Capítulo diecinueve
Una vez solo, me puse a examinar las cuentas con mi secretario y a clasificar papeles. Durante noches enteras. Enviamos al depósito de Sigri los últimos cargamentos para el Pireo en los barcos de motor que de Alexandropolis llegaban expresamente una vez al mes. Eso reducía a la mitad los gastos de transporte.
Al amanecer, bajé a la plazoleta. Allí estaba la oficina de transportes y, dispuesto para salir, el camión de Kumi, con el motor en marcha..Además dé los últimos sacos de mineral que habían cargado, llevaba mercancía para Antissa y Sigri. El movimiento del motor hacía vibrar la carrocería. A la mañana siguiente yo tenía que embarcar en Mitilene, en el correo procedente de Alexandropolis, con escala en Lemnos y en Sigri. Durante los cortos instantes que estuve de pie cerca del camión, los recuerdos volvieron a mi espíritu y su dominio fue tan violento que, sin reflexionar, salté al camión en el momento en que arrancaba, y me encontré al lado de Kumi, que se disponía a frenar por miedo a que yo cayera. Pero ya estaba sentado junto a él, que apretó el acelerador. El motor roncó y rodamos por la carretera en dirección a Petra. Desde Petra fuimos a Kstaros [11], pasamos el torrente de Tsichranta, atravesamos el Skalochori e hicimos una escala de media hora en Vatussa, donde Kumi tenía que entregar un paquete a unos parientes. Desde allí, pasando por el monasterio de Perivolis al fondo de un barranco, dejamos Antissa a la izquierda y muy pronto, frente a nosotros, apareció el monasterio de Psilu. Es una montaña cónica que se yergue de golpe, y cuya cima está cubierta por las construcciones del convento, el Alto Monasterio, instalado a una altitud de cuatrocientos a quinientos metros, sin protección contra los vientos que se encarnizan sobre él desde los cuatro ángulos del horizonte. Seguimos por la carretera que rodea la montaña a los pies del Psilu, después tomamos la 6ubida a través de una región desértica de colinas de piedras secas y de lavas fundidas, piedras grises y de formas sombrías que infunden a aquel rincón árido, descarnado, el aspecto de un paisaje lunar. Llegados a la parte más elevada de la carretera, a la última revuelta antes de la bajada hacia Sigri, Kumi se detuvo y me dijo:
—Ven a ver algo extraño...
Yo me preguntaba qué era lo que podía ver en aquel paisaje sin árboles, donde la piedra, las zarzas y el viento daban a aquel lugar rocoso una apariencia seca y desolada. Entonces me mostró, un poco por encima de la carretera vecinal, al lado de la colina rosa que se encorvaba a unos metros del saliente, el tronco colosal de un árbol petrificado, tendido sobre el flanco de la colina. Así, echado en toda su longitud, impedía que se hundieran las tierras. Yo tocaba la brillante piedra.
—Mira como, poco a poco, el bosque ha llegado hasta abajo —dijo Kumi, con la imaginación desenfrenada—. Ha llegado hasta la costa y se ha hundido en el mar.
Así volvió a mí la leyenda del árbol petrificado de las profundidades marinas. Di algunos pasos. Pasé el recodo de la carretera. Se explayó el mar; Nissiopi se extendía a unas dos millas, cerrando la ensenada del puerto de pesca. Era Sigri, con los tejados rojos de sus casas de pescadores diseminadas por la orilla. Más lejos, a la izquierda de Nissiopi y hacia el sur, la masa descolorida de las enormes aristas rocosas de Kavaluros. El mar estaba mal y sus clamores llegaban hasta mí. Gran número de olas salvajes emblanquecían su azul... Así, desde las alturas, el gigante, convertido en piedra, había rodado a lo largo de la pendiente hasta el fondo del océano, donde aún gime hoy... Con la mirada abarco esta soledad y esta inmensidad y, más allá, el mar ilimitado que rodea a este mundo que se extiende bajo mis ojos. El viento sopla terriblemente. Descama la roca y la golpea con sus alas frenéticas. El alma de los lugares infunde su melancolía. Mi corazón se oprime a medida que descendemos, que el paisaje se hace más familiar, que vuelvo a encontrar en sus líneas el inolvidable fragmento de mi vida transcurrida aquí hace años, en la época de mi juventud, desilusionada pero indómita.
Dije a Kumi que me dejase bajar antes de llegar a las primeras casas. El continuó su camino. Divisé una cerca en torno a un jardín baldío donde crecían dos finos perales perdidos en la frondosidad de los hierbajos. Allí me senté, a esperar la noche. No tenía ningún proyecto, ignoraba lo que iba a hacer y por qué había ido...
Cuando llegó la noche y vi que los pocos habitantes habían regresado a sus casas, me puse en camino hacia el pueblo y bajé por la plazoleta a las murallas del puerto. Había algunas barcas amarradas y dos caiques de pesca con sus redes colgadas en lo alto de los mástiles. El viento había cesado, las olas se perdían en el horizonte.
Yo me quedé allí, intentando resistir a la fuerza que me empujaba hacia lo que deseaba con todo mi corazón. Pero el ruego de Elisa volvía sin cesar y me retenía, me lo impedía... Sus palabras pidiéndome que no me subiera a una barca.
Vagaba solitario, y me sobresalté al oír:
—¡Eh! Ya me decía que eras tú... ¿No me he equivocado, patrón?
Era Lucas el borrachín, de pie frente a mí, que me miraba entre los enrojecidos párpados de sus ojos de alcohólico.
—Mi trabajo me ha traído por aquí, y espero embarcarme mañana —le dije.
—Entonces, pasas por las rocas de Sidusa, cerca de la ensenada de Faneromeni, ¿y no tienes valor para volver a tus antiguos campamentos? ¿Cuántos años hace desde entonces, patrón? ¿Cuántos años hace que nos conocimos?
—¡Creo que hará quince años, Lucas!... ¡Lucas el borrachín!
—¡Quince! Pues bien, yo he envejecido treinta años. ¡Conmigo puedes contar los años dobles!
—Sin embargo, te conservas... Tengo la impresión de no haber salido nunca de aquí. Es como si estuviera a punto de coger los remos y volver a mi cabaña.
El sacudió la cabeza.
—¿Me creerías si te dijera que no he vuelto a poner los pies allí?
Puse cara de sorpresa.
—¡Sólo de lejos! Ese cerdo sin honor se ha quedado con todos los agujeros de pulpos de aquellos lugares. Me detestaba, y tú sabes que nunca le he deseado ningún daño. Era contrabandista, patrón, y tenia miedo de que lo denunciara.
Lo escuchaba, y sentía cómo volvían a tomar vida mis días pasados a través de las palabras del borracho.
—¿Tienes tu barca aquí? —le pregunté.
—No está calafateada, patrón. Siempre estoy pensando en conseguir estopa para calafatear las juntas... siempre.
¿Por qué el semblante del hombre siempre es el mismo, como si girara en tomo de alguna rueda, presentando, a cada vuelta, las mismas facciones?
—Tú conoces mis brazos —le dije—. Remo fuerte y de prisa. Mañana te devolveré la barca.
Dejé un billete grande en la palma de su mano. El vaciló. Yo lo seguí. Empujó su vieja barca al agua. Cogí los remos. Una fuerza repentina volvía a tomar vida en mí, como si acabaran de caer las cadenas y surgiera, indomable, para recuperar su ímpetu de otros tiempos. La barca se deslizaba bajo la fuerza de mis sólidos brazos. Apenas salido del puerto, oí el chapoteo del agua sobre el estrave, con un ligero silbido. Yo iba de prisa y devoraba la distancia que me separaba de mi antigua soledad. Remaba sin descanso, calculando que me bastaría una hora para llegar.
El mar era un obstáculo frente a mí, pero de pronto yo había recuperado la energía de la adolescencia. Respiraba profundamente y remaba. Al cabo de un momento mis pies estaban mojados. Injurié a Lucas el borrachín y, buscando en la oscuridad, descubrí una lata. Achiqué tan de prisa como pude, después volví a luchar con los remos.
Bruscamente, a la luz lejana del faro, distinguí mi rincón rocoso, hacia Sidusa. Calculé la posición exacta de la rada, localicé su entrada, corté recto y me introduje. Pesada por el agua que había tragado, la barca no llegó hasta la orilla, y tuve que dar un gran salto desde la proa. Mis zapatos se hundieron en la mojada arena. Até la amarra en la misma piedra hundida en la orilla; recordaba muy bien dónde estaba. Entré en la choza. Toqué las cañas peladas, que desmoronaba la podredumbre. La arena se había acumulado en el interior con las algas secas empujadas por las ráfagas de viento. El techo se había hundido. Diríase que, desde entonces, ninguna mano humana había pasado por allí.
Escalé muy de prisa el flanco de la pequeña pendiente y corté recto hacia la caleta de Faneromeni. Pronto percibí sobre la playa la ventana iluminada. Un perro.pequeño, ridículo, se abalanzó sobre mí ladrando como un loco. Alguien salió de la choza de Tomás, llevando una lámpara. Una voz preguntó quién era.
Al acercarme, vi al hombre de pie, con una lámpara de petróleo en la mano para iluminar al extraño. La protegía con su mano, tendida para que el viento no apagara la pequeña llama.
—Stratos —dije—, ¿no te acuerdas de mí?
El levantó la lámpara hacia mi rostro, iluminando el suyo al mismo tiempo. Ninguna alegría suavizó su rudo semblante. Entornó los ojos y me miró. Parecía recordar e hizo un ademán de saludo. Movió la cabeza. Hubiérase dicho que nuestro último encuentro había sido la víspera. Sin embargo, la fatiga de los años pasados se había grabado profundamente en él.
—Voy a llamar a mi mujer —dijo.
Una mujer de media edad, embarazada, llegó ofreciéndome una silla.
Stratos siguió de pie. Dejó la lámpara en el alféizar de la ventana. Habló de sus penas. El pescado estaba difícil. En las noches oscuras, el mar se levantaba en tempestad, y entonces no se podía hacer nada con el farol. Cuando volvía a hacer buen tiempo, había claro de luna, y entonces tampoco se podía hacer nada con el farol.
—Nosotros decimos que cuando rueda la piedra, casca el huevo —me dijo—. Pero cuando rueda el huevo, también se rompe. Es nuestro sino.
Aparecieron dos o tres chiquillos.
—Mis hijos —me dijo—. Y mi mujer, perdóname, vuelve a estar embarazada. Hace diez años que nos casamos. Y además, está el viejo.
—¿Qué viejo? —pregunté yo.
Quería decir Tomás. Al mismo tiempo, de una casita vecina que yo aún no había visto, no más grande que una habitación minúscula, salió una voz ronca preguntando quién había llegado a una hora así. ¿Por qué nadie iba jamás a decirle lo que pasaba? ¿Sólo estaba allí de figura? Y que si patatín— patatán. Después sonó una tos seca.
—Ve a verlo. El habla a menudo de ti —murmuró Stratos.
La mujer comprendió entonces. Dijo:
—¿Es el joven amo de quien el viejo habla a veces?... ¿Eres tú? ¿Eres tú el joven amo?
Me examinó de pies a cabeza.
Al entrar yo, Tomás se incorporó en su camastro y lo sacudió un acceso de tos. Sus hinchados ojos se clavaron en mí como si intentaran reconocer un cabo a través de la niebla.
—¡ Ya me decía yo que era imposible que no volvieras! Mira a lo que me veo reducido. Es el fin, he cambiado la barca por el camastro. Después de las olas del mar, ahora mi destino es luchar con las mantas. Estaba escrito en las tablas de Dios, y tanto si le injurias como si le ruegas, no borra nada. Que nos deje en paz y que admire, si le apetece, el mundo que ha creado. Stratos, dile a tu mujer que queme incienso para que mis blasfemias huelan bien.
Me instalé en la banqueta y los otros nos dejaron solos.
—Como puedes ver, ya no me queda nadie. Marina, acuérdate, la chiquilla que cavaba en la arena, se casó y se divorció después. Trabaja de criada en una casa rica de la ciudad. Theodoris, el mayor, murió de ictericia. Lo llevamos a casa del médico, a la ciudad. Me llené de deudas, me vendí una de las barcas para pagar. El otro, Liakos, se alistó en un carguero hace cinco años. Pasan meses antes que reciba una carta de Aden, o del Canadá, o de un puerto de Noruega o de la India. Yo, ahora, estoy acabado. Me hacía pesado... Diamanto, la mujer de Stratos, viene a limpiar de vez en cuando... Pero en su estado no es fácil... La conoció en la ciudad, una vez que fue a asuntos de la barca. Se divirtieron juntos, la dejó embarazada, se casó con ella y la trajo aquí... Tienen un hijo cada año. Y dos han muerto al nacer. Compréndelo: se agota con el trabajo de la casa, y lo peor es el camino que tiene que recorrer de aquí a Glyconeri, para traer agua dulce...
Dije casi en un murmullo:
—Glyconeri...
—Tú lo conoces... Allí te lavaba ella las camisas. Debes recordarlo, no es posible... Pero, ya lo ves, ésta no es del mar, no tiene la agilidad de la otra. Es otra cosa, como puedes ver.
Hubo un silencio. El cogió tabaco de su petaca y se hizo un cigarrillo. Lo encendió con el mechero. Aspiró profundamente.
—De ella no se ha encontrado nada. Se fue por la noche a alta mar, como de costumbre. Fue más lejos. ¡Quién sabe! Debió de sorprenderla el mal tiempo, se perdió en el mar...
—¿No has hecho nada para encontrarla, Tomás? —pregunté.
—¿Qué podía hacer yo? Di un par de vueltas con la barca intentando encontrarla. Sin resultado. Por el lado del Kavo Koraka, el mar sólo lanzó el cadáver de un delfín. Había sido arponeado. Me lo dijeron los pescadores. Un gran delfín, un macho. Las gaviotas lo despedazaban.
La conversación se detuvo. Después, un poco después, él añadió:
—Yo creía que encontraría su cadáver. Entonces me puse en camino. La busqué durante días, por las rocas, en los agujeros. Siempre volvía al lugar donde se pudría el delfín, comido por los pájaros del mar. Apestaba como un cadáver de la tierra. Desde aquella época empecé a decaer. El reumatismo vino después. La llegada de Stratos fue un bien. Se hizo cargo de todos los agujeros de los pulpos.
—¿Así usted no ha sabido nada, Tomás? ¿No ha oído nada?...
El bajó la voz.
—Hay cosas que no las digo. Pero tú puedes saberlas. Contigo no importa, ya que sé que ella te amaba... Tú no has comprendido cuánto te amaba. ¡Pues bien, ahora ella está en el mar! Estoy seguro de que no es un cadáver. Su destino estaba allí, y allí se ha quedado. Sale y va a las rocas, sale para oír...
Su voz se hacía cada vez más ronca. Su vista se empañaba. Tosió y se incorporó para no ahogarse. Yo le sostuve la cabeza. Se calmó.
—Ahora, vive en el mar. Está con los delfines, las tortugas y las caracolas. Está viva. Hay que creerlo, tienes que enterarte de cosas que aun no le he dicho a nadie. Pero te las guardarás para ti. Con su madre no me casé. ¡Quizá lo sepas! Era hija de un pescador. Su barca chocó en las aristas de los rompientes. Yo le ayudé a arreglarla. Poco después, una noche, desapareció en el mar. Absorbido. La muchacha se quedó conmigo. Hablaba de ir a casa de un pariente a Molyvos. Pero empezó la tempestad y duró dos semanas. Como puedes comprender, no pude resistirlo. Fui hasta la cabaña que le había dado a ella y a su padre. Por la noche, se despertó sobresaltada, se asustó y empezó a correr en camisón. La alcancé y allí, sobre la arena, rodamos al agua... ¡Qué te voy a decir! Después de aquella famosa noche, se quedó conmigo, y me ayudó en la pesca. Hasta el último mes, antes de alumbrar, aún remaba. Hubieras tenido que ver cómo subía la red, cómo saltaba a la barca con su vientre tan grande como el de Diamanto. Con el tiempo, habíamos olvidado la fecha del alumbramiento. Aunque un día, mientras pescábamos con el palangre en alta mar, vi cómo se quedaba pálida, vomitó y se cogió el vientre lanzando un grito que me trastornó. Dejé caer el palangre y remé hada la costa. Cuando volvimos, le pasé una cuerda alrededor de los hombros y entre los muslos, para que ella se agarrase y yo pudiera levantarla. Pero en aquel preciso momento la barca volcó, y ella se encontró en el agua. Tiré de la cuerda para ayudarla a salir, pero mientras los dos luchábamos, de pronto ella lanzó un grito terrible y me hizo señas para que cogiera a la criatura, que se había deslizado en el mar. Saqué del agua a Ángela, mi hija, medio ahogada. A pesar de esto, se recuperó inmediatamente. Pero la madre iba cada vez peor. La llevé la dudad. Falleció una semana después. A la pequeña la crió una parienta de Molyvos. Al cumplir siete años, me la traje conmigo.
Cuando Tomás acabó, cayó un pesado silencio. Fumaba sin cesar y la habitación estaba llena de humo.
—Cuando te fuiste, ni viniste a decirme adiós —murmuró.
Me cogió la mano en su palma seca y dura, que temblaba.
—¡Ve! Mis dedos tiemblan. En otro tiempo, tiraban de los remos y de la red cuando había que ganarse el sustento. Hoy no pueden ni subir las sábanas.
—¿Por qué no me habías contado nunca su historia? —dije al cabo de un momento.
—¿Lo sé yo?... Al verte ahora, he recordado todo eso. Y además, tú lo sabías, la señal de la cuerda que había atado a su madre, había quedado en ella... Así pasa con las mujeres embarazadas: sus señales quedan en la criatura que llevan en su vientre. Y ésa quedó en el cuerpo de Ángela. Tendrías que saberlo.
Me miraba con sus ojos apagados.
—Lo sabía —dije en voz baja.
—Entonces, ¿por qué no confiarte esta historia? Sólo tú la conoces. Ya ves, desde el vientre de su madre tenía la manía del mar. Nació en el mar, y en el mar se ha quedado.
Y ahora se ha transformado en una muchacha delfín. Vaga por el océano... y busca a su pareja. Recuerda aquel delfín que veíamos saltar cerca de las rocas... Te dije que había un billete de cincuenta dracmas para el que matara un delfín. Date cuenta de que desde aquella época, aún no lo han puesto a cien dracmas. Tanto peor. De todas formas, tú, ya que hablamos, no lo arponeaste por las cincuenta dracmas.
Era extraño seguir allí escuchando las palabras del viejo, cuando me sentía bastante molesto al ver que él, antaño, había sabido todo lo que había pasado entre su hija y yo. El comprendió mi malestar y quiso tranquilizarme:
—Ahora, joven amo, no te atormentes. Erais unos niños. Yo conozco a la juventud, hijo mío. No hay nada que calme a esos atolondrados. No tienen otra cosa en la cabeza... Tanto peor. Pero yo hablaba del delfín. El que tú arponeaste... Los celos son así... turban el cerebro. ¿Recuerdas, en aquella época, la barca que yo siempre apartaba del delfín cuando tú decías que acababa de saltar? No quería que vieras que era ella... Siempre se iba así a alta mar. Lo encontraba. Hablo del delfín. Yo no quería que tú vieras sus juegos... Yo no quería que tú comprendieras, y entonces llevaba la barca hacia tierra. Y también por eso jamás tiré para destruirlo. Siempre esperaba que lo hiciera otro. Pensaba que lo harías tú, ya que tenías un fusil. También lo comprendí al ver que habías cogido mis plomos. Sólo que no había pensado que lo arponearas. Jamás hubiera creído que entendieras de arpones como demostraste.
El viento se hizo más violento. La noche era profunda. Las olas rugían. Tomás escuchó.
—¿Oyes? —Se apoyó en un codo. —Es ella. Se acerca. ¿La oyes?
Dije:
—¡La oigo!
—Cada noche lo mismo. Más tarde se va. Se ha convertido en delfín.
Se calló unos instantes y dijo, bajando la voz:
—¡ La oyes! Se desliza sobre sus aletas...
Se oía la rabia del viento, el eco sordo del mar y, además, el ruido de algo que se arrastraba como si pasase por la arena una gran escoba.
—Entonces, ¿la oyes? Llega hasta la puerta. Un delfín respira como un hombre, tú lo sabes. Pero no sale del agua. No tienes que verla. Ni yo salgo. Y no dejo que salga nadie. Me contento con escucharla. Por la mañana veo las huellas sobre la arena.
La noche se pasó charlando hasta que los cimientos del cielo empezaron a blanquear. Entonces, sin ni darse cuenta, inclinó la cabeza y cayó en un pesado sueño. Abrí la puerta con cuidado y salí. Miré hacia la tierra y no pude contener un estremecimiento. Había huellas en la arena, como si hubieran arrastrado un saco hasta la orilla. Hasta el lugar donde la ola lamía las huellas y las borraba.
Tomé rápidamente el camino de regreso, volví al rincón rocoso y a mi antigua cabaña. Salté a la barca y puse ruta a Sigri, con las olas a popa.
Allí encontré a Lucas el borrachín, que esperaba mi regreso. —Creí que te habías perdido en la oscuridad de esta noche. ¿Qué has hecho, patrón?
—Tienes que calafatear tu barca, Lucas el borrachín. Eso no es trabajo. Calafatéala si no quieres que se te lleve el diablo.
—Estoy decidido, patrón. ¡Precisamente me decía que iba a buscar estopa y empezar en seguida! Quizá creas que se encuentra fácilmente. Hay estopa y estopa. Pero, para mi barca, no utilizo cualquiera. Me gusta el trabajo bien hecho. Debes de haber comprendido que es mi manía, y que mi barca no la tengo para arrumbarla. He pedido estopa a Marsella. La tengo pedida desde entonces. Y, sí, pasa el tiempo, pero no tardará en llegar; me la traerán. De un momento a otro me dirán por fin que ha llegado.
El barco pasó por Sigri hacia el mediodía. Me embarqué, contando con recoger mi equipaje en Molyvos, a punto desde hada dos días.
—Hemos tenido mar gruesa —me dijo el camarero.
El barco vibraba bajo las primeras vueltas de la hélice. Se encaminaba hada el cabo norte de Nissiopi. El viento soplaba cada vez más fuerte. Tenía que aguantar mi gorra para que no volara. Nos acercábamos muy de prisa al cabo. Sobre el pontón, a proa, el grumete que limpiaba la cadena del ancla se detuvo, y de pronto lanzó un grito:
—¡Aquí está! —Y mostraba algo a lo lejos, por encima de las olas, a estribor.
Apareció el delfín, saltando en dirección al barco, rápido como un caballo al galope.
El capitán dirigió sus gemelos hada aquel lado. El pequeño cetáceo saltó muy alto; después se sumergió. Jugaba y se aprovechaba de su velocidad, que le permitía adelantar al navío sin esfuerzo. Cuando saltaba, su mojado cuerpo brillaba como el metal bajo los rayos del sol poniente.
—Es nuestro delfín —dijo el capitán, sonriendo, a los pasajeros agrupados alrededor—. Acude a la cita cada vez que pasamos. El capitán del Samos, que hada la línea antes que nosotros, me lo había dicho, pero yo no quise creerlo. Tuve que verlo para admitir que tenía razón.
Una pasajera con un pañuelo azul en la cabeza, embarcada en Lemos y que se dirigía a Egipto para pasar el invierno, señaló que un delfín, en el mar, no es nada extraordinario y que en el Mediterráneo, que ella atravesaba dos veces al año, se encuentran frecuentemente.
—Este no es un delfín corriente —le contestó el capitán—, Es nuestro delfín. Siempre el mismo. Lo conocemos. Sale siempre del mismo sitio, sigue un rato al barco, lo acompaña y después desaparece...
Se hubiera dicho que el delfín se alegraba de haber encontrado al navío, luchaba con las olas, daba saltos muy altos soplando un ligero vaho, se precipitaba contra las olas, las atacaba de frente. Las combatía como un valiente, hendiendo la cresta de las olas, ejecutaba figuras llenas de gracia, después volvía a sumergirse en las profundidades. Como un rayo, su sombra pasó bajo la blancura de la espuma, muy cerca del barco, como una saeta, el cuerpo estirado. Vi su ojo clavado hacia las alturas, como si intentara distinguir a las personas que le observaban. Mostró su vientre plateado y el juego de los músculos que le daban la fuerza de luchar contra las olas, aquellas olas que llevaban en ellas su destino, una lucha fatal, sin tregua, contra el océano.
—¡Es el mismo! ¡Es el mismo! —seguía gritando el grumete, reclinado sobre el empalletado de la proa para ver mejor. Y con su mano tendida señalaba, a la vez que gritaba:— ¡La señal negra! ¡Se ve perfectamente!
Yo me incliné. Lo vi. Una línea oscura, que descendía desde lo alto de la espalda hacia el pecho, cortaba el vientre y se perdía por abajo. El mismo estigma que no se quería borrar de mi memoria. Que jamás se borraría.
—Es un aparecido —dijo el capitán riéndose—. Nunca se había visto una señal así en un delfín. Los marinos de la comarca dicen que antes fue una mujer, una mujer enamorada de un delfín al que mataron. Entonces ella se lanzó al mar, transformada en delfín hembra, y desde entonces busca al asesino. En cuanto nos acerquemos a Mavro Kavo, nos dejará. Siempre hace lo mismo.
Nadando al lado, el delfín no dejaba el barco. La mirada fija en el empalletado, por donde estaba yo. Un ojo extraño. Vivo. Conocido. Lleno de odio. No parecía querer abandonar el barco. Parecía no querer dejar de mirarme, con aquella mirada dura que me apuñalaba hasta el fondo del corazón.
—Es raro —dijo el capitán—. Esta tarde no nos deja. Nos sigue a alta mar... ¡Jamás había ido tan lejos! Ya hemos pasado el Mavro Kavo.
Aún nos siguió a cierta distancia. Después, en un arranque, nos adelantó. Su negra sombra se deslizó entre la espuma, se perdió por la popa y desapareció, dirigiéndose hacia el cabo de Nissiopi.