Capítulo catorce

La idea de haber sido humillado por un delfín que nos ha separado, me resultaba intolerable. Y más teniendo en cuenta que, actualmente, tengo que contar con él. He perdido la tranquilidad y a veces me sobresalto en la cama, enciendo mi pipa y me quedo despierto hasta el amanecer.

Aquella mañana, mi primer movimiento fue ir a buscar el arpón en la barca. Con el tiempo, sus dientes se han enmohecido. Pero son fuertes. El único problema es que se han enromado. Tengo una lima entre mis útiles. Limo los tres dientes durante horas, hasta que parecen tan cortantes como garras de águila. Lo pruebo en mi dedo. Apoyo un poco más fuerte. El dolor aumenta. Casi sangro. Vuelvo a colocar el arpón en el doble fondo de la proa, diciéndome que puede hacer un buen trabajo para quien sepa manejarlo. Mi fusil está en el rincón de la pared de mi choza, con cartuchos de plomo número 11. Muy fino. Pero puedo encontrar otra cosa. Sé que la playa está llena de trozos de plomo, desperdicios de los que Tomás se sirve para emplomar las redes. Recojo algunos, les doy con el martillo, los redondeo. Grandes trozos. Auténticas balas. He vaciado la mostacilla de algunos cartuchos. He introducido las balas de plomo y guardo mi fusil en la barca. Lo he hecho casi maquinalmente, sin saber cómo lo deseé. El humo de mi pipa me enturbiaba el cerebro.

Yo sé que con los días cambio de piel. Me visto con los rudos despojos del hombre primitivo, y así tengo la impresión de conocerme mejor a mí mismo. Volverme salvaje tiene el efecto de tranquilizarme.

El mar me rodea y me conserva en su soledad. Tan sólo oigo las voces de la tempestad desencadenada. Observo las gaviotas que anidan en los agujeros, escucho el estruendo de las olas que estallan sobre las rocas y se rompen, y el sonido de las aguas que refluyen espumantes.

Me avergüenza pensar que un delfín ha entrado en mi vida hasta el punto de empezar a enredarla. Me sorprendo con pensamientos huraños, llenos de odio. Odio a un delfín. Lo digo muy bajo, para mí mismo. Muy bajo. Pero es como una voz que resuena y llena el vacío de mi vida. Lo peor es que mi fuerza no me ha servido para nada. Con un hombre sé lo que tengo que hacer y, gracias a Dios, sé servirme de mis brazos. Pero ¿cómo luchar contra un delfín? ¿De qué me servirían mis brazos? De un solo coletazo puede despedazarme. Pruebo una vez más los dientes del arpón. Vuelvo a afilarlos.

Por la noche, las grandes olas espumosas vuelven a mis sueños, los peces gigantescos que cortan el agua y una muchacha que se desliza entre ellos, llena el mar de sus deseos de mujer y aromatiza la espuma con el olor de sus senos...

Lucas el borrachín vara su barca podrida en la orilla.

—Te he traído crías de langosta —dice, descolgando de la borda una cesta de la que gotea agua de mar.

Los pequeños crustáceos estaban cubiertos de algas. En desorden removían sus finas patas, sus pinzas, sus colas, y rechinaban en su prisa por escapar, intentando volver al mar.

Se acercaba el mediodía y yo salté a mi barca con la cesta de crustáceos. Cuando desplegaba la vela, vi a Ángela, de pie frente a su casa, que me miraba. Le hice un ademán. Ella no contestó. Puse rumbo a alta mar, recto, poniente en la gran vela. Pero llegó el viento de tierra y la vela empezó a colgar. Yo la recogí diestramente y empuñé los remos.

Remé alejándome durante más de una hora. El sol ardiente caía como el plomo y me quemaba. Me sumergí. Entonces olvidé mis problemas. Me impregné de frescor. Y me decía: «Soy un alga que flota. Soy una ola que se ha coagulado para convertirse en este cretino mal hecho que avergüenza al mar. Siento subir una corriente de las profundidades, un rumor que me rodea, me envuelve y hace que me estremezca. Dedos lacios rozan mi cuerpo, como las manos de un espectro creado por la oscuridad de las grandes profundidades. El árbol petrificado vuelve a mi memoria.» Imagino que el gigante dormido se despierta, que estira sus miembros de mármol para desperezarse de su sueño de siglos. La silueta marmórea, con los brazos extendidos, debe de estar precisamente debajo y me envía sus mensajes a la superficie. Me siento presa de un pánico atroz. Me precipito hacia la barca, me agarro a la borda y salto al interior. Me siento mejor. Me reclino y miro. Cojo el cubo de vidrio para ver mejor el fondo. Un reguero de algas oscuras sin fin. Sin fin, como la llanura infinita de la tierra.

Mis ojos intentan ver más abajo. Quieren distinguir lo que sucede en el abismo. Sí, debe de ser eso. Esa masa oscura. Ocupa todo el fondo, y extiende sus miembros, como para tener más espacio. Debe de ser eso. Plantas marinas que trepan, envolviendo su silueta petrificada. Así, es eso... Bajo sus axilas prolifera un nudo de algas enormes... Se mueven muy lentamente bajo la caricia de las corrientes submarinas. Es una cosa enorme, gigantesca... Su respiración mineral envía burbujas a la superficie. Todo está desierto alrededor del árbol. Y yo no puedo apartar los ojos de este mensajero petrificado venido para enseñarnos desde las profundidades del tiempo que la vida humana no es más que una ínfima migaja del tiempo. Cojo los remos rápidamente para huir de aquel lugar y, a medida que me alejo, mi alma deja de estar oprimida, mi espíritu vuelve a conocer la paz. Recupero mi fuerza, que el árbol fabuloso había aspirado al fondo de las aguas sin que yo me diera ni cuenta. Ahora, ya estoy a más de una milla.

Decido echar mis sedales. Debo de encontrarme en el arrecife que es un lugar de pesca. Me lo ha dicho Tomás. Además, sólo viendo la superficie se puede estar seguro. Escogí una pequeña cigala bien carnosa. Enhebré la punta del anzuelo a lo largo del lomo, y el animal encogió todas las patas bajo el vientre, como si agonizara. Tiré el sedal y la espera empezó, anquilosando mis miembros. El hilo sostenido baja recto, como engullido por el mar, mientras la superficie se estremece y vibra bajo los ecos de los vientos marinos de las profundidades.

Quiero hablar con el mar. Hablarle de esta agua sin fin, llena de seres inauditos. Mi barca pasa alternativamente por precipicios y por lugares de poca profundidad... Todo un universo cubierto de agua, agitado a veces por el furor de la tempestad, y a veces tranquilo en la suavidad del mar en calma... Quiero sumergirme hasta el fondo de este mundo, sumirme en el seno de este elemento bienquisto que se estremece bajo la piel de la superficie. Una pequeña vibración del hilo interrumpe mi meditación. Una vibración ínfima, vacilante. Seguramente una dorada, que ha querido probar el cebo en la punta del anzuelo.

El pequeño crustáceo está vivo, abajo. Sus ojos examinan con astucia todo lo que le rodea. Está al acecho. Mira el lento movimiento de las algas. Un pequeño camarón se acerca a él. Lo contempla. «¡Qué extraño! —se dice—. ¿Por qué este otro, mi hermano, está colgado y adormecido, con esta ancha línea negra que sale de su cuerpo y se desvanece en el azul de las alturas?» El camarón se escabulle, y se desliza rápido como un rayo. La pequeña cigala comprende que había tenido miedo del minúsculo sargo que finge dormir entre las algas frotando sobre ellas sus escamas. Bruscamente se abalanza sobre el camarón. Pero el otro, más astuto, conoce todos los escondites del lugar y se ha introducido bajo un pequeño guijarro; después se desliza entre las algas chupándose los labios, furioso por haberle burlado el camarón.

Todo esto me lo cuenta el fino hilo, este hilo que me une a la vida de las profundidades. Sin embargo, no veo nada, pero todas estas visiones pasan ante mis ojos, temblorosas como las imágenes en la linterna mágica. Sopla una brisa ligera por la superficie del agua, la raya como un vuelo de golondrinas que la arañara con la punta de sus alas. Me llega una nueva señal transmitida por el hilo, levantando el sedal una braza lo menos. Nada aún. Sin duda había vuelto la dorada y había intentado tirar del cebo. Con sus ojillos redondos, la cigala debe de examinar al pez que da vueltas alrededor, sospechando la trampa que le tienden. Quizá le haya arrancado una garra o una pata. Es curioso, realmente, que un crustáceo tan pequeño pueda quedarse inmóvil en el fondo, paralizado, sin intentar meterse en ningún sitio, esconderse ante una dorada así capaz de tragárselo. Esto sorprende a la dorada, sin que pueda explicárselo.

Pienso una vez más en las turbulentas aventuras de mi vida. ¡Hay que ponerle un fin a este asunto de Elisa! Los ojos de Ángela lanzan llamas de furor. Recuerdo la forma en que ella me había lanzado la carta. Después, el papel presa del fuego, carbonizado, abarquillado bajo las ávidas lenguas de las llamas.

Comprendo que me quiere. Pero tengo que tener en cuenta al otro, al delfín. ¿Por qué me ha vuelto esta idea, que enfría mi corazón? Pueden pasar muchas cosas con él, y cuando Lucas el borrachín escupe con desdén, su salivazo simboliza toda la sabiduría del hombre simple. Este simple rincón de mar puede recibir un secreto, ahogarlo en la cavidad de las conchas y dárselo a conocer al sargo en su escondite de algas, o hasta al pequeño camarón alerta bajo el pequeño guijarro.

Pero he aquí que en este momento, abajo, al extremo del hilo, algo se mueve débilmente. Una alteración a la que sigue una fuerte sacudida. Noto todo el peso del pez, que lucha por liberarse del anzuelo. Pero ya es suyo. El anzuelo ha hecho un-buen trabajo, mis dedos lo notan. Subo el sedal, que continúa agitándose como si llevara colgado un corazón minúsculo que palpita locamente, ahora que el resorte que le da la vida se ha roto. En el momento en que el hombre se inclina, atento a lo que va a surgir a la extremidad del hilo, algo se crea en él, algo infinito y denso, una alegría que estalla en mí. El pequeño criminal que se esconde bajo la piel de cada ser humano, se despierta.

—Ven, pececito —dice el criminal escondido en el fondo de mí mismo—. Ven... despacio, despacio... No gesticules así. Vas a romperte los labios. ¿De qué sirve si no podrás librarte y vas a caer en mis manos? Verás con qué arte te sacaré el anzuelo... Comprendo que sufres, pero si supieras la alegría que me da tu dolor, comprenderías cuántas cosas llegan en este mundo por caminos sorprendentes. También comprenderías, alma mía, que la vida está sembrada de anzuelos bajo el artificio de la felicidad que oculta el auténtico sufrimiento.

—ten cuidado de no estropearme la pequeña cigala... Le he dado mi palabra de que no le harías ningún daño. Yo quedaría muy mal ante la sorpresa de sus redondos ojitos. No la he puesto ahí para hacerte una mala pasada, sino para hacerte compañía durante la subida... No la asustes con tus sobresaltos... ¡Ah! bravo... está bien... suavemente... tranquilamente...

Me inclino. En el fondo brilla una centella que aumenta, se convierte en una hoja plateada deslizándose a derecha e izquierda. Tiro sin frenar para disminuir la tensión del hilo, a fin de no perder el pez en un último movimiento de todo su cuerpo. Creo habérmelas arreglado bien. Al llegar a la superficie, el pez hace una última tentativa. Yo lo elevo. Aquí está, tal como lo ha creado el elemento marino, fresco, completamente fresco, en este momento preciso en que lo cojo, en que su agitación hace temblar mi mano. Debe de pesar unas ochocientas dracmas. También Tomás, cuando habla de los peces, da su peso en dracmas. Me ha hablado de un salmonete de trescientas dracmas que había cogido hace mucho tiempo en sus redes. Pero no aquí. Por el lado de Thermi, en el mar de Mistegna. Esta dorada es un caso. En el instante en que la desenganchaba, su vejiga emitió un silbido como si eructara agua. La cigala está viva. Es realmente un pequeño crustáceo heroico. Pero tiene rota la mitad de una pinza y le han quedado dos o tres patas amputadas.

Vuelvo a bajar el sedal, lo sujeto a la bita. Y lo olvido. Puede pescar solo.

El sol está muy alto y lanza sobre mi piel agujas de fuego. Ardo como una chapa requemada y me echo al agua para apagar la llama que me abrasa. Estoy solo en alta mar, aunque no completamente solo. A tres brazas de mí, flota la barca. Me impregno y me deleito con esta agua que me llena de frescor. Se introduce en mí por todas partes, me palpa, y yo extiendo negligentemente mis miembros sin poderme hundir, ya que siento cómo el agua me levanta, me lleva como a una ligera carga.

Cerca de mí flota la silueta de Ángela. Es imposible estar en alta mar sin notar la estela de su cuerpo en el agua. Extiendo las piernas, después las cierro como si estrechara las caderas de la joven... Pruebo el amargor salobre del agua que me suaviza hasta los tuétanos, como si la misma mujer se hubiera fundido en el mar y fluyera sobre mí.

De pronto, me sobresalto. Oigo el ruido sordo de una pesada burbuja que estalla, el silbido de una respiración. Vuelvo a la barca, subo por la borda. Cojo el arpón. Lo aprieto con rabia. Una larga estela abre el agua como un rayo, revelando bajo su espuma el nadar de un cuerpo fuerte. Sólo tengo tiempo para ver una sombra negra que pasa por debajo de la carena de la barca. Mi corazón late como si fuera a estallar.

Estaba seguro de que él había reconocido mi barca y había querido asustarme. Si no, hubiera vuelto. Sería mejor que utilizara el fusil. Quito el seguro. A ciento cincuenta brazas de allí, el cetáceo saltó, todo el cuerpo fuera del agua. Pude admirar su mole y su vigor. También su agilidad. Era el delfín de Ángela. Lo reconocí. No había visto nunca un delfín que actuara así. Y esos últimos días iba en busca de Ángela; era evidente. Buscaba ávidamente por el mar. Cuando su lomo volvió a salir, apunté y tiré. El eco repercutió a lo lejos, se rompió sobre la llanura infinita del agua, se ahogó. Supe que había fallado; el cetáceo reapareció más lejos. Con aquel ruido de burbuja rompiéndose en el agua, como siempre, y se oía la explosión del aire en las cañas, como el ruido de una botella de cuello estrecho de la que se hace saltar el tapón. Su costado brilló al sol como el cinc. Como un caballo cuyo jinete caza un ciervo, jugaba con el agua, proyectaba la espuma en el aire y daba coces. Su fuerza y su gracia, su fogosidad y su rapidez no cortaron mi resolución. Lo cogeré. Lo acosaré día y noche, por todo el océano. Un día u otro lo alcanzaré. Tenía arpón y fusil. Y si era necesario, me tiraría al mar con mi cuchillo y lucharía con él para matarlo. La virilidad desborda de mi cuerpo mientras me incorporo al sol y mi sombra desplegada cubre toda la barca. Se nota el olor de la mujer mezclado al del mar. Por mi cuerpo chorrea el sudor y mis axilas y mi cuerpo huelen a sal. Subo el sedal y no queda más que una puntita del caparazón del crustáceo. Lo cojo. Es diáfano como un trocito de uña. Meto mis dedos en el agua, la pequeña placa se desengancha y cae suavemente hacia el fondo. Vuelve al lugar de donde salió. Los otros pequeños crustáceos están en la cesta. Reventados en su mayoría. Algunos aún mueven lentamente sus finas patas. Van a morir. Los tiro al agua. Su masa se esparce y se hunde. Los miro hasta que desaparecen. Como los sedales sostenidos que se desvanecen en el oscuro abismo. Mi dorada se ha secado. Ha perdido su brillantez. La cojo en mis manos y me parece igual que un saco de yeso endurecido, osificado. Es roja. Pero ya no tiene el rojo resplandeciente de la vida. Se diría que la han pintado de rojo. La tiro al mar. Mi corazón está pesado.

Nunca he sentido un calor así. Mi piel está seca. Lleno el cubito, me echo el agua por encima. Es extraño, ya no tengo ganas de sumergirme. La brisa se levanta y recorre rápidamente la superficie del agua, que se estremece. Es la brisa de tierra. ¡Puede soplar y traer su frescor! Remo y me alejo hacia alta mar. Durante horas olvido el tiempo, y de pronto me doy cuenta de que estoy muy lejos, frente a Nissiopi. La corriente me empuja hacia el sur, en dirección a Kavaluros, en alta mar, quizás a dos millas de la costa. ¡Qué de prisa cambia el tiempo! La nube que sube por detrás del Ordymnos lo deja presagiar. Se levanta el viento. La superficie del agua se riza, se ensombrece. A lo lejos, el mar se hincha. Las olas vienen de alta mar. De aquí y de allá, distingo las ovejas. Podré izar la vela. Saco los remos. Me echo en el fondo de la barca. Sólo veo el cielo y las nubes. Pienso en la pasión que tiraniza mi carne.

Ángela y Elisa se erizan las dos en mí. Hay que acabar con este asunto. No había comprendido que sólo había empezado. La barca empezó a bambolearse hasta el punto de hacerme rodar en el fondo. Oía el chapoteo de las olas que llegaban. Decididamente, el tiempo se estropeaba rápidamente. Recuerdo las palabras de Tomás, diciendo que aquella calma chicha escondía una borrasca. Decidí izar la vela. Pero espero un poco más. Me gusta que el viento me lleve a su antojo. Abandonarme al destino. El decidirá, no yo. Las olas se deshacen sobre mí. Vuelvo a ver la misma imagen: una de las aletas, la silueta de Ángela que se sumerge en el mar. El viento ha aumentado. La claridad del sol se enturbió poco a poco hasta que una sombra inmensa cubrió todo el mar. El cielo se cubrió de nubes, que bajaban y corrían. Los relámpagos brotaron bruscamente del Ordymnos. Metí mi camisa y mis pantalones bajo el doble fondo de la proa para protegerlos en caso de lluvia. El viento empezó a rugir en el mástil. Las olas se encresparon. Las masas de agua se precipitaron como caballos desbocados insensibles a la herida del bocado que les roza el bezo.

Río hirviente cuyas crestas estallan y rebotan orgullosa— mente en gavillas de flechas en delirio. Hordas salvajes que lanzan y son lanzadas y que rompen en tropeles cada vez más numerosos y llegan jadeantes, imagen de mis nuevos deseos introduciéndose en el vacío dejado por los anteriores. Las olas corren, cada una según su camino, asustadas, sin saber adonde van, como yo. Cada una está sola. Sola entre su tropel como el hombre entre el de los otros. ¿Hay algo más solitario que las olas? No, ya que nada va a su encuentro, si no es la sorda angustia de su aislamiento que les impide unirse, salvo en su muerte, cuando estallan sobre las rocas, donde su cadáver traspasado se desmenuza y refluye, engullida por las olas siguientes, también sedienta de vida en el instante en que se levanta para morir de la misma forma. Como los hombres. Su fuerza es ese destino de soledad que los alimenta y los empuja a luchar, a buscar sin tregua al inalcanzable compañero que corre sin cesar ante ellos y que no alcanzarán jamás. En todos los mares, en todos los océanos, no hay dos olas que se mezclen, que se enlacen vivas una con la otra, que se yergan para confundir su carne en el abrazo.

Mi barca es sacudida violentamente, y mi alma, como ella, se levanta muy alto para desplomarse después en el abismo, volver a escalar la ladera de la ola siguiente, que me empuja aún más lejos en el océano sin fin. Identificado con mi barca, como un fragmento indisoluble unido a ella, me convierto en un granito de polvo de esta materia atropellada. Me abandono y me dejo llevar por la corriente poderosa de los elementos, abrazo al viento y respiro profundamente, aspirándolo hasta el fondo de mis hinchados pulmones. Molido por los golpes, empujado, fustigado por las alas del viento que silba alrededor, mi corazón se estremece como si se sintiera renacer, entre aquella lucha soberbia, desencadenada, tiránica que se inicia en el fondo colmando al mar, al cielo, a mi barca y a mí mismo... Todas estas cosas sólo hacen una: imposible distinguir quién es vencedor y quién vencido. En aquella algazara desenfrenada, me pongo a gritar con todas las fuerzas de mis pulmones: «¡Yo soy el vencedor!» En algunos momentos mi barca se inclina en un equilibrio tan frágil que no haría falta mucho para encontrarse con la quilla en el aire... Entonces, siento como la muerte ya se deleita con mi esqueleto. Pero mantengo el golpe, me agarro, levanto mi cuerpo empapado por el sudor y el mar, columna vacilante pero que no quiere romperse. ¿Es culpa suya si sus cimientos la traicionan?

Veo de pronto aquel punto blanco, allí, en el horizonte, que intenta emerger de la espesa bruma. No puede ser espuma. Ni una gaviota. Esta borrasca que corta las olas en dos con su espada y pulveriza la espuma como la lluvia, ha ahuyentado del mar a todos los pájaros. Debe de ser una embarcación con la vela hinchada hasta la punta del mástil. Su marcha es rápida. Su blancura, en el gris plomizo de la niebla, se distingue cada vez mejor. Salta muy alto, como una fiera que franquea espesos matorrales o de una zancada salvara una ancha zanja para tirarse de nuevo en alguna otra fosa que se abriera de pronto bajo sus pasos.

¿Qué loco ha podido salir al mar con este tiempo, y patalea, atormentado, sobre las llamas del infierno? De pie en la popa, una muchacha, con el timón entre las piernas, me hace señas con la mano. Después, al no recibir respuesta, se quita su blusa y la agita sobre su cuerpo. Lanzo un grito. Rompe el viento y se lanza como una llama a través del ruido de la tempestad.

—¡Ángela!...

Faltó poco para que mi barca naufragara, abandonada a la locura demente de la tormenta. Tuve que izar la vela para volver a levantar la barca. Deshice rápidamente sus nudos, y tiré enérgicamente para tenderla bien sobre el mástil. Olas monstruosas se precipitaron hasta arriba como mandíbulas abiertas, dispuestas a tragarme. Una ráfaga de viento estuvo a punto de llevarse la vela. Restalló y la escota —cuya extremidad había enrollado a mi puño para tensarla mejor— estuvo a punto de arrastrarme por encima de la borda.

Volví a tirar, con todas mis fuerzas, aguantándome en la bita, de rodillas, todos los músculos tensos, y conseguí enrollarla dos veces alrededor de la cuña de estribor. La barca daba vueltas, su casco rechinaba y faltó poco para que no fuera arrastrada al fondo por la masa gigantesca que se levantó de pronto sobre mi cabeza. Afortunadamente, largué a tiempo y la embarcación recuperó su camino equilibrándose según la fuerza y la rapidez de las olas. Yo iba de prisa, y veía detrás la barca de Ángela, con la proa recta hacia la mía. Su barca era más ligera; por lo tanto, más flexible. Parecía una yegua briosa que relinchaba y se encabritaba, loca de deseo, sobre las aguas. Iba mucho más, de prisa que la mía y acabó por alcanzarme.

Vi a Ángela empuñar la amarra, saltar sobre la proa y gritarme: «¡Coge la amarra!»

Sólo tuve tiempo para ver que la hacía girar una o dos veces sobre su cabeza. Me incorporé como pude y cogí la punta al vuelo.

—Arría la vela —ordenó Ángela. Rápidamente amainé la vela a la mitad. Pasé la amarra por el aro fijado sólidamente al estrave, y saltando a popa cogí el timón. La obra barca se acercaba por la banda a unas cinco brazas, con toda la carena fuera. El cuerpo de Ángela se erguía, tenso, tirante, con todo su peso sobre una de las bordas para compensar el gran desnivel de la barca. Su embarcación me adelantó, el cable se tensó y ella empezó a remolcarme. Me arrastraba y yo no tenía que llevar el timón. Ángela navegó derecho hacia el cabo de Kavaluros, cuyas rocas se dibujaban a lo lejos en la bruma, a una milla y media.

La vi fijar la escota en las dos cuñas para mantener la barca en una dirección que no podía dejar, y después erguirse frente a mí, sobre la proa. El viento azotaba sus senos y enredaba sus cabellos. En un abrir y cerrar de ojos, se inclinó y de un salto se tiró al agua. Su cabeza emergió bajo la amarra que unía a las dos barcas, la hizo pasar bajo su axila y llegó así hasta mi barca, cogió el estrave, subió por la borda y, ligera como un elfo, se encontró ante mí.

—Deja la escota —ordenó ella—. Hace un viento de tierra de todos los diablos, es inútil pensar en regresar. Anclaremos en Kavaluros.

—me mostró a través de la niebla las rocas oscuras, como un inmenso cetáceo petrificado.

—En tres cuartos de hora estaremos al pie del peñasco más alto. Allí hay una gruta profunda. Estaremos al abrigo del viento y podremos esperar la bonanza. Un tiempo así no dura mucho. Se acaba como ha empezado, en un momento.

Ella estaba a mi lado. Alimentada por la tempestad, grande, fuerte, los músculos parecían esculpidos en bronce, diosa convertida en mujer para disfrutar de la alegría de la vida. Seguía de pie, indiferente al balanceo de la barca. Sus cabellos flotaban al viento como algas.

—Tu padre te echará de menos —dije yo.

—Sabe que he salido a buscarte.

—No contestaste a mi despedida cuando salí. ¿No me habías visto?

Ella cogió el arpón y examinó los dientes.

—Acaba de ser afilado... ¿no es verdad? —preguntó.

—Lo afilo de vez en cuando para que no se oxide.

—He dicho que acaba de ser afilado... un trabajo muy reciente. Como si acabaras de limarlo.

Su pupila se dilató de pronto, se plantó ante mí. Y probó las afiladas puntas.

—¿No sabes golpear con el arpón?...

—Nunca se sabe nada —dije yo para evadirme—. Pero todo se aprende.

Lo tiró al suelo.

—¿Qué quieres hacer con esto? —dijo ella, señalando el fusil cuya culata salía del doble fondo de la proa.

—Quizá para una gaviota.

Volvió a quemarme la llama de su mirada.

La barca saltó y fui lanzado al suelo. A pesar del balanceo, Ángela seguía erguida como una columna, en equilibrio, inmóvil. Me levanté con dificultad.

—Es un pecado disparar contra los pájaros marinos —gritó para anular los clamores del viento.

Yo sabía que ella había adivinado mis intenciones reales. Me tendió el fusil.

—Quiero que dispares al aire, inmediatamente, los dos disparos a la vez. No hay ningún pájaro que pueda asustarse. ¡Tira!

La miré embobado. Era normal. «¡Perder así —pensaba yo— dos cartuchos, de los que yo hubiera hecho mucho mejor uso!»

—Quiero que tires; si no, lo haré yo. Y eso no tendría ningún sentido por mi parte. ¡Vamos! ¡Tira! ¡Lo repito; lo haré yo!

Y estaba dispuesta a hacerlo. Había quitado los seguros. Cogí el fusil. Disparé al aire. Dos pequeños truenos resonaron extrañamente en aquel cataclismo. Como un nada borrado por el gigantesco clamor de la tormenta.

—Cuando estalla el mar, cuando se enfurece y el agua truena con el viento, los disparos no parecen nada —dijo—. No creas que podrás hacer gran cosa con el fusil. No es capaz de matar una gaviota. Tiene un blanco de tiro demasiado pequeño para que puedas apuntar. Y para el otro no será más eficaz. ¡Es demasiado grande para que lo mates tú!

Sus cabellos, azotados por el viento, tan pronto volaban sobre sus ojos como le despejaban la frente. Sus senos, hinchados de cólera, se erguían como dos grandes puños armados de cuchillos al rojo vivo, dispuestos a fundirse en mí. ¡Qué cálidos eran, sin embargo, en la palma de mi mano!

—suaves y elásticos, como para suavizar su aparente dureza. Ella me rechazó.

—Estamos bajo la mirada de Dios. Sólo El nos ve, Ángela.

—Sólo bajo las olas. Sólo allí.

Ella comprendió que yo no estaba de acuerdo. Puso un pie en la borda.

—Ve directamente hacia allá —dijo mostrando la gran roca de Kavaluros—. Hay una gran gruta. Ya te lo he dicho. Cuando llegues, entra. No te preocupes por mí. Regresaré antes de que anochezca.

Anticipándose a que yo pudiera retenerla, ya estaba en el agua, donde la envolvió una montaña de olas. Reapareció un poco más lejos para confundirse en seguida con la espuma.

Yo me sentía extrañamente humillado. Era prisionero de aquella muchacha omnipotente cuyas raíces se sumergían en el fondo del mar como las hierbas marinas y cuya cumbre luchaba con la espuma de las olas. Yo hubiera querido romper aquellas fuertes ataduras que me enredaban, pero nada podía deshacerlas. Tiré de la amarra y acerqué su barca a la mía.

Fila la había fijado sólidamente y yo intentaba soltarla. Me costó mucho, ya que ella conocía todos los secretos de los nudos marinos. Además, el mar los había mojado y aun los había endurecido. Tuve que cortarlos con el cuchillo, como hizo Alejandro el Grande.

Una vez liberado el timón, empezó a gobernarlo en la dirección escogida, bailando en aquel huracán apocalíptico. Yo hacía esfuerzos por volverla a encontrar. Pero cuanto más pasaba el tiempo, más se ensombrecía el cielo y yo temía perderme. Seguí el camino hacia Kavaluros para descubrir la gruta en el rincón resguardado. ¿Me equivocaba al creer, en aquel preciso instante, discernir a lo lejos el salto de un pez? No podía ver nada, que todo se disolvía en la gran agitación de la tempestad. Pero era el salto de un pez, sin ninguna duda.

El salto de un delfín y el sordo lamento de su respiración mezclado al tumulto de las olas. Cogí el fusil. Estaba descargado. Lancé un juramento. Y recordé que ella me había obligado a disparar expresamente.

Los pájaros marinos giraban en la borrasca y el viento parecía querer precipitarlos en el mar. Pero volvían a tomar altura, lanzando su grito estridente, y giraban alrededor de mi vela. Almas solitarias golpeadas por el mar, luchaban contra los elementos, cortando en seco su ímpetu en un simulacro de juego para continuar la lucha y trazar en el cielo el auténtico diagrama de la vida.

Estaba a un cuarto de milla del peñón de Kavaluros. La espuma de los rompientes señalaba las dificultades del paso. Sin embargo, conseguí introducirme a través de los arrecifes. Estaba al abrigo del viento. Detrás, el mar enrollaba sus cataratas en una violenta resaca en que las aguas caían sin cesar como para llenar un pozo sin fondo. Descubrí aguas bajas cubiertas de arena. El choque de las olas, sordo y hueco como el estallido de burbujas gigantescas, resonaba en la gruta. En el suelo se había amontonado una capa espesa de algas. Los cangrejos que tenían sus nidos en los agujeritos escaparon asustados.

Trepé sobre la rocosa cresta. El tiempo se oscurecía. El húmedo tul de la niebla arrastraba su lienzo hasta las olas y se acercaba, adelantado por un olor de lluvia. Iba a llover. A lo lejos ya caía el agua. Un muro opaco unía al cielo de plomo y al mar oscuro. Fulguraron los relámpagos. Estalló el trueno en un ruido de rocas. Todo se oscureció rápidamente, y Ángela no llegaba. Tengo que refrenar mi imaginación, que empiece a reflexionar tranquilamente como debe hacerse siempre, incluso ante las más inverosímiles situaciones. Así, pues, en estos momentos, entre la tempestad y las olas, Ángela juega con los delfines. No había duda; ella sabía que lo encontraría. El debía de haber reconocido su barca, a menos que Ángela le hubiera hecho señas a espaldas mías.

Yo nunca había sentido unos celos así. Lo confieso. Hay momentos en que la humillación ya no cuenta para el hombre. Me volvía loco de rabia por no poderme librar de un rival así. Y me estremecía el verme reducido a considerar como un rival a un delfín. El profundo misterio se abre ante mis ojos y ahora comprendo claramente que Ángela esté enamora— rada de un delfín. Adivino con toda lucidez sus caricias cuando el animal la roza, la veo coger su aleta, enlazarlo con los brazos y piernas y disfrutar gracias a él del frenesí de su amor. Veo cómo se sumergen los dos cuerpos, estrechamente enlazados, palpitan, hienden el agua y se sumergen como si su abrazo no tuviera fin. Y me doy cuenta de lo débil e impotente que es mi naturaleza humana ante un amor así. Pienso en los plomos que Tomás cambia en sus redes. Escogería los más grandes, los más gruesos... ¡Sí! Esto no puede durar más. Mi decisión es firme, inquebrantable como una roca. Inflexible como el mástil de mi barca.

Los rayos brillan sin cesar. Las primeras gotas de lluvia salpican mi piel. El viento es helado. Sin embargo, sigo allí, los ojos clavados en las tinieblas hasta el momento en que ya no distingo nada. Vuelvo a bajar a aquel rincón resguardado del viento y me interno en la gruta. Me sobresalté: Ángela estaba allí, tendida en el lecho de algas. Casi seco su cuerpo.

—¿Qué has hecho para regresar tan pronto? —dije. Y antes que ella me contestara: «Dime, ¿Ha sido él quien te ha traído? Lo he visto en el mar antes que saltara. Contéstame: ¿Ha sido él quien te ha traído?>

Ella se movió sobre su seco lecho y las algas crujieron.

—Yo nado de prisa. ¿No lo sabías?

—Tenías el viento en contra y sería difícil. ¡El te ha traído! Dime la verdad. Tú te has cogido a su aleta.

Ángela se irguió.

—¿Y qué si hubiera sido así? ¿Si hubiera sido él quien me hubiera traído?

Sentose. Estaba oscuro. No la veía. Sólo percibía el olor salado de su cuerpo y de sus axilas. Puse la mano en su hombro. Después en su espalda. Volví a ponerla en el hombro. Descendí hacia el pecho. Pesado, como el bronce. Ella se deslizó sobre la arena arrastrándome consigo. Se hundió en el agua y se me entregó lanzando grititos anhelantes que me recordaron el silbido de la respiración del delfín.

Ella me acariciaba el brazo:

—Si tuvieras aletas... Si tu piel fuera fría y resbaladiza, si tu cuerpo fuera como una saeta...

Todo su cuerpo temblaba al pronunciar aquellas palabras descabelladas, que me volvían loco de celos.

—¿De quién hablas, Ángela?... No te comprendo. ¿Por qué no te desembarazas de esas locuras? Tú eres mujer, Ángela. ¿Qué buscas con los delfines, las aletas, las olas y todas esas quimeras?...

—Yo no soy mujer... soy otra cosa... Si pudieras saberlo... si pudieras saber lo que pasa en el mar...

Se sacudió rechazándome con fuerza. Sólo al salir del agua, noté la lluvia intensa que azotaba el mar y la tierra. El agua caía en cataratas con un ruido de trueno en las tinieblas de la noche.

—Ven —me dijo. Me tomó de la mano y escalamos la roca. Los azotes de la lluvia fustigaban nuestra desnudez. Sus chorreantes cabellos se habían adherido a su cara. El viento soplaba con rabia, encarnizándose en nuestros cuerpos, derechos como dos estatuas inmóviles bajo el chaparrón, y golpeados por los ríos que corrían por las grietas de las piedras. Bajo aquella agua inagotable, la mujer sintió cómo se convertía en bejuco, en planta trepadora. Se enroscó alrededor del hombre, impulsada por la llamada de la vida que se despertaba en ella. La materia viva del universo se dilataba en la inmensa confusión de la tempestad. Son innumerables las voluptuosidades esparcidas por toda la creación, que suspiran en el ruido de la lluvia, la espuma del mar, en nuestra respiración espirante. Así se formó la tierra, así procreó; sus simientes germinaron, brotaron las raíces, las matrices se dilataron y el cálido río de la vida se extendió entonces, desde hace milenios, cuando aún no había nacido nada.

Ángela se reclinó sobre mi hombro. Estaba apaciguada. Me señaló algo hacia el norte.

—Allí está Nissiopi y más lejos, Sidusa. Después, Faneromeni...

Su voz era tranquila. En el horizonte centelleó un relámpago enorme, iluminando de pronto la masa de niebla que abarca el mar y las nubes.

—Tengo sed... —murmuró. Volvió la cabeza y bebió el agua de la lluvia, que caía en cataratas. Torrentes que chorreaban interminables sobre nuestros cuerpos.

—Creo que el agua une a los seres —dije, sin saber por qué pronunciaba aquellas palabras.

—Hace de nosotros un solo ser... —dijo Ángela.

—¿Más de lo que lo somos ahora?

—Más aún. Algo que existe para siempre. Que no puede ser arrancado, como una planta que germina en las entrañas... ¡ Y que sólo morirá con uno!

¿Comprendía la profundidad de sus pensamientos?

Una vez llegada a la gruta, se tendió y se sumió en un profundo sueño. AI amanecer, ya no estaba a mi lado. Los rayos de luz se infiltraban por la angosta entrada de la gruta. Salí.

El cielo estaba azul. Las olas menos altas indicaban que la ira de la tempestad se calmaba. La niebla se levantaba hacia el sur arrastrando sus velos tras sí. Di la vuelta al peñón buscando a Ángela. Grité hacia el mar. Ella no estaba en ninguna parte. Las dos barcas seguían amarradas al abrigo del viento.

Mi razón no consigue admitir todo esto. Y sin embargo, no puedo deshacerme de lo que en este momento enturbia mis pensamientos cuando imagino a Ángela entre las olas con su delfín. Miro hacia la lejanía atentamente. He visto de pronto una mancha de espuma. He visto el cuerpo que nada. Nunca había visto a Ángela nadar tan de prisa, ni a nadie que tuviera en el agua tanta agilidad. Emergía la mitad de su cuerpo, hasta la cintura, saltaba las olas y parecía jugar con ellas. Cuando estuvo más cerca aminoró su marcha. Su cuerpo se hundió normalmente en el agua como si sólo en aquel instante empezara a nadar a una velocidad humana. Cuando aquella idea me atravesaba el espíritu, las olas se abrieron a unas brazas de ella y el delfín, de un salto gigantesco, se fue hacia alta mar y desapareció.

Ángela, ligera, saltó sobre la arena, y vino a mi encuentro. Alegre. Hasta podría decir feliz. El negro estigma descendía desde el cuello, cortaba el seno y atravesaba el pubis, entre los muslos.

—¿Has vuelto a nadar? —le pregunté.

—No hubiera regresado si tú no hubieses estado aquí.

—¿Y qué hubieras hecho en alta mar todo el día?

—¡Oh! Hubiera hecho lo que hubiese querido. Hubiera paseado sin rumbo fijo. El mar es mi país. No lo tomes a mal. Tiene sus puntos de referencia, como la tierra, sus pasajes, sus desvíos, sus senderos para encontrarse. Cada lugar tiene sus particularidades... y sólo yo las conozco...

—¿Y no te cansa dar vueltas en el agua así, días enteros?

Ella puso la mano en mi hombro.

—¿Por qué no quieres comprender que todo es como te digo?

Se dirigió hacia las barcas.

—El tiempo cambiará muy pronto. Tendremos viento en popa.

—¡Pues bien! Sólo hay que esperarlo —dije yo.

Ella se alejó de las barcas. Estiró su desnudez al sol completamente, ante mis ojos.

Después su mirada recorrió todo mi cuerpo, sin vergüenza, fijándola donde deseaba.

—Te quiero, compréndelo, Ángela. Te quiero ahora mismo. —¿No tienes otra cosa en la cabeza?

—¿También tu me deseas?

Se calló. De pronto lanzó alegremente:

—Ven a coger cangrejos. Las rocas están llenas.

Ligera, llena de ardor, de vida, de voluntad, subió por las afiladas rocas y se puso a buscar. Se veía que conocía el lugar. —Conoces bien las rocas —le dije.

—No hay en el mar un rincón que yo no conozca. Ni el más alejado. Nadar no me cansa, puedo hacerlo todo un día y una noche.

—¿ Y no te da miedo ir tan lejos?...

—¡Tú no me conoces! Y además, nunca estoy sola.

Sus negros ojos resplandecían. Una aleta marina brilló en su luz, como una hoja afilada cortando sus aguas. Ya no había ninguna duda en mí. Pero no podía expresar lo que sentía, ya que las palabras apropiadas no convenían a aquella singular situación, tan diferente de las cosas corrientes que es posible expresar con sencillez.

—Pero ¿es realmente posible que no estés sola en el mar, que no lo estuvieras ahora, hace un momento, y antes y después? ¿Es posible?

Ella reflexionó; después, con aire decidido, dijo:

—Si yo lo quiero, es posible. Estoy unida a las olas, mezclada con el viento que las golpea, modelada en las caracolas dispersas en el fondo del mar.

Un pequeño cangrejo rodó por un lado de la roca y se encontró en la orilla, a punto de sumergirse. Ángela adelantó la mano suavemente para cogerlo. El dio algunos pasos de través para escapar, pero la mano cayó sobre él como un rayo. Ella se lo llevó a la boca, y empezó a masticar, a chupar el jugo. Parecía una carnicera de las profundidades en plena caza. Salvaje y horrorosa.

—Está bueno... Pruébalo tú también.

Me dio la mitad. Aquello no me gustó. Yo no tenía ninguna gana.

—Ya sé; tú te comes los pequeños caracoles de las montañas, que se ensucian con su baba, que se enlodan y que apestan a tierra podrida.

Con un movimiento se sumergió, la mitad de su cuerpo fuera del agua, buscando entre las rocas. Desapareció completamente. Yo la veía ondular en el fondo del agua, en un lento y suave movimiento de sus miembros, tan a sus anchas como un animal marino. Reapareció portadora de un gran cangrejo.

Le arrancó las pinzas y las chupó. Mascó las patas y de una fuerte dentellada partió en dos el caparazón. Yo la admiré, aunque hizo que me estremeciera. Era una criatura de los abismos. Y el negro estigma que atravesaba su cuerpo la asemejaba a un animal extraño.

Cesó el viento y parecía que el tiempo iba a cambiar. Ella me atrajo violentamente hacia sí y rodamos en el agua. Después escapó para nadar alrededor del peñón, como si buscara alguna cosa. Encontró un lugar de aguas bajas lleno de montoncitos de guijarros. Se levantó, tendiese boca arriba y me atrajo. Desde muy arriba, las gaviotas bajaban en picado. Trazaban círculos en el azul del cielo. Jamás el amor había sido tan maravilloso. Sus dientes se hundieron profundamente en mi hombro. Me estremecí. Los mismos dientes que habían partido el duro caparazón del cangrejo.

Hacia el mediodía, el viento cesó completamente.

—Volverá a levantarse antes del atardecer. Vamos a alta mar con las barcas para esperarlo —me dijo ella.

Se instaló en los remos. Remolcamos su barca. Remaba con fuerza y los músculos de sus brazos se hinchaban cada vez que su cuerpo se echaba hacia atrás con los senos erguidos. Su vientre se hundía a cada movimiento de sus piernas, que se apoyaban sobre el banco. El sudor bajaba por sus mejillas, mojaba su cuello y se concentraba en el surco entre los dos senos.

—Puedo remar así todo un día. Me digo que voy hasta el fin de la mar. Y cuando está agitada, y lucho con ella, entonces comprendo que no puede dominarme.

Al menos remó dos horas más. Debimos de hacer cinco millas. Levantó los remos al aire, como dos alas, y la barca continuó deslizándose a su impulso.

—Va a soplar el viento y podremos extender la vela. Nos llevará directamente a Faneromeni.

Examinó el mar, la mano en visera para protegerse de la reverberación solar. Yo seguí su mirada. Una vez más volvió a crecer la duda en mí. Parecía inquieta, como si buscara algo...

—¿Buscas alguna cosa? —pregunté.

Su mirada se posó bruscamente en mí. Su voz se hizo ronca. —¡Otra vez no se te ocurra traer el arpón!

Yo había comprendido.

—No se es pescador sin arpón —repuse—. Puedes encontrarte con un pez grande que rompa el sedal. Entonces se necesita el arpón.

Sus dedos apretaron nerviosamente los remos. Se mordió los labios.

—Si el pez es muy grande, también puede arrastrarte al fondo. En ese caso, inexperto como eres, estarás perdido. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Tengo un puño fuerte y que apunta bien. Sabrá, en el momento oportuno, si es necesario, clavar el arpón en el corazón de cualquier pez.

Ángela irguió orgullosamente la cabeza. No aceptaba ser humillada. Pero por el momento mi alma se henchía de cólera y destilaba el veneno de los celos. Viéndome así, ella se ablandó, se tranquilizó. Bajó los ojos para esquivar mi mirada. Creía haber obtenido cierta fuerza, haber roto en ella la voluntad de hierro que hasta entonces me había dominado completamente.

Nunca había podido yo resistirla. Y por ese motivo la joven había creído factible manejarme a su antojo.

Un golpe de aire pasó entre nosotros, rompió el pesado silencio que se había creado bruscamente.

—Se diría que viene de arriba, ya que no ha dejado señales en la superficie del mar —dijo ella hablando del viento.

Yo señalé hacia el noroeste; el mar se oscurecía.

—Es el viento que llega. Pronto, la vela —dijo incorporándose.

A lo lejos, las olas agitaban el mar. Desplegamos la vela rápidamente. Yo tiré de la escota. Pasó un estremecimiento por encima del agua. La barca dio de banda ligeramente e inició su carrera, arrastrando tras sí a la de Ángela.

Era la hora tranquila del crepúsculo. El deslizamiento del agua nos refrescaba y la brisa acariciaba nuestros pechos como el ala aterciopelada de una mariposa nocturna.

El sol flotaba en el horizonte, muy lejos, hacia alta mar...

—Se ha desnudado para sumergirse en el mar —dijo Ángela—. Está desnudo, como nosotros. —Después añadió estas palabras extrañas:— Si todos los hombres pudieran estar desnudos... Vivir desnudos, como nosotros ahora...

Su hombro estaba fresco. Su espalda arqueada, rosada bajo la suave luz anaranjada del crepúsculo.

—Así el hombre puede conocer mejor a sus semejantes —murmuró.

—Sin embargo, recuerdo que te enfadabas cuando sucedía esto fuera del mar.

Ella puso la mano sobre mi cabeza.

—Me he acostumbrado a ti... Es verdad...

Se calló bruscamente.

—¿Qué quieres decir, Ángela?

Reflexionó. Su mano rozaba ligeramente mi cuello y dejaba que las mías se deslizaran por todo su cuerpo.

—¿Por qué no serás un delfín?

—¿Y si lo fuera? ¿Quieres decir que ya no quieres nada de mí? ¿No es eso?

Se estrechó contra mí. Comprendí que estaba emocionada hasta lo más profundo de sí misma.

—No es eso —murmuró ella—. Pero sería distinto... No puedes saberlo... No podrás saberlo jamás...

Su ávida boca me quemaba los labios.

—En estos momentos, quizá la señorita Elisa esté pensando en ti. Ella te quiere. Lo comprendí. Y me odia. Lo leí en su cara.

La barca se inclinó bruscamente. Ángela se sobresaltó. Cogió el timón, lo puso recto, aflojó la escota. La proa se enderezó y fuimos directamente hacia el cabo norte de Nissiopi.

Había anochecido. El faro lanzaba su haz sobre el mar. Cuando nos acercábamos, Ángela se echó al agua, saltó a su barca. Soltó la amarra y, en el momento en que nos separábamos, me lanzó:

—Y no olvides lo que te he dicho.

—No recuerdo nada, Ángela. ¿Qué es lo que me has dicho?

—Sobre el arpón.

Por la noche, en mi cabaña, afilé aún más los dientes. Mi espíritu se ensombrecía. Pero mi decisión estaba tomada, fija en mí como una roca.