Capítulo once

—¿Qué pasó, Ángela? —le pregunté cuando la encontré un atardecer, después del incidente del mar con las gaviotas.

—No pasó nada. No me pasó nada. ¿Por qué lo preguntas?

—Pero ¿qué hiciste cuando volviste a alta mar? ¿Adonde se dirigían las gaviotas? ¿Por qué había espuma en el mar cuando todo lo demás estaba tranquilo?

—¿Por qué haces todas esas preguntas? Es el mar. Tiene espuma. Tiene olas. ¿Eso te parece extraño?

No conseguía sacarle una palabra. Ella dijo:

—No volverás más conmigo a alta mar. No sabes. Yo estoy acostumbrada. He nacido en las olas. Les pertenezco. Nuestros caminos no se encuentran en el agua.

—No se encuentran en ninguna parte, Ángela.

—Quizá... pero eso no somos nosotros quienes lo decidimos. Viene solo...

Siguió reflexionando. Sonrió. Dijo:

—Eso podría llegar. Que nuestros caminos se encontraran.

Le cogí la mano.

—¿Crees tocar las aletas de un pez? —preguntó ella.

Me estremecí.

—Vamos, Ángela. ¡No digas tonterías! ¿Por qué no quieres comprenderme?

—¿Y quién dice que no te comprendo?

—¿Por qué la noche que salimos a pescar me hablaste de una forma tan distinta? ¿Por qué me llamabas tu amor?

Ella se rió.

—Yo era delfín. Hablo así cuando soy delfín. Cuando estás a mi lado y nadas, también te conviertes en delfín. Los delfines se quieren.

—¿Y los hombres?

—¡Hacen suciedades! No saben hacer otra cosa...

Subimos juntos las rocas. Después, en un murmullo, ella dijo:

—Ven...

Bajamos la pendiente escarpada de un barranco angosto y abrupto. Me tendió la mano. En aquel instante todo en ella era extraño. Jamás la había visto tan pensativa. Debía de preocuparla un gran problema. Alcanzamos el lugar por ella escogido. Como si lo hubiese calculado. Tapizado de pequeños guijarros. Con las aguas bajas. Más lejos, emergía del mar una tierra seca cubierta de un musgo de vegetales marinos. La marea la cubría y la descubría.

Ángela se quitó el vestido por la cabeza. Y los pantalones. Se quedó completamente desnuda frente a mí, y se echó al agua inmediatamente. Yo también me desvestí y me arrojé. Por un instante la perdí de vista. Reapareció en la superficie, a la orilla del islote. Entró y se echó en el blando suelo. Yo hice lo mismo: era como un terciopelo empapado de agua. Su cuerpo estaba entre mis brazos. Yo miraba el estigma. Lo tocaba en toda su extensión, desde el seno derecho. Lo seguí a lo largo del vientre, allí donde se perdía. Ella comprendió que quería ver el costurón. Separó las piernas. El estigma reaparecía entre las nalgas y se borraba en la extremidad de la columna vertebral.

Ella me miraba con los ojos muy abiertos.

—Entonces, ¿quieres saber?... —preguntó ella.

Le dije:

—¿De qué es esta señal?

—Es de mi madre. Fue atada por una cuerda cuando yo estaba en su vientre... La huella pasó a mi cuerpo... Esto procede de mi madre. Yo le he preguntado a mi padre... y no ha querido decirme nada más. Pero esto procede de mi madre...

Nos abrazamos estrechamente y rodamos hasta la orilla. Ella me empujó y cayó al agua. Debía de haber unas tres brazas de fondo. Volvió a aparecer un poco más allá. Yo la alcancé y la apresé. La arrastré hacia tierra. Seguía jugando mientras que yo jugaba con ella. Se me escapaba, se hundía frente a mí, me arrastraba al agua tirándoseme encima con todo su peso o sumergiéndose y arrastrándome al fondo con ella. El juego no acababa. Una ola nos levantó y nos tiró sobre el musgo. Le estreché las caderas entre mis piernas. Quiso seguir jugando. Después, bruscamente, se me entregó. Estremeciose su piel. Todo su cuerpo palpitó.

Vi cómo el azul del cielo se reflejaba en sus ojos, en su inmensidad. Hasta vi la nubecilla que lo enturbiaba. También vi a la gaviota que se acercaba. La sacudió un violento estremecimiento. Sus brazos temblaron, sus uñas se hundieron en mi espalda. Una ola más fuerte nos levantó, nos derribó en las aguas profundas. Nos separamos el uno del otro y ella se perdió a lo lejos, abriendo el mar sin mirarme siquiera. Nadaba de prisa y se alejaba. Aumentaba el oleaje. Las rocas de la orilla se cubrían de espuma. La llamé con las manos en embudo delante de la boca:

—¡Ángela! ¡Ángela!

Mi voz repercutió en el flanco de la pendiente. Me estremecí. Ya no distinguía nada. El meltem soplaba tempestuosamente. ¡Y no tenía ninguna barca para alcanzarla! Mi vista se enturbiaba, alterada por los vapores azules del mar y del cielo. Anocheció. Seguí la costa, y salté de roca en roca llamándola con todas mis fuerzas. Pero mi voz se perdía entre los clamores del mar. La banda de pájaros marinos descendían hasta tocar las olas. Después, bruscamente, se fueron y volaron en grupo para desaparecer. Yo seguía llamando a Ángela, aun sabiendo que mi voz se desmenuzaba en el viento.

Vi una barquita bamboleándose» la vela extendida. Debía de ser un pescador que había encontrado a Ángela en alta mar y la había recogido. Cuando la barca se acercó, reconocí a Lucas el borrachín. ¿Qué diablo se había apoderado de él para que se atreviera a afrontar el mar con aquel tiempo?

—¡Lucas! ¡Eh! ¡Lucas!

Cuando me oyó, se dirigió hacia la costa.

—¿Necesitas algo? —gritó con voz ronca en el ruido de la tempestad.

—Ángela... ¿Has visto a Ángela?

Levantó la mano.

—¿Te preocupas por ella? Está luchando con el mar. La he visto. No ha querido venir. Aún irá más lejos. No saldrá hasta bien entrada la noche, o quizás al amanecer. ¡No sería la primera vez!

Lo que añadió no pude oírlo. Sus palabras eran cortadas por el ruido del mar, desencadenado. Corrí hacia la vieja cabaña saqué mi barca, salté dentro e icé la vela.

El viento hostigaba el mástil y la embarcación dio de banda completamente, descubriendo el casco hasta la quilla. El mar lamía la borda a estribor. Yo no dejaba de mirar el horizonte sin conseguir verlo entre las olas que espumaban, desencadenadas, y quemaban mi vista. La frágil embarcación saltaba sobre las enfurecidas crestas, embistiendo enormes golpes de mar que retumbaban a los lados. El agua chorreaba por mi cuerpo.

Cuando creía haber recorrido una milla, o quizá más, empecé a gritar su nombre. Pero mi voz se rompía en el viento como un vulgar papel. Cerró la noche. El paisaje marino se entristecía.

Surcaba el mar barloventeando, viento en proa, a babor, o estribor, agarrándome a la escota para girar. El roce del timón y de la escota quemaban mis palmas. Mis esfuerzos eran vanos, estaba claro. Me dirigí de nuevo hacia la orilla, con el corazón destrozado y los más tristes pensamientos.

Tomás me esperaba delante de la choza.

—¿A dónde ibas con un tiempo así? —dijo para recibirme. Como no se me ocurría nada que contestar, él continuó: —¿Buscas a Ángela?

Contesté con un movimiento de cabeza. El viejo añadió:

—Tengo que decírtelo, joven amo; no te preocupes por ella. En estos momentos surca el mar, se divierte con las olas, sube a su espuma, saldrá más tarde. ¿Quién podría encontrarla ahora en este infierno? Ya verás cómo saldrá más fuerte y descansada. Coge fuerzas luchando con el agua. Ella no es como todo el mundo. Ya te digo: no te preocupes por ella. ¡Si hubiese sido necesario, yo hubiera sido el primero en correr!

El estupor me paralizaba. ¿Cómo podíamos estar los dos frente al mar enfurecido, despreocupados, sabiendo que a una milla o milla y media mar adentro una mujer sola estaba luchando contra las olas, altas como montañas?

—Ella no tiene miedo —dijo Tomás viéndome como le miraba completamente aturdido—, Ya te digo que es así.

Me puse mis pantalones cortos de color caqui y lo seguí hasta su morada. El fue directamente hacia la red arreglada, la desplegó, la extendió y la examinó como para descubrir algo. Después extendió un trozo entre sus manos, lo levantó al aire para convencerse bien. Movió la cabeza.

—La ha arreglado bien. No puedo ni decir dónde estaba el desgarrón que hizo el delfín... Su única preocupación es que no se diga nada de los delfines... Parece que la hayan embrujado. ¡Pues bien, joven amo, afortunado el que mate uno! Tendrá seguras cincuenta dracmas. Hasta se ha dicho que el ministerio daría ciento. Aquí sólo se espera eso para empezar el jaleo... ¡De qué sirve matarlo por cincuenta dracmas, si pronto serán ciento!

Yo me paseaba por los alrededores y, más tarde, me instalé en el sendero que, en mi opinión, tomaría ella para regresar a su casa. Me senté sobre una piedra. La noche absorbía el mundo lentamente, lo engullía en su soledad. Me había echado los pantalones al hombro, y mi cuerpo disfrutaba del frescor del meltem, que soplaba con una violencia espantosa. Contaba las horas y me parecía que el tiempo se había detenido. Después, poco a poco, cesó el viento. El meltem disminuía, se calmaba. Debían de ser más de las doce. El ruido del mar llegaba con el chapoteo del agua aspirada por los orificios de las rocas.

Oí pasos, ¡el difícil caminar de alguien que franqueara un camino difícil. La vi acercarse. Los contornos de su cuerpo se perfilaban en la ligera oscuridad de la noche estrellada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella con voz ruda.

—¿Dónde estabas, Ángela?

De un salto estuve de pie frente a ella, tan cerca que el olor de nuestros cuerpos se mezcló. A través de la oscuridad, sentía sus ojos clavados en mí, mirándome intensamente.

—¿Por qué saliste con tu barca? ¿Qué buscabas en el mar? —Su voz aún se hacía más ruda.

—¡Te buscaba a ti, Ángela! Entonces, ¿me viste? ¿Viste mi barca?

—Te vi. Y cuanto más me llamabas, más me sumergía para que no me vieras. Hasta pasaste muy cerca de mí. Entonces me sumergí más y pasé bajo tu carena. Cuando volví a la superficie, ya estabas lejos. El meltem te empujaba.

Cogí su mano y temblaba. Me dijo que había llegado al lugar bajo el cual yace el árbol petrificado. Hasta de noche encuentra aquel lugar. Calculando las distancias según sus propias señales. Después se sumergió en las aguas oscuras, se frotó en el árbol caído, en una caricia de todo su cuerpo. Bajo su tronco, encontró la gran caracola con las estrella que caen del cielo y se convierten en piedrecitas blancas. Tiene que vigilarla para saber cuándo estará llena.

—¿Y qué harás entonces?

—Las sembraré por todo el mar. Estará lleno de estrellas de mar. ¿Las has visto? Cuando cogemos una en las redes, volvemos a tirarla al agua. Viene de Dios. Está escrito que un día todas las estrellas volverán al mar. Han nacido de él. Los hombres y los árboles también. ¿Has visto el árbol petrificado? Pues bien, un día el mar se llenará de bosques petrificados. Todo, todo lo que existe en el mundo volverá al mar.

Yo la escuchaba y la leyenda arraigaba en mí, profundamente, sin que se me ocurriera ni por un momento que pudiera estar bromeando o burlándose de mí... Lo que me contaba era tan maravilloso que no necesitaba ser lógico. Y además, después de todo, ¿quién cree seriamente que somos realmente lo que parecemos ser? Ya que si hubiera que creer en nuestra lógica, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande tampoco deberían existir. ¿Quién puede aseguramos que formamos parte de este mundo, que no somos el producto de la imaginación de algún artesano loco y poderoso que elabora con sus quimeras una obra aún invisible?

—Dices cosas extrañas —repuso ella escuchando aquellas palabras, dictadas precisamente por su comportamiento—. Ahora tengo que marcharme. Si alguna vez me vuelves a perder, no vayas a buscarme a alta mar. Te molestas para nada. En el mar nadie puede encontrarme. Conozco todos los senderos, todos los escondites.

Yo intenté retenerla. Le dije:

—Pero tú me has abandonado precisamente hoy... Hoy que nos hemos unido...

—Yo quería que todo el mar conociera mi felicidad, que el rumor de las caracolas lo repitiera, que lo oyeran los peces, que se extendiera por las llanuras y por las gargantas del mar, sí, que todos supieran que el delfín me ha estrechado entre sus brazos y que yo le he dejado disfrutar de mí...

Me dejó y desapareció como un elfo. Hasta el punto que yo me pregunté si habría estado realmente allí antes, a mi lado, si había sido una criatura de carne y hueso quien me había hablado. Quise lanzarme en su persecución. Después me dije que era mejor regresar a mi choza.