Capítulo octavo

Con Tomás hablaba yo muchas veces de los peces y de los pulpos. De cada pesca había una historia que contarme, con todos los detalles. Me hablaba apasionadamente de los anzuelos, de los hilos que «él engrasaba para que se deslizaran mejor.

—Un hilo así puede arrastrar un delfín y hasta un tiburón. Aún he encontrado dos escondrijos en el fondo. Nadie los conoce. Es difícil ver la guarida del pulpo. Hay que entender. Cada pulpo se esconde de una forma distinta. A los que no entienden, déjalos hablar...

—¿Y cómo sabes la forma de pescar a cada pulpo?

—¡Eso es el arte de la pesca! En el primer movimiento, veo la forma en que hay que cogerlo. Hay que ver cómo le hablo. Y cómo él me escucha. Le grito a través del hilo. Ven, ven, pulpito... vamos... bravo... el cebo es para ti. Mira qué fresco está... Fíjate qué bien huele. Lo escogí ayer para ti, lo aparté. Y le digo que es especial para él, que espera la golosina. Entonces hay que ver cómo lo olfatea. Cómo estira sus tentáculos. O lo palpa con sus extremidades, tan finas como un gusano de arena. Vuelve a tocarlo. Pero si hago un movimiento que no le guste, por ejemplo si tiro demasiado fuerte, suelta su tinta y lo ennegrece todo. ¡Y entonces, adiós! Hay que localizarlo bien. Regreso a la mañana siguiente y vuelvo a encontrarlo. Su capuchón está erguido y sus ojos hinchados como garbanzos. Sus tentáculos, enroscados en círculo, como una corona. Entonces le digo: «Buenas días, pulpito mío.» Aunque sea un animal de casi tres kilos. Le gustan las palabras cariñosas. Nada va bien si no sabes hablarle. Entonces vuelve a mirar el anzuelo. Pero yo no se lo pongo delante. Lo paseo alrededor. Se revuelve un poco, se estira. Y yo arrastro el anzuelo un poco más lejos, como para impedirle que lo coja. Entonces se mueve. Llena su bolsa y tira el agua por detrás, de golpe, y todo su cuerpo va derecho hacia delante, como una flecha, con los tentáculos arrastrando detrás como macarrones. En ese momento es cuando el pulpo se lanza sobre el cebo, y el anzuelo se hunde en su cuerpo y lo agarra.

Todas estas palabras sembraban poco a poco en mí el amor por aquella vida de pescador, y puedo decir que hasta aquel día nada entró más profundamente en mi corazón.

También cuando, una mañana, Ángela estuvo a darme una caracola, ancha como dos manos, que sacó del pañuelo donde la había envuelto, pensé que insensiblemente mi vida se adaptaba al ritmo de la del mar y que ya no podía interesarme otra cosa.

Ángela puso la caracola sobre la mesa.

—¿Por qué me la das? Debe de ser algo que a ti te gusta. ¿Cómo atreverme a apropiármela?

—No se la apropia. Se la doy yo. Stratos dice que estas cosas no sirven para nada. Pero esto no es lo suyo.

La examiné por todas partes. Su concha estaba erizada de púas afiladas como si de su sustancia brotaran chispazos. El interior estaba revestido de esmalte liso, de un ligero rojo cereza.

—Acérquelo a su oreja para oír.

Lo hice. Zumbido del eco de las aguas que fluyen de las entrañas de la tierra. De la cavidad de la caracola llegaba un silbido, suave y ligero.

—Es el ruido del mar. Está unida al mar. Es toda suya. Si usted pudiera ir a la montaña, a la tierra más profunda, muy lejos del mar, tras de días y noches de marcha, y se la acercara al oído, sentiría zumbar en ella el eco del mar. Nunca abandona al mar. Lo lleva consigo. Lo encierra en ella. Es su corazón. Como el corazón del hombre que encierra en él lo que ama. ¡El amor!

—Entonces, ¿también hay grandes caracolas por aquí?

—No hay otra como ésta. Es la segunda que encuentro. Mi peine cayó de la barca, me sumergí hasta el fondo para recuperarlo. Allí la encontré, cubierta por las algas.

—¿Y la otra? ¿Dónde está la otra? ¿Por qué has dicho que ésta es la segunda?

Ella reflexionó.

—Eso quizá se lo diga en otra ocasión. En otra ocasión, tal vez...

Yo comprendía que Ángela llevaba en ella todo un mundo de misterios, de descubrimientos desconocidos que la colmaban, alimentaban el sueño en que vivía, que le encantaban o que la atormentaban, quién sabe.

—¿No le parece extraño todo lo que digo? Los pescadores de los alrededores oreen que he perdido la cabeza. Me miran sorprendidos. Stratos dice que debo dejar todas estas tonterías. Usted, al menos, comprende que mi corazón y mis pensamientos son uno con el mar... Yo les dejo que digan...

Recuerdo bruscamente las palabras de Lucas el borrachín. Comprendo el sentido de la historia de Ángela. Estoy sumergido en la magia que, con la vida, modela el sueño. Ángela es sin duda así. Sueña. Lo veo en sus ojos. Lo comprendo en sus palabras. Y la forma en que yo he querido vivir en soledad y alejarme del mundo, ¿no es también una especie de sueño?

Me gustaba cada atardecer acercar la caracola a mi oído. Era un poco como si Ángela estuviera de pie frente a mí. Era el soplo que exhalaba su cuerpo. Su olor. ¡Cómo lo recuerdo ahora! El olor de Ángela, cálido y suave. Pasaron días sin que volviera a verla. Ella no estuvo a verme y yo tampoco fui a su encuentro. Sin embargo, el diablo sabe cuánto lo deseaba.

La noche que cubrió mi cansado cuerpo fue la más tórrida del verano. Caía sobre el mar con todo su peso, lo calmaba, lo hacía tranquilo y suave, como el sueño que me envolvía y templaba mis nervios. La oscuridad era tan espesa que de súbito me preguntaba si, a pesar de tener los ojos completamente abiertos, no era juguete de una ilusión. Un rayo de luz brota de pronto, aumenta y se infiltra a través de las cañas de la choza. Me pregunto de dónde puede venir. Después me llega el tenue ruido de los remos. Yo esperaba. Arrastraban la barca sobre la arena. Unos pies saltaron al agua, un paso inseguro se acercó a la cabaña. Llamaron a la puerta de madera ligeramente. La voz que me contestó era muy suave cuando yo pregunté: «¿Quién está ahí?» Oí que se entreabría la puerta en la oscuridad.

—¿Le he despertado?

Ángela estaba en el umbral. Ni me preocupé por taparme. La oscuridad ocultaba mi desnudez.

El farol de la barca brillaba fuera y vi que Ángela tenía los brazos desnudos y llevaba la falda corta, que dejaba las rodillas al descubierto.

—Voy a pescar con farol —dijo ella.

Me levanté. Me puse el pantalón. No nos dijimos nada. Empujamos la barca juntos para sacarla de la arena. Ella fue la primera en saltar dentro y al hacerlo, la falda se levantó y descubrió la carnosa cadera. Cogió los remos. Yo me senté al timón. Nos deslizamos fuera del canal. Hacia alta mar.

—Deje el timón. Yo conozco las guaridas.

Yo la dejaba llevar la barca a donde quería.

—Ya sé que usted sabe llevarla. Se lo digo porque no conoce los lugares de pesca. La primera vez que mi padre y yo lo vimos navegando a la vela en alta mar y adelantamos, mi padre dijo que usted entendía de mar desde hacía mucho tiempo. Entonces, aún no nos conocíamos.

Nuestra lámpara brillaba sobre la superficie del agua. Por la cara de Ángela corrían las leves sombras de las olas, iluminadas por el farol.

—Mire por el cristal.

Sumergí el cubo de cristal en el mar, mi cara pegada al borde. Ella remaba lentamente. El fondo verdoso tan pronto era de arena pura como manchado de algas negras cual la noche. Como un cuerpo de mujer tendido en el que las algas fueran las sombras de las axilas. Las axilas de Ángela, cuando rema, son como cavernas. Ese matorral espeso y masculino, cerca del nacimiento del pecho, la hace aún más femenina.

—Ahora verá mi técnica —dijo ella.

Buscó entre los instrumentos de pesca, cogió el sedal con la sonda, montada según la costumbre del país: el huevecito de plomo unido con los anzuelos de fundición, cuyas puntas cortan como picos de gavilanes.

—Hemos llegado —dijo ella—. Aquí están las guaridas de los pulpos.

Me explicó cómo arrastraría el hilo y remaría, y cómo tenía que mirar yo por el cristal. Si hay rocas, tengo que prevenirla para que levante el hilo y evite que se enganche. Si veo un pulpo sobre la arena, le haré señas sin hablar. Hay que saber que el pulpo oye aunque no tenga orejas.

Sentose a horcajadas en el banco para preparar los anzuelos, y su falda dejó al descubierto los muslos. Puso trozos de jibia en los anzuelos. Se aseguró de que todo estaba bien y soltó la trampa en el mar.

Llena de sudor, seguía remando sin dejar el hilo. Yo miraba su robusto cuerpo. Su carne rechinaba como el esqueleto de la barca, sólidamente claveteada y juntada. Las dos resistían maravillosamente el esfuerzo y la lucha con el mar. El olor de la sal se mezclaba al del sudor. Me envolvía, lamía mi cuerpo con sus efluvios. A través del cristal, yo miraba cómo se doblaba el largo hilo bajo el agua hada el pulpo, a causa de los movimientos de la barca. La trampa se arrastraba por el fondo, con saltitos rápidos, levantando de vez en cuando una nube de arena que caía blandamente. Astucia magistral del hombre para hacer salir de su antro al indolente ermitaño que, encapuchado, sería muy pronto atraído por una trampa terrestre.

Las algas moteaban de verde la arena. Después desfilaban los fondos rocosos, más áridos y salvajes. Bancos de camarones, sacados de su sueño por la luz, huían como minúsculas flechas que se deslizaban y se dispersaban.

Ángela estaba atenta a mis gritos —cuando yo gritaba «¡Rocas!»— y tiraba del hilo levantándolo por encima de su cabeza. Lo soltaba cuando volvíamos a estar sobre la arena. La luz de la lámpara disipaba la oscuridad, desvanecía las sombras, subrayaba claramente la configuración del fondo. Como una pintura fresca que el artista hubiera dejado para que se secase. Un mundo de cristal. Tan auténtico que parecía falso. Una decoración creada por la primera mano, antes que existiera el arte.

—Se diría que es un sueño, Ángela.

—¿El qué es un sueño?

—Lo que veo, este mundo que ignoraba...

—El mar es así. No sabemos nada de él. Pero es superior a nuestra imaginación. Parece un sueño, como dice usted. Pero un sueño del que no se despierta. Un sueño que se observa con los ojos muy abiertos.

Conseguí ahogar el grito a punto de escapar. El capuchón se erguía derecho. Alrededor, los tentáculos bellamente enrollados. Ángela se volvió, echó una mirada a través del cristal y pasó diestramente ante la guarida. Algo se agitó abajo. La arena voló en masa, todo el lugar se ennegreció con la tinta. Ángela tiró vigorosamente.

—Está bien atrapado —dijo, tirando rápidamente del hilo. Cuando salió la trampa, colgaba un gran pulpo de casi dos kilos, el cual intentaba liberarse del anzuelo azotando el aire, con sus tentáculos. Sin perder un segundo, Ángela lo cogió, lo puso contra el doble fondo de la proa y le clavó su cuchillo en el ojo. El pulpo se enrollaba alrededor de su brazo, luchaba perdidamente para soltarse. Ángela estaba feroz. El pequeño monstruo se le había pegado, y mientras ella se ladeaba para apartarse de la succión de las ventosas, el pulpo se deslizó hasta arriba, golpeándole el pecho con sus tentáculos. Yo acudí a coger al animal, con la mano envuelta en un pañuelo para que no se deslizara. Pero Ángela se me adelantó: metió su cara en la carne del molusco, buscó allí, y de una terrible dentellada, le arrancó el ojo. El pulpo, mortalmente herido, se dejó caer sobre la popa. Su masa se decoloró como si lo hubieran regado con leche. Ángela se secó la frente con el dorso de la mano.

—¡Ya está! Hay que morderle el ojo. Debajo está el corazón —dijo jadeante. Y escupió en el mar. Sólo hay que vigilar sus ventosas. Me mostró su brazo, cubierto de pequeñas ampollas rojas ocasionadas por la succión de los tentáculos.

Renovó los cebos en el anzuelo y volvió a tirarlo al agua. A través del cubo de cristal, yo veía cómo se oscurecía el fondo insensiblemente. Las rocas se multiplicaban. Señal de que aumentaba la profundidad. Los peces plateados brillaban como láminas mientras se deslizaban rápidos, en persecución del haz de luz. Después volvió a iluminarse el fondo: era arena.

A cada momento Ángela miraba a través del cristal y me daba órdenes para dirigir el timón.

—Izquierda... siempre a la izquierda...

Después:

—Derecho... siempre derecho...

Yo también miraba a través del cristal. Las oscuras aristas de las rocas se perfilaban por todas partes, señal de que volvíamos a navegar sobre un arrecife. Hondonadas que se prolongaban cinco o seis brazas.

—El anzuelo va a engancharse —le dije.

—Derecho... siempre derecho —contestó ella.

Dejaba demasiado suelto el anzuelo, y la sonda arrastrando podía engancharse. Las rocas aumentaban, la sonda rozaba la piedra, arrancaba las algas. Lo que me temía, pasó. La sonda se atascó de pronto y Ángela tuvo que apoyarse con fuerza para impedir que la cuerda se rompiera.

—Suelte el timón —ordenó, mientras se iluminaba su rostro.

En aquel momento no conseguí comprender la razón de aquel súbito brillo que sucedía al triste aspecto habitual en sus rasgos. Ella se reclinó, examinó la situación, movió el hilo, se esforzó en tirar para arriba tendiéndolo sobre la punta del remo, lo sacudió a derecha e izquierda, pero era evidente que intentaba lo imposible. El anzuelo no hacía más que fijarse más en la roca.

Arrugó los párpados y apretó los labios.

—Esto pasa a veces —dijo con voz ronca. E inmediatamente añadió:

—Vuélvase hada el otro lado y no mire hacia aquí.

Obedecí y volví mi mirada hacia el mar, sumergido en las tinieblas. Percibía detrás de mí movimientos rápidos, impulsivos. La barca se balanceó como si repentinamente se hubiera levantado una ola rompiendo la calma del mar. Después ella rodó ligeramente sobre la borda, y, en el mismo instante oí el ruido de una zambullida. Me agarré al banco para no perder el equilibrio, me volví. Ángela había desaparecido. Su ropa estaba en el fondo de la barca. Todo lo que llevaba. Cogí el cubo de cristal. La lámpara iluminaba las aguas hasta el fondo. En su luz verdosa, distinguía a la muchacha desnuda que se hundía hasta el fondo de la masa acuosa. Sus piernas y sus muslos batían el agua en un nadar de batracio. Ella dejaba pasar el hilo por su mano para guiarse. Se adivinaba su fuerza y su habilidad en su forma de luchar contra la resistencia del agua. Nervios de acero. A medida que se hundía, su silueta se fundía con el agua. Extraño espectro marino. Cuando hizo pie, separó las piernas para apoyarse en la roca cubierta de algas. Tiró diestramente del cordel y desenganchó la sonda. Se volvió, golpeó vigorosamente con el pie y su cuerpo saltó hacia la superficie. Senos enormes y redondos apuntaban hacia arriba como si quisieran horadar la superficie antes que ella. El costurón que cortaba su pecho aparecía en toda su longitud. Perdí a Ángela de vista cuando pasó por la sombra de la barca. Se agarró con una mano a la borda y con la otra echó la trampa en la barca. Después se puso a nadar hacia alta mar y ya no vi más que la mancha oscura de sus cabellos, brillantes en la lejanía. Oía el glu glu del agua que ella despedía por la boca.

Un reflejo me impulsó a recoger su ropa, tirada en el fondo. Aquel olor de mujer me daba vértigo, me llegaba a las entrañas. Su ropa aún estaba impregnada de los efluvios de su cuerpo. Hundí mi cara, aspirando con todas mis fuerzas. Seguía oyendo el ruido del agua en su boca. Y el batir de sus brazos nadaba tranquilamente.

Mi espíritu se oscureció, pero sentía como mi deseo se decantaba. Me desnudé. Estiré mi cuerpo, iluminado por el reflejo del farol. Quizá ella me viera. No importa, no hice nada por ocultarme. Me senté en la borda y me dejé caer hacia el mar, cuya tibia superficie me acarició. Flotaba blandamente. Después me lancé tras sus huellas. Siguiendo el pequeño surco que ella dejaba, labrando el mar. El agua tibia me lamía la piel. El calor de Ángela rodaba alrededor. Su femineidad dulcificante. La aspereza y la salsedumbre del agua. Me acercaba a ella. Hasta noté el golpeo de sus pies cerca de mis manos. La onda que ella desplazaba se deslizaba sobre mí, rozando mi pecho y mi vientre como una lengua viva que hubiera querido regalarse en mi cuerpo. Empujados por el mismo deseo, seguíamos avanzando en las tinieblas. La barca, dejada al amparo de la paz nocturna, nos vigilaba con su ojo luminoso, cuyo verde haz traspasaba la noche. Miraba dos cuerpos desnudos que erraban uno al lado del otro y se enviaban mensajes con el agua, que los impelía a unirse.

Ángela se volvió bruscamente. El mar se llenó de pequeños torbellinos con aquella media vuelta. Se quedó así, derecha, golpeando con los pies y moviendo los brazos muy separados como alas, para mantenerse en la superficie. No tuve tiempo de contenerme. Estaba cerca de ella. Chocábamos. La corriente me enganchó contra ella. Sus brazos enlazaron mi cuello. Su cuerpo deslizante y fresco, se apretó contra el mío. Yo estrechaba mis brazos en su espalda, en su cintura. Seguimos abrazados así, los ojos en los ojos. Su mirada clavada en la mía. El blanco del ojo brillando como nácar. Sus dedos corrían por mi espalda como cangrejos que intentaran huir, esconderse. Sus piernas se separaron y me aprisionaron. Me estrechó violentamente. Me enrolló como una vid con sus frutos y sus vástagos, sus raíces rizadas, para unirse a mí y formar un solo ser. Para mezclar nuestros deseos. Trenzar nuestros destinos.

—¿Ha sido alguna vez más bello el mar...? —murmuró ella en mi oído, y su voz estaba cargada del deseo que la consumía, dispuesto a estallar, a brotar desmesuradamente y a consumirse en su propio aniquilamiento. Sus labios roza— ro los míos y yo probé su dulce salsedumbre. Los entreabrió, los deslizó por mi cuello, mis mejillas, mi oreja, haciéndome cosquillas, después otra vez en mi cara, para alimentarse con mi aliento, con mi olor. En la tibieza del agua, su aliento, jadeante, era como un terciopelo sobre mi cuerpo estremecido.

—No contestas... ¿Ha sido alguna vez más dulce el mar?

Mi voz estaba como ahogada. El mundo se disolvía, se achicaba, para no ser más que aquella agua, aquello, todo lo que nos rodeaba, que nos levantaba de vez en cuando suavemente y después nos hacía zozobrar en su misteriosa sustancia.

Huyó como para quedarse allí. Nadaba rápidamente. Yo la seguí. Después volvió a detenerse, se estiró, con los brazos en la nuca. Miró el cielo. Yo tendí la mano, la pasé ligeramente sobre su pecho, su vientre, sus muslos... Ella seguía inmóvil.

—Parece su aleta —dijo ella a media voz.

—¿Qué aleta?

Me deslicé sobre ella y se hundió un poco. Se movió, estiró sus miembros y huyó. Nadaba de prisa. Tuve que apresurarme para alcanzarla, aunque soy un buen nadador. Hasta gané en dos ocasiones los campeonatos organizados por el club náutico y me enorgullecía de ser invencible en natación.

—Como los delfines cuando juegan —me dijo y bruscamente se abalanzó para pasar por encima de mi cuerpo. La perdí en el remolino espumoso de su zambullida. Cuando vi su cabeza saliendo a lo lejos, en la oscuridad de la noche, me apresuré en alcanzarla. Ella me esperaba, flotando, con la mitad del cuerpo fuera del agua, volvió a pasar por debajo, se deslizó dando la vuelta alrededor y se fue como un pez, del que tenía la agilidad y el gusto por el juego.

—¡Es así como juegan en el agua!

—¿Quiénes?

—Los delfines. Se bañan, se precipitan unos sobre otros, mezclan sus aletas, después se separan, se persiguen, se sumergen. ¿No has visto nunca delfines enamorados?

Sus senos eran dos olas balanceándose en la palma de mi mano.

—Tú también te pareces al mar, y tus olas juegan en mis manos...

—Forman parte del mar. Nosotros también pertenecemos al mar. Pero en él no nos pertenece nada... Somos como los delfines que posee el mar, que deja jugar con el agua, y disfrutar de ella... No hay nada más bonito que el juego de los delfines... Ven, que seguiremos divirtiéndonos como ellos... ¡Ponte sobre mí!

Me eché sobre su espalda y ella se puso a nadar arrastrándome. Después me deslicé a su lado. Nuestros cuerpos se movían cadenciosamente, avanzábamos en la tibieza del agua como dos almas perdidas que intentaran encontrarse desde la eternidad. Desde cuando la vida empezó a modelarse. Sentíamos cómo nuestras raíces sacaban la vida del agua, buscaban su forma... éramos las almas de todas las generaciones pasadas... las almas de todas las generaciones futuras... las dos únicas almas vivientes en la soledad infinita del mar y de la noche.

—Continúa —murmuró ella escuchándome contar aquella historia fantástica, aquella inmensa y lejana fermentación de la vida en los principios del mundo.

Yo hablaba como si de pronto el mito hubiera dejado su horizonte lejano para venir a buscar su aliento en la tibieza del agua y manifestar su gran verdad en la ilusión forjada por el pobre cerebro del hombre... Sólo había aquellos dos cuerpos, explica la leyenda salida de un oscuro pasado, que habla con el arrullo de la noche, con la respiración de los vientos, el frescor de las olas.

Sobre nosotros, el cielo hervía de estrellas. La tierra estaba muy lejos. Nuestros cuerpos se deleitaban en su desnudez...

Cogí a Ángela. Todo era a la vez ligero y firme. Todo perdía su auténtico peso y se disolvía, absorbido en la inapreciable sustancia del agua.

Nos hundimos dos veces. Volvimos a la superficie. Nuestros cuerpos se deslizaban el uno sobre el otro, extrañas formas de un mundo antiguo que intentaba explayarse por la imaginación y por el sueño.

—Sortilegio... el mar entero es un sortilegio —murmuró—. Qué frescas están tus aletas...

Traídas por la brisa exótica de las antiguas leyendas, sus palabras expiraban en mi oído.

—Mientras te abrazo, mientras estamos así el uno al lado del otro, los peces nos miran. Nadan alrededor. Nosotros no los vemos. Pero ellos se alegran de ver nuestras manos, como aletas que estrechan nuestros cuerpos marinos...

Dio media vuelta, mirando al cielo. Yo me estiré a su lado, pasando mis brazos sobre sus hombros.

—Mira las estrellas. ¡Qué raro es verlas colgadas sobre nosotros! Dicen que son más grandes de lo que parece... Pero yo digo que eso no es verdad. Son tan pequeñas como parecen. Son clavitos de plata prendidos en el cielo. Algún día se acabarán. De vez en cuando, una de ellas se desclava, cae y desaparece. ¿Has visto alguna estrella fugaz? Cuando cae, formulo un deseo... Hazlo tú también cuando veas caer una estrella.

Su voz se apagó. Pensaba. Yo comprendía que su mirada se perdía a lo lejos, en la inmensidad del cielo que llenaba la masa inagotable de los astros. Se acercó y estiró su cuerpo contra el mío.

—¡Sí! Son tan pequeñas como parecen —le dije yo, para tranquilizarla. Al ligero movimiento de su mejilla contra la mía, noté que sonreía de felicidad viendo que estaba de acuerdo con ella: las estrellas eran realmente tan pequeñas como parecían.

—¿Y sabes dónde van cuando caen?

—¿Dónde van, Ángela?

—Van derechas a la gran caracola. Está en las grandes profundidades...

Me mostró un punto verde hacia el sudoeste. Recordé la caracola que me había regalado.

—Es una caracola muy grande. Escondida bajo el árbol de mármol... en el fondo del mar. No te lo hubiera dicho nunca si no nos hubiéramos identificado como lo hemos hecho esta noche. Que las estrellas caen en esta gran caracola... yo lo he visto... Lo sé... Son pequeñas como granos de arroz. Y cuando la caracola esté llena, entonces el cielo quedará vacío de estrellas...

Suavidad de este cuerpo de mujer que se mueve sobre mí en el frescor de las olas.

—Y... ¿tú las ves realmente en esa gran caracola?

—Sólo lo sé yo... Cada vez que me sumerjo, calculo cuántas nuevas estrellas han caído en la gran caracola...

Una pequeña lámina brillante corrió por el cielo, rodó hada abajo y se apagó. Un astro que se desclavaba...

—Cae allí —murmuró Ángela.

—¿Qué deseo has formulado? —pregunté yo.

—No he tenido tiempo. ¿Y tú? ¿Has formulado un leseo?

—Que esta hora que pasamos juntos en el mar no acabe nunca.

—Amor mío —murmuró ella, estrechándose más fuerte contra mí. «El delfín me habla. Sus sortilegios han desaparecido. Esta noche su aleta es suave...»

Estoy embrujado por sus palabras. Creo ser un delfín. Al que va dirigido su deseo. Hay momentos en que creo tener entre mis brazos a una muchacha-delfín. Su piel tiene el frescor de la ola, se diría que nunca ha salido del mar. Me parece notar en su espalda la aleta. La leyenda me posee por completo. Así debió de nacer el primer mito, que enseña al hombre que sólo es ilusión, que la única verdad es la de la imaginación, las figuras de ensueños, las visiones del vértigo. Llenos de nuestras visiones, nos convertimos en juguete del agua. La vida sólo era para nosotros una horrible ilusión. Y el sueño, una verdad maravillosa...

La barca flota a lo lejos, insignificante. Su lámpara rompe la oscuridad y sus rayos de luces forman un camino de plata.

—Se diría que nos vigila —dijo Ángela.

Se soltó de mí y se alejó tranquilamente. Después, en la lejanía, la oí murmurar suavemente:

—Ven... ven...

Tengo que acordarme exactamente de lo que siguió, ya que lo que pasó está unido a los acontecimientos que narraré después. Oí como su voz llamaba, murmuraba suavemente: «Ven... ven...» como si no fuera a mí a quien llamaba. Aquel instante me pareció extraño e insólito. Una palabra que resuena suavemente, como formada por la espuma y confiada a la cresta de las olas. Para que se fundiera en el seno del agua y fuera oída por una alma escondida en el mismo seno de la soledad.

«Ven... ven.» La palabra se disolvió como la bruma del alba, se hizo eco y se desvaneció. «Estas palabras no son para mí», pensaba yo. Y a pesar mío, me estremecía hechizado.

Después oí un silbido, igual al rumor de una caracola, un silbido que se doblaba sobre el oleaje como si también fuera una dulce llamada. Un silbido paciente, sin fin, lamentación y oración a la vez. Nadé hacia ella. Volvimos a confundir nuestros cuerpos.

—Me has oído, delfín mío. Por fin has aprendido a conocer mi voz... Oyes cuando silbo. Has aprendido a comprenderme y te acercas a mí para que nos unamos como yo deseo.

Toda ella temblaba, se estremecía.

Se fue muy lejos y yo la perseguí. La alcancé. Pasó sus dedos por mis cabellos para echarlos hacia atrás y descubrir mi frente. De pronto, sus uñas se hundieron en mi brazo. Comprendí que era de miedo. Ella escuchó. Me tapó la boca con la palma de la mano para impedir que le hiciera preguntas. Yo oía claramente. Un chapoteo lejano. Provenía de alta mar. Como si un pez hubiera saltado, a lo lejos. Un gran pez. Quizás a una milla. Yo calculaba la distancia hasta la barca. Ángela volvió a escuchar. El mismo chapoteo rompió la calma de la noche. Murmuró como para sí misma: «Me ha oído...» Se hizo un extraño silencio. El miedo me cortaba la respiración y paralizaba mis miembros. Ella me cogió y me empujó.

—Vamos a la barca —dijo—. Me abandoné sin comprenderla.

En su voz se mezclaban la alegría y la angustia.

Hendimos el agua tan rápidamente como pudimos. Ella se detuvo para de nuevo escuchar. Pasaron unos instantes. Los saltos del pez se hicieron más claros. Señal de que se acercaba. La barca ya no estaba muy lejos. Cogimos la borda y nos lanzamos dentro. El reflejo de la lámpara brillaba sobre el mojado cuerpo de Ángela. El costurón aparecía claro, desde el hombro, cortaba el seno hasta el pubis. Sentose en el banco y cogió los remos. Los mantuvo en el aire, pareciendo vigilar lo que iba a suceder. El chorro de agua bajo los saltos del pez se oía a menos de cien brazas. Después, un poco más cerca, se levantó una ola, se rompió en un penacho de espuma al- mismo tiempo que retumbaba un estruendo, como si un cuerpo gigante golpeara el agua con su masa; después, el estrépito del cuerpo volviendo a caer en el mar.

Ángela se reclinó en la claridad de la lámpara. Yo también me recliné. Pasaron unos segundos. La barca cabeceó en el violento remolino. Una sombra negra, más larga que la de un hombre alto, se recortó en el reflejo verde del abismo y desapareció. La cara de Ángela se iluminó con una alegría que intentaba manifiestamente contener.

—¿Qué era? —le pregunté, y confieso que me sacudió un estremecimiento helado al pensar que, sin la prisa de Ángela por volver a la barca, yo hubiera podido estar aún en el mar—. ¿Cómo lo sabías? ¿Cómo sabías que íbamos a encontrar un pez así?

Ella no contestó. Apagó rápidamente la lámpara y nos quedamos a oscuras. Yo oía los latidos de su corazón. Sí. No miento. Los oía, rápidos, ardientes, como si todas sus entrañas fueran de fuego. Quise cogerle la mano. Ella la retiró. Volvió a coger los remos y bogó para alejarse de aquellos lugares describiendo un amplio círculo en el desierto de la noche lunar. Iba al azar, cruzando y volviendo a cruzar el camino de la barca, dando grandes vueltas y sesgando unas veces aquí y otras allá. La sombra de su cuerpo se balanceaba, cubierto en las tinieblas de la noche. Estaba claro que intentaba borrar nuestras huellas. Y sus maniobras formaban una red tan embrollada, que hubiéramos perdido completamente nuestros puntos de referencia si no nos hubiese guiado el gran faro de Megalonissi con su ojo brillante.

—¿Por qué no vas directamente hacia la costa? —le pregunté.

Volvíamos a oír el chapoteo del agua. Continuamente; tan pronto se alejaba como se acercaba. Como si el cetáceo intentara encontrar la barca. Vagaba como un loco por todas partes, perdido en las evoluciones de nuestras huellas, a la caza del trazo luminoso de la lámpara.

—¿Por qué has apagado la lámpara? —insistí, decidido a obtener una respuesta.

—Habla en voz baja. Lo he hecho para que nos pierda.

—¿Qué era? Dime qué era...

—El delfín. Está por aquí. No hables fuerte. El no tiene que oír una voz de hombre. Tú no sabes... no puedes saber...

De repente recordé su voz irreal de hacía un momento, cuando me invitó a unirme a ella: «Ven... ven...». Después, el dulce silbido que yo dudaba destinado a mí. Casi grité:

—¿Qué es lo que ignoro? ¿Por qué no hablas, Ángela?

Ella bajó la voz.

—No es nada. Lo que quiero es que, cuando estemos en el mar y yo diga cualquier cosa, tú no me preguntes y hagas lo que te digo. Ahora, pues, no hables.

Sus palabras eran realmente extrañas, pero en aquel instante me era indiferente todo lo que no fuera Ángela. Estaba entre sus manos, me atraía con su fuerza de voluntad, su facultad de presentirlo todo gracias a su sentido misterioso del mundo marino, aguzado por una larga experiencia. Bogaba lentamente, sumergiendo los remos con suavidad, para evitar el ruido. Yo comprendía que al fin se dirigía hacia mi puertecito, pero oblicuamente, ya que había conseguido llevar la barca hacia el sur. Descubrió el canal con una admirable seguridad e hizo pasar la barca. Confieso que no me tranquilicé hasta entonces. Mis nervios se templaron. Como si todos mis cabellos y mi vello, erizados, recuperasen su posición normal.

Arrastramos la barca por la arena. Yo quise tomarla en mis brazos y llevarla a mi choza. Su cuerpo dejaba sobre el mío el frescor de la noche y del mar. Ella se apretó ligeramente contra mí para darme el placer de la caricia que yo deseaba ávidamente; después, en un movimiento seco, me rechazó, me lanzó a la orilla, me arrojó mis pantalones cortos, sacó la barca en unas fuertes abrazadas y desapareció.

Yo estaba despechado. Fui hacia Faneromeni, hacia su casa, para vigilar su regreso. Esperé en vano durante horas sin ver— la aparecer. Difícilmente podía explicarme aquel retraso. Tengo que decir que desde el principio, justo antes que ella se alejara con su barca y saliera del puertecito, yo había tenido el presentimiento de que su barca no tomaba el camino de Faneromeni. Oía los remos golpeando el agua con gran energía, abiertamente, sin tomar ninguna precaución. La barca trazaba su ruta apresuradamente hacia alta mar.