Capítulo tercero
Reflexioné sobre la forma en que había empezado todo. El otoño pasado en Mitilene. En noviembre. De golpe, sus ojos se clavaron en mí, ojos medio escondidos tras un pequeño abanico de concha rosa. La gran sala se empapaba de la resplandeciente luz de las arañas. En el centro, un amplio espacio estaba reservado para el baile. Yo no pensaba aún en la huida.
En este momento en que estoy en la cabaña solitaria, al pie del paraje rocoso de Sidusa, en este momento en que oigo las olas que ruedan por la arena, quiero evocarla entera, en sus más mínimos detalles, comprendido su tocado. Pero de momento, sólo veo el oro de sus cabellos alrededor de su pálida frente y el azul de sus ojos, luminosos, como transparentes. Pensé que todas las luces de las arañas sólo existían para hacer brillar aquellos ojos, los ojos de Elisa.
Las presentaciones fueron hechas por la hija de la casa, criatura insípida y por esa razón llena de suficiencia. Aun hoy tengo la impresión de que nunca me he sentido tan torpe ni tan estúpido como durante aquel baile. Cuando se interrumpió la música, la acompañé a su sitio. No levantó ni una vez la cabeza para mirarme, como lo había hecho antes de las presentaciones. Yo me alejé y erraba a través de la sala, evitando a mis amigos, que se habían unido a los grupos de invitados. Más tarde volví a encontrarme cerca de ella. Una muchacha, a la que no tenía ningunas ganas de conocer, estaba a su lado.
—¿No se sienta?
La voz de Elisa no era tan cálida como yo hubiera deseado. La otra muchacha se alejó. Nos quedamos solos. Yo hubiera salido bastante mal de una ocasión tan inesperada si Elisa, por suerte, no se hubiera lanzado en una charla sin fin, fútil, y mostrando un gran nerviosismo. Yo no conseguía comprender por qué tenía que saberlo todo acerca de su familia, de su padre, director de la Sociedad de Minas de Mitilene, en la región de Mithymna, de donde se extraía plomo con mucho cromo. También me enteré de que ella se aburría y tenía que encontrar una agradable compañía para pasar el tiempo en aquel rincón provinciano donde estaba desde hacía un mes.
Repito que en aquella velada me comporté muy torpe— mente. Hasta el punto (al agacharme para recoger el abanico, que ella había dejado caer) de volcar un vaso: las gotas de vino salpicaron la punta de su zapato bordado. El vino era tinto y las manchas muy visibles. Mi cuerpo se cubrió de sudor. Enrojecí, maldiciendo cada vez aquella estúpida propensión a enrojecer hasta cuando era inocente, ante la sola idea de que los otros pudieran sospechar. Jamás he conseguido salir sin tropiezo de las dificultades más insignificantes. Ni sin humillaciones. Bastaba un instante, un segundo, para que llegara la desgracia. Si consiguiera sobreponerme a ese instante, vencería siempre. Lo sabía. Si perdía, mi vida entera no bastaría para recuperar lo que había perdido. La minúscula mancha roja sobre el zapatito de Elisa fue para mí esencial en aquel instante. Me veía en ridículo, humillado. Creía a Elisa furiosa ante mi repentino aturdimiento. No sabía qué hacer. E hice lo peor. Hice ver que no había notado la mancha en el zapato bordado.
Lo que pasó después fue tan rápido, que no vi al ser extraño que se acercaba, vestido con una elegancia irreprochable, hasta el punto de resultar molesta. Se leía en su cara la máscara mundana, viscosa, del artificio. Se inclinó ante Elisa, que se levantó para bailar con él. Yo los observaba. Hablaban animadamente y Elisa parecía muy interesada en lo que le decía él. En un momento determinado, él la mantuvo a distancia y sus miradas se dirigieron al zapatito, que, discretamente, ella le enseñó. Se alejaron hacia un rincón de la sala y el caballero sacó su pañuelo. Puso el pie de Elisa en una silla baja, sonriéndole de una manera más que amistosa, mientras le limpiaba el zapatito. Yo deseaba que la tierra me tragase. Me mordí los labios con rabia. Me había desacreditado completamente. Estaba enfadado conmigo mismo. Salí al mirador para apartar de mí los pensamientos que me martirizaban, pero volvían a asaltarme como un enjambre de abejas. Ya no se trataba sólo de Elisa. Aquel desconocido, su caballero, conocía también el incidente del zapato.
Cuando volví a verla aquella noche, le dije:
—Lamento mucho lo que ha pasado.
Ella sonrió vaga e incrédulamente. Su aire hipócrita la hacía aún más seductora.
—Si no me he dado cuenta... —dijo ella mirando su zapa— tito—. ¡Realmente, no me he dado cuenta!
—¡ Vamos! Venga, no sea niño.
Sus gestos eran casi perfectos y nada conseguía disminuir su encanto. Hasta la hacía más deliciosa. Más tarde comprendí que, sin Elisa, me hubiera aburrido terriblemente,.y hasta el mismo diablo no ignora lo insoportable que es el aburrimiento cuando se infiltraba bajo la piel, sin que se pueda extirpar de ninguna manera.
Me quedé con Elisa y le hice compañía sin ver cómo pasaba el tiempo. No consigo recordar lo que dije exactamente. Pero debían de ser tonterías, incapaces de disimular mi desconcierto.
Me miraba como si en el mundo no le interesase otra cosa que mis palabras, pero yo comprendí que no me escuchaba. A veces, estallaba en una carcajada, cuando yo no había dicho nada de particular. A veces, adoptaba un aire de gravedad. En el silencio de aquellos momentos, el tumulto de la sala inundaba de pronto nuestros oídos. Entonces, ella me decía:
—Desde que estoy en su isla, no lo había visto nunca.
Fingía un tono de lamentación, mezclado con una especie de reproche que me llenó de ternura.
Y yo le di esa respuesta estúpida, surgida en mí como un relámpago:
—Soy bastante salvaje. Vivo solitario.
—Así, mis dudas no eran falsas.
Estas palabras provocaron unos momentos de malestar que vino a disipar el desconocido, el alto y esbelto caballero con horrible máscara de hombre de mundo. Se había acercado sin que yo lo advirtiera. En realidad, su traje le caía maravillosamente, y tan sólo mi mala fe me impedía reconocerlo. Su reverencia dobló su cuerpo en dos, sus manos se balancearon en el vacío como un dogal. Daba la impresión de invitar a Elisa a bailar para librarla de mi indeseable compañía. La sangre me subió a la cabeza.
De un puñetazo hubiera podido aplastarlo contra la pared. Pero en aquel instante su mirada fría, clavada en mí, me heló. Elisa le sonrió y en sus ojos brillaba como un envite. Sin embargo, vi inmediatamente su juego cuando, agitando suavemente el abanico ante su pecho, medio desnudo, cuyas firmes redondeces desbordaban de su escote, le contestó que prefería bailar un poco más tarde.
—Sospecho que me he creado un enemigo esta noche —le dije mirando la alta y fina silueta del desconocido alejarse entre la gente.
—Usted me recuerda a Cirano, que gritaba victoria cada vez que aumentaba el número de sus enemigos. Estoy seguro de que detesta todas las mundanidades. Sin embargo, confiese que bailar es muy agradable.
Yo intentaba conocer plenamente a la mujer que se escondía bajo la piel de Elisa. Aparte de su cuerpo, me era difícil decir lo que me cautivaba más de ella. Nunca he visto unos ojos tan obstinados en guardar su secreto, en no reflejar para nada lo que yo tanto deseaba elucidar.
—¿Qué le pasa? —me preguntó ella, para demostrarme que no había adivinado mis pensamientos. Tenía conmigo una ventaja segura que no quería dejar escapar. Yo también hubiera deseado dominarla, pero era difícil: para eso no basta la fuerza física.
¡Era en verdad un bello animal! Pero no le bastaba, yo lo advertía. No era perfecta, pero al menos hacía esfuerzos meritorios.
Acercó su asiento al mío. Mordió el plátano que yo le había pelado. Pero a medio comer lo dejó sobre el platito. En la carne pulposa, la huella clara del mordisco. Yo miraba aquel pequeño destrozo. ¿Dejaba ver así con intención la herida causada por sus dientes? Extraña sensación, en verdad, que en ese instante preciso nos uniese una alegoría, por lo demás inexplicable.
De pronto, sus ojos se ensombrecieron sin perder su brillo azul. Me encuentro en un momento donde todo cambia fácilmente. Me es difícil seguir el mismo camino. El pequeño lunar, no más grande que una peca, se encuentra exactamente bajo el ojo izquierdo.
Ella tomaba su whisky en el vaso cilíndrico, agitándolo ligeramente entre sus dedos para tintinear los trozos de hielo contra el vaso. Sus labios seguían entreabiertos después de cada sorbo. Yo intentaba esconder mis manos, de dedos toscos y velludos.
—Usted no debe de ignorar que hace algún tiempo que estoy en su isla.
—Sí, lo sabía.
—Es la primera vez que la veo —le contesté.
Mentía. Decirle la verdad hubiera hecho mi situación aún más difícil,
—Me han hablado de sus ideas. Hasta me han dicho que son muy raras.
—Diga mejor que no tengo ninguna —respondí, como para impresionar.
—Deje eso. Su respuesta no tiene ningún sentido. Se dice que usted no está de acuerdo con nadie. Sin embargo, podría tener muchos amigos.
La conversación tropezaba. Comprendí que mi debilidad y mi incertidumbre sólo me llevaban a mostrarme resuelto, cuando con ella yo deseaba ardientemente lo contrario. ¿Lo comprendía? ¿Estaba persuadida y se divertía con mi comportamiento? Pensándolo, me parecía que actuando así yo me rebajaba más a sus ojos. Quizás hasta estuviera ridículo. Ella conservaba el vaso en el aire después de cada sorbo. Los reflejos de la araña se rompían a través del espeso cristal. Sin ni siquiera pensarlo, lancé:
—Jamás he visto sostener así un vaso:
Ella miró su mano. Respondió con voz falsa:
—No veo nada de particular para que usted hable de ello.
Me entusiasmaban las paradojas que suscitaban las cosas más simples que me rodeaban.
—La historia del hombre son sus manos, señorita Elisa. Casi la historia del mundo.
—¡Oh! Se lo ruego, sea más concreto. O explíqueme lo que quiere decir, Dimitrí —dijo, pronunciando mi nombre como si acabara de recordarlo en aquel preciso momento.
¿Conocía, pues, mi nombre? Nos miramos como si involuntariamente nos hubiéramos traicionado. En aquel momento me fue imposible discernir si ella quería sonreír o adoptar un aire grave. Pero ¿cómo explicarle lo que me preguntaba? ¿Y qué explicarle? ¿Las nubes? ¿La niebla? ¿La imaginación?
—Entonces, ¿no va a decirme nada de la historia del mundo y de las manos?
—Si usted dejara el vaso y se fuera, yo continuaría viendo su mano y sus finos dedos sobre el cristal, luminosos y diáfanos como él.
—Eso es poesía. Realmente, usted es poeta.
—Nadie es poeta. La verdad es que existen instantes llenos de poesía. Quiero decir instantes en que uno se conoce a sí mismo.
—¿Sólo a sí mismo?...
—Eso basta. Ya que entonces se conoce todo.
—¿Ni siquiera... a alguien más?
—Si yo supiera que alguien podía leer mis pensamientos, adivinar lo que siento, perdería toda confianza en mí mismo. Me sentiría traicionado.
—¿Y usted considera como una traición el que un ser comprenda a otro?
—Diga, más justamente, espionaje.
—Usted deforma las palabras más simples.
—¿Cree, pues, que existe la simplicidad? ¿Cree usted que nosotros vivimos con sencillez?
Ella murmuró:
—No le comprendo, pero me gusta escucharlo. Prefiero no contestar mejor que dar respuestas estúpidas y arrepentir— me después.
—No creo que usted dé nunca respuestas estúpidas.
—¡Oh! Va usted muy lejos. Es curioso que desee halagarme.
Creía que me burlaba de ella. Lo comprendí en el endurecimiento de su mirada. Sus labios se apretaron con obstinación. Pero esa tensión se esfumó muy de prisa y no quedó en su cara nada que pudiera delatar lo que ocultaba en el fondo de sí misma.
En el silencio que siguió a nuestras palabras, no tuvimos tiempo de afirmar nuestras posiciones, ya que en aquel preciso instante el elegante caballero de traje tan odiosamente irreprochable pasó ante nosotros, bailando con una mujer pequeña, rechoncha, de senos más que opulentos y cuya pechera desaparecía bajo las perlas. Se veía claramente que el dandy sacaba de aquel contraste entre su esbelta silueta de ateniense y la opulencia de la aristócrata de provincias una satisfacción que no disimulaba. Elisa fue la primera en romper el silencio:
—¿Cuáles son sus ideas sobre la vanidad?
Creo que sonreí.
—Habríamos muerto ya o nos ahogaríamos de aburrimiento sin ella.
Ella esbozó una sonrisa. Después dijo:
—Me hubiera gustado que lo conociera. Recientemente ha llegado de Atenas. Hace mucho tiempo que somos amigos. Me gustaría mucho presentarle al señor Tsuma. Se llamaba así. Me parece que no se lo había dicho.
—No tiene ninguna importancia. Lo hubiera olvidado en seguida.
Yo no intentaba disimular mis sentimientos y quería que ella lo comprendiera así.
—¿Sería indiscreto querer conocer la razón de semejante antipatía?
Debía pensar que su persona era la mayor razón y su intención de hacérmelo comprender fue de las más claras. Pero hubiera sido una torpeza monumental por mi parte, y prueba de ligereza, darle la satisfacción de ver que sus suposiciones eran justas.
—Hay muchas cosas sin razón, Elisa.
Su nombre llegó así a mis labios, como un momento antes el mío a los suyos. Ella no pareció sorprenderse. Sin embargo, no conseguíamos dejar de tratarnos de usted.
—Creo —continué— que las causas determinan siempre una lógica. Si yo me quemo el dedo en una llama y grito, mi grito será lógico. Hay una causa. Pero si, sin acercar mi dedo al fuego, grito que me quemo, entonces, sin duda, no será lógico. Y no habrá causa.
Ella me miró maliciosamente y preguntó, volviendo al tema por el que habíamos empezado:
—¿Nos encontramos en el caso de que hay llama, o no? Yo no podía esquivar la respuesta. Hubiera deseado gritarle: «¡No hay más que usted, Elisa!»
Naturalmente, no hice esa tontería y contesté vagamente:
—Prefiero quedarme en el atasco en cuanto a la respuesta que usted espera de mí.
Vivía uno de esos instantes en que se puede brillar de inteligencia o pasar definitivamente por un cretino. No tuve ocasión de pensar en mi caso, ya que la orquesta dejó de tocar y las parejas que bailaban en el centro de la sala se dispersaron, dejando la pista vacía. Se levantó un runrún, que bastó para llenar los minutos que sin eso hubieran quedado vacíos, entre dos seres que perdían su tiempo en charlas sin interés en vez de consagrarse a los más vital, pero también a lo más secreto de su deseo.
Todo el comportamiento de Elisa revelaba su turbación. Se llevaba el vaso a los labios sin beber. Puede que sólo deseara humedecerlos para hacerlos brillar. Su frente se oscureció mientras hablaba y sus ojos erraron de acá para allá, como buscando a alguien con un fin conocido. Pues su mirada se tranquilizó en cuanto vio acercarse al señor Tsuma.
El señor Tsuma no vino directamente hacia nosotros. Primero lo dio a entender. Después pasó de largo. Elisa volvió a turbarse. Se sentía humillada: estaba claro. Y no quería ser humillada. Sobre todo en mi presencia. Tsuma repitió su juego una o dos veces más, después pareció decidirse y avanzó hacia nosotros. Sonrió con una displicencia glacial. La sonrisa de ella testimoniaba más efusión. En su deseo de hablarle, se olvidó de presentármelo, lo que personalmente no me preocupaba demasiado.
Hablaron de personas y de acontecimientos que me eran completamente desconocidos, y seguí de lejos el desarrollo de sus historias, críticas y chismes de Atenas sobre gente que, naturalmente, yo no había conocido nunca; todo aquello no tenía ninguna relación con nuestra sociedad provinciana. Veía el brillo alegre de los ojos de Elisa cuando encontraban la fría intimidad de los de Tsuma. Yo observaba sobre todo el movimiento de sus manos y los de su cuerpo, cuyos hombros alternativamente iban hacia delante, hacia el otro, o volvían a meterse en sus graciosas curvas, como una ola subiendo de las profundidades de las aguas para retirarse suavemente en una ondulación de luz. Como un momento aislado del acto del amor.
Si hubieran estado solos en aquel instante, nada hubiera podido impedir que se abandonaran, por poco que él se lo hubiera rogado.
Tsuma parecía estar seguro de su efecto sobre ella. Sin la sombra de la menor duda. Su comportamiento general testimoniaba una gran experiencia con las mujeres. Sobre todo, sus manos atraían mi atención. Es curioso ver cuánto, a través de ellas, se puede observar, a simple vista, de la personalidad de cada ser. La suya se expresaba por sus manos. Todo el juego se desarrollaba allí, en sus dedos, cuya estudiada situación y el hábil descuido iba hacia el mismo fin, sin esfuerzos inútiles, con el único fin de gustar. Yo observaba su curiosa manera de abrir su pitillera con monograma dorado y coger un cigarrillo. Y aquella flema prodigiosamente natural cuando se decidió a encenderlo sin dejar de hablar. Si hubiese envidiado algo de él, hubiera sido aquella manera impecable con que hacía cada gesto, aun el más fútil, como si todo en él respondiera a un plan preciso, preestablecido, ejecutado con una facilidad tal que se hubiera podido creer espontáneo. Sabía mostrarse diferente de todos los demás, distinguirse de todos los invitados que sudaban de fatiga y se movían de un lado para otro. Las dos arañas de la sala se reflejaban sobre sus cabellos, perfectamente lisos. Las manchas luminosas, reflectoras, parecían encenderse y después apagarse en cada uno de sus gestos. Empezaba a molestarme. Lo detestaba. Me repugnaba y estaba dispuesto a saltar con el menor pretexto. Volvía a descubrir en mí aquellos mismos pensamientos infames y me encontraba estúpido por dejarme arrastrar así por mi imaginación según su humor.
Al final, no supe qué hacer con mis manos. Aquella noche acababa de descubrir mi torpeza y patanería. Me daba cuenta de mi ridículo, que era real.
Sin embargo, no había perdido el dominio de mí mismo y me torturaba buscando un medio para evadirme de la situación insoportable en que me debatía. No tenía ninguna dificultad para descubrir los mecanismos que regulaban cada gesto de aquel hombre odioso. Estaba tan seguro de no equivocarme juzgándolo en su justo valor, que cuando Elisa, mucho rato después, me dijo de pronto: «¡Oh! He vuelto a olvidarme de presentarle al señor Tsuma», yo le contesté en el tono más natural:
—Es la segunda vez que me lo dice, pero le aseguro que conozco muy bien al señor Tsuma, señorita Elisa.
Involuntariamente, había vuelto a decir «señorita» delante de su nombre. Señal de que no podía acostumbrarme a más intimidad.
Su sorprendido aspecto me divirtió mucho. Pero yo veía en su mirada la intención de vengarse de la ironía contenida en aquella afirmación.
—Me gustaría saber si el sentimiento de los celos es más fuerte en el hombre que en la mujer.
Vi que íbamos a caer en un combate apasionante.
—¿No querrá decir el sentimiento de amor? Porque los celos no son un sentimiento, señorita Elisa.
—Tendré que recordarlo. No obstante, sin amor los celos no existen...
—Los celos son una cosa muy lógica. Y por eso se pueden evitar. Mientras que el amor es completamente irrazonable. La prueba está en que nadie escapa de él.
—Eso no es una respuesta seria.
—Me hará creer que no es usted sincera.
Ella bebió un sorbo de whisky, apenas unas gotas.
—He oído decir que usted proyecta marcharse —dijo de pronto, para cambiar manifiestamente de conversación.
—Así es.
—¿Irá usted muy lejos?
—Eso depende.
—De todos modos, supongo que no desaparecerá...
—Sí. Esa es precisamente mi intención.
Hizo un gesto cuyo sentido no pude determinar exactamente, pero que me pareció de angustia.
—Me pregunto si usted me detesta —dijo a quemarropa.
Hubiera deseado gritar con todas mis fuerzas: «¡No, señorita Elisa; yo la quiero, la quiero como un loco!»
Pero contesté tranquilamente:
—No se descubre fácilmente el sentido de sus pensamientos.
Hubiera querido decir «de su corazón». Pero prefería haberme expresado así.
Aun ahora estoy persuadido de que aquel instante fue auténticamente crucial. Los dos lo comprendíamos. Elisa parecía ansiosa de decir algo. Sus labios temblaban. Se levantó la primera. Yo también lo hice. Se me acercó mucho, tendió la mano izquierda y puso la derecha sobre mi hombro.
—Dios mío... es el tango más bonito que he oído en mi vida —murmuró a mi oído cuando sonaron las primeras notas del piano.
El cuerpo de Elisa parecía muy ligero. Sobre mi almidonada camisa, sentía las vivas redondeces de su pecho, como si estuviera desnuda. Sus dedos se hundían en mi espalda.
Cuando nos sentamos, ninguno de los dos habló. Su ardiente aliento aún estaba sobre mí, como durante el baile. Ella se bebió el resto de su whisky. En sus ojos flotaba una ilusión que no dejó adivinar.
—Apuesto que sus pensamientos están muy lejos de aquí —le dije.
—Ha ganado —y sonrió—. Yo pienso siempre en viajes.
—¿Cómo se le ha ocurrido esa idea?
—La he tenido siempre. Pienso en países desconocidos.
—Entonces, viaje así. Tendrá ocasión de descubrir muchos países desconocidos.
Ella no pareció sorprenderse en absoluto y adoptó un aire afectado. Imagino que desearía parecer romántica, a menos que estuviera recordando frases idiotas de cualquier novela de amor, de esas que no dejarán de estar de moda mientras el acto del amor se acompañe de ese cortejo de preparación, en vez de ser desnudo y directo.
—Creo que estamos de acuerdo. No hay nada más desconocido que el corazón. ¿Cómo puede uno preservarse cuando nos tortura? ¿Cómo protegerlo contra nosotros mismos cuando lo atormentamos?
—Existe un medio. El que pasa por las sensaciones.
Escogí aquella expresión, que me pareció más decente, sin preguntarme si Elisa —lo que es probable— habría preferido más brutalidad.
La sombra del señor Tsuma volvió a cernerse sobre nosotros. Tenía muchas ganas de arrojarlo por la ventana. Me volvió la espalda ostensiblemente para que se notara bien lo poco que mi presencia significaba para él.
—Supongo que deseas conocer a mi nuevo amigo —le dijo Elisa.
Condescendió en mirarme a la cara, con una ceja levantada, y me saludó, como convenía al momento, con un desdén cortés. Desconcertado y molesto, como de ordinario, intenté dominarme, pero acabé por verme tal como era: un ser estúpido sumido en la peor situación.
La fiesta terminó al amanecer y, cuando entré en mi habitación, las primeras luces del alba se filtraban a través de los visillos. Me eché tal como estaba, vestido, en el diván, encendí un cigarrillo y me hundí en mis pensamientos. Aún sentía sobre mi pecho el peso del alabastrino seno de Elisa. Me desvestí, entré en el cuarto de baño, a torrentes dejé caer el agua sobre mi ardiente cuerpo. Así refrescado, me sentí mejor.
Durante el día siguiente no quise hablar con nadie. En casa me las arreglé para evitar a todo el mundo. Así pude guardar intactas, para mí solo, mis impresiones sobre Elisa, y vivir en mí la prolongación de aquella noche de baile, llena de deseo, de sufrimiento, de esperanza y de tristeza.
Al atardecer, me fui a la playa para escuchar el murmullo de las olas sobre el Makri Yalo. El aire olía a algas podridas. Envuelto en un grueso abrigo, me senté en el pequeño café de la playa. El sol se ocultaba rápidamente tras las colinas de Melissa. Las montañas de los alrededores se oscurecían y sus sombras se desplazaban muy de prisa. El chico del café me sirvió una copa, dos trozos de pulpo y una aceituna verde. El alcohol me calentó; seguí con la mirada a una gaviota que luchaba contra el viento, que soplaba furiosamente y curvaba las cañas plantadas en los alrededores.
Había pocos transeúntes y pasaban aprisa. Me sentía abismado en la dulce melancolía que se apoderaba siempre de mí a aquella hora. Y lo que yo esperaba, llegó.
Tengo que decir que no había convenido ningún otro encuentro con Elisa y, sólo Dios sabe cuánto, la víspera me había guardado de hablarle de tal eventualidad. Y he aquí que pasaba por allí, envuelta en sus pieles, con paso lento, como arrastrada a algún viaje imperioso, según su corazón. Caminaba tranquilamente, con flexibilidad, contemplando el mar, que batía las algas amontonadas en la orilla. La observaba disimulando tras la espuma de las cañas. Cuando me dejó atrás, la seguí de lejos, vacilante, pero seguro de lo que tenía que hacer. Poco a poco fui acortando distancias hasta el punto de encontrarme muy pronto a su altura. Sólo tenía que adelantarla. Sin embargo, me sentía desamparado, hasta el punto de intentar retroceder y huir.
—Es usted realmente indeciso —me dijo con su voz zalamera.
Sus ojos sonreían. Me sentí completamente estúpido.
—Le aseguro que no era premeditado. Yo también estaba paseando.
—¡Oh! No estropee lo que nos sucede sin saber la causa.
Aminoró el paso y caminamos, silenciosos, entre el viento y los rugidos del mar.
—Recuerdo sus palabras de ayer: que vivía en la soledad, como un salvaje.
—¿Dije una tontería así, señorita Elisa?
—A menudo se olvida lo que se dice. ¡Qué suerte! ¿Se podría decir algo nuevo sin eso? ¿Sabe que es usted realmente distinto a los demás?
¿Los demás? Eso era inesperado. Ella llevaba un gorro de piel blanca que cubría su frente. El pequeño lunar bajo su ojo era muy visible, Y entonces descubrí, en el borde de su labio, un minúsculo lunar que yo no había visto la víspera, seguramente por lo que me había impresionado aquel primer encuentro. Hasta el punto de haberme visto obligado a interpretar a todo trance el papel de hombre culto. Así intentaba yo cerrar el círculo clásico del que cuenta con algo más que el espíritu. Yo encontraba que un tocado así le sentaba maravillosamente a una cara como la de Elisa. Tenía muchas ganas de lisonjearla. Pero no se puede decir así, sin preámbulos; eso tiene que salir con naturalidad y sobre todo que ella parezca dispuesta a aceptarlo.
—He conseguido turbar su soledad —me dijo—. Al menos, esta tarde.
—¿Y si... si la hubiera aumentado?
—¿Qué quiere decir?
Su voz pareció grave.
—No lo que usted supone. Usted ha unido su soledad a la mía. Yo hablaba de usted. Y además, ¿en qué circunstancias de la vida se puede decir que no se está solo? Todos los seres humanos están solos. La prueba es nuestro deseo de unirnos a los demás. De hacernos amigos.
—Y cuando dos seres están muy cerca el uno del otro (usted sabe lo que quiero decir) y se comprenden, ¿también diría que están solos?
—No abuse, señorita Elisa. La mayor parte están solos. Esos buscan una parte de sí mismos en los otros para llenar la vida que adivinan en ellos. Buscan su complemento. Sin comprenderlo, somos incompletos y le pedimos a otro lo que nos falta. Al final queda la amargura, ya que abusamos al creer que una parte de nosotros mismos puede encontrarse en otro sitio, puesto que no ha nacido con nosotros.
Yo no comprendía como habíamos caminado tanto. Habíamos pasado la Surada y tomado después el camino del interior, a través de los olivares. Abajo de la Escuela Normal.
—Si seguimos el sendero, hay allí una ermita aislada. La de San Spiridon. La llave está en la puerta —le dije.
Anochecía y el frío aumentaba. Conocía la capilla, Conocía a la mujer que la cuidaba. Pero nos habíamos desviado y tomado el sendero a lo largo del arroyo seco, entre los olivares, lo que nos llevaba cada vez más lejos.
—Ahora comprendo claramente el sentido de sus palabras —me dijo ella, después de un largo rato de silencio.
—¿Qué ha comprendido, Elisa? —Volvía a atreverme a pronunciar su nombre.
—Oigo sus palabras en el follaje de los árboles, Dimitri.
Su voz era baja, como siempre. El lugar estaba abrigado del viento. La colina lo protegía. Hacía un tiempo casi agradable. Dos urracas salieron de entre las ramas y desaparecieron volando. Yo distinguía las manchas blancas en su plumaje negro. La oscuridad crecía rápidamente. Era ya de noche.
Ella me atrajo y nos sentamos en las raíces de un gran olivar. Todo estaba desierto. Se oía el arrullo de una paloma. De vez en cuando el balido lejano de un cordero solitario.
—Soledad perfecta —murmuró ella.
—Eso es lo que quería decir antes...
De su piel emanaba el olor de su cuerpo.
—Es mono su sombrerito —murmuré—. Le queda muy bien. Nunca he visto una armonía así.
—Deje eso para Tsuma. Es la primera vez que usted me habla de lo que llevo...
Me estrechó la mano. Poco a poco conseguí quitarle el guante. Era color de ceniza claro. Me incliné y besé su mano. Estaba fría, casi helada.
—No volveré a hablar de lo que lleva.
Ella se volvió. Apoyó su espalda en mis rodillas, enlazó sus brazos alrededor de mi cuello. Nos besamos con pasión. Era mucho más que un beso.
La oscuridad me impedía ver su rostro. Y yo deseaba aún más tocarla, acariciarla. Ella suspiraba y me atraía hacia ella cada vez más, con sus dos brazos enlazados en mi cuello.
—La quiero, Elisa... —murmuré, incapaz de contener por más tiempo la ola que anegaba mi corazón.
Se levantó. Se arregló.
—Vamos —dijo, impaciente e inquieta—. ¡Vamos! Esto está demasiado desierto. Esta soledad me asusta...
Nos fuimos casi corriendo. Como si nos hubiera invadido el pánico.
—Me acordaré siempre de estos momentos, Elisa.
—¡No! ¡Olvídelo todo!
Pasamos cerca de la capilla de San Spiridon. Ella tenía mucha prisa.
Llegamos a la carretera principal. Hacía frío. Era completamente de noche. Muy pocos faroles iluminaban la carretera asfaltada, desierta, que bordeaba el mar. Éramos los únicos seres vivientes sobre el Makri Yalo.
—Separémonos aquí —dijo ella nerviosamente.
Me tendió la mano. Aquella mano a la que yo había quitado el guante, hacía un momento, bajo el olivar. Entonces, sacando su guante de mi bolsillo, se lo tendí.
—Tengo que decírselo. Tiene que saberlo.
—¿Qué es lo que tengo que saber, Elisa?
—Tsuma... casi es mi novio. Tenemos que casamos. Era esto lo que quería decirle.
Cerca de la escollera, el mar estaba oscuro. De un color profundo. Aquel color del mar me impresionaba siempre.
—Buenas noches —le dije con voz ahogada.
Ella se negó a coger su guante.
—Puede guardarlo... —dijo rápidamente, casi con dulzura.
La perdía. Aun recuerdo su paso apresurado. Desapareció en la curva de la carretera. Muy cerca se encontraba el hotel donde estaba ella con su padre.
Me senté en la escollera. Una farola helada brillaba sobre mi cabeza. Tenía su guante y me decía que había contenido su mano. «No, no su mano: su manita», pensé. La mujer a quien pertenecía aquella mano me era extraña. Odiosa. Pero aquella mujer había entrado en mi corazón. Eché el guante al mar. Después me arrepentí. Más tarde, de nuevo, me dije que había hecho bien no guardándolo. Hubiera sido el recuerdo de un acontecimiento que me había hecho sufrir.
Todo eso, era evidente, desde entonces pertenecía al pasado. El presente era el verano, un verano en el que yo había decidido vivir como lo deseaba. Un verano resplandeciente. Fue entonces cuando decidí instalarme en el rincón rocoso de Sidusa.