Capítulo cuarto
Tenía un trozo de corteza de árbol del bosque petrificado. Lo puse sobre la mesa empotrada en el lado derecho de la cabaña. Era mármol puro que revelaba claramente los colores de la madera, sus fibras, sus venas.
Aquella mañana oí cómo arrastraban una barca sobre la arena. No era Lucas el borrachín, era la barca de Tomás. Tenía dos pulpos que había cogido al amanecer.
—Cuatro kilos, joven amo —gritó agitando el más grande—. Lo he guardado para ti. Lo he golpeado y frotado contra las rocas para ablandarlo. Lo colgarás en las cañas, para que se seque, hasta que se ponga blando y bueno para comer. De vez en cuando, cortas un trozo para asarlo. Es el mejor de los manjares, joven amo.
Los abejorros, hambrientos, giraban alrededor. Tomás, de una palmada de su mano callosa, aplastó uno que se había posado sobre el pulpo.
Había cogido nueve kilos e iba, con su barca, a venderlos al barco correo de Molyvos, que pasa por el cabo norte de Nissiopi.
Su barca, fondeada en las aguas tranquilas, flotaba con un suave balanceo.
—Ángela y yo hemos pensado que podrías darnos tu ropa para lavarla. Ella sabe hacerlo, también sabe planchar. No creas que eso puede cansarla.
Desde la barca en que achicaba el agua, ella oyó su nombre y levantó la cabeza por encima de la borda. El sol quemaba sus curtidos brazos. Sus gruesos labios recordaban dos madroños maduros. Sus ojos brillaban. Se reclinó y volvió a achicar con el cubo.
Yo fui a dar una vuelta entre las escarpadas rocas. Dejé mi caleta. En la cima encontré agua dulce. Agua de manantial. Corría hada el mar desde arriba, entre las rocas. Me recliné para ver su lecho: seguía un estrecho declive y entraba en el mar por una hendidura tan estrecha que sólo se podía abordar con una barca. Gruesos muros lo aprisionaban por cada lado; paneles de granito que colgaban sobre el mar desde muy alto, sentaban allí su base.
Me enteré de que lo llamaban Glyconéri: «El agua dulce». Era la única agua corriente del lugar. Por allí sólo había de los pozos, agua salobre.
Tomás, el pescador de pulpos, venía a menudo a verme para charlar, dejando a Ángela en la barca.
Abrí una lata de conservas y partí un trozo de galleta. Le dije a Tomás que comiera conmigo. También le dije que llamase a Ángela.
Movió la cabeza.
—Déjela. Es una salvaje.
Comimos. La galleta estaba dura. La mojó en el mar para reblandecerla.
En medio del puertecito, su barca brincaba en el agua al ritmo de los movimientos de Ángela, que seguía achicando. Yo podía ver su hombro, curtido, que brillaba al sol. Sus cabellos caían sobre su cara. El humo del cigarrillo de Tomás subía recto en el aire. Calma absoluta. Seguí con los ojos a la barca que se metía con Tomás en el canal. Los remos golpeaban en el agua lentamente, al ritmo habitual de los pescadores. Resplandecían un segundo al sol. Miraba su cabeza de azabache, que salía por la borda. Sus ojos chispeaban. A la salida del puertecito, la barca giró de borda, recta hacia el cabo de Megalonissi. Iba a esperar al barco de motor. Tomás contaba sacar un buen precio por sus pulpos.
También tengo que hablar de la lluvia inesperada que cayó un día aquel verano. El cielo se llenó de pronto de vapores bajos que cubrían el mar oscurecido. Cayeron grandes gotas, espaciadas primero, después más densas, y el paisaje palideció hasta fundirse en una bruma que lo envolvió como una gasa mojada. Quería ponerme mi impermeable, pero tenía demasiado calor. Entonces me desnudé completamente y permanecí de pie, con los brazos abiertos. El agua chorreaba sobre mí, y sus pequeñas serpientes húmedas se deslizaron por todo mi cuerpo. Me tiré al mar. Mi oreja quedaba en la superficie y oía sobre el agua los golpecitos de la lluvia cayendo en el mar como minúsculos granos de arena.
Después de la lluvia, un gran frescor se extendió sobre la tierra empapada. Sentí ganas de ir a cazar. Después de la lluvia, los animales salen a mordisquear vorazmente las hierbas frescas. Pero Tomás tenía razón cuando decía que cazarlos era difícil. Sólo daba tiempo a ver dos orejas y la punta de sus colitas, tan blancas como la nieve. Una vez, sin embargo, la suerte me sonrió. Tiré rápidamente: el conejo volteó y se quedó tendido. Una de sus patitas se agitó en un ligero temblor, mientras yo lo cogía por las orejas para gozar de mi hazaña. Lo eché en mi zurrón. Pensé que Ángela podría prepararme un buen plato.
Bajé rápidamente el caos de rocas en dirección a la orilla. La barca de Tomás flotaba, amarrada por una cuerda hundida en la arena. El no estaba. Ángela se hallaba sola. Formas ondulantes, piel tensa, senos erguidos, hinchados como grandes frutos. Su corta falda dejaba ver sus rodillas. Piernas fuertes y muslos carnosos sostenían su cuerpo de bronce. Así pude en aquel instante verla de cerca.
—He venido a buscar la ropa sucia. Para la colada —dijo. Su voz tenía una entonación ronca de muchacho. De sus axilas, sudorosas, y de sus muslos subía un fuerte olor a sal. Le tendí dos pañuelos y un par de calcetines. No tenía nada más, ya que iba sin camisa, pues sólo me vestía con un short de gruesa tela.
Ella los cogió y se fue a lo largo de la orilla. Desapareció detrás de la última roca de la costa. Tiré de la amarra de su barca. En el interior, en el fondo, vi su camisa y sus pantalones. El sol brillaba en el agua como el oro, y mis ojos me hicieron daño. Me tendí a la sombra de la cabaña. Me puse a fumar. La pasta petrificada de las rocas se amontonaba sobre mi cabeza a través del humo. A lo lejos, en el mar, pasaba una trata[5] con sus remos brillando cada vez que emergían. Los hombres echaron la red.
Acordaban sus gestos y su trabajo acompañándose con canciones: «Belim abelim ya, Belim abelim ya!»[6]
Así, Ángela iba desnuda bajo su vestido, corto y barato.
Caía la tarde cuando sus pasos me sacaron del sueño. Ella tendió un cordel entre las cañas de la choza y el saliente de una roca, para colgar las tres fruslerías que había lavado.
Observo a este animal deseable con cuerpo de mujer. Sus brazos son fuertes. Cada uno de sus ademanes, seguro y preciso. Lo hace todo como se ha de hacer. Ha echado sus cabellos hacia atrás, los ha recogido con una cinta de un azul pálido. Estaba toda mojada. Y su vestido se le pegaba a la espalda, donde el agua aún brillaba. Debía de haber estado nadando.
—Déme todo lo que tenga para que lo lave con nuestra ropa.
No quiso la lata de conservas que le tendía. Por lo que vi, jamás aceptaba nada. Era orgullosa y salvaje. Su ojo brillaba cuando miraba de lado; sólo miraba de frente las cosas que juzgaba importantes.
Las aguas se agitaron de pronto. Un remolino brutal y violento. El oleaje se repitió; turbada, se puso a mirar hacia alta mar. Vi la espuma. Después el agua volvió a removerse, el ancho lomo negro apareció y se sumergió volviéndose, como el círculo grueso, musculoso, de una enorme rueda. El delfín pasó justo por fuera del espigón. Aún saltó dos o tres veces más. Nadó hacia alta mar. Sin emerger.
Estaba furioso conmigo mismo, ya que a la vista del cetáceo tuve de pronto la impresión de estar esperándolo. Era la tercera vez que ocurría eso. Pero jamás tan cerca. En la misma orilla.
—¿Hay delfines aquí? —le pregunté.
Ella no contestó y miró al mar fijamente. A lo lejos. Como si no hubiera oído mi pregunta. Entró en el agua, muy de prisa, tiró de la barca, saltó dentro, descubriendo una gran parte del muslo. Cogió los remos. La barca se alejó rápidamente con el empuje de sus fuertes brazos. Remó hacia alta mar. ¿Por qué alejarse a aquella hora? Extraño.
Tenía que reflexionar, no llegaba a explicarme el comportamiento de Ángela. Sentí ganas de coger mi barca y seguirla. Después cambié de idea. En el fondo de mí mismo sentía una especie de cobardía, como si temiera enterarme de algo que tenía que saber. Y no sabía nada. Las palabras de Lucas el borrachín resonaron de pronto en mis oídos. De nada serviría pensar en cosas que, reflexionando, podían ser insolubles o me volverían loco de remate.
Desde lejos, la barca de Ángela no era más que un puntito que se fundía en los juegos de luz y de agua.
Las sombras se extendían rápidamente, como manchas sobre un secante, y el paisaje se metamorfoseaba en mi imaginación. El aislamiento y la soledad me oprimieron el corazón. Naufragaba en el desaliento, pero no dejaba de agarrarme obstinadamente a la resolución que me había llevado hasta aquel rincón desierto.
El sueño de la noche fue casi una pesadilla. Luchaba por escapar a una inundación de vino que me rodeó como un oscuro océano. Mi cabeza tocaba el fondo y los arrecifes aprisionaban mis piernas. El abismo, sin embargo, era claro como el cristal, y un pequeño guijarro blanco, no más grande que la mitad de la mano, lucía en el centro. De pronto, gotas de vino tinto perlaron los bordes. Una manchita que iba alargándose. El guijarro comenzó entonces a rodar hacia una esponja que había entre las rocas. La esponja empezó a moverse lentamente, suavemente, sin conseguir borrar la mancha. Alargué la mano para coger el guijarro y ayudarlo, pero cayó aún más bajo y rodó hasta las profundidades abismales, que lo aspiraron completamente. Un torbellino se cernió sobre él y sobre mí, que lo perseguía. Caí desde arriba y sentí vértigo. Me sobresalté. Me encontré sentado sobre el colchón de la choza. El despertar fue amargo. Aún creía ver el guijarro rodando delante de mis ojos. Como en el instante en que me había agachado para recoger su abanico, caído sobre la alfombra, y había salpicado la punta del zapatito al caer el vino. Hablo de aquella velada. Hablo de Elisa.