Capítulo dieciséis
Aquella noche, Lucas el borrachín estaba trastornado, como preocupado por un mal secreto, y sólo lanzaba injurias y reproches contra Tomás. Yo no comprendía tal testarudez; el único motivo de su pelea era que le impedía construir una choza al lado de «su rincón». «Pero, bueno, ¿es que ese rincón es suyo para que pueda hacer lo que le dé la gana?», decía Lucas el borrachín.
«Teme que yo encuentre sus agujeros de pulpos. Ese es el motivo.»
Ángela no dio su opinión sobre el asunto. Jamás se metía en las cosas de la tierra. Nos dejó.
—Sin embargo, es viejo. Tendría que aceptar a los más" jóvenes. Yo no le quitaría su pan. Y además, podríamos asociamos. ¿No es verdad, patrón? Los pobres tienen que asociarse. Un pobre no debe temer que venga otro a quitarle el pan de la boca.
Yo no tenía ganas de verme mezclado en aquel asunto. Cuando me quedé solo, Tomás se acercó.
—¿Qué te contaba ese holgazán? ¿Querrá recibir el pan cocido del cielo? A mí nadie me ha enseñado. He luchado durante años. Sobre mi pobre espalda han pasado inviernos enteros y he soportado más lluvias de las que tú podrás soportar jamás. He luchado contra las olas. Después, es el sol que cae encima y que me ha cocido como a una teja. Y él, date cuenta, quema encontrarlo todo preparado... Además, está Stratos. El es mi heredero. ¡Ese borrachín no puede comprender que quiero que me deje en paz y que se meta en su trabajo!
Siempre refunfuñando, se acercó a las redes extendidas. Yo observaba su habilidad. Sus dedos trenzaban la cuerda ágilmente, con la punta de una caña, y la red estuvo terminada en un abrir y cerrar de ojos, como si fuera su oficio.
Una banda de tórtolas pasó y desapareció del lado de tierra. Fui a buscar el fusil a la choza. Encontré a Ángela, que manipulaba los cartuchos y los sacudía como para asegurarse de que estaban llenos. No se turbó. Dejó el cartucho que tenía.
—¿Dónde has metido los pesados? ¿Los que has llenado con plomo?
Recuerdo perfectamente que la cólera me enloqueció y que le respondí muy mal. Le dije que no hay que meterse en los asuntos de los demás, que ella tenía una singular forma de actuar y que preferiría no me hiciera más preguntas sobre mis asuntos. Le hablé exaltadamente. Cogí el fusil. Retiré los dos cartuchos de plomo, los metí en mi bolsillo y lo volví a cargar con cartuchos de mostacilla. Ella me observaba. Nervioso, yo esperaba el paso de algunas tórtolas. Volaban muy alto.
—Va a hacer mal tiempo. Ellas hacen eso cuando el tiempo va a cambiar... —dijo Tomás al verme armado—. Es la mejor época para cazarlas.
Una nueva bandada parecía reagruparse por el lado del cabo Englesoskala. Apunté al último de los pájaros, que parecía volar más bajo. Le disparé cuando pasó sobre mí. Se abatió como una hoja de plátano caída del árbol, las alas extendidas girando en hélice, y cayó a los pies de Tomás con un ruido sordo.
—¡Bien! Podrás comer carne, patrón —gritó Lucas el borrachín desde su barca, que bebía tanta agua como su laringe absorbía vino.
Tomás volvió a refunfuñar. Sopesó el pájaro en la palma de su mano.
—Es delgado. Aún no han comido mucho grano. Pero Ángela entiende de caza. Los guisa con cebolla frita. De otro modo resultan correosos y no es posible comerlos. Pero no tiene comparación con el pescado, y sobre todo con el pulpo, mi joven amo. De todo lo que sale del mar, no hay nada mejor.
Tendió el pájaro a Ángela, que lo cogió, molesta, mordiéndose tan fuertemente los labios, que sus cortantes dientes dejaron pequeñas señales. Su mirada chispeó con aquel brillo que yo conocía tan bien, como chispea la nube llevada por la tempestad al corazón de la tormenta. Lanzó d pájaro muerto a mis pies, se volvió de espaldas y se fue, obstinada.
Tomás movió la cabeza.
—No hagas caso. Jamás puede uno saber cuándo está de buen humor o cuándo hay tempestad. Como el mar. Pero la mujer es tan necesaria como el mar. Y cuando tienen un buen día, no hay nada más dulce que la mujer y el mar. Además, muy pronto tendrá a Stratos. A las muchachas las cura el matrimonio. Tienen que hallarse embarazadas. La mujer necesita al hombre. Sólo así se calma. Encuentra el descanso. Concibe. ¡Es así! Cuando la mujer concibe, es como si naciera una segunda vez. Se transforma. Nosotros, los hombres, no podemos comprenderlo. Pero sabemos que sucede así. Una mujer que no se ha entregado, peca contra Dios. Todo eso es cosa de Dios... Además, no te preocupes, Stratos es un buen individuo. Aprenderá mi oficio. Con los pulpos, con el palangre. Siempre me las he arreglado hasta hoy y no puedes decir que no tengamos con que llenarnos el estómago. Ella dice que no quiere. Tiene sus caprichos. Pero este asunto no depende de ella. ¿Quién sabe lo que se ha podido meter en la cabeza?
Me miró de una forma singular, como para hacerme comprender el sentido de sus palabras. Yo le sonreí. El dijo:
—Tú lo comprendes, mi joven amo. Cada hombre debe tomar una mujer de su condición. Si no, la cosa no marcha. Hemos pensado que la boda será a principios de invierno.
Día tras día, una sombra oscureció mi vida: la sombra negra de un encuentro; ignoro hasta dónde se extenderá. Busco y no encuentro nada. Sin embargo, veo por todas partes señales insólitas cuya forma y cuyo sentido intento encarnizadamente descifrar.
Desde el día que cacé la tórtola, Ángela evita verme. Se pasa el tiempo en su casa, se ocupa con los niños. Cuando me ve, baja la mirada y no quiere intercambiar ni una palabra conmigo. Ya hace mucho qué no ha salido al mar. Ni a Glyconery. Pero yo comprendo que su comportamiento es engañoso.
—Es así. Cambia y no quiere nada del mar durante un tiempo. Quizá vaya por la noche. A menudo, me despierto de madrugada y no la oigo moverse. Me digo que quizás esté contigo durante ese tiempo. Entonces, ¿tú tampoco la ves?
Esta fue la pregunta que me hizo Tomás, una noche en que Ángela, sentada en una roca, parecía absorta en la contemplación del mar. Estaba tan inmóvil como si el espíritu de aquellos lugares hubiera surgido allí y quisiera librarse del siniestro cerco que la oprimía.
—No, no viene a mi choza —contesté como para descargarla de toda acusación y limpiar cualquier sospecha sobre mí.
Tomás sacudió la cabeza.
—No te enfades conmigo, joven amo. Pero comprendo que su naturaleza no es como la de los demás y que las habladurías de la gente no siempre son falsas. Hasta Lucas el borrachín, cuando está borracho, dice verdades. Es un peso para mí, tengo que preocuparme de ella, aunque me dé cuenta de que su cabeza no rige bien. Tiene que casarse de prisa. Es preciso que tenga un marido a su lado. A toda costa. ¡Sé lo que digo!
Empezó a oscurecer. Tomás seguía hablándome y yo notaba que deseaba continuar la charla, abrirme su atormentado corazón, confesarse. Pero acababa de suceder algo: Tomás miraba de lado hacia Ángela, que seguía sentada en la roca. Ella hizo un movimiento extraño en dirección al mar. Se medio incorporó, mirando hacia alta mar como para distinguir algo, muy lejos.
Todo estaba tranquilo, y el chapoteo se oía claramente. El agua espumaba. La mitad del dorso del gran cetáceo surgió del agua, después se sumergió. Pasaron breves instantes. El lomo volvió a aparecer, y yo distinguí claramente su surco. No se acercaba, se contentaba con costear, a unas doscientas brazas. Jamás se había visto un delfín tan cerca de tierra firme. Tomás, que tenía el oído fino, percibió el ruido. Vio al delfín, que pasaba y volvía a pasar.
—Desde estos últimos días, está siempre metido en nuestro rincón. Antes no venía. Y mira, joven amo, siempre es el mismo. Yo creo que su hembra habrá muerto, él la busca y Dios sabe en qué agujero de la roca se pudre la carroña. Ya verás: en unos días las gaviotas se unirán en banda en la costa desde Gavatha, sobre el esqueleto. Mala señal que se acerquen tanto. Nos ahuyentarán todo el pescado. ¡Cochinos animales! No dejan nada. ¡Con tal que no vaya a sacar a los pulpos de sus agujeros! No dejaría ni uno. Para él, el pulpo es una auténtica golosina.
Yo lo entendía a medias. Aquel acontecimiento me preocupaba. Ya no había ninguna duda: era el delfín. El delfín de Ángela. Parecía reclamarla. Y que había perdido la cabeza después de tantos días de no salir ella a su encuentro.
Me encontraba en el momento más importante de esa pequeña historia, que supera completamente los límites naturales que exigen que cada cosa se mantenga en su propia naturaleza. Al mismo tiempo, sentía subir mi odio y mi cólera. Apretaba los puños ante la escena que se estaba desarrollando ante mis ojos.
—Te lo he dicho, dan cincuenta dracmas por cada delfín muerto —insistió Tomás—. Es una prima del ministerio. Dicen que es un destructor del pescado. Los atacan con torpedos. Pero, a mi edad, ¿dónde encontrar fuerzas para luchar contra monstruos así? Está bien para muchachos robustos y valientes. Yo no puedo.
El delfín seguía dando vueltas. Después tomó la dirección de la roca, derecho hacia Ángela. Volaba literalmente, como propulsado por una hélice, y la espuma brotaba de su espalda cuando emergía, como el estrave de un navío. Ángela se levantó. El delfín dio un salto, muy alto, en el aire, después un segundo. Jugaba con el agua, que, bajo sus saltos, se abría como si alguna brasa ardiera en los abismos.
Ángela se sobresaltó y empezó a correr a lo largo de las rocas. Para llevarse al cetáceo lejos de nosotros. Movida por una repentina intuición, para llevarlo a un lugar seguro y protegerlo del peligro que presentía indiscutiblemente. El delfín daba saltitos, y la seguía como un caballo domesticado.
Me levanté para abalanzarme. Tomás se contuvo, y me dijo, como si me confiara un secreto:
—Vigílalo y mátalo. Tu fusil es fuerte. Vale cincuenta: ya te lo he dicho. Sólo que ahora no es el momento: mátalo un día en alta mar, cuando esté solo. Y dímelo. Quiero que me lo digas.
Sus labios temblaban bajo el bigote.
—Naturalmente, tú no lo harás por los cincuenta dracmas. Lo harás por placer. Yo lo hubiera hecho por los cincuenta dracmas. El precio de un pulpo de seis kilos.
Perdí de vista a Ángela y al delfín. Un pico de rocas la ocultaba tras el Mavro Kavo. Sentí ganas de correr para alcanzarlos, ya que estaba seguro de que ella iba a echarse al mar. Mi cerebro volvió a ensombrecerse, mi corazón saltó en mi pecho. En aquel instante sentía que me estaba volviendo loco y dispuesto a las más increíbles locuras.
Yo no dejaba de mirar al mar. Acababa de ver al delfín saltar y alejarse hacia alta mar, como si su misión ya hubiera sido cumplida. Ángela regresó al mismo lugar y se sentó sobre la roca. Miraba hacia la espuma que se perdía a lo lejos. Cada vez más lejos. Su pensamiento viajaba al lado de aquel habitante de las aguas que se había mezclado definitivamente en su vida y se convertía en trama de su destino. Vi que ella volvía a estar tranquila. Pero mi decisión era tan firme, que no admitiría ningún retraso. Cuando volví a verla al atardecer, ella pareció sorprendida. Me miró de frente.
—Ya no eres la misma, Ángela —le dije.
—Aunque no quisiera cambiar, no puede ser de otro modo. Hace mucho que sé en qué piensas. Mi ojo penetra hasta el fondo del hombre. Y será mejor que no te diga lo que veo en ti.
Sentí ganas de decirle que tenía la cabeza llena de ideas absurdas, pero al mismo tiempo comprendí que era inútil intentar ocultarle la verdad que su intuición le dictaba.
—Ven, y sentémonos como antes, Ángela. Hace días que huyes de mí. Hace días que me tratas como si fuera un enemigo.
—Has seguido recogiendo trozos de plomo, lo sé. Has cogido los más grandes, los más pesados. Tu corazón es negro e inquieto tu espíritu. Crees que puedes atacar a cualquiera, cuando te apetezca, y deshacerte de él. Tienes que saber que sobrevendrá una terrible desgracia. Estos últimos días el gran árbol petrificado gemía, y sus lamentaciones subían del abismo. Sabe que su cólera levanta tempestades terribles que engullen todo lo que él ha decidido matar. El sabe lo que piensas y puede atraerte al agua, donde desaparecerás para siempre. Hablo del árbol de mármol, y él también me escucha.
Sus ojos lanzaban rayos.
—El árbol —le dije— está tranquilo y muerto. El árbol es un trozo de mármol que se pudrirá con el tiempo.
—¡Antes nos pudriremos nosotros! Primero verá cómo nos pudrimos. Nosotros desapareceremos y él seguirá como está. Tal como estaba hace generaciones y generaciones. Te he dicho que ha lanzado grandes gemidos y que los pescadores que estaban allí, por casualidad, lo oyeron y lo han contado. Y nadie ha vuelto a pescar por aquellos lugares. No comprenden lo que es ese rumor que llega de abajo... No saben... Sólo yo sé que su corazón es de mármol y que conoce tus intenciones y el nombre que tú tienes en el espíritu.
La sombra del miedo que anega a las almas débiles lo cubrió todo hasta el punto que la luz pareció oscurecerse aunque el cielo siguiera de un azul perfecto, sin la más mínima huella de nubes.
Me sorprendió ver a Lucas el borrachín atracado al borde de la roca del canal y dirigirse hacia mí. Ángela me dejó, atormentado yo por las sospechas más locas. Me decía que esta vez no me había equivocado. Hasta puedo decir que todo se aclaraba en mí: al fin tenía la misteriosa clave del cambio de Ángela con respecto al mar en los últimos tiempos. Era un hecho que ella no había negado. Era un hecho: se lanzaba al agua por la noche y se encontraba con el delfín. Lucas el borrachín me abordó:
—Hace mucho tiempo que no te he visto patrón.
—Te llevo conmigo a pescar. Y ahora mismo. Debes de tener cebos. ¿Verdad, Lucas el borrachín?
—Tengo pequeños langostinos que siempre me piden. Y todos los días guardo un poco para ti, por si lo necesitas. Pero me parece imposible ir con mi barca, ya sabes que su calafateo...
—Tú vaciarás el agua. Y yo pescaré.
Recogí rápidamente los sedales. Retiré los dos pesados cartuchos de mi fusil y me los metí en el bolsillo. Desde lejos, Ángela observaba todos nuestros movimientos y no nos quitó la vista de encima hasta que salimos del canal. Yo remaba y Lucas achicaba.
Tengo que confesar —y esta confesión es completamente verídica— que no salí para pescar, de lo que no tenía ninguna gana. Mi fin era muy distinto. Observaba la tierra mientras me alejaba y me dirigí a la izquierda, hacia el oeste.
—¿Por qué no sigues recto, patrón? Por aquí no hay pescado. Sigue, pues, recto, sobre el banco. E hizo un ademán hacia el norte.
Pero yo continué mi camino hacia el oeste, tranquilamente, sobre el mar liso, intentando conservar en el alineación mis tres puntos de referencia, para no perder el lugar que me había señalado. Sabía que en algún sitio de por allí yacía el gigante petrificado. No apartaba mis ojos de Lucas ni un segundo. Yo quería aclarar aquella historia. La historia de los gemidos que llegaban del fondo y el terror de los pescadores que creían en la leyenda. Eso me preocupaba.
Lucas el borrachín empezó a ponerse nervioso.
—Te alejas, patrón, y ya no puedo vaciar el agua con bastante rapidez.
—No dejaba de achicar con el cubo.
El agua llenaba los agujeros de la popa bajo el enjaretado que Lucas había levantado para vaciar el agua más fácilmente.
—Tendrías que cambiar de ruta. No vamos por el lado bueno. El pescado va a donde él quiere.
Temblaba hasta los huesos. Sus labios se movían.
—Sigue con buena salud, sé feliz en el amor, patrón; pero, si no quieres nuestra ruina, hazme caso y vete de aquí. ¿Es que no lo has oído?
—¿Oír qué?
Levanté los remos en el aire y me apoyé en ellos.
Se había puesto la mano en bocina para oír mejor.
—Se oye un ruido sordo, patrón. Escucha. Hay un ruido de suspiro que sube desde el fondo. Es el mar que gime... Desde la antigüedad cuentan que el lugar está encantando por un espíritu encadenado que lucha por liberarse. Se habla de un espíritu de mármol que gime. Es lo que te he dicho. El árbol, patrón.
Yo hice ver que no le oía.
—Escúchalo ahora. Escucha qué largas son las lamentaciones... —dijo el hombre, aterrorizado.
Y bruscamente se sobresaltó. Casi gritó:
—Mira, patrón. Ya no entra agua en la barca. La mano del espíritu la ha levantado y ya no tocamos el mar. El mar nos aparta de aquí. El espíritu de las profundidades está encolerizado con los hombres. Los otros pescadores también lo han oído. Ni Ángela se atrevería a venir hasta aquí...
—¿Por qué dices eso de Ángela?
—Porque ella manda al espíritu. Los pescadores la han visto muchas veces por aquí, sumergirse completamente desnuda, y volver a subir horas después. Baja y habla con él. Le trae todas las noticias del mundo. Se entera por ella de todo lo que pasa. Es así como sabe que no necesita atormentarse y cuándo debe advertirnos por qué está encolerizado.
—¿Y por qué tiene que mostrar cólera ahora?
—¡Eso no lo sabe nadie! Y nadie se arriesga a venir aquí para saberlo. Anda, vámonos, patrón. La tempestad sube desde abajo. El espíritu olfatea la sangre que va a extenderse por el mar. Está escrito, habrá un crimen. ¿Qué tenemos que hacer nosotros aquí? Vámonos, si no quieres que ocurra una catástrofe...
Yo temblaba. Mis pensamientos, mis designios inconfesables se habían fundido a la extraña vida que animaba aquel rincón del mar, aquel rincón perdido frente a Nissiopi, y a través del silencio vibraba el eco de mis pensamientos, un eco que se hinchaba, que se hacía audible. El otro lo sentía y nuestros pensamientos no fueron más que uno, como si yo hubiera confesado en voz alta mi secreta resolución.
Sube de las profundidades este gemido que oye Lucas el borrachín, que Ángela fue la primera en oír, que han oído todos los pescadores del lugar. Y que ahora también oigo yo.
—Quieres matar al delfín —me dijo bruscamente, y sus ojos, empapados de alcohol, me miraban con horror.
Me sobresalté.
—¿Qué dices? —grité.
Me calmé pronto. Tiré de un remo con energía. Me apoyé en el otro. La barca viró en seco sin perder su arranque. Hendía el agua bajo la fuerza de mis brazos, como impulsada por un pequeño motor.
Yo sabía lo que buscaba. Aquel rumor sobre los gemidos había adquirido amplitud. Yo también lo oía, como si repercutiera en mí y me turbara. Subía de las profundidades del mar, hacía burbujear las olas, crujir la barca.
—¡Mira, de nuevo entra agua! La barca ha vuelto a bajar. Toca el agua como antes. El espíritu petrificado ya no la aparta... —dijo el desgraciado, lleno de terror.
Ya de regreso, le dije que cogiera una buena cantidad de estopa y calafateara su podrida barca para volver a unir las planchas, tan flojas como viejos dientes descarnados.
Ángela estaba frente a su casa. Llevaba una camisa corta, cómoda para los trabajos hogareños. Tenía la belleza fría de una estatua y me miró sin bajar la cabeza. Como la fatalidad. Una luz despiadada brillaba en su mirada. Hizo un gesto como si acabara de tomar una decisión. Se alejó lentamente. Sus desnudos pies dejaban sobre la arena una huella profunda. Anduve tras su rastro, la seguí y caminamos así, sin decir una palabra. Sumergidos en el mismo pensamiento. Jamás una hora fue tan decisiva en la vida de un ser humano.
Atravesamos un lugar rocoso y comprendí que ella tomaba el camino del cabo más agreste de la región: el Feluktasi. Bajó por la ensenada formada por las olas. Caía la tarde. El crepúsculo extendía sus sombras, que se desplegaban oscureciendo la extensión del mar. Ángela se volvió hacia mí. Su vista lanzaba llamas más duras aún que antes. Se quitó su camisa y la lanzó lejos. Permaneció desnuda, inmóvil, el espíritu como arrastrado por una misteriosa obsesión. Parecía querer que yo me saciara de la vista desnuda de la mujer, de sus formas esculpidas, cortadas, hasta el más mínimo detalle. Caminó, entró en el agua y se dejó flotar. Su mirada no me dejaba. Me desnudé y, decidido, me lancé hacia ella, que no huyó. Pero alargó el brazo para mantenerme a distancia. Luché con ella. Conseguí atraerla. El agua era profunda. Yo no hacía pie. Ella recuperó toda su agilidad para escaparse de pronto, luego se abandonó para volver a huir llevándome a aguas más profundas. Su cuerpo se deslizaba sobre el mío, se enganchaba violentamente, se volvía a soltar, impulsándome a seguirla para abrazarla. El juego parecía excitarla, ella misma se sumergía y volvía a subir bruscamente a la superficie, detrás de mí. Saltaba sobre mi espalda y me arrastraba al fondo, cogiéndome por sorpresa en la poderosa tenaza de sus muslos, y yo sentía sus músculos estremecerse ante el esfuerzo por apretarme. Después me dejaba y me volvía a apartar. Cuando volví a alcanzarla, hice todo lo posible para que no se me escapara. Ángela luchaba para deshacerse de mi abrazo, pero yo era el más fuerte y sabía que no lo conseguiría. La arrastraba, cogiéndola por la cintura, apretándole el pecho con un brazo para paralizarla. Lanzó un grito salvaje cuyo eco desgarró las olas hasta los confines del horizonte. Luchaba desesperadamente, decidida a arrastrarme al fondo. De pronto comprendí su horrible intención. Nos encontrábamos a un centenar de brazas de la arena. Yo luchaba tenazmente para sacarla del agua. Ella se resistía. Sus angustiadas palabras traicionaban su inquietud y su furor:
—No lo matarás. Jamás lo conseguirás. Será él quien te mate.
De pronto, su voz se ahuecó, grito salvaje de fiera atacada por un lobo que le rompe el espinazo, petición de ayuda a otra fiera.
Sobre la palidez lejana de las olas, vi el penacho de espuma brotar bajo el terrible salto del cetáceo.
Me precipité para huir. Ella se colgó de mí. Para impedírmelo. Yo la golpeé. Ella se abalanzó sobre mí y me clavó sus dientes en el hombro. Cogí su seno y mis uñas desgarraron la firme carne mientras, con la otra mano, le mantenía la cabeza bajo el agua para obligarla a dejar de luchar. Luchando contra la asfixia, su abrazo se suavizó, lo que aproveché para nadar con todas mis fuerzas hacia la orilla. Notaba como se había lanzado en mi persecución con la rapidez de un atún que persigue a un tiburón, para alcanzarme y retenerme hasta la llegada del cetáceo, que se encaminaba directamente hacia mí para aniquilarme.
Cuánto tiempo duró la mortal persecución, no sabría precisarlo. La distancia que me separaba de la enfurecida joven disminuía cada vez más. Por fin, hice pie. Salté rápidamente fuera del agua. Ángela también hizo pie, casi al mismo tiempo que yo. Se irguió ante mí como antes. En toda su desnudez, con un odio en los ojos como no había visto en mi vida.
La sangre fluía de su seno y caía mezclada con el agua de mar sobre el pecho y sobre el vientre.
El delfín había llegado, nadaba en círculo, hendiendo furiosamente la superficie del agua. Se lanzó muy arriba, después dio media vuelta hacia alta mar.
Ella lanzó con voz ronca:
—¿Por qué quieres matarlo? El es más fuerte que tú. ¡Anda, ve y pelea contra él!
El delfín volvió a pasar, rápido como una flecha. El enorme cuerpo se proyectó fuera del agua, desbordante de vigor, de ímpetu y de virilidad.
—¡Míralo! —dijo Ángela con admiración.
Mi corazón latía locamente. ¡Qué duro era el juramento que yo había hecho! Ella recogió su camisa, y la perdí de vista mientras se dirigía a su cabaña.
Había llegado la noche, y aún no me había recuperado de la brutal sacudida que me trastornaba. Pasaron las horas. Una idea me atravesó el cerebro. Salté a la barca y me dirigí hacia alta mar en la serenidad y la soledad del mar. Estaba seguro de lo que iba a pasar. Remaba y seguía alejándome, cuidando de no hacer ruido. Sumergía los remos delicadamente, después dejaba que la barca hendiera el agua tranquila, arrastrada por su propio peso. De vez en cuando, esperaba a que se detuviera y escuchaba, intentando atravesar las tinieblas... Estaba a unos tres cuartos de milla de la orilla. Jamás había conocido —ni he conocido en mi vida— la angustia de una espera así. La soledad pesaba sobre el universo con todo su peso. Yo seguía alejándome, manejando suavemente los remos en un batir imperceptible. Los atraía lentamente, los empujaba suave y sentía alrededor un mar tan ligero como el algodón. Después decidí detenerme por completo y la barca se deslizó tranquilamente bajo su impulso, hasta que flotó inmóvil. Las estrellas del cielo me observaban con sus maliciosos ojillos guiñando burlonamente... como si me hicieran señales amistosas. ¿Quién podría decir cuánto tiempo pasó así? Júpiter subió en el cielo media braza. Yo esperaba y sentía la sangre zumbando en mi cabeza.
De pronto mi piel se erizó. A lo lejos, de la orilla, llegaba un chapoteo cada vez más cercano. Hasta percibía el ligero romper de las olas. Yo estaba al acecho. Pasaron los minutos y cada ruido era más claro, se acercaba, al parecer, a mi camino. Oía más fuerte el ruido rítmico de su nadar. Remé un poco más, con el temor de un mal encuentro. Hice así unas cincuenta brazas y me detuve. Escuché. El sonido del agua aún me llegaba de lejos. Señal de que me había alejado. Después el sonido aumentó, ligero como un soplo, como antes, con ese mismo ruido del agua agitándose en las tinieblas del mar, llegaba más claro a mis oídos como si el otro siguiera el mismo camino y continuara acercándose. Remé un poco más para conservar la misma distancia, fiándome del sonido. Así podría oír siempre el ruido sin dejar que acortara las distancias. La noche, oscura, protegía mi barca. Escuchaba con todos mis sentidos transformados en oído. Hasta me llegaba su respiración. Profunda y larga. Lucha tranquila. Voluntad de hierro. Incluso la espuma provocada por los movimientos del cuerpo rompiendo la cresta de las olas. Temiendo que él pudiera percibir la silueta de mi barca, moví los remos cinglando suavemente y llevándola más lejos. Percibía una especie de silbido de aire espirado, muy bajo. Una especie de señal, de llamada convenida. El chapoteo ya no se acercaba. Yo comprendía que el cuerpo nadaba en círculo alrededor de aquel lugar. Volvió a resonar el mismo silbido, bajo, estremecido, igual a una caricia, a una llamada, a una plegaria. Después, de nuevo el silencio. Yo esperaba. Todo mi cuerpo se estremecía en el seno de aquella paz infinita que parecía recubrir aquel lugar de eternidad. El delicado silbido corría al nivel de las olas como un ala de mariposa, un silbido paciente, obstinado, conteniendo en su soplo la dulce pasión del amor. Me pareció oír un sollozo contenido que llenaba con una tierna espera la hora silenciosa de la soledad. Entonces, un rayo me iluminó recordándome de pronto el incidente de nuestro primer baño en la tibieza del mar, cuando el anzuelo se había enganchado, y más tarde el dulce silbido de Ángela, el mismo que estaba oyendo ahora...
Me estremecí. El agua se abrió brutalmente, como si de repente se desbocara una tartana, seguida de un ruido pesado, como si un búfalo se tirara al agua para refrescarse. Segundo salto del agua acompañado del ruido violento de un cuerpo que se lanzara desde las entrañas del mar, y después la agitación de las olas bajo la pesada zambullida. No había duda de que por aquellos parajes había un enorme pez que se había lanzado de un salto, para volver a caer con todo su peso en el agua.
—Ven... ven... —oí como murmuraba una voz de modulaciones tan suaves y tiernas como no había oído nunca.
Cesaron los saltos del pez, la gran agitación del agua se calmó; ya sólo quedaba un lento chapoteo continuado, como un juego de la espuma que parecía no acabar nunca. ¿Qué estaría pasando a cincuenta brazas de mi barca? ¿Qué sucedería entre ella y el delfín?
Grititos cortos, suspiros ahogados por un chapoteo resonaron en la soledad de la noche. Se oía claramente la respiración de la mujer, la del delfín, un hervor de agua agitada, un juego y una unión seguidos de persecuciones sin fin.
Era él, era el gran delfín, en todo su arranque amoroso. Lo oía agitar las olas. Mi vista traspasaba las tinieblas y percibía a través de una claridad difusa venida de otro mundo. Veía al delfín que hacía que se deslizara sobre su cuerpo jadeante, que la recorría con la caricia de sus aletas lanzando curiosos grititos de fruición, testimoniando su frenesí erótico. El agua hervía. Sentí a la mujer lanzándose en su surco, arremolinarse, asida a sus aletas, abrazándolo con todos sus miembros, completamente enganchada a su vientre. Y él, disfrutar de ella, locamente, deleitándose en aquel duelo extraño por su esencia marina. Iban cada vez más lejos, y yo, con mi barca, seguía los ruidos y los movimientos del agua mientras aquellos dos seres deliraban en medio del mar. Ella se estremecía, y sus estremecimientos llegaban a lamer mi barca, se infiltraban en mí por la planta de los pies, corrían por mi cuerpo, al que ponía en suplicio.
Ni me di cuenta de que un pesado silencio había vuelto al mar. Con la barca, empecé la búsqueda de la insólita pareja que el mar ocultaba en sus vastos senos y que la noche cubría con su ala tenebrosa. Abandoné los remos. Me invadió la torpeza. En un momento, me sobresalté y empuñé el arpón, ya que había oído henderse el agua. Después el mar volvió a sumirse en su pesado mutismo. Me acosté en el fondo de la embarcación. Y el sueño cerró mis párpados.
Cuando me desperté, la barca se movía mucho. Apuntaba el alba y a lo lejos se distinguía tierra firme, a más de cinco millas. Durante toda la noche, la brisa de tierra me había llevado hacia alta mar, soplando levante, cada vez más fuerte.
Intenté tirar el ancla, dejando devanar más de sesenta brazas de cable, sin conseguir tocar el fondo. La levanté con dificultad y volví a los remos. Hubiera sido mejor esperar a que cambiase el tiempo. El viento, yo lo sabía, se volvería muy pronto de nordeste, ya que, a la inversa del siroco, no dura y se calma de prisa. Todo sucedió así. Volvió el buen tiempo. Mí barca navegaba más fácilmente. Estaba seguro de llegar a mi cabaña en una hora y media. Remaba lentamente. El sudor me escocía en los ojos y goteaba hasta las comisuras de mis labios.
El trabajo del mar es penoso. Y por eso me gusta, porque hay que luchar por él, igual que se ama a la mujer que se resiste hasta que se la domina. Ángela ha penetrado hasta las raíces más profundas de mi vida. ¡Mi cuerpo la desea locamente, necesita su contacto! Entonces aún la adoraba más. El feroz incidente pasado ensombrecía su espíritu y excitaba mi apetito viril. No conseguía encontrar el medio de atraerla hacia mí. Sin embargo, era una necesidad que tenía que saciar sin espera. Y juro que anidaba un odio feroz en mi corazón contra el poderoso corsario, surgido como espectro de la cólera, que me la había arrebatado. Las palabras de Ángela: «¡Anda, ve y pelea contra él!» me habían envenenado y humillado. Me sentía el ser más despreciable. Todo mi orgullo y mi arrogancia de hombre habían sido pisoteados, como un trapo.
Vuelvo a pensar en el incidente de la noche anterior. Tengo que llevar mis averiguaciones hasta el final, esclarecer su misterio, y me enfurece no haber podido atacar al delfín, no haber luchado como un hombre lucha contra otro por la posesión de la mujer.
En cada ola que pasa, me parece ver su negro lomo y se reaviva mi deseo de luchar contra él. En esos instantes me siento tan devorado por el odio, que podría lanzarme al mar y competir en un cuerpo a cuerpo. Después, la paz renace en mí... Una suavidad tranquilizadora me impregna totalmente. Siento ganas de reírme de mí mismo. Puedo decir que llego a despreciarme cuando pienso así, sosegado el espíritu. Sin embargo, el incidente nocturno no se deja olvidar. ¿Y si no fuera Ángela? ¿Y si fuera un delfín hembra? ¿Si no fuera más que la unión de dos delfines, y que yo haya fabricado este cuento extraño con mi imaginación enferma? ¿Y si la mujer no se hubiera movido de su cama esta noche? ¿Y si yo me hubiera vuelto completamente loco, hasta el punto de no poder retener la marcha delirante de mi cerebro?
Pero ¿y el silbido... ese silbido tierno, lleno de caricia y de suavidad como el suspiro de un deseo amoroso? Me digo que quizá fuera un delfín hembra, ya que sé que entre ellos emiten pequeños sonidos extraños que les permiten hablarse, contarse su difícil vida, su lucha sin respiro en el seno de las olas. Es evidente: me he vuelto loco de atar y haría mejor remando más de prisa para llegar a tierra firme y asegurarme de que Ángela no se ha movido de su choza, en Faneromeni.
Me puse a remar vigorosamente y la barca iba rápida: el tiempo se había calmado. Ni las olas se apiñaban. Eran las anchas y blandas ondulaciones de un agua tranquila, que se dilataban, se apaciguaban. El metal bermejo del sol brillaba deslumbradoramente y el agua dorada reía, saludando a la claridad que había vuelto.
Pero de pronto, me levanto de un salto, aprieto los remos y golpeo frenéticamente en el agua. ¿Y la voz? Esa voz patética, esa llamada en la noche? Lo oí bien. Decía: «Ven...ven...» No podía ser de otro modo. No había ninguna otra explicación. Además, yo la había oído. Así que no era un delfín hembra. En el mismo segundo en que me digo: «Lo he oído», se desliza en mí una duda y pregunta: «¿La has oído? ¿También has oído el ruido del mar? ¿Y el gemido del árbol petrificado subiendo de las profundidades, el día en que estabas con Lucas el borrachín? ¿También has visto al sargo jugar y perseguir al pequeño langostino y después a éste, el maligno, esconderse bajo las algas, el mismo día que pescaste la dorada? Entonces, ¿no puedes haber oído y visto del mismo modo los acontecimientos de la pasada noche?»
Sucede que el hombre llega en ocasiones a los límites de la locura. Sólo me recuperé, afortunadamente, al ver a una veintena de brazas de la popa, un enorme delfín brillando bajo la luz del sol.
En un segundo recuperé mi razón y mi fuerza. Sentí que se endurecían mis músculos y se apoderaba de mí una voluntad de hierro para luchar. ¡Suceda lo que suceda! Las sospechas tomaban vida, se acumulaban en mí y endurecían mi corazón. Cogí el arpón. La hora crucial en que se cumple el destino de cada criatura de Dios, había llegado para mí. Mi mirada corría sobre la cresta de las olas, buscaba recto ante mí el lugar en que el cetáceo iba a reaparecer. Volvió a saltar muy alto, un poco más lejos, grande, vigoroso, en el silbido ahogado del aire que lanzaba por su nasal. El golpe de su caída sobre el agua fue tan violento, que resonó como el estruendo de una roca desplomándose desde lo alto de los acantilados hasta el mar. Se levantó la espuma y un minúsculo arco iris se irisó en el agua pulverizada.
El cetáceo no parecía dispuesto a atacarme por asalto. Cogí los remos, hice girar brutalmente la barca unos ciento ochenta grados hacia alta mar, y remé con todas mis fuerzas. La barca volaba literalmente. Hendía el agua y corría como un caballo montado por un caballero, dispuesta la lanza para el asalto. Ya no se veía nada. Esperé. Oí el ruido de otro salto, pero sólo entreví el agua volviendo a caer en el agujero dejado por el monstruo en la superficie. Me dije que él intentaba arrastrarme hacia alta mar, allí donde yo no pudiera encontrar ninguna ayuda, para atacarme más fácilmente, lanzarse sobre mí, vencerme y hacerme pedazos.
Yo lo esperaba, escudriñando la superficie con la mirada.
La cólera rugía en mí. Pero tuve el estupor de ver su gigantesca sombra pasar bajo la quilla, como un torpedo negro, y desaparecer. Las burbujas provocadas por los violentos remolinos de su huida subieron y estallaron en una miríada de centellas. Probé el arpón, sus dientes eran puntiagudos como los caninos de un perro; el mango era sólido, recto, tallado en álamo. Otro salto lejano, a unas cien brazas, me hizo levantar la vista. Debía de huir rápido como un rayo, para haber cubierto en unos instantes una distancia así.
Conocía su juego. Me incliné sobre la borda, dispuesto el arpón. Le golpearía en el momento en que volviera a pasar por debajo de la barca. Pero no tuve tiempo. El negro torpedo hendía el agua una vez más, a una velocidad increíble, y desapareció por el otro lado. Inútil tirar en esas condiciones. Me daba cuenta de que tenía que habérmelas con un animal feroz, terrible e inteligente, que antes del combate se divertía disfrutando con mi miedo.
Sin embargo, yo no temblaba. ¿Quién lo hubiera creído? En mí no había ni pizca de miedo. Me incorporé, me armé de voluntad y de valor. Me decía que nunca un hombre había sido más hombre que yo mismo, en aquel momento, a punto de lanzarme en aquella lucha a muerte. Bastaba con que se acercara el monstruo, que emergiera un poco más, para que yo pudiera apuntar y darle. ¡En ese instante, mi brazo sabría lo que tenía que hacer! Me puse a mirar el brazo, moreno y curtido por el sol, y me enorgullecía que fuese mío. Que concentrara todas mis fuerzas en él y que dentro de poco, entonces mismo, fuera capaz de degollar a un adversario de tanto poder que el hombre más fuerte del mundo no se atrevería a despreciarlo. Pero en aquella quietud mortal que ocultaba, lo sabía, el anuncio de una lucha mortal y sin piedad, me sentía tan aislado como la encina solitaria sobre la que se desencadenan las ráfagas del viento furioso y se rompe la cólera de la tempestad.
El delfín, ahora está muy claro, busca el medio de embestir la barca, de hacerla zozobrar, para que nuestro combate se desarrolle en el agua. Mis ojos traspasan el espejo de las olas y me parece verlo surcar los sitios donde el agua es poco profunda, y hacer ondular su flexible cuerpo, agitar su cola como una hélice, descubrir el vientre de la barca precisamente sobre él, para darle el golpe. Emergió el oscuro lomo, el nasal crujió con un ruido sordo para coger aire, y se perdió una vez más. Como yo ignoraba por dónde volvería a aparecer, me quedé en el mismo sitio con mucho aplomo, separadas mis piernas, blandiendo el arpón y vigilando por los dos lados a la vez, dispuesto a todo. Se acercaba la hora fatídica, ya que las olas se rompieron a la izquierda de la barca, a unas diez brazas, y el cetáceo salió a la superficie, se abalanzó sobre la barca, y le dio un violento golpe como una pesada hacha golpeando a un abeto con todas sus fuerzas. Si yo no hubiese estado cogido, me hubiera encontrado en el agua. Juré y me incorporé. Pero vi con terror que uno de los travesaños de la línea de flotación había sido hundido como por un puño de acero. La fiera volvió a aparecer, a ras del agua, por el otro lado, y tras de un prodigioso chisguete, que denotaba su rabia y su frenesí, arremetió contra el otro lado de la barca. El arpón se me escapó de las manos y no tuve tiempo más que para aferrarme al estrave, para no verme lanzado por encima de la borda.
Tal era su táctica: intentar proyectar la barca para hacerme caer al agua. El siguiente golpe fue descargado bajo la carena. La barca, levantada, se inclinó de banda y mientras que el cetáceo hendía el agua a una velocidad increíble, un remo saltó de su horquilla y voló al mar. Eran golpes inteligentes y fuertes para encontrar el medio de hacerme volcar. Era imprescindible que saliera de mi embobamiento y atacar yo también. Me puse de rodillas, apoyándome fuertemente con el brazo izquierdo en la borda; el derecho blandía el arpón, que sostenía por el cuello de hierro. Vi como se ennegrecía su masa mientras subía hacia la superficie. Debió de percibir el arpón, ya que se volvió de súbito, mostró su blanco vientre, se sumergió y desapareció. ¡Así que él también empezaba a tener miedo! Empezaba a comprender la dificultad de la empresa. Era una primera retirada, impuesta a mi adversario. Yo estaba preocupado por el remo, ya que procuraba recuperarlo a toda costa, Pero flotaba bastante lejos y yo no tenía tiempo de atar el otro a popa para propulsarme cinglando y alcanzarlo. Podía sufrir un nuevo ataque de un momento a otro. Lo vi surgir de una ola oscura y precipitarse sobre el remo. Lo golpeó, lo arrastró hacia el fondo, lo proyectó con todas sus fuerzas más lejos, lo hizo volar bajo sus violentos golpes, hasta el punto que pensé que iba a romperlo. Afortunadamente, no lo consiguió. Sin embargo, hubiera podido hacerlo añicos. Lo abandonó y desapareció. Yo retiré el otro remo para protegerlo, pero apenas lo había echado al fondo de la barca cuando el cetáceo se abalanzó sobre la popa, con la mitad del cuerpo fuera del agua. Salté hacia atrás y, cuando estuvo a mi alcance, descargué el arpón con todas mis fuerzas. Más rápido que yo, consiguió evitarlo. Sólo, como comprendí, fue tocada la extremidad de su cola. Un trozo de piel se había quedado en los dientes del arpón. Era un pequeño trofeo que le había quitado. Sin embargo, yo lo consideraba como mi primer ataque conseguido, mi primera victoria. Mi único temor era que me atacara por el lado del travesaño hundido. Tenía un mazo de madera, y golpeé fuerte para ponerlo a la altura de los otros. En la caja, con el mazo, había grandes clavos oxidados, de un dedo de largo. Los clavé en seguida en el interior del casco, para que las puntas salieran al menos medio dedo hacia fuera. Los clavé todos, repartiéndolos por toda la barca. El se los hundiría en su esfuerzo por hacerme zozobrar.
No tuve que esperar mucho tiempo. El delfín, exasperado sin duda por el golpe que yo había conseguido darle, se abalanzó de lleno sobre mí, a babor, en un salto gigantesco, sin duda para mostrarme su enorme altura y asustarme. Apenas cayó, volvió a atacar. Tuve tiempo de disparar el arpón, que le alcanzó en la espalda y le arrancó un gran jirón de carne. A pesar de ello, consiguió golpearme. La barca estuvo a punto de tumbarse y el monstruo se perdió en las profundidades. Toqué las puntas de los clavos que yo había adentrado en el casco: descubrí, enganchado en uno de ellos, un trozo de piel largo como una mano.
Lo había herido. Mi corazón se fortaleció. La lucha cambiaba de aspecto. Yo empezaba a ganar puntos. Sabía cómo combatirlo, y ya no me sentía inferior a mi adversario. Para ser sincero, hasta empezaba a sentir lástima. En aquel instante me resistía a impregnarme profundamente de aquella piedad, ya que deseaba que mi victoria fuese el resultado de una lucha difícil y, por lo tanto, más preciada.
Lo vi dando vueltas muy cerca, sin acercarse. Sus heridas debían de quemarle. Y, a menos que me equivocara, el último golpe había sido fuerte. Pero no era lo que yo quería. Mis deseos los imaginaba de otro modo. Dio una vuelta, después otra, estrechando cada vez más su círculo. Se acercó mucho y sacó la cabeza. Su mirada parecía clavada en mí, y era realmente una mirada que sabía hacer frente y donde brillaba el odio más grande. Eso era lo que yo esperaba. En aquel preciso instante nos miramos, nos medimos, nos estiramos como dos valientes, comprendiendo que habilidad y fuerza eran necesarias para ganar aquel torneo sorprendente.
Vi su sombra oscurecerse bajo el agua, y de pronto atacarme. Apuntaba hacia la popa y temí que rompiera el timón. Conseguí darle. El arpón debió de alcanzarle en plena carne, ya que lo oí rebotar en el momento en que volvía a sumergirse. En el mismo momento volvió a subir en un formidable salto. El mismo ardid. Al caer, embistió violentamente el flanco de la barca, lleno de clavos. Pero antes que pudiera volver a darle, se soltó y, como loco de dolor, dio otro salto desesperado. Vi grandes manchas de sangre mancillando su cuerpo. Volvió a lanzarse sobre la proa, tan frenéticamente que la barca hizo un cuarto de vuelta. Se encarnizaba seriamente con golpes ininterrumpidos, rabiosos. Su martilleo resonaba sordamente en el vientre de la embarcación. Bailaba tanto, que yo me veía zozobrando. Pero así tenía al delfín a mi alcance y podía escoger el instante fatal para darle en plena carne. La ocasión se presentó en el preciso momento en que se revolcó para volver a la carga. Apunté cuidadosamente cuando se lanzó en un nuevo arranque y, fuera de mí, hundí el arpón tras la aleta del pecho. Le di tan profundamente, que me fue imposible arrancarlo. Se quedó clavado en la carne. Delfín y arpón se perdieron en un terrible borbollón que evocaba los estertores de la agonía. El agua enrojeció. Desde el fondo, subieron grandes coágulos de una sangre oscura, espesa, que se disgregaron en el agua. Negruzcos primero, después de un color de claveles carmesíes a medida que se deshacían y se disolvían en el mar.
El sudor chorreaba por todo mi cuerpo. No lograba calmarme. Le había dado en pleno vientre, estaba seguro, ahora que el delfín se alejaba, llevando consigo la muerte. Mi cabeza hervía. Un velo gris pareció empañar al sol en un cielo resplandeciente de azul. Chispas negras bailaban ante mis ojos, se encendían y se apagaban en un zumbido que aumentaba. La tempestad subía de los abismos del mar. Sus entrañas se contraían en un dolor profundo. Bramido terrible... ¡El árbol!... El árbol petrificado suspiraba y gritaba de angustia por toda aquella sangre esparcida, cuyo caudal rojo ensuciaba las aguas. Las olas se agitaban sordamente, embrollaban sus rutas, en busca las unas de las otras, y por primera vez, las vi abrazarse para confiarse la amarga noticia. La barca se movía suavemente, tristemente, y yo intentaba incorporarme y afianzarme, pues mis rodillas ya no me sostenían. Con el espíritu turbado, sólo pensaba: «Que acabe el sueño, que deje mi espíritu en reposo; lo hecho, bien hecho está.» Habíamos luchado valientemente, peleamos de igual a igual. En atacar, él había sido el primero.
Até mi remo a la horquilla de la popa y navegué cinglando para buscar el otro. Pero la barca iba en sentido contrario y, cuando vi el remo perdido muy lejos de mí, comprendí que me costaría cogerlo. Me lancé al agua nadando rápidamente, lo recuperé y salté a la barca...
Mi barca flotaba a poca distancia del cetáceo herido. Veía su cola, que se debatía en el agua débilmente, como para moverse por última vez antes de acabar con la vida. Clavado en la profunda herida del esternón, el arpón emergió, después se hundió en el agua cuando se movió el cuerpo. Remé un poco para acercarme. Y vi al delfín estremecerse y después intentar escapar a un nuevo arponazo. Aún me acerqué más. Oía cómo el aire salía de su nasal, una espiración difícil y como obstruida por el agua, entrecortada por sonidos breves como el cristal que se casca. Estaba agonizando. Cuando el lado de mi barca lo rozó, el delfín dio un coletazo muy lento, se alejó cinco o seis brazas y después se hundió poco a poco, su surco manchado de huellas iguales a tabaco reblandecido. La sangre brotaba de la vena seccionada que aún obstruía parcialmente el arpón.
De regreso, saqué la barca fuera del agua, me metí en la cabaña y me eché en la cama. Y sólo entonces comprendí que estaba agotado y a punto de desvanecerme.
El silbido del viento a través de las cañas, me despertó toda la noche. Su frescor acariciaba mi frente, que ardía. Oí ruido, tanteos, y pensé que las olas daban en la barca. Pero seguía oyendo el mismo ruido, como si buscaran algo. Me precipité fuera y me encontré frente a frente con Ángela, en mi barca. Estaba oscuro y las sombras de nuestros cuerpos apenas se dibujaban. Noté, sin embargo, el brillo afilado de su mirada atravesando la pesada masa de la noche.
—¿Dónde está el arpón? —gruñó ella, furiosa.
—¿Qué quieres hacer con el arpón? ¿Qué buscas en mi barca?
—Me he herido el pie con los clavos que salen por los lados, como dientes de tiburón. ¿Por qué has puesto clavos en tu barca de esa manera?
—He clavado los lados. Estaban separados. Pero no es correcto registrar mi barca como estás haciendo.
Ella salió de la orilla y se apretó contra mí. Sentí sobre mi vientre los cálidos efluvios de su cuerpo.
—Dime, ¿qué has hecho con el arpón?
—Se me ha escapado de las manos al querer atrapar un pez que se soltaba del anzuelo.
—¿Qué pez y qué anzuelo? ¡Todo eso es mentira! He oído el ruido y las lamentaciones del árbol petrificado, que subían desde las profundidades donde vive. El mar se ha tornado sombrío. El sol se ha empañado. Una espantosa tempestad ha sacudido al mar. El mar apestaba a sangre... Olas de sangre. He sentido su olor en mi nariz. ¡Contesta! ¿Qué has hedió con el arpón?
Avancé hacia ella para calmarla. Toqué su hombro.
—¡No me toques!
—Ángela, serénate. Ven conmigo a la cabaña. Ven, cálmate.
Ella retrocedió. Se alejó hacia la orilla. Oí el fuerte ruido del agua bajo su cuerpo, que hendía las olas. Pero a poco acabó el chapoteo.
¡Qué solitario se sentía mi corazón! Solitario y pesado.
A la mañana siguiente llegó Lucas el borrachín y bebió medio vaso de raki de mi botella. Yo aún estaba tendido en mi cama.
—¿No has salido? ¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Es que tú también tienes miedo?
—¿Miedo de qué?
Habló del rumor de las olas en alta mar, que todos los pescadores de la región habían oído, un rumor que provenía del gran espíritu petrificado, en los parajes por donde nadie osa navegar.
—¡Leyendas! —murmuré cuando en aquel momento me sentía invadir por un terror como no había sentido hasta entonces—. Anda, amigo —le dije—, vete a descansar... ¿Cómo puedes creer cosas así?
—Pero le hablaba casi a regañadientes y mis palabras me sonaron a falso.
—Eh... patrón, hablas bien. Sin embargo, no puede dejar de sorprenderte todo lo que pasa en estos lugares. ¿No sabes que Ángela está en el mar desde anoche, que ya ha pasado el mediodía y que aún no ha regresado?
Le cogí las manos.
—Te digo que sí. Y es la primera vez que su padre está mirando al mar y no consigue reposo.
—¡Lucas el borrachín, ven conmigo! ¡Hay que encontrar a Ángela!
Me levanté de un salto y me puse los pantalones.
—¿Adónde quieres ir? ¿Es que conoces los mil senderos que ella conoce en el mar, donde no se pierde? ¿Es que tú puedes saber cuál ha tomado?
—No comprendo lo que dices. Ángela está sola en alta mar y no puede regresar. Te repito que está sola. ¿Me oyes? ¡Está sola! —Ésta? últimas palabras las grité como si quisiera que su eco penetrara bien en su oído.
—Y las otras veces ¿quién la sacaba? Bien salía sola. ¡No era necesario que nadie fuera a tenderle la mano! Bien volvía a tierra sola...
Mi sangre martillaba mis sienes como un yunque.
—Hoy no es lo mismo. No es lo mismo. Ven. Se ha levantado el terral, iremos de prisa.
Nuestra barca salió de la caleta con la vela muy tensa y me dirigí hacia el lugar donde yacía el árbol petrificado, observando cuidadosamente los puntos de referencia.
—¡Patrón! Ese no es el camino. Tendrías que cambiar de rumbo.
No añadió nada. Ya me había dado cuenta del temblor del pescador; sin embargo, mantuve la misma ruta, mirando fijamente ante mí.
Lucas el. borrachín dejó la borda, donde estaba sentado, se deslizó con precaución bajo la escotilla y se sentó. Su cara estaba lívida de miedo. Seguía mudo, con los ojos bajos, sin atreverse a echar una mirada por encima de la borda. De vez en cuando me lanzaba una mirada suplicante, llena de insuperable terror. Describiendo amplios círculos, y buscando, di un par de vueltas sobre los lugares donde yacía el árbol, pero no conseguía ver nada. Entonces me dirigí hacia el este, por el lado del cabo Koraka, y desde allí navegué recto, costeando, recordando una vez que me había dejado llevar por la corriente. Íbamos de aquí para allá, bordeando, cambiando a cada instante la escota entre las dos cuñas de la popa.
De pronto, Lucas el borrachín lanzó un grito:
—¡Patrón! —y me mostró algo, un poco más lejos. Orcé para aminorar la marcha. Bajo la intensa reverberación del sol, una forma negra, extraña, flotaba, se movía al compás de las olas. Cuanto más nos acercábamos, más fuerte latía mi corazón.
—Vámonos, patrón. No puedo más. Esto no es bueno. Nadie mete aquí la nariz. Es imposible que una criatura humana y un delfín floten juntos, como en este momento... Te digo, patrón, que eso no es bueno. Quizá sean espectros; estoy seguro de que nos sobrevendrá una desgracia... ¡No te acerques!
Intentó retenerme. Yo lo rechacé. La barca se acercó. Solté la escota y la vela se agitó hasta arriba del perroquete. El cadáver del delfín, vuelto, mostraba su vientre plateado con el arpón hundido bajo la aleta del pecho. El desnudo cuerpo de Ángela yacía abandonado sobre la enorme masa del cetáceo muerto, la cabeza apoyada sobre el pecho. Me incliné para atraerla hacia mí. Ella me rechazó, dispuesta a golpearme.
—Ven, Ángela. No sigas ahí más tiempo. ¡Ven!
—¡Asesino!
—¡Ángela! El fue el primero en atacarme. Me defendí para salvar mi vida. Si no, no lo habría hecho. ¡Digo la verdad, Ángela!
Ella resistió a todos mis esfuerzos, me mordió las manos, las arañó con rabia, y con una energía que yo no me esperaba, arrancó el arpón del cuerpo del delfín y lo lanzó contra mí. Sólo tuve tiempo para agacharme; el arpón se clavó en la borda, cortando un buen trozo de madera.
—¡Vámonos, patrón! Alejémonos para que no nos ocurra ninguna desgracia, ya que, hasta ahora, jamás se había visto una criatura humana enamorada de un espectro.
Sus palabras me pusieron carne de gallina. La mirada de Ángela, esquiva, ardiente de odio, me hizo retroceder. Lucas el borrachín, diestramente, dobló la escota. La barca se inclinó para volver a su ruta, hacia la costa.
—No hables jamás, patrón, de todo lo que hemos visto. ¡No hay que hacerlo! Entonces sucedería la gran desgracia; todas estas cosas misteriosas son hechas a escondidas de los hombres. No deben verlo. ¡Y los que las han visto, que se guarden de contarlo! Yo voy a la iglesia. El pope rezará y tocará mis ojos con el hisopo para exorcizarlos. Escucha lo que te digo. Y haz lo mismo tú también...
Ignoro lo que hizo Lucas el borrachín aquella tarde, después de haber alcanzado tierra firme. No lo sé. Ni si fue en busca del pope, si hizo una ofrenda de pan, ni si el hisopo tocó sus ojos para exorcizarlos. Sólo sé que yo arreglé mis cosas rápidamente, las recogí, las cargué en la barca e icé la vela. Ni pensé en saludar a Tomás. Más tarde recalé en la playa de arena del Faro, al lado de Sidusa. Me introduje en un depósito de carbón, de los de los barcos, y esperé a que se hiciera de noche antes de tomar el camino de Sigri. No quería ver a nadie. Sólo vi, en la taberna, a Lucas el borrachín, sentado ante una botella de raki. No había ningún otro cliente y el tabernero se disponía a cerrar.
—¿Te vas, patrón?
Mi corazón se llenó de compasión cuando le vi mirarme como un perro mira a su amo en el momento del adiós. Le tendí la mano.
—Éramos amigos, Lucas...
Me miró de una forma extraña. Dijo: «Ya no me llamas el borrachín. Es señal de que ya no me quieres, patrón.»
Sonreí involuntariamente y le repuse:
—Somos amigos, Lucas el borrachín.
—¡Así me gusta! Éramos amigos. Sólo que no lo comprendiste cuando debías. Ahora me digo que ya no vas a estar más aquí. Yo me decía que tenía a un hombre en quien descargar mi corazón.
—Y ahora también lo descargarás. El mar es grande y puede recibir todo lo que contiene tu corazón.
—No es tan grande, patrón. Y además, está eso...
—¿Qué?
—Pues bien... Tomás el pescador de pulpos. Ahora que tú te vas, ¿quién podrá hablarle de mí... para que me enseñe los agujeros de los pulpos... y que yo también pueda ganarme el pan...?
—¿Tomás? Tiene a Stratos. El es su heredero. Será su yerno. Se casarán este invierno. ¿De qué serviría hablarle? Tú también tienes que comprenderlo.
Lucas el borrachín me miró aturdido:
—¿De qué matrimonio hablas, patrón?
—Del de Ángela.
Debió de tomarme por loco, ya que no me explico de otro modo la forma en que me miró.
—Ángela... Ella, patrón, no volverá a salir del mar. Recuerda esto. Se quedará. Y frecuentará aquel lugar. El mar era su destino. Un día te enterarás y te dirás que Lucas el borrachín no era tan loco como te parece en estos momentos... Por eso hablaba de los escondites de los pulpos. Stratos volverá a Kapi. Ese es un campesino. Con bienes al sol. El mar volverá a mí... Es lo que hubiera deseado que le dijeras a Tomás.
—Adiós, Lucas el borrachín. Quizá vuelva algún día.
Pensaba en lo que me había dicho de Ángela. No había otra explicación que el raki. Debía de hacerle delirar.