Capítulo dieciocho

Yo tenía mucho miedo cuando Lilanda chapoteaba en la orilla y cuando estaba aprendiendo a nadar. Elisa, dotada de más sangre fría, me reñía y me decía que exageraba. Sin embargo, tiemblo y siempre vigilo que Lilanda no se meta demasiado en el agua. Cuando nada, tengo la impresión de que se me escapa, de que el agua la atrae, y me asusto ante su alegría, que estalla en gritos y risas. A veces, siento impulsos de llamarla al orden cuando la veo alejarse hasta donde no hace pie. Ahora nada como una rana, se muestra audaz y lanza gritos de alegría. Cuando está en el mar, no escucha nada. Se toma salvaje. Pero la gran culpable es Elisa, pues me impide que me muestre severo con ella. En el fondo de mí mismo no quiero privar a mi hija de su alegría en el agua. Cuando vuelve hada mí, con los cabellos chorreando, la estrecho contra mi pecho y, al hacerlo, siento una extraña angustia. Elisa me observa y estoy seguro de que ella también siente la misma angustia, pero ninguno de los dos quiere traslucirla.

Este mar que amamos parece llevarnos juntos hacia el pasado y haberse injerido para siempre en nuestros destinos. Pienso que nuestra suerte, tal como aparece hoy, es obra suya. Nos lleva a los días pasados, inconscientemente, y presumo que Elisa siente las mismas cosas que yo. Pero no hablamos y lo soportamos como una pesada carga.

Sólo una vez se sorprendió Elisa de que yo aún no me hubiera llegado a Sigri. No habría nada más natural que el deseo de volver a ver aquel rincón que ocupa un puesto tan importante en mi juventud. Ella no me dijo exactamente eso, pero es lo que quiso decir. Comprende que hay momentos en que necesito sumirme en mí mismo. Entonces, ella se retira y yo me quedo solo. Siempre con esa misma necesidad obsesionante de recordar los rincones desiertos del cabo, hacia Sigri, y la choza de cañas, aislada en la playa.

A veces, el viento sopla con rabia. Empuja las olas contra las murallas del puerto. Allí, sobre las rocas de Sidusa, era distinto.

También hay horas en las que siento que ya no puedo resistir a todo lo que invade mi corazón. Entonces me digo que Elisa es más fuerte que yo. Y si la busco para hallar un apoyo a su lado, encuentro en ella la misma debilidad que también la impulsa hacia mí, para sentirse protegida, acurrucarse junto a mí, y seguir juntos, sin decir nada ninguno de los dos.

Algunas noches vuelvo de las minas agotado y, a la luz de la lámpara, examino las cuentas con mi secretario. Ella espera pacientemente en el mirador, contemplando las olas que se meten en los agujeros de las murallas.

Ha llegado el otoño con sus primeros fríos, y los días se acortan. La noche llega temprano. Elisa no consigue ocultar la melancolía que la oprime. Mira las primeras nubes sobre la montaña, en el crepúsculo. Y se arropa con su chal cuando llega la noche. La brisa que sopla en el mirador ha perdido su caricia estival. El olor del mar es fuerte y el aire húmedo.

—Me dejas sola —murmura. La acaricio la frente. Se sube el chal sobre el hombro. La quiero. Es mi mujer. La siento en mi sangre, bajo mi piel. Ella está en mi corazón.

—¿En qué piensas? —me pregunta a veces. Comprende que no obtendrá respuesta. Y aunque la obtuviera, sabe que no le diría la verdad. Una vez me atreví a contestarle:

—Pensamos lo mismo, Elisa. ¡Lo que yo pienso, tu puedes leerlo en ti misma!

Sonrió débilmente. Reclinó la cabeza sobre mi pecho. Comprendí que estaba de acuerdo conmigo. Nos quedamos mucho rato así... Después dijo, y sus palabras apenas eran perceptibles:

—Es raro que no hayamos vuelto a verla. El mar se la habrá tragado... quién sabe...

Sus manos estaban heladas.

—¿Tienes frío? —le pregunté. Pero tenía que haberlo recordado. Las manos de Elisa estaban siempre frías. Desde hacía mucho tiempo.

—Es como si acabara de sacarlas del mar. Siempre están frías. Y las suyas también debían de estar frías. Es una cosa que no me has dicho nunca...

Yo le froté las manos, las calenté entre mis palmas. Un acto maquinal. Sólo recordaba una vez en que ella me hubiera preguntado si aquellas otras manos también estaban frías. Era la frontera donde se detenía nuestra conversación. Pero ella quería franquearla.

Aquella noche las olas eran más fuertes. Las estrellas brillaban en la inmensa oscuridad del cielo. Las olas golpeaban las murallas del puerto y las sillas del pequeño bar ya habían sido guardadas en el interior para protegerlas. El toldo de gruesa lona vibraba, y su fleco golpeaba violentamente, levantándose como las alas de una oca que se agitan sin conseguir tomar el vuelo.

—¿Para cuándo has decidido que regresemos? —me preguntó. También habló del parvulario para Lilanda. Había que matricularla. No había nada que objetar, y nos pusimos de acuerdo para que ellas Se fueran a la semana siguiente. Aquella solución no pareció tranquilizarla. Sus ojos no sonreían como de costumbre. Sin embargo, lo que tenía en la punta de la lengua, lo silenció. Sólo preguntó:

—Tú te quedarás... ¿verdad? ¿Por mucho tiempo?

Le hablé de la dificultad de abandonar los trabajos antes que acabase la temporada. Entre otras cosas había un cargamento de mineral que enviar al depósito de Sigri. Naturalmente, no podía calcularlo exactamente; sin embargo, le dije que no creía acabar antes de un mes. Una estrella se desenganchó del cielo. Lo desgarró en toda su longitud y después desapareció.

—Ella también va a la caracola —me dijo, y comprendí que no sonreía—. ¿Y qué pasará cuando se llene la caracola? —me preguntó, como si fuese la pequeña Lilanda, que hacía siempre preguntas inesperadas. Le contesté como le hubiera contestado a Lilanda:

—Se esconden en el mar. Se convertirán en estrellas de mar, que llenarán las redes de los pescadores o se engancharán a su palangre.

Y como ella me miraba con sus grandes ojos azules, que de pronto me parecieron infantiles, añadí: «Todas las estrellas volverán al mar y todas las cosas terrestres. ¡Le pertenecen!» Sentí su aliento en mi cuello. Rozó suavemente su mejilla contra la mía. Y murmuró en la dulce tibieza que lentamente se extendía y nos envolvía:

—Dame tu palabra de que si vas allí... no te meterás en una barca...

Me hizo partícipe de la sospecha que poco a poco germinaba en ella, diciéndose que me quedaría solo más de un mes, hasta el final de los trabajos.

Yo hubiera querido hablarle, pero me cerró la boca con sus dedos. No deseaba oír lo que no hubiera podido creer. Levantó los ojos hacia el cielo. Le dije que era como si sonriera a todos sus astros^ Sabía que estaba haciendo poesía mala. La poesía más natural. La otra, la poesía escogida, artística y profunda, es, hablando con propiedad, una poesía ficticia.

—El cielo es funesto —me dijo—. No hay nada más aciago. Me asusta cuando lo contemplo mucho tiempo. Gamo si me sumiera en el más terrible océano.

Parecía no poder apartarse de mí. Y me estrechaba cada vez más fuerte. Aún murmuró:

—Sobre todo, no te olvides de lo de la barca.

Le aseguré que haría lo que ella deseaba.

Vi su incrédula sonrisa.

—No quería que me lo prometieras. Sólo quería que no olvidaras lo que te he dicho.

Ya no estábamos en la primera juventud. La sed de aventuras estaba agotada. Pero siempre vuelve a mi memoria aquella época y los recuerdos se amontonan. Elisa enlazó su brazo alrededor de mi cuello.

Recuerdo que era la víspera de su marcha con Lilanda. Para mí, aquella noche es inolvidable. Mirábamos los abismos del cielo oscuro. Ella me estrechaba contra sí. No quería que habláramos. Su cuerpo estaba caliente. Sus labios, entreabiertos, rozaban mi cuello, subían hacia mis mejillas, se metían tras el lóbulo de mi oreja y su ardiente aliento me quemaba la piel.

Aquella noche en vela, en el dormitorio, fue la más voluptuosa de todas nuestras noches. Necesitábamos voluptuosidades. Voluptuosidades muy fuertes... Ella murmuró:

—Olvídalo todo en este instante...

Temía que yo pensara en lo que ella temía siempre ver levantarse entre nosotros.

—La veo... como queriendo apartarte de mí...

Quise hablar, en ese instante en que la mentira se hace necesaria cuando la verdad es demasiado amarga:

—¿De quién hablas?

Ella dejó pasar unos instantes.

—De esa muchacha que no quiere apartarse de tu vida.

Me estrechó como si quisiera fundir su cuerpo en el mío. Ya no sabía qué hacer para saciarse... como si nunca más pudiera conocer un deseo así... Como si aquello fuera un fin, después del cual no habría nada más.