Capitulo doce
Hacía varios días que Ángela se había ido a Sigri y yo no lo sabía.
—También puede haber estado en Molyvos, en casa de su tía —dijo Tomás—. De vez en cuando, le apetece y se va. Esa tía es una parienta de su difunta madre. Yo le he dicho a la tía que no le hablara a Ángela de todas esas historias entre su madre y yo. Estaba decidido a casarme con ella. Lo juro y, por mi fe, Dios sabe que mantengo mis juramentos. No hay nada peor que el perjurio.
Noto que Tomás está dispuesto a contarme la historia de su vida con aquella mujer. Cogió el saquito con el tabaco de contrabando, hizo un gran cigarrillo, y aspirando hasta el fondo de sus pulmones, dijo:
—Pero esta tía siempre tiene que hablar de esa historia. No hay nada que hacer. Ya conoces a las mujeres. Yo le había dicho que no había que poner a Ángela al corriente. Prometió que no le diría nada. Sin embargo, hay veces que la muchacha demuestra que lo sabe. ¿Qué quieres, joven amo? Un secreto, cuando lo sabe alguien, lo sabe todo el mundo. Es así. Lo triste es que, cuando ella no está aquí, yo tengo que arreglar a los niños, y no te imaginas el trabajo que da. Hace algún tiempo, hasta se cuidaba de tus camisas sucias.
Le dije que eso no tenía importancia, ya que no llevo camisa.
Quemada por el sol, mi piel se ha convertido en una corteza cocida como un bizcocho en el homo.
—No te preocupes, las lavará cuando vuelva y recuerda que lavará antes tu camisa que la colada de los niños. Ya verás cómo será así. Te estima mucho. Hasta insultó a Stratos, que había querido impedir que fuera a verte... Estaba loca de rabia. Con lo cabezota que es cuando quiere algo, de veras, nadie se atreve a contradecirla o interrumpirla. Stratos también se embala fácilmente. Ya verás; cuando estén casados se pasarán la vida peleando. Será divertido. Quizás él la pegue. Tendrá que hacerlo. No es nada malo. Pegar a la propia mujer no es pecado. Después quiere a uno mucho más. Mira bien la obra del Señor. No se puede ir en contra.
Tomás tenía la costumbre de hablar así, aunque no le contestaran. Yo volví a mi inmensa soledad, con el espíritu menos tirante.
Ángela llegó una mañana, al amanecer, y salió directamente a mi encuentro. Yo estaba en mi cabaña escribiendo, con la pipa en la boca. Sólo tuve tiempo de disimular mi desnudez con una toalla en el momento en que ella empujó la puerta.
Fui sorprendido por el cambio que vi en ella y que, lo confieso, no me gustaba nada. Estaba muy bien peinada. Una gran cinta azul, muy bien puesta, anudaba sus cabellos, y su curtido rostro resplandecía. Llevaba un vestido azul cuidadosamente planchado, muy escotado, y el pecho, joven y redondo, estiraba mucho la ropa. Pero iba descalza, y con su atuendo eso era realmente ridículo.
Ella esperaba mis cumplidos; pero, viendo que yo no decía ni una palabra y que me aguantaba para no estallar en una carcajada, su frente se oscureció, la cólera se mostró en ella y me lanzó un sobre diciendo en tono brutal:
—¡Es de ella!
Fue tan repentino, tan inesperado, que no tuve tiempo de pensar en nada. La vi huir y desaparecer antes de que pudiera hablar.
El sobre no llevaba ningún nombre y, cuando lo abrí, vi que era de Elisa. Eso me contrarió, dado que precisamente la única cosa que no deseaba era que aquella muchacha curiosa —que yo había apartado totalmente de mis pensamientos, lo juro— se acordara de mí. Tanto más cuanto que aquella carta tenía el don de enfadarme; no me importaba saber si el señor Tsuma se había ido a Atenas, si ella se había quedado sola, si había pasado con su cúter frente a Sidusa, para intentar encontrarme. Resultaba una palabrería realmente estúpida, ya que yo no había hecho nada para que ella se considerase obligada a recordarme aquella noche de baile y aquel paseo a la capilla de San Spiridon... Era culpa mía, según ella, que no hubiéramos entrado, cuando yo recuerdo muy bien su prisa en el momento en que pasamos por delante de la puertecita. Sentía cómo me volvía loco de rabia, al leer que había encontrado por casualidad en el puerto de Molyvos a la muchacha que tenía que traerme su carta y que tenía que escribirle para decirle si la había recibido, ya que ella no confiaba en semejante tipo de criaturas.
—no sé cuántas tonterías más sobre su familia y sus amistades. Pensé romper la carta. Después la doblé en dos y la metí en el bolsillo de mi short, que colgaba del respaldo de la silla. ¿Por qué se disponía así, sin razones aparentes, a mezclarse en mi vida? Todo iba bien sin ella. Incluso no podía ir mejor. Y después de aquellas palabras sobre Ángela me hicieron hervir de cólera. ¿Qué querría insinuar con lo de «semejante tipo de criaturas»? ¡Qué idea y qué audacia al querer hablarme de su vida, de su estancia más o menos larga en Mitilene, y de la ausencia de Tsuma en aquel momento! ¡Yo me burlaba de todo eso! ¿Y aquella otra historia de la capilla?
Intento recordarla con precisión y me doy cuenta de que sus palabras son pura burla. Sí, eso es, ahora lo recuerdo. Ella estaba en el umbral de la capilla e iba directamente hacia la ciudad y sólo Dios sabe cuánto deseaba yo que entráramos para estar solos. ¿Qué significaba, pues, tanto fingimiento?
A la mañana siguiente, cuando ya estaba cerca de la choza de Ángela en Faneromeni, oí gritos. Me acerqué: ella estaba moliendo a palos a Theodoris. El aullaba desesperadamente, sus nalgas se habían puesto rojizas bajo la ruda mano de su hermana.
—¿Por qué lo golpeas?
No añadí nada más, ya que la joven parecía estar de muy mal humor. No contestó y le dio un golpe a Theodoris, que lloriqueaba. Los otros, escondidos en un rincón de la choza, mostraban el morro como ratitas asustadas, a punto de fundirse en lágrimas.
—¿Por qué lo golpeas? —repetí.
Ángela hizo ver que no me había oído. Rompió ramas secas sobre su rodilla y las metió en las trébedes donde reposaba el caldero lleno de cortezas de pino que, una vez hervidas, servirían para teñir las redes. Era evidente que no convenía hallarse frente a ella en aquellos momentos.
—Llego en un momento en que tienes fuego —le dije, y sacando la carta de Elisa de mi bolsillo, me incliné pata echarla al fogón. Sin que tuviera tiempo de oponerme, ella la cogió como para salvarla de las llamas.
Le dio vueltas en todos los sentidos. Ángela no sabía leer.
La instrucción es una cosa detestable, incompatible con la auténtica naturaleza del hombre, decía. Adoptó un aire de superioridad como si, sosteniéndose con orgullo en su ignorancia, pudiera defender mejor la auténtica naturaleza del hombre, que es más hombre cuanto más extraño se muestra a todas esas hipocresías. Ella se puso a hablar de Elisa:
—Me preguntó: «¿De dónde eres, muchacha?» (Imitaba los gestos de Elisa.) Como si fuera mi patrona. Después me dijo: «Ven conmigo.» Yo la seguí. Me hizo entrar en su habitación. Alfombras y espejos por todas partes. Cuando entré, noté su perfume, muy fuerte, el mismo que se pone encima.
Me dejó de pie durante todo el rato que estuvo escribiendo la carta. Al principio, yo no sabía para quién era. Escribió durante mucho rato, la pluma rascaba el papel... y a medida que pasaba el tiempo, yo comprendía que era para ti. ¡Pensé en marcharme, en dejarla allí!
Me eché a reír. Ella se enfadó y, despechada, tiró la carta al fuego. Subió una larga llama y lamió el caldero hasta el borde; después se abarquilló. Los restos carbonizados del papel se retorcían por su base y volvían a caer, pulverizados, en las brasas. Me preocupé tan poco de su decisión como de conservar la carta. Ahora me sentía tranquilo. Así no volveré a sentir la tentación de leerla.
—Ya está, Ángela —le dije mostrándole el fuego—. ¿Has visto la llama? ¿Dónde está ahora? Es como el amor. Atrae a un hombre de golpe, lo inflama como una antorcha y después...
Ángela lo comprendía. El brillo de su mirada iluminó su alma.
—¿Quieres decir que... que ella no te quiere?
—Está prometida —le contesté yo.
—¿Y qué tiene eso que ver con el amor? ¿No lo estoy también yo?
Momento difícil. Pero que no duró más que el espacio de un guiño, ya que bruscamente Ángela se abalanzó hacia su barca, la empujó, saltó dentro y se dirigió hacia alta mar remando con todas sus fuerzas.
—Mañana llega el barco. No hay nada que descargar. Sólo descargaré dos sacos de bellotas. Sargas, el comerciante, las envía a la curtiduría, a Molyvos. Son las mejores bellotas. ¿Y qué voy a sacar con eso? ¡Sólo para beber café! —dijo Lucas el borrachín, cuando lo encontré al lado del paso de Sidusa.
A la mañana siguiente, hacia mediodía, sonó la sirena del barco. Se perfilaba desde arriba, desde Lemnos, bogando hacia el cabo norte de Nissiopi. Su humo subía derecho, señal de buen tiempo, y sus volutas mancillaban el brillante azul del cielo.
—Tiene sus copas aseguradas para una semana —murmuró Tomás a propósito de Lucas el borrachín.
—Dice que no vale la pena. Asegura que trabaja sólo por un café.
—¡Desgraciado! Le pagan bien. Saca dinero. Pero lo esconde. ¡El viejo borracho! Está lleno de deudas y no quiere que se sepa que gana bastante.
Yo escalé las rocas hasta la cima. Desde allí, veía Sigri frente a mí, y también el barco, que giraba como de costumbre para anclar en el puerto de pesca, con la hélice marcha atrás. También vi la barca de Lucas el borrachín, que se le acercaba. Los mirones se habían reunido en la escollera y se divertían con el espectáculo.
El barco traía la vida. Rompía la monotonía. Y sus silbidos llenaban el mundo de mensajes. Los más viejos miraban su negro casco, recordando viejas historias del mar. Hablaban de sus viajes pasados, de antaño, cuando formaban parte de la tripulación de un correo o un buque de carga; contaban la vida de los países extranjeros, con la gente curiosa y abigarrada que llenaba los grandes puertos oceánicos.
A menudo, yo me mezclaba con aquellos marinos de ojos de un azul límpido, en los que se perfilaban los océanos hasta los límites más remotos de la tierra. Con sus innumerables arrugas que rayaban la agrietada piel de sus rostros, como los surcos hechos por los navíos que los habían llevado. Escuchaba las tribulaciones de aquellas gentes, que sabían hacerlas revivir con palabras simples, inocentes. Yo sentía aquella necesidad de inocencia en lo más profundo de mí mismo, la aprehendía para guardarla en mí, y entonces mi alma se arrodillaba para iniciar su plegaria. Después, ya no encontraba palabras para decir la mía. «La auténtica oración —me decía a mí mismo— es la que no está falsificada por las lucubraciones del espíritu.» ¿Y qué eran las palabras sino puras invenciones del espíritu, un velo que disimulaba el auténtico pensamiento, llevando al hombre a engañarse a sí mismo?
Cuando silbó el barco para continuar su camino, hacia Molyvos, su silbido despertó en mí todo aquel mundo de marinos, mundo que yo no había vivido, pero que llevaba en mí, encerrado, como la parte más auténtica de mi vida.
Lucas el borrachín pretendía que aquel barco se apoderaba de su alma, lo arrastraba hasta los confines del mundo, lo hacía viajar por ciudades y puertos exóticos. ¡Hubiera deseado tanto conocer aquel mundo!
—¿Por qué no vas a Scala, viejo? ¿No es tu país?
Así le hablaba Tomás, que poco después me dijo:
—Le da vergüenza, por eso no va. Contrabandeó. Y lo apresaron en la fortaleza. Estuvo siete años dentro. Desde entonces no ha vuelto a poner los pies allí: le da vergüenza.
Scala de Sykamia se hallaba a unas diez millas de Molyvos, hacia el este.
—El contrabando era un buen trabajo —dijo un día Lucas el borrachín—. Y Tomás, aun ahora, está metido en eso. Pregúntale acerca del tabaco que fuma. ¿Te crees que va a vender sus pulpos cuando sale al encuentro del caique en el cabo? Pero siempre tiene suerte. Imposible atraparlo. El año pasado lo interrogaron. Se escurrió como una anguila. Y después les dio lástima. Compréndelo, un viejo...
—Pero ¡tú no dices la verdad, Lucas! Sacas más que para un café cada vez que llega el correo —dije para cambiar de conversación.
—Otra vez la lengua del viejo se ha despachado a su gusto. Sólo cuando cargan el mineral hay buen trabajo. Pero ¿qué puedo sacar de dos cargamentos? Tengo el tiempo justo para hacerlo hasta que el barco vuelve a ponerse en marcha. No corta ni su vapor. Se dice que muy pronto se quedará en el muelle más rato. Para anclar. ¿Has visto alguna vez un barco que no ancle en el puerto? Y en invierno, con la mar gruesa, hay que verme cuando el agua se hiela sobre mí...