Capítulo sexto
Con la ayuda del tiempo, me acostumbro a mi vida de ermitaño. Creo que la soledad es mi destino. Pero ¿a qué se parece el destino? Nadie lo sabe. Se encuentra, y eso es todo. El tiempo pasa como el sol, que atraviesa el cielo sin apresurarse. Pero también sin perder el tiempo.
Contemplo la aurora. ¡Qué tranquilo está el mar antes de la suave aurora que sucede a la noche tenebrosa! Los pescadores se mueven alrededor de las barcas. Volverán a salir con el crepúsculo, llevando sus lámparas. Los ojos brillantes de la noche jugarán sobre las olas.
Incluso antes de que despuntara el día sobre las montañas de Mithymna, inició la subida, alcancé la cima del país de las rocas. Fui más lejos aún. Cansado e indolente, el mar no se mueve. Me enderezo como una columna y disfruto del frescor que se desliza por mí, me lame con sus pequeñas lenguas y se infiltra en los rincones escondidos de mi cuerpo, mojado de sudor. Despunta el alba. Como a un cuarto de milla de la caleta de Faneromeni, veo la choza de Tomás. Me llegan los primeros ecos de vida. La alondra, al despertar, lanza un grito estridente y sacude su pereza batiendo sus frágiles alas. Una gaviota sube alto hacia el cielo, sin un grito. Escapa muy lejos, sobre Megalonissi. Desaparece. Escucho la vida del mar, que el velo de la noche descubre poco a poco a medida que se retira.
A menos que mi vista me engañe, como he creído al principio, pasa algo allí, en el mar. ¡Sí! Es un puntito negro que destaca en la superficie. En alta mar. Un estremecimiento del agua. Cuando el punto aflora, la espuma blanquea. Viene hacia la tierra. Supongo que es un pez que emerge y juega con la superficie del mar. ¡Curioso pez, sin embargo! ¡Está siempre en la superficie, como si no quisiera sumergirse! Viene hacia la costa. Rectamente hacia el acantilado colgado sobre el mar, donde yo estoy completamente desnudo: a medida que crece mi seguridad, me estremezco preguntándome cómo es posible una cosa así. Ahora se distinguen claramente los brazos con su movimiento rítmico. Una vez uno, otra el otro. Eso no puede ser un pez. ¡Que me lleve el diablo si ha existido sobre la tierra un ser tan estúpido como me siento ahora! Cuanto más se acerca la cosa, menos parece un punto. Nadar humano. Me agacho para ocultarme en un recodo. Ángela. Sí, Ángela. Nada directa hacia el pie del acantilado. En cada uno de sus movimientos su redonda cadera sale del agua. Sus cabellos descansan en el mar, después resbalan a la cavidad de su espalda cada vez que el cuerpo se levanta para recuperar su respiración. En cuanto hizo pie, se quedó con los hombros fuera del agua. Miró alrededor. Levantó los ojos. Después se deslizó hacia la orilla, a gatas, hasta que salió completamente. En la orilla se incorporó. Extendió el cuerpo, hinchó el pecho. Levantó sus cabellos, los trenzó, los enrolló y los recogió. Todos mis pensamientos iban hacia aquella vida que se movía, aquella carne desnuda, flexible y firme que se dejaba refrescar por la brisa.
Se puso a andar como para reacomodarse a los movimientos humanos. Librarse de su intimidad con el mar. Recordé la cola con las escamas. Debía de ser verdad. Cuando se volvió descubriendo su cuerpo de frente vi la señal. Recuerdo las palabras de Lucas el borrachín. Un costurón negro que desciende desde el hombro izquierdo, pasa sobre el pezón —lo había dicho así, crudamente, Lucas el borrachín: pasa por el pezón—, baja hacia el vientre y se pierde como una serpiente negra entre los muslos.
Penetró en la pequeña gruta, al pie de la roca, allí donde rezuma el Glyconeri, después volvió a salir con su vestido corto, que ni le llegaba a las rodillas y abierto sobre el pecho. Con los pies desnudos, saltaba de roca en roca, resbalaba y volvía a caer al agua, y cuando por fin encontró la arena, se lanzó corriendo hacia la casucha.
De pronto recordé el incidente del otro día cuando Tomás y yo bajábamos el palangre: el extraño pez que se alejaba. ¡Era eso! Sus curiosos movimientos en la superficie, las largas aletas por encima del agua luchando con las olas como brazos humanos. Después, la prisa de Tomás por alejarse efe aquellos lugares, como si quisiera evitar el encuentro con aquel pez. Como si hubiera tenido miedo de verse obligado a revelarme la verdad.
Por fin, el acontecimiento de hoy aclara las cosas. Sin embargo, aún tengo que mirar de frente los hechos. Ángela llegaba desde muy lejos, en alta mar. A millas de mar. De alta mar. De muy lejos. Su manera de nadar lenta, llena de lasitud, era la prueba.
Volví a bajar a mi cabaña. Tomás ya estaba allí. Me puse el pantalón caqui que tenía en la mano. El debía de haber pasado la noche en alta mar, ya que no había visto llegar su barca de Faneromeni.
—Vengo de Limana. He golpeado y frotado los pulpos. Me mostró cinco o seis extendidos en la borda de la barca. Hablamos del tiempo. Después dijo:
—Ángela estará fuera unos días. Irá a Molyvos, a casa de una de sus tías, que no está bien. Nos han avisado. Es la que la cuidó cuando se quedó huérfana. Tendrás que esperar un poco si tienes algo que lavar. Ha de estar dispuesta para irse ahora. El camión de Kumi está en Sigri. Me pregunto si no lo perderá.
Yo no tenía nada que lavar, ya que sólo llevaba el pantalón caqui, y eso cuando venía alguien. Si no, iba desnudo. Me había acostumbrado. Olvidaba tan bien mi desnudez, que a veces daba un paseo así hasta la cumbre de las aristas rocosas suspendidas sobre mí a bastante altura.
—Arreglaré tu choza —dijo el viejo pescador—. Se cae por todas partes...
Inútil. Quiero oír silbar al viento. Sentir su frescor. Aún no había pensado ni por un momento si pasaría el invierno allí o no. Ni se me había ocurrido. Quizás en el fondo de mí mismo no tuviera esa intención. No quería pensar en nada de eso. Para no estropear la soledad en que ansiaba refugiarme.
Se inició un repentino vendaval. Al lado, los cañaverales se agitaron con violencia, como para despeluzar sus penachos. El mar se cubrió de una manada de blancos corderos que se alborozaban vivamente a través de los azules pastos del mar para allí pastar y jugar.
Desde hace tiempo ya no cuento los días. No>he vuelto a ver a Ángela desde aquel amanecer en que descubrí el costurón de su cuerpo. He vuelto a pensar en lo que sentí entonces. En la ausencia de Ángela. Si hubiese vuelto de Molyvos, de casa de su tía, hubiera venido a verme. De eso estoy seguro. Por eso, una noche, que me dirigía hacia su morada, me sorprendió el verla ocupada en los trabajos de la casa. Stratos también estaba allí, sentado en el suelo, ocupado en arreglar la red extendida sobre su dedo gordo del pie. Ni intentó dirigirme la palabra. Su mirada se deslizó sobre mí un instante, después volvió a clavarse en la lanzadera de caña que le servía para arreglar las mallas rotas.
Los niños se perseguían desnudos, como perrillos que juegan y se mordisquean. Sólo la pequeña hembra se detuvo y me miró con sus grandes ojos, fijamente. Ni se le ocurría ocultar su desnudez. La curvatura de su vientre se redondeaba como un pequeño melón, y más abajo, el pubis, con su profundo desgarrón en el centro.
Ángela los riñó sin motivo y ellos corrieron a esconderse, jugando con la arena y salpicándose.
—Si necesita su camisa, en seguida estará seca. Volví anoche muy tarde. Primero me afané con la casa, que hacía tantos días que había dejado. Si no se limpia cada día, se pone todo perdido. Usted ya debe de saber que he estado en Molyvos. En casa de mi tía. Volví anoche en el camión de Kumi.
Los ojos de Ángela se clavaron un instante sobre mí, insistentes. Dulzura, femineidad: no conseguía descubrir lo que disimulaban realmente. Ni tampoco lo que revelaban. Me pierdo en mis reflexiones.
—¿Ha oído lo que he dicho, que he estado fuera varios días? Estaba en Molyvos.
Se veía que deseaba hacérmelo comprender.
—Claro que lo he oído, Ángela. Además, me lo había dicho tu padre.
Los pómulos salientes bajo sus ojos le daban un aspecto mongol, acentuando su femineidad. De sus formas emanaba algo ardiente que traicionaba violentos deseos. No parecía tan salvaje como me la había imaginado. Su voz era un poco empañada, como la de un adolescente. Era la primera vez que se mostraba tan amistosa, y tuve la impresión de que, de pronto, su desagradable rostro se iluminaba de alegría, dispuesto a sonreír.
Me enseñó su casa. Era como me la imaginaba. En el suelo, jergones cubiertos de tela, cajas, cestas de palangres; en el fondo, un ancla enmohecida con el hierro roído por el mar. Ovillos de cuerdas, viejas redes. Y olor a salmuera, cáñamo y crustáceos secos.
Ella abrió un paquete amarillo y sacó un pañuelo azul.
—Es para usted —me dijo.
—¿Para mí?
Lo cogí, sorprendido.
—Lo vi en una tienda. En Molyvos. Pensé: le gustará al señor Dimitri.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Se puso seria y dijo:
—¿Es que no le llaman Dimitri?
—Sí, Ángela.
—¿Tan difícil es aprender el nombre de alguien?
—No, Ángela. No es difícil.
—Ya lo ve, usted mismo lo dice.
Examiné el pañuelo.
—Me gusta el color, Ángela.
—A mí también. Tiene el color del mar.
—¿Te gusta el mar?
—¿Se puede encontrar algo mejor? A1 regresar de Molyvos no volví directamente aquí. Atravesé las rocas. Amarré la barca, y miré al mar, de frente. Siempre lo hago. Siempre miro al mar de frente.
Su curtida tez esplendía de sol y de mar. Su carne estaba como amasada, recocida y ablandada.
—¿Conoce ese rincón. Es la soledad. Yo me siento y miro el mar. Sólo mirándolo comprendo toda la vida que hay en mí. Sobre la tierra no hay nada. La tierra es fea. Nada cambia. Todo está como muerto. Hasta las personas. En el mar todo se mueve y los peces brillan como la plata... Todo es juego, alegría. ¿No es como digo?
Pensaba en aquella muchacha tan simple y que sabía expresar tan bien sus pensamientos, abrir su corazón, deslumbrado por el mar. Su corazón simple.
—Pensará que sólo digo tonterías.
—No, Ángela. ¿Por qué iba a pensar una cosa tan estúpida? Al lado del mar, el hombre encuentra la paz y el olvido. Tiene por compañeros a las olas, los peces y sus sueños. Si no, ¿por qué habría venido yo aquí?
—Yo también pienso como usted. Pero usted está aquí por poco tiempo. Sólo el verano. Usted ha venido a pasar una temporada. Mientras que yo no me iré de aquí. No quiero irme. Stratos dice que en invierno irá a Kapi para las siembras y en verano para la siega. Todo eso no es para mí.
—¿Qué, Ángela?
Stratos no tiene nada que hacer conmigo. Es mi padre quien se ha embutido esa idea en la cabeza. Stratos huele lo mismo que los animales del campo. El mar brama. Que recoja, pues, sus cosas y que se vaya. Para no volver más.
Lanzaba toda su cólera en sus palabras. Se leía en su cara, enfurecida. Se mordió los labios. Y bajo la mordedura de sus dientes, su carne tensa se ahondaba, se cubría de minúsculas señales blancas, que se borraban poco a poco. Hizo un gesto brusco y salió.
Me llegó un ruido de riña. Era Stratos, que ya había acabado de arreglar la red y fumaba... Ella parecía fuera de sí y Sratos la miraba, su bovina cabeza torcida sobre los hombros. El profirió unas palabras con voz ronca y baja y se fue hacia la barca. Le vi alejarse tranquilamente sobre el mar apacible. Ángela se quedó en la orilla, rozando el agua con su pie desnudo. Yo seguí allí, mirando la barca que se alejaba mar adentro. El atardecer era suave y, sólo hacia el oeste, dos filas de nubes parecían pegadas al cielo. Del agua se levantaba un vapor y velaba el aire. A lo lejos, mar y cielo confundían sus lindes.
—Lo he mandado a pescar con el farol —dijo Ángela sin mirarme—. Es un muchacho de la tierra. Su padre tiene cabras en Kapi. ¿Conoce Kapi?
Yo conocía el pueblecito colgado en la montaña, a la izquierda de la carretera. Cerca de Lepethymnos. En la región de Mithymna. Lo había recorrido en todos los sentidos cuando el demonio de la huida me atormentaba y mostraba la punta de su rabo. Había vagado días enteros, el fusil en bandolera, dando vueltas por las montañas que envuelven Molyvos y Mandamados. Había pasado allí todo un verano y dormía bajo un árbol, a orillas del mar, en las noches cálidas. A veces, cuando llovía, un campesino me ofrecía su hospitalidad.
—¿Así conoce usted Kapi? Yo fui una vez. No quise quedarme. No puedo soportar las cabras. Allí todos apestan, hasta su pelo y las ollas. Y hasta el agua de sus cántaros huele a chotuno. Ahora, lo he enviado a pescar toda la noche.
—Tu padre decía que no se puede hacer nada con el farol si no hay luna.
—Lo sé muy bien. Pero así estoy sola. Anoche también me quedé sola. Ayer, cuando regresé de Molyvos.
Aquella fierecilla parecía testaruda. Ángela llamó a los chiquillos y los puso a comer en unos cuencos. Pero antes le puso unos pantalones a la pequeña Marina.
—¿Y a Thodorakis y Liako los vas a dejar así?
Ángela frunció la nariz. Su mirada se hizo vengativa. Después sonrió y yo leí mucha malicia en su cara sonriente.
Con sus finas cucharas de madera, los chiquillos tragaban golosamente la sopa de pescado que humeaba apetecible. Se atiborraron hasta la nariz y se embadurnaron las mejillas.
—¡Qué sonrisa tan bonita tienes! Nunca te había*visto así. Estás transfigurada. Te vuelves dulce.
—No, yo soy salvaje, eso es lo que habría que decir. Las otras veces soy salvaje.
Saqué mi pipa. Ella cogió el eslabón de larga mecha, lo encendió y me dio fuego.
—Ahora se irán a la cama. Mi padre volverá tarde. Ha ido a Sigri, a buscar plomo y redes. Volverá después de las doce. Stratos aun más tarde... Le he dicho que viniera después de las doce, para quitármelo de encima. Así, no tendré que ocuparme de nadie.
—Buenas noches, Ángela —dije yo tranquilamente. Me disponía a marcharme.
Ella siguió mirándome.
—¿Por qué? —preguntó sin decir nada más.
Después murmuró:
—Puede quedarse...
En su frente bramaba un océano de grandes olas. Un mundo marino ondeante con las algas y bancos de rocas, peces voladores y gaviotas, todo un rugido y un tumulto en el mar inmenso de sus ojos.
—¿Por qué me mira así?
—Tus ojos son extraños —murmuré.
Yo estaba ya lejos y ella debía de mirar cómo me iba sin atreverse a pensar en nada. Y yo, ¿sabía yo qué pensar?
Ella me obsesionó toda la noche. ¡Que aquella orgullosa criatura del mar y del sueño se convierta en la mujer de un pastor! La recuerdo nadando, luchando con toda su desnudez contra las olas.