Capítulo trece

Aquí, todo pasa sin prisa. No obstante, cada vez que aparece el sol detrás de los montes del Ordymnos al amanecer, y tiro el ancla al mar, en el crepúsculo, tengo la impresión de vivirlo por primera vez como un espectáculo siempre nuevo. Los mismos acontecimientos giraban en mí como un círculo, señal de que en mi vida había un centro que yo intentaba descubrir... pero no encontraba más que un lugar vacío que no parecía esperar nada. Singulares pensamientos surgen en mí y me sorprende pensar en Elisa. Blasfemo espantosamente, porque todo esto sucede contra mi deseo. Me doy cuenta de que esto ocurre sin que yo piense. Me encoleriza que me haya enviado la carta. Y me encoleriza haberla dejado desaparecer entre las llamas. «El señor Tsuma está ausente —decía—. Y estará ausente un mes.» ¡Hay que ver! Era necesario que yo lo supiera! ¡Que se vaya a hacer el amor con él! ¡Que se vaya con los cazadores de dote! ¿Qué tiene eso que ver con mi vida? Aquí está el mar, alrededor. ¡Qué maravilla estar rodeado por toda esta agua! ¡Ninguna cerradura podría protegerme tanto contra la necedad de los ociosos!

Esta mañana sentí ganas de dar una vuelta por el mar, con mi barca. La casualidad hizo que Tomás pasara precisamente por aquí.

—¿Voy contigo? —me dice. Yo hago como si no lo hubiera oído. Le veo observar el cielo y mover la cabeza. Unas nubes finas descienden por la falda del Ordymnos y acuden a toda velocidad en nuestra dirección. Veo que sopla levante; el siroco lleva hacia alta mar. Tomás intenta retenerme.

—Tú no conoces el siroco, joven amo. Arrastra hacia alta mar. A veces hay que luchar con las olas durante días.

—¿Y hacia qué lado puede arrastrarme?

Extendió la mano y me mostró la masa ilimitada de agua que se confundía con el cielo.

—Te arrastrará a alta mar, hará que te desvíes muy lejos, quizás hacia el lado de Limnos, o hacia el cabo Baba, si hay resaca...

—¿Resaca en alta mar?

—Eso pasa cuando los mares se golpean, cuando uno quiere pasar por encima del otro. Barcos de pesca y caiques que se han perdido; de los barcos sólidos no digamos. Se han encontrado desmantelados unos, otros jamás han sido encontrados. Alguno se ha aplastado contra las rocas de Turquía. Dos de mis sobrinos naufragaron en las islas de Englesos y Sarmosaki. Faltó poco para que se ahogaran. De pronto el mar se vuelve loco cuando sucede eso, y ya no sabe cómo navegar.

Yo me sentía muy animado, como un potro; mi corazón saltaba, mi cerebro se impregnaba de todas aquellas rocas e islas desiertas cuyo solo nombre me arrastraba a las olas y a las playas solitarias, en las caletas, en las ensenadas. Imaginaba a los pescadores refugiados bajo el viento, esperando el fin de la tempestad. Me enardecía y me decía que mis aventuras con el mar empezaban en aquel momento. Después llegaría la época de contarlas como los marinos de Sigri.

Me dirigí a alta mar, con los sedales y los anzuelos, sin preocuparme por el tiempo, que se cubría al sur. El viento fresco anunciaba la tempestad, sin preocuparme.

Por el momento el mar estaba tranquilo. Los remos cortaban el agua y la barca la abría como una cuchara de madera el yogur. El sol ardía. Ya debía de estar a una milla y media mar adentro. Sobre el banco de sargos. Lo sabía. Antes de empezar, me quité mi short, me sumergí, para refrescarme, dejándome después arrastrar por mi peso, di la vuelta a la barca dos veces, después salté al interior. El ardor de mi piel se atenuó. Volví a remar. Quería tomar el banco por el extremo, allí donde empezaba a formarse, después subir bajo el viento cosquilleando con el sedal por toda su espina dorsal. Saqué los sedales, los monté, preparé los anzuelos salados. Se me ocurrió la idea de consolidar las dos cuñas de la escota en la popa y me serví de la barra del timón para golpear. Al echar una mirada alrededor, me deslumbró el abrazo de las oías brillantes bajo los rayos ardientes del sol. En aquel deslumbramiento, vi una huella negra, como una mancha en el agua. Creí que era un juego de luz. Sin embargo, la mancha estaba allí y no tenía nada de juego. Se movía. Oí un murmullo. Ángela nadaba a unas cincuenta brazas de mi barca, con la cabeza vuelta, como si intentara descubrir algo sobre las olas. Debía de haber visto mi embarcación. Era seguro. Sin embargo, no volvió la cabeza, seguía buscando, extendiendo los brazos, nadando lentamente, desplazándose en una línea determinada, para no perder de vista un punto en el que estaba fija toda su atención. Yo la llamé a grandes gritos. Ella me volvió la espalda y se alejó. Yo gritaba para prevenirla contra el huracán, ya que estaba a más de milla y media de la costa. La invité a que se uniera mí. A subir a mi barca. De pronto volvió la cabeza hacia mí, chapoteó y gritó con voz ronca que la tempestad no podía nada contra ella, que no tenía miedo, que no me preocupase.

Se alejó lentamente, con la misma cadencia, intentando trazar un amplio círculo alrededor del lugar que ella había descubierto. Yo intenté acercarme remando. Ella lanzó gritos de cólera:

—¡No te acerques!

Dudé un segundo, pero el diablo sabía lo decidido que estaba a esclarecer aquel misterio que me torturaba.

—¡Retírate! Vete de aquí —me ordenó con voz brutal.

De pronto, en sus ojos brilló la cólera. Saltó fuera del agua, muy alto, el sol resplandeció sobre el satén de sus senos mientras ella me apartaba con la mano.

Sumergí los remos en el agua y frené. La barca se inmovilizó. Miraba la cabeza de Ángela, que se alejaba, el ritmo de sus brazos y de su cuerpo, que se deslizaba sobre las olas. «Puede —me dije— nadar hasta que la pierda de vista. ¿Qué le pasará?» Lo que había dicho no tenía ningún sentido. Estaba completamente ofuscada por su imaginación, que le ponía trampas, y creía ciegamente que si no obedecía a lo que su delirio le dictaba, su vida iría a la deriva.

En aquel preciso instante, el agua fue agitada por un remolino, muy cerca de ella, a una decena de brazas. El mar bullía, como golpeado por algo en el fondo. Aparecieron pequeñas olas, seguidas de una calma de corta duración. Y de golpe, el agua volvió a agitarse, abriose el mar y un delfín negro, enorme, un auténtico gigante, surgió y volvió a sumergirse. Debía de pesar cerca de doscientos kilos. Yo aguanté los remos, mis ojos quedaron clavados allí. Ángela saltó en el surco de espuma del pez. Cayó de lleno en el surco, se sumergió y desapareció. Creí perder la razón. Pero he aquí que Ángela vuelve a salir un poco más lejos, la cabeza baja, como si intentara atravesar con la mirada la masa de agua. Muy cerca de ella, el enorme cetáceo salta y gira antes de desaparecer. Ángela también se sumerge. El mar se eriza. Mi piel también. Sigue formándose espuma. El delfín parece tranquilo, sin intentar huir, como si se tratara de un juego, un juego de lomo y de coletazos. El delfín se inclina hacia un lado y muestra su blanco vientre, gira alrededor de la mujer, ¡da un salto de braza y media! Vuelve a caer a su lado, la envuelve en sus remolinos. Todo se embrolla en la espuma y en las olas, y ya no se distingue nada, ni brazos, ni aletas, ni mujer, ni cetáceo... Se mezclan el uno con el otro como si quisieran unirse. Me muerdo los labios y escupo una saliva ensangrentada. Un nudo salvaje me ata las entrañas. No puedo imaginarme lo que pasa en estos momentos. La oscura cabeza de Ángela reaparece. También emerge el delfín, lleno de ardor y de ímpetu. Nada vigorosamente, se sumerge sobre ella. Ángela deja escapar gritos de alegría y de terror al mismo tiempo, con una vocecita de chiquilla que juega a un rapto inesperado. Se sumerge, directa hacia el fondo, arqueando la espina dorsal y girando como una rueda, descubriendo en un relampagueo la espalda, las nalgas, los muslos, la punta de los pies.

Me tiendo en la proa, para ver mejor, tropiezo con una caja atravesada al fondo y la vuelvo. Un montón de clavos, olvidados sin duda por el obrero que arregló mi barca, se esparcen por el suelo. Uno de ellos me traspasa el pie y fluye la sangre. Pero yo no lo noto hasta más tarde. Ahora, mi espíritu en ebullición me impide sentir nada.

He cogido los remos y me dirijo al lugar donde se han hundido la mujer y el cetáceo, aspirados por el abismo. Yo me hubiera lanzado al mar para proteger a la mujer, pero pensé en la fuerza del adversario y su superioridad sobre mí en el agua.

La cabeza de Ángela volvió a emerger. Lanzó un grito salvaje, angustioso, como el ruido de las olas.

—¡Vete! ¡Te atacará! ¡Te digo que te vayas!

No recuerdo muy bien lo que siguió, ya que sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Sólo tuve tiempo de ver un lomo negro, tan grande como el de un búfalo, dirigiéndose rápido hacia la barca. Bajo el golpe dado por la quilla, empezó a balancearse desesperadamente, y antes de poderme agarrar a cualquier cosa, fui proyectado brutalmente al fondo. El remo derecho, arrancado de su atadura, saltó al agua, sin que yo tuviera tiempo de cogerlo. El delfín volvía a estar allí, a diez brazas. Se precipitó sobre el remo, lo hundió en el agua; después, con violentos coletazos, lo hizo volar por los aires, de donde cayó verticalmente al mar. Resurgió más lejos y flotó. El delfín no lo abandonó. Jugaba con él como con una pajita. Luego todo se calmó.

—¡Vete! ¡Te dije que te fueras! ¡Esto irá mal! —le oí gritar a Ángela otra vez.

Le dio un puntapié al remo para echarlo hacia mí. Yo lo cogí, lo puse en su sitio y me alejé.

—¡Rápido! ¡Vete de prisa para que no vuelva a atacarte!

—gritó Ángela.

Yo estaba ya lejos, lleno de vergüenza por la afrenta que había sufrido. Me vino a la boca un gusto salobre, de tanto como me había mordido los labios. Mi sangre hervía, la cólera me atenazaba la garganta. Un odio feroz, hasta entonces desconocido, dominaba mi corazón. Nada podría borrar mi humillación ante aquella mujer por el delfín defendida violentamente, en una lucha abierta, como la de un león protegiendo a su hembra contra un leopardo.

Pero ahora me digo: «¿De qué sirve huir? ¿Por qué no regresar? ¿Por qué no empuñar el arpón y clavarlo en la carne del cetáceo, sentir cómo se hunde, cortar, destrozar, despedazar, hincárselo, volvérselo a hincar, hacerlo pedazos bajo mis violentos golpes?» ¡Eso era lo que deseaba con todo mi corazón!

Se despierta el dolor de mi pie. Pienso en el clavo. La herida está en el talón y la sangre se ha extendido sobre la vela, en el fondo de la barca. Lavo mi pie en el mar. Lo comprimo muy fuerte. Lo envuelvo en mi pañuelo. Toda esta sangre vuelve a inflamarme. Yo me digo: «Hay sangre en este asunto. Odio. Y tengo que vengarme.»

Tomás estaba en la orilla frotando dos pulpos. Yo me puse mi short.

—Has hecho bien escuchándome. Antes de la noche tendremos siroco. El sol está cubierto. Un indicio seguro, joven amo.

Tenía ganas de marcharme. Sin embargo, seguía allí.

—¿Ángela no está? —pregunté yo, para hacer creer que no lo sabía.

Tomás hizo un gesto de indiferencia, aunque la malicia brillaba en el fondo azul de sus pupilas.

—No te preocupes por ella. Puedes encontrarla en el mar, si quieres. Debe de estar recorriéndolo en todos los sentidos. No te preocupes por ella...

—Su barca está aquí... —dije yo como si lo dudara.

—¡La barca no tiene nada que ver! Ángela no necesita la barca. Ella conoce las olas. Las hace obedecer. ¿Has conocido a alguien que conozca las olas una por una? Pues bien, ella las conoce, y las dirige como un pastor a sus ovejas.

—¿Y si la sorprende la tempestad?

—No sería la primera vez. No teme a las olas, las resiste aunque tengan dos brazas de altura. ¡Déjala! ¡Es la hija de las aguas, un auténtico delfín!

Sus palabras me excitaron.

—¡Sí! ¡Sí! —continuó Tomás—. Ella dice que hace compañía a los delfines. Que los manda, que hace de ellos lo que quiere. ¡No te preocupes! ¡Son palabras en el aire! Déjala creerlo. ¿Viste cómo se encolerizó cuando le dije que había un desgarrón de delfín en la red? ¿Viste cómo los defendía y cómo acusaba a las rocas? Pues bien, este agujero fue hecho por un delfín, y creo que fue el solitario, el ermitaño, el que da vueltas por aquí. Tiene una forma especial de romper las redes. No las rompe para pasar, sino que las coge por una punta y rompe una tira a todo lo largo, como con una navaja. ¡Una auténtica cochinada! Que pongan a cien dracmas la cabeza y no se escapará. Recuérdalo. Pero no me digas que has visto a alguien más fuerte que ella para las cosas del mar. Es su destino desde la cuna, tienes que comprenderlo. Y después tiene la marca.

Sus palabras no hacían más que aumentar mi turbación. Hubiera querido interrogarle, pero temía interrumpirle, temiendo que iba a decirme y resolver de una vez el misterio que tejía alrededor de mí la historia de Ángela.

—Ha aprendido a hablar con los delfines. Los llama por sus nombres. Su espíritu es atraído a otro lugar. Cuando oye el viento, escucha y dice que es la voz de su madre. Yo no la contradigo. No me atrevo. Una mujer nunca escucha nada, aunque parezca bajar la cabeza. No tiene mucho cerebro. No mucho, pero maligno. Y su corazón es como el mar, que no tiene un gran corazón como las mujeres. Puedes comprenderlo en su amor por el mar. Fuera de eso, no cuenta nada. Es por lo que con ella no hay perdón si te conviertes en su enemigo y a ella se le mete en la cabeza vengarse. Entonces, hay que desconfiar de su amor y de su rencor. Disfrutar con ella, eso es todo; que te haga niños. Pero contra el mar, no puedes.

Tosió, se ahogaba con el humo. Después miró hacia el mar, entornando los ojos. Llegaba claramente un rumor. Las cañas se agitaban, sintiendo acercarse el viento.

—Le costará salir —dijo entonces.

—Has dicho que estaba señalada. ¿De qué señal hablas?

Yo esperaba.

—Es verdad. Lo sé muy bien, porque la tuve en mis brazos cuando nació. Su marido también lo verá cuando le quite la camisa. Ahora, compréndelo, no es momento de hablar. Es un misterio. Quizás un día lo sepas. No hay que preocuparse, joven amo. Las cosas de Dios, cuanto más se tocan, más se enredan.