Capítulo diez

Lo que cuento en este libro —hay que decirlo— es una serie de acontecimientos vividos y explicados sin la menor exageración, aunque parezca un cuento salido de una imaginación delirante. Es cierto que esos acontecimientos podrían forjar la trama de una leyenda, pero yo nunca tendría valor para contarla. Aun ahora me asusta pensar que yo mismo fui arrollado por el vértigo de ese torbellino con irresistible violencia. Puedo recordar cada instante, revivir con todo detalle el tiempo pasado en la costa oeste de Lesbos. Hacia Sidussa. No se me ha olvidado nada. Ni Lucas el borrachín, que pasaba su tiempo dando vueltas por aquellos parajes, aun sabiendo que Tomás no lo vería con buenos ojos. Este último temía por sus guaridas de pulpos y vigilaba para que ningún otro las descubriera. Los echaba de aquellos lugares tratándolos de todo. Evidentemente, había que ser tan corto y estúpido como Lucas el borrachín para ir a pescar con un cascarón destartalado y sin calafatear. El acusaba a la miseria negra en que vivía de ser la causa del lamentable estado de su barca, ya que no podía conseguir la estopa para calafatear las juntas. Pero su vaso no estaba nunca vacío. Se las arreglaba de vez en cuando con el barco de cabotaje que hacía una escala de dos o tres horas en Sigri, cuando llevaba mineral para descargar, y Lucas el borrachín con su barquita ayudaba en la descarga. Me contaba sus problemas, pero siempre volvía a hablar de Tomás, que era su pesadilla.

—No hay otro —decía— con el alma más negra en esta perra vida. Acabó con las dos por su tiranía. La primera era su amante, como dicen. Eso es seguro. Con la segunda se casó después del nacimiento del mayor, de Theodoris. ¡Pues bien! Dios fue justo castigándole al enviarle su hija mayor. Esta tiene el cerebro trastornado. Yo te lo digo. La cabeza llena de aire. Algún día lo comprenderás si es que aún no lo has comprendido. y. y me darás razón de todo lo que te vengo diciendo desde el principio, para advertirte.

A menudo se enfadaba. Yo le había dado varias veces dinero para que arreglara su barca. Se lo había bebido. Una vez, Tomás lo encontró por casualidad en el puertecito y lo provocó brutalmente:

—Harías mejor yendo a picar piedras en las carreteras. El mar quiere brazos y corazón. No le sirven para nada* los holgazanes como tú. Vamos, anda, inútil, ponle ruedas a tu cascarón y haz una carreta para transportar basura. Vamos, lárgate, que no vuelva a verte por aquí. Decir que quiere ser pescador de pulpos este zanquituerto...

El otro dejaba hablar a Tomás como si tuviera miedo. Pero a espaldas lo vituperaba a manos llenas, alardeando. A menudo yo había intentado calmar a Tomás para hacerle olvidar su enfado y que mirase mejor a Lucas. Eso lo ponía furioso.

—¡Y que encuentre como yo las guaridas de los pulpos! El mar no es plato que te pongan bajo la nariz. Hay que deslomarse y sudar, rajarse las manos con las olas ardientes. Así lo han hecho los míos. Generación tras generación. La casita de allí, batida por las olas y el viento, fue hecha abuelo tras abuelo. Cada generación la consolida, la arregla, la conserva. Se cuenta que mi bisabuelo se refugió allí cuando los guardacostas lo perseguían, por su contrabando. ¿Quieres ver las huellas de las balas que dieron en la pared? Han quedado como una marca de familia. Nadie las ha tocado. Ven a verlo. Son antiguas.

Era realmente la marca de una bala de gran calibre que había pulverizado la piedra. Su huella había quedado con el plomo aplastado, pegada en la pared. El agujero había quedado cubierto por la tela de una minúscula araña negra, una de las que tienen todas las patas delante de la nariz, como una escobilla para limpiar el polvo. Cuando acerqué el dedo, la araña huyó hasta el fondo del agujero. Con la rapidez del rayo.

—Ya ves, aquí éramos los reyes. Éramos los patrones. El mar era nuestro. Éramos los dueños de las olas y de la costa, y las rocas nos pertenecían. Por lo tanto, que se las arregle solo para encontrar las guaridas... Esta es mi existencia... ¿Quién daría su pan a otro, joven amo?

Mantenían sus barcas a distancia. No se daban ni los buenos días. Hostilidad nacida sin motivo. Se podría decir que, implantada en aquel rudo paisaje del mar que tenía a los hombres bajo su férula, los oponía y los alimentaba de sospechas hasta lo más recóndito de ellos mismos.

Lucas el borrachín, en toda esta historia, sólo es un personaje superfluo e inútil. Sin embargo, siempre llega el momento en que cada ser puede revelarse diferente del que ha sido durante toda su vida.

Lo conocí por casualidad en Sigri, en el puertecito al que yo iba a veces. Me contaba historias del mar. Yo le invitaba a beber. Su lengua se desataba y se volvía más familiar. Me daba palmadas en la espalda. El raki hacía su efecto.

—Ya verás como algún día perderá la cabeza. Se la tragará una ola o un cazón.

Hablaba de Ángela.

—¿Qué cazón?

—No faltan en alta mar. Los caiques que pescan en alta mar los han visto. A veces, sacan la aleta del lomo por encima del agua como una pequeña latina negra empujada por el viento. Pero debajo no es una barca lo que hay... Hay un marrajo con una boca como una caverna y dientes como cuchillos —tres hileras, justo trescientos, en cada mandíbula. Se tira en las redes de los caiques y por suerte es pequeño, lo cogen. Pero si es grande o un monstruo, entonces destroza las redes, y si la rabia se apodera de él, carga y corta la plancha de la borda o de la carena. ¡No hay nada que hacer contra él, ni con balas ni con el arpón! Ella dice que no tiene miedo, que tiene un amigo, un gran delfín que la quiere. ¡Deje que me ría de esas tonterías! El marrajo se los comerá a los dos, a ella y a su delfín. Hay veces que la encuentro en el mar, sin querer. Entonces hago la señal de la cruz y me voy rápidamente. Porque en el mar se convierte en un fantasma. Hay que ver sus escamas y sus aletas y su cola hendida. Ya te lo digo, patrón, es una furia.

Los ojos le daban vueltas. Los abría llenos de miedo, y en sus globos blancos los finos vasos se inyectaban de sangre bajo el afecto del alcohol.

—¿Y tú crees todo eso?

—Yo no sé nada. Sólo digo que está chiflada. Reconoce, patrón, que al menos ha perdido la cabeza. Ya te he dicho que no me acerco nunca a ella cuando la encuentro en alta mar. Y además está acuchillada. Las malas hadas que le han echado una maldición. Le han hecho un costurón en el cuerpo. Ya te lo he dicho. Quizá tú también lo hayas visto... quizá...

Sus astutos ojos se cerraron y la piel se arrugó en sus sienes como los pliegues de una tela de araña. Sus palabras se enconaban en su cerebro, ahogado por el alcohol.

Pero yo estaba dominado por la leyenda. Por los detalles surgidos de la matriz que incuba la vida, en la más profunda de las edades. Cuando tomaba su primer aliento. Cuando aún intentaba salir del agua, hacerse terrestre, implantarse en las montañas, las colinas y las llanuras... Donde el gusano marino quería salir para convertirse en gusano de tierra, para hacer brotar los ramales de sus generaciones en millones de gérmenes... uno de los cuales sería el hombre.