Capítulo quince
Amaneció de una forma extraña, como me pasaba cada vez que no sabía de qué manera empezaría el día. El pretexto fue la carta que encontré sobre la mesita y que no había visto la noche anterior debido a lo cansado que estaba. Era un sobre sin dirección, como era de suponer, pues nadie conocía el lugar escogido por mí para vivir olvidado. Una carta de Elisa que ella debía de haber traído personalmente. Leyéndola, tuve la prueba de que no me había equivocado sobre la visita de Elisa.
Me han dicho que estabas en el mar con la salvaje. Estoy segura de que me contarás todo esto cuando volvamos a ver— nos. Leo libros fastidiosos y escucho las pamplinas de los mequetrefes que giran alrededor de mí y aumentan mi aburrimiento. Celebro no haberte encontrado en la choza. ¿Qué hubiéramos podido decirnos? He recibido una carta de Tsuma. Tan aburrida como puede serlo él mismo. Dice que vendrá a pasar unos días este mes. Como si no tuviera yo bastante. Habla de casarnos el año que viene. He puesto como condición no tener hijos... Eso está bien para las mujeres que no tienen con qué llenar su vida. Yo no soy de ésas. Si decidiera tener un hijo, lo haría con un hombre con el que me aviniera físicamente. Pienso en el invierno que voy a pasar en la atmósfera sofocante de la provincia. Ángela está bien formada, es fuerte. Creo que habrás practicado el amor con ella. ¿Se puede hacer algo más con esa mujer? Ya me lo dirás. ¿De acuerdo? Estoy en Molyvos, donde pasaré unos días.
Elisa.
¡Qué le importa si yo he practicado el amor con Ángela! ¡Qué tupé por parte de Elisa el de querer saber, y saberlo por mi boca, además! Y después, ¿qué quería decir: «Con Ángela, qué otra cosa se podía hacer»? ¿Y con ella, Elisa, qué otra cosa iba a hacer yo también? Si aún no había hecho con ella lo que había hecho con Ángela, no se debía a su virtud. Además, aun habiéndose entregado a mí, Ángela no estaba desprovista de virtud. En el fondo, Elisa era tonta actuando así, y su astucia la había llevado a aquella evidente torpeza. Estaba visiblemente ufana de su persona y daba muestras de un gran orgullo cuando su relación conmigo no le daba ningún motivo para estar orgullosa. Es verdad, ella poseía el arte de hacer perder la cabeza a los varones y de mil maneras. Pero yo estimo que eso no es mejor que hacer mil veces el amor con ellos.
He aquí exactamente lo que yo pienso de Elisa. Sin decirme ni por un instante que el hombre cambia a menudo de opinión sobre la misma persona, que a veces es injusta, y haría mejor si no juzgara apresuradamente. Pero ¿de qué sirve pensar todo esto? Dejemos que esta historia siga su curso y que estos acontecimientos maduren a su manera. Quizá saliera algo inesperado, muy distinto a lo que prometía ser en su principio.
El fin de Ángela no era entregarse al amor. Ninguna criatura de Dios, salvo el hombre, tiene esa idea de antemano en el espíritu. El amor, para ella, residía en la substancia misma de las olas, igual que el agua era su substancia. Cuando hacía el amor, se sumía en el vértigo del abrazo en el instante de la voluptuosidad más profunda. Ella embellecía la unión de los cuerpos con su indecible felicidad física, como una tempestad trastornando al mar hasta sus entrañas y arrancando las algas. Después, volvía a ser natural, orgullosa, llena de bienestar, y se lanzaba al agua para unir aquel cuerpo terreno a sus misteriosas raíces acuáticas. Soltaba sus cabellos, estiraba su cuerpo, se dejaba jugar con las olas del mar, se movía como una diosa marina de cuerpo de bronce, mojado de espuma, secado pronto por el sol y desvelando sus más íntimos secretos.
Hacía rato que Ángela estaba esperando fuera. Dijo al verme:
—Vino ayer y no te encontró. Dejó una carta para ti. Los niños han explicado que llegó con su bonita barca blanca y que se fue en seguida. Venía un marinero con ella para conducirla.
Volví a ver en mis pensamientos el pequeño cúter de Elisa anclado en el puerto de Mitilene para una reparación. Así que ella navegaba con el cúter. Y había recalado en Molyvos.
—¿Cómo fue en Kavaluros? —me dijo Tomás abordándome—. Ángela me lo ha contado. Puedes confiar en ella. Conoce todos los rincones. Cuando vi el tiempo que hacía, la envié a buscarte. No hay peligro de que ella se pierda.
Pero mi cerebro trabajaba a sus anchas. Había tomado mi decisión.
—¿Aún no has pensado en el invierno? —preguntó Tomás—. Tenemos que arreglar la choza. Has de comprender que con las cañas solamente sería difícil vivir. Podría darte una habitación en nuestra casa. Pequeña. Cabe tu cama. Tendrás la ventana a la cabecera de la cama. Verás continuamente el mar, que tanto te gusta, y será como si durmieras en él. Nos calentamos con un brasero. Entonces la casa se convierte en un auténtico horno. ¡Ya verás qué bien estaremos!
—También debo pensar en mis estudios, Tomás. ¡Tengo que hacerlo!
—Ya lo ves: no comprendemos bien estas cosas de los libros. Nuestro arte es otra cosa. Una ventaja más para ti el poder pasar tanto tiempo en este desierto.
—Necesitaba este desierto, Tomás. Necesitaba no ver a nadie.
—Todo el mundo hace lo que quiere. Pero cuando pienses marcharte, tendré que saberlo.
—Lo sabrás. Aún no estoy decidido.
—Digo cuando te decidas.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Ángela se pondrá triste. Eres una compañía para ella. Tienes que decírselo ahora. Nosotros somos personas sencillas. Tenemos muchas consideraciones con el extraño. Y cuando nos hemos acostumbrado a él, sentimos que se vaya.
Me dejó para seguir arreglando sus redes, que colgaban hasta el suelo desde el techo de la casa. Iba a poner los nuevos plomos. Los rompía a trozos con la espiocha, los corchos no podían soportar demasiado peso. Con el tiempo se habían impregnado de agua y ya no flotaban como antes. Los nuevos costaban muy caros, y se atravesaban tiempos difíciles.
Ángela seguía apartada. Daba vueltas a la cuchara de madera en la marmita. El arroz con pulpo olía bien y los niños ya se relamían. Recogí algunos trozos grandes de plomo de los que Tomás había tirado.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó ella con voz áspera.
—Quizá me vaya —dije, como si no hubiera entendido su pregunta.
—Ya lo he oído. He oído que te irás por tus estudios. Que irás a Atenas.
—Es mi padre quien lo desea.
—Decías que estabas enfadado con ellos. Dijiste que no os entendíais. ¿Entonces?
—Sin embargo, es así. Tengo que hacer lo que él ha decidido. Y además, yo también lo deseo. Quiero ser ingeniero.
—¿Harás motores? ¿Motores para barcas? ¿Como éstos?
Me reí.
—Bueno, Ángela. También haré motores para barcas, para que vayan tan de prisa como los delfines. Más de prisa que los delfines.
—Eso es imposible. En el mar nada puede ir más de prisa que los delfines.
Después acercándose a mí:
—¿Qué te ha escrito ella?
—Cosas nuestras, Ángela. ¿No lo comprendes?
—Lo comprendo, aunque no sepa leer. Las letras enredan el cerebro. ¡Compréndelo! Su carta es ruin: lo sé. También habla de mí, pero ¡tú no quieres decírmelo!
Volvió a su marmita. Y yo me encaminé hacia mi cabaña.
—¡Tira los trozos de plomo que te has metido en el bolsillo!
Hice ver que no había oído. En mi choza, retiré la mostacilla de algunos cartuchos. La remplacé por trozos grandes de plomo. Preparé los cartuchos y los envolví en varias capas de papel. Luego los escondí en la tierra. Estaba tranquilo.
Amanecía cuando salí de mi cabaña. Soplaba viento del noroeste. En unas diez millas me daría de banda y después lo tendría completamente a popa, llevándome hacia Molyvos. Cogí mis pantalones y mi camisa, los puse bajo el doble fondo de la proa; luego, desnudo como un tritón, cogí los remos para salir de la rada.
Ángela estaba de pie en la orilla, ante su casa. Así, sola, inmóvil, parecía el espectro del destino erguido entre mar y tierra. Miraba hacia mi barca. Yo sentía su mirada clavada en mí.
Tendí la vela e inicié mi carrera. Su silueta se desvanecía. Se borró como el vapor, a medida que me alejaba. Mi barca cabalgaba sobre las olas, saltaba, caía de punta, rompía el agua, se levantaba para volverse a lanzar con un ardor nuevo. El1 frescor del noroeste la vivificaba, la impulsaba y ella saltaba como un potro joven encabritándose bajo las riendas. Ya había hecho dos millas.
De pronto, las aguas se abrieron frente a mí, a unas veinte brazas, y el delfín saltó muy arriba. Negro como un joven búfalo y rápido como la flecha, se sumergió haciendo que el mar salpicara alrededor.
Yo distinguía la curva de su surco. Volvió a saltar, tan alto como la primera vez. Cogí el arpón. Hervía de ganas de verlo acercarse como el otro día y atacarme. Pero emergió más lejos, dirigiéndose hacia tierra. Pensé en cazarlo, pero no lo hice. Calculaba que mi velocidad era de cinco a seis millas, mientras que la suya sobrepasaba las veinticinco. No lo alcanzaría. Conservé el mismo rumbo. Aflojé ligeramente la escota para que la embarcación girara de borda y se deslizara de lado para acelerar su carrera.
Las olas brillaban bajo la luz del sol. Como si el oro fundido se hubiera extendido sobre las olas, que tardaban en absorberlo y dejaba, aquí y allá, placas chorreantes que resplandecían a la luz. El viento me impidió oír. Mi mirada se perdía en el mar, allí donde la base del cielo se perdía entre las olas. Tenía que pasar frente, a Kavo Koraka. Desde allí a Molyvos había unas veinte millas. Al menos necesitaba cinco horas, sin contar con el rodeo que el mal tiempo me obligaría a dar. Suspendida muy alta en las escarpaduras del aire, una gaviota me sobrevolaba. El movimiento de sus alas llenaba las verdes praderas del cielo. Mientras el pájaro marino siguió mí barca, me hizo compañía y consoló mi alma. ¡Qué extraño que un pájaro así, creado por los océanos infinitos del éter, tenga el alma y los pensamientos vueltos hacia este mundo, oscuro y cerrado de abismos! Veo su negro ojito clavado en la espuma. Pero he aquí que frena su impulso, mueve las alas como si se encontrara ante un muro y después, en picado, se lanza sobre las olas, las roza con su vientre a lo largo de dos brazas y vuelve a las alturas con un pez en el pico.
El viento se levantó más fuerte. La vela, cogiéndolo de lleno, golpeaba y luchaba y exigía continuamente toda mi atención, para dirigir la escota según las necesidades. Comprendí que aún tardaría en llegar al punto donde podría poner la proa hacia Molyvos. Iba a afrontar un mar desatado. La gaviota continuaba siguiéndome, pero se afanaba contra el viento, que continuamente la proyectaba en el aire o la precipitaba, como a un guiñapo, a casi doscientos metros de las olas. El pájaro luchaba y resistía. Afrontaba al enemigo con sus alas y lo golpeaba para romperlo, tan pronto con éxito, como vencido, cayendo para volver a subir tanto tiempo como aguantara su valor. Poco a poco la lucha se hacía difícil. Las olas se hinchaban, se erguían para tragarse a mi barca, pero ésta saltaba salvajemente, azotaba el flanco de las olas con su proa, las destrozaba, las dejaba atrás. El pájaro también luchaba, parecía envalentonarse intentando seguir la carrera obstinada de la embarcación. De pronto, estalló un ruido terrorífico, como el galopar de millares de caballos que hubieran roto sus yugos y bajaran a través de los campos como locos. La ráfaga aullaba entre las cuerdas con el silbido agudo del viento de un barranco. La borda casi lamía el agua. Me precipité hacia el otro lado, echando todo mi cuerpo para hacer contrapeso, llevando el timón completamente a la derecha hasta engancharlo en la borda de popa. Una vez pasado el peligro, levanté la vista. Nada más. Apenas divisé a la gaviota, que huía hacia el sur, hacia Nissiopi. Su silueta se esfumó poco a poco en la azulada niebla.
Mi corazón se iba mostrando apesadumbrado. La soledad me oprimió. Mi alma se sintió como abandonada, y sólo las circunstancias me obligaron a fanfarronear, a sobreponerme y a sacar de lo más profundo de mi corazón todo el valor posible. Mis bíceps, tensos, se endurecieron. Mi mano apretó el timón como una tenaza.
Se acercaba el mediodía cuando el aspecto del mar cambió y me hizo creer que tendría viento de popa. Pero precisamente en aquel lugar caí en las fuertes corrientes del canal.
El cabo Babas vomitaba sus ríos torrenciales, que descendían del norte e inundaban el mar en el sur. Mi carena resistía a los golpes y yo me mordía los labios como si eso pudiera retener la tempestad. En alta mar había una resaca con la que no había contado en absoluto. Las olas embestían a las corrientes como animales feroces luchando pecho a pecho, lanzando sus terribles flechas y destrozándose mutuamente con sus dientes, afilados y húmedos. Las olas del cabo Babas se cruzaban con las de alta mar, llenas de hostilidad y de rabia. Armada que se dejaba matar y destruir por conservar la custodia de sus dominios.
El timón no me servía para nada, y ya no obedecía. Yo lo manejaba a ciegas, y mi barca erraba en plena confusión, empujada de aquí para allá bajo los golpes repetidos de aquellas hordas de fieras rabiosas golpeándola de lleno.
Sentía como iba a la deriva, ingobernable, rechazada por las corrientes que bajaban del canal. Nunca hubiera creído que hubiese tanta agua en el mar, ni que, como un abismo insaciable, éste pudiera tragarse y digerir así aquellas masas de montañas costeras hasta perderse de vista. Se levantó una niebla que lo cubrió todo. ¿Iba a acabar yo lanzado contra un islote rocoso de Anatolia o hecho migas en unos rompientes desconocidos? Pero lo peor era que habían pasado las horas, caía la tarde y no había duda de que iba a absorberme en su abismo, en alta mar.
Jamás había imaginado lo fácil que es para un hombre caer en el peligro, encontrarse a un paso de la muerte, y en aquel momento me sentía al límite de alguna catástrofe definitivamente. Quise plegar la vela y coger los remos, pero era irrisorio pretender sólo con mis manos detener aquellas hordas de fieras rabiosas que rivalizaban en reventarse las unas a las otras y pasar a través de su esqueleto hundido.
Recuerdo las palabras de Tomás sobre las tempestades que él había ¡resistido antaño, cuando formaba parte de la dotación de los grandes correos o de los cargueros que surcaban los océanos. Yo no creía en aquellas historias en que la exageración de un espíritu asustado y la parte de imaginación que escondía se unían sin duda para aumentarlas. Pensaba en esas horas graves en que los marinos se abandonan en cuerpo y alma a la protección de San Nicolás, en que le hacen promesas y promesas a cambio de ser salvados, como si el santo fuera un mercader que cambiara la calma por monedas de plata o exvotos dorados.
Me avergonzó haber pensado en el santo y me propuse volver a la lucha con toda la fuerza de mis músculos si no quería dejar que mi barca fuera a la deriva, allá donde el diablo tuviera el capricho de llevarla.
Oscureció. La noche pesaba terriblemente. En el cielo apareció, baja, una media luna plateada: pensé en el dicho de los marinos según el cual el capitán debe velar cuando la media luna está baja. Todos los signos eran funestos. Las estrellas se encendían una a una, muy arriba, como clavos brillantes. Así las veía Ángela.
Luché toda la noche. Por la vela sentí que el viento se debilitaba y que las corrientes del cabo Babas ya no me arrastraban hacia alta mar. Debía de haberlas pasado a menos que hubieran cesado. El tiempo se apaciguó de prisa. Sólo las olas silbaban y se rompían, pero la resaca había cesado. Había pasado del lugar donde había pensado virar para dirigirme a Molyvos. Las montañas que ocultaban a Telonia[8] se dibujaban al claro de luna. Abajo, en la orilla, temblequeaba una tenue luz. Debía de ser la "barca de motor que hacía el cabotaje entre Sigri, Molyvos y Skala de Sycamia. Mí corazón volvió a sentirse esperanzado. Tiré de la escota con un golpe seco, la amarré en forma de ocho a la cuña con un nudo y enganché literalmente el timón en la borda de la popa. La barca viró en seco y la vela se tensó como un vientre a punto de alumbrar. Aflojé la escota y me dirigí hacia Molyvos. Tenía el viento atrás y la barca saltaba las crestas que la perseguían y las pasaba levantándose suavemente, cada vez más lejos.
Apuntaba el alba y yo veía claramente, ante mí, las casas, el pequeño puerto, la escalera, las barcas de pesca. Después, a la derecha, el peñasco de Petra con la iglesia de la Panagua i Glykophilussa (Virgen del Dulce Beso). Apareció el sol detrás de las montañas de Anatolia, dándoles a las laderas de las colinas del lado de Adramiti un tono rosado.
Al entrar en el puerto me puse el pantalón y la camisa, y maniobré para atracar. Aseguré la barca tirando el ancla a popa, pasé varias veces la amarra entre la argolla de proa y la pequeña bita de amarraje del muelle.
Al lado, un pescador de cabellos blancos calafateaba las grietas de su barca.
—¿De dónde vienes, joven capitán? —me preguntó.
Yo le mostré la lejanía, hacia el oeste.
—¿De Petra? —volvió a preguntar él.
—De Sigri, capitán.
Se detuvo para mirarme, las manos en el aire, sosteniendo la maza de madera y la estopa. El azul de su mirada hablaba del mar, de tempestades. De la lucha de los marinos, que, año tras año, no conseguían dominar la cólera de los océanos.
—¿Has prometido algo? —me preguntó él.
—¿Prometer qué, capitán?
—Para que el mar no te haya engullido, tienes que haber distraído al santo prometiéndole una lamparilla. ¡Quizás hasta con aceite!
—¿De qué santo hablas? Mis manos están entumecidas por la barra de la escota. Dame de beber. Tengo sed.
Incliné la cabeza bajo el pitón roto del botijo y el agua tibia corrió por mi cuerpo y calmó mi sed, devoradora. El lado del botijo expuesto al sol todo el día, bajo el banco, estaba ardiendo.
—Anoche hubo que luchar hasta muy tarde. Hasta la escalera estuvo a punto de ser derribada.
—¿Luchar contra quién?
—Contra el tiempo, joven capitán. La tempestad bajó del cabo Babas de lleno contra el mistral. Si hay alguien ahí, pensamos, sólo podemos llorarle. ¿Dónde estabas tú?
—Estaba... completamente metido, capitán.
Su pupila parpadeó. Levantose su espesa ceja. El sudor brillaba en las arrugas de sus sienes. Volvió a calafatear.
Yo salté rápidamente al muelle. En el khani[9] pedí con qué lavarme y refrescarme. Me preguntaron si quería reservar una habitación. Dije que no, pensando regresar antes del mediodía. Después volví a bajar al muelle y entré en el bar para descansar.
No sabiendo aún muy bien lo que había ido a buscar a Molyvos, me devanaba los sesos y me despreciaba, tanto más cuanto que en aquel preciso instante sentía unas ganas locas de marcharme y volver a encontrarme en mi cabaña.
En el muelle, frente al bar, estaba amarrada «la bonita barca blanca» de Elisa. Recordé las palabras de Ángela. Era el cúter que ella había traído de Mitilene.
Me dieron una palmada en el hombro. Vi a mi primo. Petros Sergianis. Me explicó que había llegado para pasar unos días tranquilos en el puertecito de Molyvos. Entonces recordé que él figuraba entre los más encarnizados cazadores de dote, cuyo único fin es hacer una buena boda. Era igual a todo el mundo. Lo era tanto que me fastidiaban sus fanfarronadas y la elevada idea que tenía de sí mismo.
Creyó mostrarse ingenioso tratándome a cada momento de Robinson, y me sorprende haberme comportado tan correcta y pacientemente con él, en vez de enviarlo al diablo.
Me contó que mi padre no se calmaría, pero que estaba dispuesto a perdonarlo todo si yo rectificaba y volvía al redil.
—Ni se me había ocurrido esa idea —dije bruscamente—. Eso sería admitir que estaba equivocado. Que me dejen tranquilo y no se metan en mis asuntos. Puedes decírselo.
—Creerán que no quieres volver a causa de la hija del pescador.
Aquellas palabras me turbaron, y entonces dije cosas que hubiera sido preferible callar. El otro me escuchaba y, de vez en cuando, atravesaba su cara una sonrisa estúpida. Como una calabaza en la que se hubieran tallado dos ojos y abierto una boca en media luna de una oreja a otra.
Procuró decirme que Elisa debía de estar ya prometida: eso, al menos, hubiera tenido que impresionarme. Mordí la boquilla de mi pipa para contener un insulto, pero lo deseaba con todas mis fuerzas. Y como él estaba allí, esperando una respuesta que no llegaba, salió con esta grosería:
—Es una buena solución para tu Elisa casarse pronto. A él le hará llevar cuernos, eso es seguro, y te advierto que yo también me pondré en fila.
Y estalló en una carcajada dándome palmadas en el vientre, ademán por el que yo sentía horror. Después, por fin, decidió preguntarme qué había ido a hacer en Molyvos. Eso estaba decidido a ocultárselo. Le hablé de encargos que hacer, de cartuchos...
Hoy, cuando narro todos estos acontecimientos, ya no recuerdo cómo nos separamos ni cuáles fueron nuestras últimas palabras. Me encontré solo en el pequeño bar. Yo había hilvanado en mi mente la carta urgente que quería dejar allí para que la enviaran. ¿Por qué de pronto se habían modificado mis intenciones? No quería verla. Sin embargo, evidentemente era la única razón que me había impulsado a atravesar el mar la noche antes. En resumen, pensaba escribirle esto:
«No pienso en ti. En realidad, no eres más que una inmunda hembra que no sabe hacer nada, ni siquiera el amor. Y me importa muy poco que venga Tsuma, y si está bien que os prometáis o no. Además, creo que haríais bien en adelantar vuestro matrimonio para ver al fin juntos a dos seres que encajan tan bien como la cabezota de mi abuelo con su gorra.
Mentalmente trabajaba este texto, lo cambiaba, me esforzaba en encontrar la mejor forma de humillarla, mas, para acabar, me enfadaba dar así pruebas de que pensaba en ella.
La pequeña sala estaba llena de humo. Los pulpos se encogían sobre la brasa y el olor del asado se mezclaba con el aroma del alcohol. Oía el fragor del mar, que se obstruía en el paso del canal al borde de la escollera. Miraba el espejo colgado de la pared con las postales puestas en el marco, bellas muchachas y guapos mozos y corazones traspasados de flechas. Allí también estaba Genobefa, con ojos de oveja, una belleza torpe. Sus doradas trenzas caían sobre los melones de su pecho, cuyas puntas tensaban la blusa.
En aquel instante, tomé una gran decisión y le escribí estas palabras decisivas:
No querría que te enteraras de mi llegada por terceros, y sobre todo que te metieras en la cabeza necedades sobre mis supuestos celos, imaginando que no quiero verte. Tu carta ha errado su fin, tengo que confesártelo. Ya que quieres saber dónde estoy, entérate de que paso todo mi tiempo en el agua, con esa salvaje, como tú la llamas. Actualmente sé cosas que, si tú las supieras, te ayudarían a deshacerte de tus perversiones. El amor con esa muchacha es un auténtico don de Dios y no tiene nada que ver con las cochinadas que pasan bajo las sábanas de una cama. Huele a espuma de mar. Arréglatelas para adelantar vuestra unión, la de un gallito y una gallina estúpida, para que salga un huevo distinguido y que la raza de las nulidades no se extinga. Saludos y mis mejores deseos, para ti y para Tsuma... el gallito.
Tenía la carta doblada en el bolsillo y miraba a las barcas de pesca dispuestas a hacerse a la mar. También había una trata que salía para el calafateo. Iba a darle la carta al camarero del bar para que la entregara cuando la vi acercarse. Imposible evitarla. Ella tendió hacia mí las dos manos, cordialmente.
—Te has convertido en un Robinson soberbio.
Estaba endiabladamente provocadora y hacía todo cuanto podía para demostrar lo que deseaba. Sus ojos se clavaron descaradamente en mí, y decían abiertamente cosas que la boca por sí misma no se atrevería a decir ni en el momento más íntimo del amor.
Naturalmente, la entrada en materia fue más bien difícil, y me enfadaba que todo se hubiera producido tan a la inversa de como yo pensaba.
Ella, por el contrario, se puso muy pronto en situación y me preguntó si por fin estaba saturado de soledad, con la intención evidente de herirme. Después me dijo que teníamos que hablar de muchas cosas, y de pronto su rostro se mostró grave. Al menos tuve ocasión de contestarle que no veía nada serio que valiera la pena de ser discutido entre nosotros, que el tiempo se estaba calmando y que tenía que aprovechar para regresar rápidamente.
—Tu sirena te espera, ¿verdad? Cuando pasé por Sigri me dijeron que la llamaban así. Al parecer es una hechicera y no deja que se le acerque nadie. Sin embargo, me gustaría que me hablaras de ella.
Estas palabras me hirieron tanto que perdí la voz. Hubiera querido poder insultarla, humillarla. Después se me pasó aquel acceso de rabia y le dije que debía irme rápidamente. Quería que eso lo comprendiera bien.
Mientras ella se mantenía de pie frente a mí, como para impedirme que avanzara, sentí bruscamente la necesidad de entregarme al amor con ella. Debió de comprenderlo y no hizo nada por ocultarlo.
Le conté las circunstancias de mi llegada. La noche en plena tempestad. Ella callaba, y me veía obligado a hablar yo; si no ¿hubiera habido algo más ridículo que esos dos seres, en el pequeño muelle, al lado de la barca que me esperaba? Cuanto más veía lo que me costaba sostener solo la conversación, más satisfecha y divertida parecía ella con mi confusión. Sin embargo, llegó el momento en que encontré el valor necesario para decirle que no era justo que me persiguieran así y otras cosas de ese tipo.
Pero eso no la contrarió. Me preguntó riéndose:
—¿Y cómo haces el amor en el mar?
Le dije que a eso no había ninguna respuesta y que estaba muy mal por su parte hacer suposiciones. Me sentía muy nervioso.
Sonrió y me cogió la mano.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué hablas así? Por el contrario, esto me gusta. Y muchas veces, cuando nado sola, pienso lo maravilloso que es, lo profundo que es el mar. Me quito el traje de baño y sueño... Y estoy muy lejos... Y sola... Mira qué tiempo hace. Nunca ha estado tan tranquilo. El oleaje baja cada vez más. Tendremos calma chicha...
El envite era claro. Pero yo reservaba para el final la más venenosa de las flechas.
—¡Contigo no sería como con Ángela!
— ¿Y quién te ha dicho que yo querría hacerlo contigo?
Intentaba esquivar de la mejor forma el golpe que le había dado.
—¡Pues bien! Ya no queda nada más entre nosotros —dije nervioso.
—Vista la forma en que hablas, pareces tenerte en un gran concepto. Pues ten en cuenta que ni una sola muchacha de buena familia te consideraría un caballero. Como alguien que pueda interesarle. Quiero decir para siempre. Puede hacer el amor contigo por capricho. Después, quizá lo lamente y hasta sienta vergüenza. Y, más probablemente, se aburra de ti.
Ya no recuerdo hasta qué punto me dejé arrastrar por mi humor. Sin embargo, recuerdo haberle dicho que ella daría su alma por ver cómo me lanzaba sobre ella y entregarse a mí.
Estas palabras la suavizaron un poco. Su mirada se hizo menos dura. Su cólera decayó. Vio que era imposible ganarme en grosería. Habló en un tono casi dolorido, sin intentar ocultar su despecho, lo que aún la hacía más bella, y yo lo sabía bien.
—No vale la pena que piense en ti —dijo bajando los ojos. Con la mano en el bolsillo, yo jugaba con la carta estúpida que quería enviarle justo antes de encontrarla. Empecé a decir tonterías. Que ella tenía demasiada imaginación, que no manifestaba su auténtica forma de ser y que su mayor tontería era el matrimonio que se disponía a realizar. Lamenté esta última frase en el mismo momento de pronunciarla, pero se me había escapado.
Ella levantó la cabeza. Nunca me había parecido tan bella. Una curiosa luz iluminaba su cara, haciéndola casi irresistible. Yo notaba que, sin desearlo, extraños sentimientos adormecidos se despertaban en mí. Hice un esfuerzo por recobrarme, ya que mi comportamiento era sorprendente.
—Creo que nosotros nunca hemos conseguido hablar sinceramente como lo desearíamos —dijo—. Siempre pasa algo que lo enreda todo en el preciso momento en que podríamos hacemos buenos amigos. Es verdad que sólo los que se aman se pelean así.
Recuerdo estas palabras aproximadamente, y me gustaron.
Sonreí tontamente. Sabía muy bien por qué actuaba así. El motor del caique dispuesto para salir hacia Skala de Sykamias ronroneaba muy cerca de nosotros. El aire olía a mazut y los gritos de los marinos en la maniobra me ensordecían.
—Me gustaría saber qué es lo que te gusta de mí —me dijo, mirándome de hito en hito.
Era una buena ocasión para decirle libremente lo que pensaba. Pero, como todo el mundo sabe, las ocasiones sólo se nos ofrecen para que podamos desperdiciarlas. Y más fácilmente cuanto más inteligente es uno.
—Esta es la cuestión, Elisa. No creo que haya nada que a uno de nosotros pueda gustarle del otro.
Fila no bajó los ojos. Se veía que tenía los nervios a flor de piel, y sus labios temblaban de emoción. En poco tiempo habíamos caído en contradicciones inesperadas y perdido el control de nuestras palabras. Y el más equivocado era yo.
—¡No hubieras tenido que decirme eso! Eso ningún hombre se lo dice a una mujer. Te has vuelto más primitivo de lo que hubiera podido sospechar.
Antes de que yo pudiera reaccionar, ella me había dejado y se alejaba con su paso seguro y rápido. En el fondo, estaba satisfecho sin comprender la auténtica razón. Me sentía aliviado, sin ver que aquello era precisamente el principio de un embrollo que poco a poco iba a enredarme en sus redes.
Volviendo al pequeño khatii, reservé una habitación para aquella noche. Partiría a la mañana siguiente. Sin embargo, un momento antes estaba resuelto a regresar. ¡Curiosa aquella repentina decisión!
Me puse en camino, a pie, hacia Petra. Me gustaba pasearme solo. El peñón se erguía, pintoresco, con la capilla de la Virgen del Dulce Beso. Recorrí las callejas del bonito pueblo. Erré por los jardines. Tarde, por la noche, cuando la oscuridad fue completa, regresé a Molyvos. Estaba sumido en mis pensamientos sin saber siquiera en qué había pensado.
Toda la noche, empapado en sudor, estuve dando vueltas y más vueltas en la cama. El calor era pesado. No se movía ni una hoja. Ni un soplo de viento.
Apenas había amanecido cuando bajé al puerto, hacia mi barca. Había olvidado a Elisa. La encontré sentada en mi barca y con una mano en el agua. Me quedé allí, paralizado.
—El mar nunca ha estado tan tranquilo —dijo con su voz grave. Y añadió en cuanto estuve a su lado:— Ni mi corazón tan lleno de tempestades.
—¿Dónde has leído eso?
—Yo no leo. Digo lo que se me ocurre.
—Será preciso remar fuerte hasta encontrar viento, en alta mar.
Abrí el paquete de grasa, unté las horquillas de los remos y sus cordeles para que funcionaran suavemente.
—Durante todo el tiempo que has estado ausente, he pensado en ti... Ni un solo día te he apartado de mi imaginación... —me dijo mirando al mar.
Bajo el doble fondo de la proa, guardé dos paquetes de galletas que había comprado.
—Yo soy fuerte para remar —dije—. Puedo hacerlo, sin parar, desde el alba hasta la noche.
Me senté en el banco y encendí mi pipa. El silencio se impuso entre nosotros. Un pesado silencio. No hice nada por romperlo. Yo miraba su pecho, que se agitaba ansiosamente, como cuando bajo el viento se hincha el mar. Después dijo:
—Creo que mi padre no estaba de acuerdo respecto a mi prometido.
Ella jugaba con su alianza. Se la quitaba y se la volvía a poner nerviosamente. Los reflejos del sol en el agua temblaban y destellaban en su rostro.
—Entonces... ¿vas a soltar la barca? —preguntó, y en el mismo instante su voz se apagó como si bruscamente se hiciera cargo de aquella audacia extemporánea.
Descubrí en su mirada algo como una súplica.
—Elisa, eso es imposible entre nosotros. Tú misma has dicho que era un capricho. Y que después te arrepentirías, en el mismo instante. Y sería vergonzoso.
—¿Cómo puedes recordar esas palabras? —murmuró—.
Hay que odiar realmente a alguien para recordar así todas sus palabras cuando el que las dijo las ha olvidado... Sería mejor que me dijeras la verdad. Que estás enamorado de ella.
¿Por qué no lo confiesas?
A menudo, los demás nos ayudan a ver mejor dentro de nosotros mismos y a descubrir lo que ignorábamos. Naturalmente, eso ocurre pocas veces... Me sobresalté. Nunca me habían angustiado ideas tan contradictorias. Nunca mi corazón había sufrido un trastorno así hasta no saber siquiera cómo tenía que latir. Contesté:
—Suelta la amarra al salir. El nudo es simple. Y me la echas dentro.
La amargura también tiene su trazo. Su forma. Una pequeña sombra bajó, al instante, como la nube sobre la ladera de una colina, y se refugió en las comisuras de sus labios. Así vi como la amargura se dibujaba en su cara.
Elisa dijo tranquilamente:
—¡Esto quiere decir que tenemos que separarnos, Dimitri!
Yo no estaba dispuesto a convertir aquello en un melodrama. Hice lo imposible por adoptar un aire naturalmente indiferente. Me arrepentiría mil veces de haber decidido estúpidamente aquel viaje a Molyvos. En realidad, ¿sabía yo mismo exactamente por qué lo había emprendido? En fin de cuentas, todo sucedió sin violencias, puesto que Elisa ya estaba lejos, y yo pude librarme de aquella situación intolerable que me anudaba la garganta como una cuerda que me apretara hasta ahogarme.
Me costó mucho resistir al deseo de gritarle que me arrepentía, que deseaba el amor con ella. Atrapé los remos con todas mis fuerzas, y me puse a remar.— Salí del puerto, llegué a alta mar para buscar el viento que hincharía mi vela. Pensé en los míos, que se enterarían de mi paso por Molyvos, de mi encuentro con Elisa. Quizá creyeran que estaba enamorado de ella. Me quité la ropa y volví a encontrarme a mí mismo. Mi cuerpo estaba excitado hasta la médula. Lo veía igual que un cirio erguido que consume su llama y hace fundir su cera.
Mi sudor se refrescó, secose. Era la brisa que esperaba. Desplegué la vela. El viento la hinchó suavemente, la embarcación se inclinó y tomó su camino hacia el norte, recibiendo el viento por babor. La quietud me invadió. Oía el chapoteo de las pequeñas olas sobre la mejilla de la proa dándole la bienvenida. Un agua ligera que juega con la barca y le hace cosquillas, que se estremece y ríe en sordina y disfruta de esa compañía inesperada encontrada en alta mar. Al mediodía alcancé el lugar más propicio para ir de cara a poniente y al viento del sudoeste; el noroeste soplaba entonces de costado, por estribor.
Cuando viré de borda, mi velocidad aumentó. Debía de ir de seis millas y media a siete a la hora. Velocidad maravillosa. En seis horas, recalaría frente a mi choza. El timón trazaba su surco en el agua, haciendo en su superficie pequeños torbellinos que parecieron querer enroscarse hasta que se llenaron de agua y se desvanecieron. ¡Pasan tantas cosas, hasta en el más apartado desierto! Basta con que el ojo humano sepa observar al mundo hasta lo más profundo de su corazón para que entonces el hombre se sienta unido a lo que le rodea, que se vuelva viento con el viento, pradera con la pradera, ola con el mar, que se pasee con la nube y mire desde arriba su sombra, proyectada sobre la tierra. Estos pequeños torbellinos de agua, estos pequeños conos son otras tantas lumbreras que se abren para permitimos mirar hasta el fondo de los abismos. Naturalmente, nunca vemos hasta el fondo de los abismos, pero eso no tiene importancia, ya que basta haberse reclinado así sobre las profundidades del mar para que vuestra alma sueñe con los precipicios del mundo submarino, las algas, los caballitos de mar, las medusas... Cantidades de esplendores surgen ante vuestro espíritu, dándole la ilusión de haber visto este universo de innumerables facetas.
Dejé el cabo de Ordymnos a la izquierda con el islote de Pachi. Me acercaba al cabo Petinos, con sus playas de arena, que relucían en el horizonte. Mi mirada distinguía Keramidi, el cabo Feluktassi y, más arriba, la rada de la Virgen con dos grandes barcas de pesca dispuestas a tender la vela. Después, inmediatamente, la costa de Faneromeni. Mi corazón se oprimió. Después se relajó y empezó a latir como un loco. El faro de Nissiopi formaba una mancha blanca a lo lejos. Mi barca ya se olía su anclaje y tomaba un nuevo vigor, haciendo volar blancas flechas bajo la proa, galopando sobre las pías. Su velocidad concordaba con mis ganas locas de llegar lo más pronto posible, hundirme en aquel mundo que yo había creado con toda mi alma y que conmovía mi vida hasta sus raíces.
Aún tenía que recorrer una media milla cuando me inmovilicé, sobrecogido. A menos de doscientas brazas, el delfín saltó fuera del agua, con un gran salto gracioso, como jugando; después volvió a caer. Nadaba en redondo como si girase alrededor de un punto que le atraía. Me encontraba a contraluz, justo a esa hora en que el sol sumerge sus desvaídos rayos en el mar, y eso entorpecía mi visión. Las olas chorreaban oro, centelleaban, hacían señales extrañas, salpicadas de haces de luz que se absorbían en un instante, y lo que yo intentaba distinguir se mezclaba a los juegos brillantes del ocaso. Puse la palanca en sentido contrario para cortar la velocidad, evitando también acercarme demasiado al cetáceo. Cogí el arpón con la mano izquierda. Tenía que estar preparado. El delfín tardó en reaparecer. Lo entreví más lejos, trazando figuras llenas de agilidad y de gracia, como para unir el aire con el agua que soportaba su peso y le daba la velocidad de una flecha. Por un instante, creí ver lo que buscaba. Después, todo se enredó de nuevo en el movimiento de las olas y el estallido vidrioso de la espuma.
Me alejé y penetré en la pequeña caleta. Apenas franqueada, el viento cesó de pronto. La vela se arrió y la barca se deslizó sobre el fondo de arena, ante la choza.
Tomás estaba allí, frotando un gran pulpo sobre una roca.
—¿Dónde está Ángela? —pregunté abrochándome el cinturón de los pantalones, que me había puesto rápidamente.
Tomás hizo un ademán hacia el mar.
Me encerré en la choza. Examiné el fusil. Me aseguré de que estaba cargado. Preparé cuatro cartuchos más con el gran trozo de plomo de Tomás.
Durante toda la noche, el mar rugió en mis oídos; sentía yo el grito de las gaviotas, el delfín saltaba ante mí. Después hubo una lucha y mi arpón se clavó completamente en su espalda. Di un salto sobre el colchón. Miré a través de las cañas. Estaba amaneciendo.