, pero hoy en día no puedo decir lo mismo de los franceses. Han cambiado mucho desde la guerra, ¿sabes? Lo dice todo el mundo.

Grace estaba convencida de que no habían cambiado en absoluto. A ella realmente le encantaban. Le encantaban los criados de su casa por su amable eficacia, por su lealtad a Charles-Edouard; le encantaban las tías intelectuales, ahora que empezaba a conocerlas, por su inteligencia y su rigor, y le encantaban los alegres y jóvenes comensales de las cenas por su belleza y alegría. Hasta le encantaba que fueran tan esnobs, le parecía tremendamente gracioso, una gran broma, especialmente en aquellos momentos. Le estaba empezando a gustar el gran espíritu crítico de todos y cada uno de ellos; no cabía duda de que hacía que la gente se esforzase por estar a la altura de las circunstancias, y había hecho que ella desease instruirse y espabilarse. Deseaba ardientemente hacer mejor papel en el estrado y que Charles-Edouard estuviese orgulloso de ella. Y le encantaba que la gente en la calle le sonriese y se fijase en su ropa nueva.

—No digo que los odie —dijo Carolyn—, pero me irritan y veo sus defectos.

—¿Qué defectos?

—Oh, Grace, tú estás vendida a los franceses, ni siquiera vale la pena hablarte de ellos. ¡Defectos! Golpean siempre donde más duele. No son nunca puntuales, no acaban las cosas a tiempo, no se puede confiar en ellos (deberías hablar con Hector) y son sucios, ¡cuánta mugre! Fíjate en la calefacción central, no son más que ráfagas de polvo caliente, es imposible que nada se mantenga limpio. Y las carnicerías. Después de haber vivido en Estados Unidos, uno se pone enfermo al verlas, la carne cubierta de moscas...

—A mí me gusta. Para mí, cuanto más carnosa sea la carne mejor.

—¡Puaj! En fin, la mala educación no te puede gustar...

—Conmigo nunca son mal educados. Me sonríen, incluso los desconocidos por la calle.

—Intentan seducirte. ¿Y qué me dices de esos horrendos policías?

—Siempre pienso que parecen santos jóvenes, con sus capas.

—¡Santos! Se lo tengo que contar a Hector, se reirá a carcajadas.

—Conmigo han sido pura amabilidad, con el asunto del carné de identidad de Nanny y con las otras cosas.

—Imagino que tu marido les soborna espléndidamente.

—Claro que no.

—Supongo que hasta tú reconocerás que los franceses harían cualquier cosa por dinero.

—Quizá, yo nunca lo he visto, pero puede ser. Quizá sean más francos y abiertos sobre eso que otra gente.

—Francos y abiertos, así se dice. Para empezar, siempre se casan por dinero franca y abiertamente.

—Charles-Edouard no.

—Acaso... Bueno claro, puede que haya excepciones y supongo que él no lo necesitaba. Pero en la época en que nuestros abuelos se casaban con actrices por amor, aquí todos se casaban con mujeres judías por dinero. Ayer por la noche en la cama se me ocurrieron docenas de ejemplos.

—Yo creo que hicieron bien. Míralo desde el punto de vista de los nietos. Francamente, ¿a quién preferirías tener por abuela? ¿A una judía inteligente que hubiese traído a la familia recursos y cerebro y cómodas Caffieri o a una actriz boba?

—No te entiendo, Grace, parecías tan inglesa en casa.

—Sí. Pues ahora ya no soy nada de nada. Pero me hubiese encantado ser francesa. No se puede decir más, ¿verdad?

—Oh, apuesto a que cambiarás de opinión. Por cierto, quería decirte que últimamente vemos mucho a Hughie.

—¡Hughie! ¿También vive aquí?

—Estuvo aquí en misión militar, ahora ha regresado a Inglaterra, pero sigue viniendo. Hector lo ve en el Travellers y lo trae a casa a tomar algo casi cada semana. Está locamente enamorado de una francesa que vive aquí, una tal madame Marel-Desboulles. Hector opina que es un desastre para él, ha oído muchas cosas sobre esa madame Marel y dice que es una mala pieza.

—Marel, Marel-Desboulles. ¿La conozco?

Los nombres y las caras de todos los franceses que había conocido hasta entonces aún no encajaban, flotaban por su mente separadamente; muchos nombres y muchas caras, todas maravillosamente románticas y nuevas, pero que todavía no conformaban personas reales. Así pues, el nombre Marel-Desboulles le sonaba, pero era incapaz de ponerle una cara; y la brillante mujer que convertía cada charla con Charles-Edouard en un espectacular partido de ping-pong —a veces en medio de una cena, a veces en medio de un cuarto lleno de personas, todas ellas encantadas por la rapidez y precisión del partido, volea, volea, globo liftado, volea, break point, partido— todavía no tenía apellido. Grace sólo sabía que se llamaba Albertine.

—Quiere casarse con ella.

Carolyn miró a Grace para ver si le importaba, pero ni siquiera parecía interesada en el tema.

—¿Y lo hará?

—No creo. Dice que ella es muy católica y que siempre está hablando de meterse en un convento. El pobre Hughie dice que si finalmente lo hace, se matará. Pero Hector dice que nadie en el Travellers cree que haya peligro de que eso ocurra. ¿Qué pasó con tu compromiso con Hughie, Grace? Nunca lo supe.

—Oh, simplemente estábamos prometidos y se fue a la guerra y entonces me casé con Charles-Edouard. Temo que no me porté muy bien.

—En cierto modo es una pena.

—No estoy de acuerdo.

—No estoy diciendo nada contra tu marido. Me han dicho que es encantador. Sólo digo que es una pena casarse con un francés.

A Grace le hubiese encantado contestarle: «¿Y qué me dices de casarse con un americano?», pero sabía que, si bien en aquel momento era absolutamente aceptable calumniar de mil maneras distintas a la pobre Francia y a la pobre Inglaterra, la menor declaración que no fuera de amor absoluto sobre la rica y joven América se consideraba del peor gusto posible. Además, Grace era, por naturaleza, más cuidadosa con los sentimientos de los demás que Carolyn. Y sólo contestó, pacíficamente, que ella no podía imaginar otro marido que el que tenía.

Las dos niñeras se aferraban la una a la otra como si fueran náufragos. Ahora Sigi iba cada día a tomar el aire y hacer ejercicio al parque Monceau en vez de a los Jardines de las Tullerías. Sigi estaba muy enfadado y se quejó amargamente a su madre.

—Pascal y yo nos tenemos mucho cariño. Nunca había conocido una cabra tan servicial y ahora no nos vemos nunca. Es una pena, mami.

—¿Por qué no quedas con la nanny de los Dexter en las Tullerías algún día, para cambiar un poco? —Le dijo Grace a Nan.

—Oh no, querida, muchas gracias pero no. No nos gustan las Tullerías. Es el sitio con más corrientes de aire de París. No te puedes ni imaginar la tortícolis que pillé allí el otro día, mientras esperaba a que el ratoncito acabase su paseo. Esos animales apestosos no me parecen ninguna maravilla, la verdad, y los niños que van allí también son bastante raros. Algunos son negros, querida, y había uno que era claramente chino. El parque Monceau es un lugar mucho mejor para los pequeños.

—Bueno Nan, como tú quieras, claro, pero a mí me pareció un sitio horriblemente deprimente, con miles de niños, como si fuera un mercado de niños o algo por el estilo, y todas esas plantas de ricino. Es horrendo.

—Allí al menos hay un poquito de hierba y una verja decente.

—Odio el pequeño y ridículo parque Monceau —chilló Sigi—, y odio a la preciosidad de Foster Dexter de cuatro años. Junto al rosal de pitiminí, yo odio a Foss y Foss me odia a mí.

—Eres muy tonto y muy malo, Sigismond. Foster es un chiquillo encantador y además es un niño muy fácil. Desde que nació, Nanny Dexter nunca ha tenido ningún problema con él, y han estado en todas partes, ¡vaya si han viajado! Tengo que reconocer que la señora Dexter es una mamá maravillosa.

—¿En qué? —preguntó Grace con interés.

Ella también intentaba ser una madre maravillosa, pero sus esfuerzos nunca eran reconocidos.

—Bueno, toma el té en el cuarto de los niños todos los días.

—Pero Nanny, yo también lo hago, casi cada día.

—Y, a menudo, baña ella al pequeño Foss, y lo que es más, los sábados y los domingos siempre lo baña el señor Dexter. Es un buen papá, el señor Dexter.

Desgraciadamente, al oír esto, Grace se quedó de piedra. No se podía decir que Charles-Edouard fuese ese tipo de buen papá; ni siquiera se acercaba al cuarto de los niños. Le gustaba la idea de Sigi y le encantaba que dijesen que era su viva imagen, pero con unos pocos minutos en su compañía ya tenía bastante. Charles-Edouard era un hombre tan inquieto que, con la mayoría de la gente, tenía más que suficiente con unos pocos minutos.

Grace le dijo a Charles-Edouard:

—¿Conoces a mi amiga Carolyn?

—¿La lesbiana guapa?

—No, no, Carolyn Dexter.

—Me dijiste que en el colegio era lesbiana.

—Te dije que todas estábamos enamoradas de ella, lo cual es bastante diferente. Además, en el colegio uno es todo tipo de cosas, Carolyn era comunista entonces, a las visitas les decíamos que era la comunista del colegio, ¡y mírala ahora! Con el Plan Marshall hasta las orejas. Bueno, ¿podemos cenar con ellos el jueves? Le tengo que decir algo.

—Eres tú la que sabes qué compromisos tenemos, decide tú.

—Ese día estamos libres, pero quería saber si te apetecía.

—¿Quién va a ir?

—Bueno, si no me equivoco la cosa iba así: los Jorgmann de Life, los Schmutz del Time, los Jungfleisch que son el enlace entre Life y el Time, los Oberammergau que han reemplazado a los Potts en la sección Europea del Comité de Actividades Antiamericanas, los Rutter que son el enlace entre la Cámara Francesa de Comercio, la Radio-Diffusion Française y el Chicago Herald Tribune y una pareja francesa importante, los Tournon. ¿De verdad son importantes?

—Claro que lo son, a su manera, pero no serán esos Tournon. Serán los que llamamos les faux Tournons. Él es chef de cabinet de Salleté, es muy aburrido, pero ella es bastante agradable.

—Carolyn dice que son gente a la que deberías conocer.

—¿Por qué debería conocerlos?

—Vamos querido, seamos serios por una vez. Es por todo eso de la Ayuda. Quizá les gustes, y es importantísimo que les gusten los franceses por lo de la Ayuda. Carolyn siempre está diciendo lo mismo, y ya te he dicho que es muy lista. Dice que el problema es que los norteamericanos importantes que vienen aquí conocen siempre a los franceses equivocados. Y entonces regresan a la América profunda y le cuentan a la gente, que de todos modos ya odia a los extranjeros, que los franceses son tan informales y desagradables que sería mejor cortarles la Ayuda y concentrarse en Italia, donde también son informales pero muy amables o, sobre todo en Alemania, donde son formales y maravillosos, y dejar que los franceses se pudran.

—Claro que, naturalmente, Hector Dexter perdería su trabajo si cortasen la Ayuda, eso está claro.

—Ves, los franceses sois unos cínicos, Carolyn siempre lo dice. Como si al señor Dexter le importase perder su trabajo o no. Es demasiado importante para eso.

En aquella época, parecía que la palabra importante hubiese sido inventada exclusivamente para el señor Dexter, nunca se mencionaba su nombre, ya fuese de palabra o por escrito, sin ella. Como si fuera uno de los hombres más importantes del mundo o el más importante.

—Mi querida niña, ¿de verdad crees que el hecho de que los Jungfleisch se relacionen con los franceses equivocados puede provocar que una gran nación como Estados Unidos, que ha optado por una política determinada en relación a otra gran nación como Francia, cambie de opinión?

—Carolyn dice que sí.

—¿Y qué te hace pensar que yo soy el buen francés que ellos deberían conocer?

—Bueno, fíjate en todo lo que hiciste en la guerra.

—¡Pero si los americanos odian a las personas que estuvieron de su parte en la guerra! Es una de las cosas que no perdonan. Me extraña que no te hayas dado cuenta. Bueno, no importa —añadió, al ver que ella ponía cara larga—. Iremos e intentaré, por todos los medios, portarme bien, te lo prometo.